Invitado Cronopio

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A las once y diez llamó el conserje para decirle que su coche estaba listo. Ava enfiló Bloor Street y se dirigió hacia el este entre hoteles de cinco estrellas, restaurantes, anticuarios, galerías de arte y boutiques de lujo como Chanel, Tiffany, Holt Renfrew y Louis Vuitton, tiendas en las que rara vez se aventuraba, sabedora de que, si lo hacía, cualquier mención a su madre desencadenaría una avalancha abrumadora de cumplidos
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Cuando tomó Don Valley Parkway hacia el norte, en dirección a Richmond Hill, el tráfico fluía por una vez sin atascos. Llegó a Times Square con media hora de antelación. El centro comercial había sido diseñado a imitación de uno de Hong Kong del que también había tomado su nombre. El edificio principal, frente a la autopista 7, tenía tres plantas. El aparcamiento de la parte de atrás estaba rodeado de tiendas que vendían hierbas chinas, dulces y DVD, y de restaurantes que servían platos asiáticos de todo tipo.

La población china de Toronto es enorme (medio millón de habitantes o más) y Richmond Hill es su epicentro. Se extiende al norte de la ciudad, a unos veinte kilómetros del centro, formando una amplia extensión de áreas comerciales y urbanizaciones dormitorio. A derecha e izquierda de la autopista 7, los centros comerciales son casi exclusivamente chinos. Antaño una típica zona residencial de canadienses de origen europeo, Richmond Hill es ahora un lugar en el que el inglés se ha vuelto superfluo. No hay un solo artículo o servicio que no pueda conseguirse en cantonés.

No siempre había sido así. Ava recordaba los tiempos en que sólo estaba el viejo barrio chino del centro de Toronto, en Dundas Street, justo al sur de donde ahora tenía su casa. En aquella época su madre había sido en cierto modo una pionera. Había sido una de las primeras chinas que se habían instalado en Richmond Hill, pero todos los sábados llevaba en coche a Ava y a su hermana Marian al centro de Toronto para sus clases de ábaco y mandarín. Mientras las niñas estaban en clase, ella compraba las verduras, la fruta, el pescado, las salsas, las especias chinas y las bolsas de diez kilos de fragante arroz jazmín que componían su dieta. Todo eso había cambiado cuando Hong Kong había empezado a prepararse para el fin del gobierno colonial británico en 1997.

El dominio de la China comunista, pese a la incertidumbre que había causado, no había hecho cundir el pánico, pero a pesar de todo muchos habían creído prudente buscar otras alternativas, y Canadá no ponía trabas a quienes contaban con dinero suficiente para establecer allí su segunda residencia. Ante la imposibilidad de que el centro de Toronto absorbiera la afluencia masiva de nuevos inmigrantes chinos, Richmond Hill se había convertido en su segundo lugar predilecto para instalarse. La razón para ello era muy sencilla.

Durante años, Vancouver (Columbia Británica), y más concretamente la cercana Richmond, una localidad de su periferia, habían sido el destino preferido de los emigrantes chinos que llegaban a Canadá. El nombre de Richmond tenía ecos de riqueza y se consideraba, por tanto, de buen augurio. La madre de Ava no había sido una excepción: había vivido en Richmond dos años al llegar a Canadá. Cuando Toronto había comenzado a sustituir a Vancouver como principal polo económico nacional, los chino-canadienses de la parte oeste del país habían empezado a trasladarse a Richmond Hill, creyendo que sería como la otra Richmond: o sea, china. Con el tiempo, como ocurre siempre en su caso, los chinos habían ido multiplicándose, y había llegado un punto en que uno podía entrar en el cercano centro comercial Pacific de Markham y creerse que estaba en Hong Kong.

Ava tuvo que rodear dos veces el aparcamiento de Times Square para encontrar sitio. El Lucky Season estaba lleno de gente y tuvo que esperar diez minutos para que le dieran mesa. Era su madre quien la había llevado por primera vez al restaurante, que entre semana servía todos los platos del dim sum a 2,20 dólares. Un grupo de cuatro comensales podía tomar todo el té que quisiera y atiborrarse durante una hora, y gastarse menos de treinta dólares en la comida. Era increíble, pensó Ava, sobre todo porque la comida era excelente y los dim sum de tamaño normal.

Su madre comía allí dos o tres veces por semana, pero hoy era martes y Ava sabía que tenía cita con su herbolario y después su visita semanal a la manicura. Aun así, recorrió rápidamente el local con la mirada por si acaso.

Se sentó mirando hacia la puerta. Había un flujo constante de clientes, ninguno de ellos lo bastante rico ni lo bastante pobre para dejar pasar un plato de dim sum por dos dólares. Nunca dejaba de asombrarle el extremo al que podían llegar los chinos por una cuestión de simple reputación. Podía haber cuatro restaurantes seguidos que sirvieran comida casi idéntica, y por motivos que parecían escapar a la lógica uno de ellos se granjeaba fama de ser el mejor.
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Ese restaurante se veía sitiado por largas colas de clientes que ocasionaban interminables esperas, mientras que los otros permanecían casi venturosamente vacíos. Su madre ejemplificaba a la perfección esa mentalidad tan china.

Jennie Lee era una presencia constante en la vida de Ava. Ella lo había aceptado con el tiempo; a su hermana, en cambio, le costaba aún, sobre todo porque se había casado con un gweilo, un blanco de ascendencia británica al que aquel afán de Jennie por mantener un contacto tan estrecho con sus hijas le resultaba incomprensible.

Su cuñado era incapaz de entender la noción de familia al estilo chino (las intromisiones constantes, los lazos de por vida, las obligaciones que los hijos tenían para con sus padres), como tampoco podía concebir la vida que habían llevado las tres antes de su llegada a Canadá.

Su madre había nacido en Shanghái y, aunque se había criado en Hong Kong, se consideraba shanghaiana de pura cepa: es decir, decidida, obstinada y escandalosa cuando hacía falta, pero nunca grosera, nunca chabacana ni agresiva como los hongkoneses. Había conocido a su padre, Marcus Lee, cuando trabajaba en la oficina de una empresa de la que era propietario. Marcus también era de Shanghái. Jennie se había convertido en su segunda esposa a la antigua usanza; o sea, que Marcus nunca había abandonado a la primera ni se había divorciado de ella. Ava y Marian formaban su segunda familia, reconocidas y queridas, pero sin esperanza alguna de heredar más allá del apellido de su padre y de aquello que su madre consiguiera arañar para ellas.

Cuando Ava tenía dos años y Marian cuatro, sus padres se habían enzarzado en una disputa y la presencia de Jennie en Hong Kong se había convertido en una carga. Ava había sabido después que la disputa se había debido a la aparición en escena de una tercera esposa y a que, aunque su madre había aceptado sin rechistar su sometimiento a la primera, no había estado dispuesta a hacer de comparsa ante una recién llegada. Fuera como fuese, su padre había llegado a la conclusión de que cuanto más lejos estuviesen de él más feliz sería su vida. Primero las había instalado en Vancouver: lo bastante lejos para que no fueran un estorbo, pero con conexión directa a Hong Kong por vía aérea. Jennie, sin embargo, había odiado Vancouver. Era demasiado húmedo, demasiado lúgubre, demasiado parecido a Hong Kong. Cuando se había trasladado con las niñas a Toronto, Marcus no había puesto objeciones.

Veían a su padre una o dos veces al año, quizás, y siempre en Toronto. Marcus les había comprado una casa, les pasaba una pensión generosa y asumía todos sus gastos extras. Cuando iba a visitarlas, las niñas le llamaban «papá». Su madre se refería a él como su marido. Durante una o dos semanas llevaban una vida de familia «normal». Luego él se marchaba y el contacto conyugal volvía a limitarse a una llamada telefónica diaria.

Ava había comprendido después que se trataba de un acuerdo comercial. Su padre había obtenido lo que quería en su momento, y su madre tenía a las dos niñas y un marido nominal. Él jamás se desentendería de ella ni de sus hijas, y Jennie lo sabía; de ahí que, intentando apuntalar su bienestar, se empleara a fondo en exprimirle hasta el último dólar que pudiera conseguir. Marcus sin duda conocía sus intenciones, pero no le importaban mientras ella respetara las normas. Así pues, Jennie tenía la casa, tenía un coche nuevo cada dos años y era la beneficiaria de un seguro de vida que sustituiría a su asignación mensual (y añadiría algo más) en caso de que él tuviera algún percance. Marcus pagaba los gastos de colegio, y Jennie se había asegurado de que las niñas fueran a los colegios más caros y prestigiosos en los que había podido matricularlas. También había pagado siempre las vacaciones familiares, el dentista, los campamentos de verano y las clases particulares y, llegado el momento, le había comprado su primer coche a cada una.

Marcus Lee tenía cuatro hijos con su primera esposa, dos con Jennie y otros dos con su tercera esposa, que vivía en Australia. Ava estaba segura de que Marcus los quería y cuidaba de ellos tanto como de sus otros hijos y esposas. Aquél era, al menos para los occidentales, un modo bastante extraño de vivir. Pero desde el punto de vista de un chino era un arreglo aceptable y refrendado por la tradición, y a Marcus Lee se le consideraba digno de admiración por cómo cumplía con sus responsabilidades. El suyo no era un estilo de vida para un hombre sin medios económicos. Marcus había tenido suerte en ese aspecto: había comenzado a amasar su fortuna en el sector textil antes de que la producción se trasladara al extranjero, a lugares como Indonesia y Tailandia. Más tarde se había pasado a los juguetes y también había tenido suerte, y de nuevo había demostrado tener mucha vista al dejar el negocio antes de que Vietnam y China coparan el mercado. Ahora, el capital familiar estaba vinculado en su mayor parte a bienes raíces en los Nuevos Territorios y en la región económica de Shenzhen, el flujo de ingresos que generaba era constante y su valor crecía sin cesar.

Jennie no había vuelto a trabajar después del nacimiento de Marian. Había consagrado su vida a ejercer de segunda esposa y a criar a sus dos hijas. Dada la ausencia de su marido, sus días giraban en torno a las niñas. Y no porque no tuviera otros intereses: jugaba al mahjong un par de veces por semana y un día a la semana tomaba el autobús Taipan hacia el norte para ir a jugar al bacará al Casino Rama. También había hecho de las compras una suerte de profesión oficiosa. Compraba siempre lo mejor de lo mejor. Sentía verdadera aversión por las imitaciones: si quería un bolso Gucci, tenía que ser un bolso Gucci auténtico.

Tenía cincuenta y tantos años, pero no los aparentaba ni quería reconocerlos. Si algo le gustaba, era que la tomaran por la hermana mayor de sus hijas. Y para mantener su apariencia no escatimaba gastos: cremas, lociones, hierbas, peluquería, ropa… Marian también tenía dos hijas, pero como vivían en Ottawa con su padre gweilo apenas hablaban chino. Sabían que gweilo significaba «fantasma gris» en cantonés y que langlei significa «guapa». Así era como se dirigían a su abuela. Llamarla otra cosa (incluido «abuela») estaba terminantemente prohibido.

En muchos sentidos, la madre de Ava era una princesa, consentida y caprichosa. Claro que muchas mujeres chinas lo eran. A su lado, las «princesas judías» que Ava había conocido en la universidad eran simples aficionadas. Esa idea volvió a pasársele por la cabeza cuando una mujer con blusa de seda roja y un ejemplar del Sing Tao bajo el brazo entró en el Lucky Season y paseó la mirada por el local. Era alta para ser china, y sus zapatos de tacón de aguja, que parecían hechos del mejor y más flexible cuero rojo, la hacían parecer aún más alta. Acompañaba la blusa de seda con unos pantalones de hilo negros y un cinturón dorado con el emblema de Chanel en la hebilla. Sus cejas depiladas dibujaban dos finas líneas y el maquillaje formaba una gruesa capa sobre su cara. Ava vio sus joyas desde lejos: enormes pendientes de botón con diamantes, dos anillos (uno con un diamante que parecía de tres quilates y el otro de jade labrado, rodeado de rubíes), y un crucifijo engastado con diamantes y esmeraldas. El único detalle que estropeaba su perfecta estampa de princesa hongkonesa era el pelo, que llevaba recogido hacia atrás y sujeto recatadamente a la altura de la nuca con una sencilla goma negra.
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Ava se levantó y le hizo una seña. Ella la miró, y Ava vio en sus ojos… ¿Qué? ¿Desilusión? ¿Un indicio de que la reconocía? Tal vez no esperaba que fuera una mujer. O quizá no esperaba que fuera vestida con camiseta negra y pantalones de chándal. Se saludaron en cantonés y luego Ava dijo:

—Prefiero el inglés.
—Yo también —contestó la recién llegada—. Me llamo Alice.
—Yo Ava.
—Lo sé.

Echaron un vistazo al menú y marcaron seis casillas. Cuando la camarera se llevó sus hojas de pedido, Ava dijo:

—Sé que este sitio parece ridículamente barato, pero la comida que sirven es muy buena.
—He comido aquí otras veces —repuso Alice.
—Bueno, Alice, ¿de qué conoces a Andrew?
—Es mi hermano.
—Ah.
—Por eso estoy aquí. Andrew está intentando mantener este asunto en secreto. No quiere alarmar a otros miembros de la familia si no es necesario.
—Hay alguien más que lo sabe: vuestro familiar en Hong Kong, el que acudió a mi tío.
—Es el hermano de mi madre, nuestro tío el mayor, y es muy discreto. Pero tampoco él sabe gran cosa, sólo que Andrew necesita ayuda para recuperar un dinero que le deben.
—Tres millones de dólares.
—La verdad es que es un poco más. Unos cinco, en realidad.
—¿Es uno de esos tratos chinos? —preguntó Ava.

Alice pareció desconcertada.

—Ya sabes —explicó Ava—, uno de esos acuerdos en los que alguien que necesita dinero y no puede conseguirlo del banco, o por otros cauces normales, recurre a su familia, y como la familia no puede reunir fondos suficientes, recurre a un amigo de la familia. El amigo tiene a su vez un amigo, es decir, un tío, y el dinero acaba yendo a parar a la persona que lo necesita. Hay un montón de apretones de manos, pero ni un solo pedazo de papel y todo el mundo en la cadena, todos los miembros de la familia y sus amigos, comparten la responsabilidad de asegurarse de que el dinero sea devuelto.
—No, no es eso en absoluto —dijo Alice. Sacó un grueso sobre de papel de estraza del interior del Sing Tao—. Está todo aquí.
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