Invitado Cronopio

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Hay una carta de mi hermano explicando cómo se estructuró el acuerdo y cómo avanzó hasta descarrilar. Y también un montón de documentos de apoyo: el contrato de préstamo original, las órdenes de compra, las cartas de crédito, facturas, correos electrónicos…

Mi hermano es muy minucioso.

—Eso está bien para variar —comentó Ava.

Llegó el primer plato del dim sum: patas de pollo en salsa chu hou y empanadillas en forma de media luna con cebolletas y gambas. Se pusieron a comer las patas de pollo y la conversación languideció mientras chupaban la piel y la carne de los huesos. Luego llegaron las har gau, los calamares marinados picantes, el tofu al vapor relleno de gambas y carne y el pastel de rábanos. Alice iba llenando la taza de té de Ava, y Ava tocaba con el dedo sobre la mesa para darle las gracias cada vez que le servía.

—¿Tú tienes participación en la empresa? —preguntó.
—No, no tengo nada que ver con ella, pero mi hermano y yo estamos muy unidos.
—¿A qué se dedica la empresa?
—Está especializada en financiar órdenes de compra y cartas de crédito. Ya sabes cómo es ahora: las empresas reciben grandes pedidos y puede que no tengan capital para financiar la producción. Aunque dispongan de cartas de crédito, los bancos pueden ponerse muy puntillosos. Y aunque les ayuden, nunca es por la cantidad total. Así que la empresa de mi hermano se encarga de rellenar huecos. Adelanta el dinero para la producción. Los intereses son muy altos, claro, pero las empresas lo saben de antemano y lo tienen en cuenta a la hora de calcular sus márgenes de beneficio.
—¿Cómo de altos?
—Un dos por ciento mensual, mínimo. Normalmente, un tres.
—Qué bien.
—Están supliendo una necesidad.
—No era una crítica.
—El caso es que de vez en cuando surge un problema. Normalmente, gracias a las averiguaciones previas que hacen, a que no financian operaciones que les parezcan arriesgadas y a que las órdenes de compra y las cartas de crédito suelen proceder de empresas solventes, esos problemas han sido poco frecuentes y de escasa importancia.
—Hasta ahora.
—Sí.
—¿Cuál era esa empresa tan solvente? ¿O este caso es una excepción?
—Supermercados Major.

Ava se sorprendió.
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—Es la cadena de distribución de artículos de alimentación más grande de Norteamérica.
—Sí.
—Entonces, ¿qué salió mal?
Alice hizo amago de contestar y luego se contuvo.
—Creo que es preferible que leas lo que contiene el sobre. Si necesitas más datos o alguna aclaración, deberías llamar directamente a mi hermano. Su número de móvil y el de su casa están en el sobre. No quiere que le escribas por correo electrónico, ni que le llames a la oficina. También me ha dicho que puedes llamarle a cualquier hora, de día o de noche. Últimamente no duerme mucho.
—Está bien, leeré los documentos.
—Esto es muy difícil para él —añadió Alice lentamente—. Se precia de ser muy cauto y de actuar siempre con integridad. Le está costando asimilar que esto le esté pasando a él.
—Esas cosas pasan —comentó Ava.

Alice tocó el crucifijo que llevaba colgado del cuello y posó los ojos en el de Ava, mucho más sencillo.

—¿Eres católica? —preguntó Ava.
—Sí.
—Yo también.
—¿Vives aquí, en Toronto?
—Sí, soy la única. El resto de la familia está en Hong Kong.
—¿A qué te dedicas?
—Al sector textil, con mi marido. Él también es chino, del continente, y tenemos fábricas allí, en Malaisia y en Indonesia.
—Un negocio duro. Mi padre estuvo metido en él una temporada
—dijo Ava.
—Nosotros hemos tenido suerte. Mi marido decidió hace años que el único modo de sobrevivir era pasarse a las marcas blancas. Así que ahora es lo único que hacemos.
—¿Participas en la gestión diaria de la empresa?

Alice la miró desde el otro lado de la mesa con repentina curiosidad. Ava se preguntó si su pregunta había tocado un punto flaco.

—No lo preguntaba por cotillear —se apresuró a decir.
—Momentai —respondió Alice—. Tengo dos hijos, así que dedico la mayor parte del tiempo a cuidarlos y a ocuparme de la casa. Mi marido me mantiene al corriente de casi todo y tengo que hacer la pelota a las mujeres de los clientes, pero no, no estoy metida tan a fondo en la empresa.

Ava se dispuso a coger la nota del dim sum, pero Alice se le adelantó.

—Pago yo —dijo.
—Gracias.

Ava había dejado su chaqueta Adidas colgada del respaldo de la silla. Al volverse para recogerla, vio que Alice la miraba otra vez fijamente.

—¿He dicho o hecho algo que te haya molestado? —preguntó.
—No, nada de eso. Es sólo que tu cara me suena. ¿Dónde estudiaste?
—Aquí, en la Universidad de York, y luego en Babson College, cerca de Boston.
—No, antes. En el instituto.
—Fui a Havergal College.
—Yo también —dijo Alice.
—No me acuerdo de ti.
—¿Tienes una hermana mayor que se llama Marian?
—Sí.
—Íbamos a la misma clase. Éramos de la primera gran hornada de alumnas chinas y salíamos juntas. Tú eres… ¿cuánto? ¿Dos o tres años más pequeña que ella?
—Dos.
—Recuerdo haberte visto con Marian.

Ava se estrujó la memoria sin ningún éxito. Claro que en aquella época las amigas chinas de Marian se contaban por docenas.

—Ahora está casada y tiene dos hijas y un marido con un futuro muy prometedor en la administración canadiense.
—¿Es chino?
—No, canadiense.
—Es lo que tienen las chicas Havergal: saben cómo encontrar un buen partido —comentó Alice, y miró la mano de Ava—. ¿Tú no te has casado?
—No —respondió Ava.
—Una chica trabajadora.

Alice levantó la nota para llamar la atención de un camarero y que la llevara a la caja. Después de esto, cruzó cuidadosamente las manos delante de ella y volvió a mirar a Ava.

—¿Cómo es que trabajas en esto? Porque no es muy frecuente. Mi hermano me ha contado a qué se dedica tu empresa, y cuando me dijo que iba a reunirme con una mujer no te imaginé así, desde luego. De hecho supuse que, más que trabajar en esto, serías una especie de intermediaria. Pero es tu trabajo, ¿no?
—Sí.
—Eso me parecía… No pretendía parecer condescendiente. Mi marido ha tenido que contratar los servicios de empresas como la tuya alguna que otra vez, así que algo sé de cómo funcionan y de
la clase de gente que suele trabajar en ellas. Por eso no esperaba encontrarme con alguien tan joven.
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—Y además, mujer —añadió Ava con una leve sonrisa.
—Sí, eso también. Así que ¿cómo te metiste en esto?

La pregunta pilló a Ava desprevenida. Estaba más acostumbrada a hacer preguntas que a contestarlas, y titubeó.

—Es muy aburrido —dijo.
—Por favor —insistió Alice.
Ava sirvió té para las dos. Alice tocó con el dedo sobre la mesa para darle las gracias.
—Es aburrido, de veras.
—No sé si creerte.

Ava se encogió de hombros.

—Cuando acabé de estudiar, empecé a trabajar para una de las consultorías más importantes de Toronto y enseguida me di cuenta de que aquello no era lo mío. Era una empleada pésima, si te soy sincera. Me costaba integrarme en una gran maquinaria burocrática, hacer lo que me decían sin poder cuestionar su eficacia o su validez. Cuando lo pienso ahora, me doy cuenta de que seguramente era bastante arrogante, un poco sabelotodo, siempre dispuesta a llevar la contraria a mis jefes. Tardé seis meses en despedirme. Creo que se alegraron tanto como yo de que me marchara. Decidí montar mi propia empresa, así que alquilé una oficina en esta zona, a dos edificios de aquí, de hecho, y empecé a ocuparme de la contabilidad de algunos amigos de mi madre, de un par de empresas pequeñas y cosas así. Lo creas o no, una de ellas, una importadora de ropa, tuvo problemas con un proveedor de Shenzhen. El dueño no conseguía recuperar su dinero y yo le pedí que me dejara intentarlo, a cambio de un porcentaje de lo que consiguiera recuperar.
—¿Y por qué pensaste que podías recuperarlo?
—Siempre he sido persuasiva.
—¿Y fuiste a Shenzhen a buscarlo?
—Sí, pero cuando llegué descubrí que el proveedor se la había jugado a más de un cliente y que había varias empresas esperando para echarle el guante. De él no había ni rastro, claro. Se había largado con el dinero que le quedaba. Fisgando por ahí, descubrí que había otra empresa que estaba intentando hacer lo mismo que yo. Supuse que sería contraproducente competir con ellos, así que les sugerí que uniéramos nuestras fuerzas. Fue entonces cuando conocí a Tío.
—Sí —dijo Alice desviando la mirada—. Andrew mencionó al señor Chow. Tiene su reputación, claro, y quién sabe qué es verdad y qué no… Entonces, ¿en realidad no sois parientes?

La misma pregunta que le había hecho Andrew.

—No, es un tío chino en el mejor sentido de la palabra —contestó Ava.
—Entiendo.

Quiere preguntarme por él, pensó Ava, y se apresuró a añadir:

—Al principio no traté con él directamente. Había ciertos elementos trabajando para él que, francamente, eran un poco brutos: de esos que cualquiera esperaría encontrar en un negocio como éste. Aceptaron colaborar conmigo, aunque, pensándolo bien, creo que seguramente sólo me estaban siguiendo la corriente, o quizá pensaron que así podrían llevarme a la cama. El caso es que Tío tenía una red de contactos impresionante y que conseguimos localizar a ese tipo en un abrir y cerrar de ojos. Pero a la hora de recuperar el dinero, la gente de Tío carecía por completo de sutileza. Ese tipo se habría librado de devolver unos dos tercios del dinero que debía si yo no hubiera intervenido haciendo un poco de trabajo de rastreo de capitales. Tío se enteró de lo que había hecho y me propuso que trabajara con él. Le dije que el resto de sus empleados no me hacía mucha gracia y me contestó que los iría despidiendo, que creía que nuestros estilos eran compatibles. Eso fue hace diez años, y desde entonces hemos estado casi siempre solos Tío y yo.
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—Y está claro que habéis tenido éxito.
—Nos ha ido bastante bien, sí.

Llevaron la cuenta a la mesa y Alice puso veinte dólares en la bandeja.

—Ava, ¿mi hermano te ha parecido desesperado?

Ava se puso su chaqueta.

—No más que la mayoría de nuestros clientes.
—Pues te aseguro que lo está. Esos cinco millones de dólares representan casi todo el capital que ha acumulado nuestra familia en las últimas dos generaciones. —Alargó el brazo, cogió la mano de Ava y la apretó—. Por favor, haz todo lo que puedas por ayudarle.

*Este es un fragmento de “El abrazo de la tigresa”, publicado por Umbriel / Urano.
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* Ian Hamilton es un periodista, diplomático del gobierno canadiense y empresario hasta que, en 2009, a raíz de una operación de aneurisma de aorta, se lanzó a escribir en sólo tres meses “El abrazo de la tigresa”, a la que ya ha sumado otras tres novelas protagonizadas por Ava Lee.

Ian Hamilton comenzó su carrera como periodista y había escrito un libro de no ficción en 1968: The Children’s Crusade. El abrazo de la tigresa es el primero de los cuatro títulos protagonizados por Ava Lee, una heroína irresistible en la que la modernidad occidental y la tradición oriental se estrechan seductoramente de la mano. Intrigas económicas, escenarios exóticos y duelos apasionantes, son el pan de cada día para un personaje que crea adicción literaria en los lectores.

Actualmente Ian vive en Burlington, Ontario, con su esposa Lorena. Tiene cuatro hijos y siete nietos.

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