HAGAN EL FAVOR DE HACER SILENCIO
Por Esteban Carlos Mejía*
«Muchas cosas se las inventaba, sin tener verdadera
conciencia de sus mentiras grandes o pequeñas,
y se alegraba tanto de su propio humor como de la
atención con que se le escuchaba.»
(El regreso de Casanova. Arthur Schnitzler)
«Escribir de política en una obra literaria produce
el mismo efecto que un pistoletazo en medio de un
sublime concierto. Resulta algo así como una grosería
que, como tal, siempre llama la atención.»
(La cartuja de Parma. Stendhal)
NUESTRA PÁLIDA LUZ NO SE CONSUME
Tengo veinticinco años y voy en ascensor.
Subo, no bajo.
Al piso 19.
Conmigo viene el Tuerto Ortiz Tirado, más yuppie no puede ser: bléiser espina de pescado, camisa azul orfandad, corbata amarilla de incendio forestal. No es tuerto sino bizco.
Nuestra misión es clave: sonsacarle billete a don Libardo Alarcón Vélez, alias Gorgojo, jefe de comunicaciones integradas de marketing del Ateneo Colombiano, uno de los grupos económicos más poderosos de este país de menesterosos.
La plata, natural, no es para nosotros. Es para la Fraternidá.
La que todo lo ve.
Todo lo oye.
Todo lo entiende.
Todo lo hace.
Todo lo es.
La Fraternidad Ecléctica.
Nombre extravagante, lunático acaso, pero asaz pertinente.[1]
El Tuerto no me desampara. Parece lo que es: un hijo de papi, niño rico y merecido que se graduó en Ciencias Políticas en la Universidad de los Andes y se encochinó en el légamo de la politiquería. Anda con los zapatos sin embetunar para desairar a los burgachos.
—¿Trajiste los documentos? ¿Vos sí los empacaste? No vamos a cagarla ahora, pues.
El maletín hace juego con mi vestido gris humo, one hundred per cent pure wool, hecho a mano en Colombia bajo licencia de un costoso modisto francés. Y también con mi camisa blanca one hundred per cent cotton y con mi corbata a rombos azules one hundred per cent silk y con mis zapatos repujados one hundred per cent leather, comprado todo en un sanandresito one hundred per cent against the law, of course. Antes de llegar al piso 19, el ascensor empieza a corcovear, como si se le hubiera zafado un tornillo. O una tuerca. La puerta se abre a trompicones. Aprovecho y me pongo a brincar como un gamín.
—Con razón estamos como estamos —refunfuña el Tuerto.
No digo nada. Lo mío es la ataraxia, el descomplique, el me importa un culo, papá.
—¿Qué tal que te vean los del Ateneo?
—Se obtiene lo que se desea —le digo y brinco casi hasta el techo.
El ascensor termina de abrirse y ante nosotros aparece Alarcón, cara de gorgojo, quién si no. Al instante el Tuerto abre los brazos y le sonríe, simpatía y cinismo. Sin inmutarse, Alarcón nos señala un sofá.
—Voy a Presidencia y ya vuelvo… —dice, y se mete al ascensor.
Nos sentamos a esperarlo. Las secretarias tienen el aire acondicionado a full. Nos ofrecen tinto. Decimos que sí y nos ponemos a hojear periódicos y revistas. En El Tiempo está la encuesta de la semana. Pérez Gil, candidato del unanimismo, arrasa con 59.2%. Granados Roca, nuestro príncipe, a duras penas llega a 33.7%. El resto, 7.1%, no sabe / no responde / no le importa / no me joda. De la abstención, real o potencial, ni una palabra, ni un dígito, ni un mísero decimal, como si no existiera.
—¡Perfidia! —gruñe el Tuerto—. La bastardía nos quiere crucificar, cucarrón. ¡Nos van a crucificar estos hijos de puta!
Mira capcioso y se queda callado, masticando el berrinche. Cruza los brazos, obstrucción imperfecta quiere decir ese gesto, lo leí en un manual de lenguaje corporal, obstrucción por miedo o inseguridad o rabia o desconfianza. Sigo en la ataraxia: yo puedo, es fácil, se obtiene lo que se desea. Quince o veinte minutos más tarde, Alarcón regresa y, sin voltear a vernos, dice que pasemos.
Pasamos.
La oficina es una cancha de fútbol, media cancha, un octavo de cancha, el área chica o el área grande, un polígono que va desde el punto de tiro pénal hasta el centro de la portería y desde ahí hasta un punto de tiro de esquina y luego de vuelta al tiro pénal, y eso que él no es ni será el mandacallar del Ateneo. Encima del escritorio sobrenadan libros, informes, balances de gestión, carpetas, revistas, papeles. Hay también una mesa para diez puestos. En un rincón, veo y no lo creo, un diván, cubierto con un sarape mexicano. Parecemos dentro de un sauna. Alarcón no prende la refrigeración por nada del mundo. Es cascarrabias, hipocondríaco para acabar de ajustar. Cuando estaba en la universidad, a principios de los 70s, dizque le pegaron una neumonía en un putiadero de Lovaina, junto al Cementerio de San Pedro. Desde entonces le cogió fobia a las corrientes, al aire acondicionado, a los ventiladores, a las chinas de los fogones de leña, a los chiflones de los balcones. Toca achicharrase, entonces. Por descremar a esta pandilla alevosa e incompetente, toca hacer lo que sea. También hay un retrato al óleo del doctor Abdón del Hierro–Rovira, dueño del Ateneo Colombiano, entronizado detrás de la silla de Alarcón. Ojos ajuanetados, labios escuálidos, mal sonríe sin disimulo. Es tolimense o santandereano, ecléctico en cuestiones de dinero: no le gusta que le digan «doctor del Hierro» sino «doctor del Oro». El Tuerto se levanta, de puro metiche, y endereza el cuadro, esquinado a la derecha o a la izquierda, nada es lo que parece en este conglomerado de ilusiones.
—Ojalá este man no se nos vaya a torcer a última hora —dice sin ingenuidad.
En un costado de la oficina hay una ventana, una gran rendija de vidrio y acero. Voy y me asomo. La vista es espeluznante. Todo es frágil y efímero. Los carros, por las autopistas junto al río Medellín, se mueven chirriquiticos, escarabajillos ambulantes. Las personas, ni se diga, hormigas somos, o borregos tal vez, mínúsculos en la tosquedad de este paisaje, en la que cada cual cuenta menos que uno. Hasta un avioncito, que olfatea la pista del aeropuerto Olaya Herrera, vuela como una libélula. El Teatro Metropolitano, corpulento en su estructura, parece una maqueta de cartón paja, acaramelada por el sol del atardecer. La Macarena es una pequeña torta, con techo de color aluminio y alamares de fiesta brava. Los centros de exposiciones y convenciones, tan ponderados por los raulas del mercaderismo, son apenas un par de bicocas. Al fondo, casi difuminadas en el resplandor del poniente, las lomas de El Poblado se carcajean con sus toneladas de edificios, abigarrados como moscas debajo de un matamoscas.
Me viene, entonces, la imagen del panóptico de Bentham , Jeremy Bentham, excarcelario, execléctico a lo mejor. Y me estremezco. Desde la ventana de este gorgojo, a través de sus invisibles apéndices, el Capital nos vigila sin ser visto, nos atisba a distancia, sin afán y sin rubor, con la indolencia de su plusvalía y el desprecio por la esclavitud asalariada. El panóptico me aterroriza: el alma se me encoge y me persuado: somos microbios venidos a más. Me aparto del mirador, no quiero marearme.
Alarcón parece embalsamado. El poder le resbala. El poder y la gloria y el complejo de Edipo y el origen de las especies y el porvenir de una ilusión y el malestar de la cultura y el karma y el nirvana y el feng shui y la divina indiferencia de Jehová y sus testigos y las veinte varas de lienzo igual a una levita de Marx o de Engels. Una sola cosa le hace palpitar el corazón y menear el nalgatorio: escribir. No cualquier cosa: escribir telenovelas para el canal de televisión del Ateneo Colombiano, TeleAteneo, que las produce, emite y trafica por doquier, inclusive en Venezuela, nación hermana y lacrimógena como ninguna, al menos en esto de culebrones. Aquí donde lo ven, atrincherado entre los tragaluces de su desahogada aunque sofocante oficina, don Libardo Alarcón Vélez es el Félix B. Caignet colombiano. No le tiembla la mano para rescindir contratos publicitarios de diez u once dígitos. Saca su Montblanc, compacto, áureo, y ¡zuáquete!, sin pestañear, hinca una garra (vulg.), abajo a la derecha, una pequeña rúbrica que abre o cierra sésamos, el poder es para eso, para joder o no joder a los demás. En cambio, se ruboriza y carraspea y gargajea cuando lee los flash reports con los ratings de sus telenovelas. Desfallece. Teme ahogarse en fama y fortuna, trago y mujeres, quincalla y sahumerio. Lo acobarda estancarse, ser para siempre la momia de Caignet. Quiere ir más allá. Quiere ser el facsímil de Corín Tellado, su clon macho, las telenovelas son la gallina de los huevos de oro del siglo que ya pasó y del milenio que viene.
¡Puerca sea esta vida! Su última creación es o va a ser un fiasco. Se llama Honrar padre y madre, mandamiento tan jarto como los bostezos que la cosa le arranca a los televidentes, a los pocos que todavía no se han cambiado de canal, la lealtad es una virtud precaria, mal pagada además en esta pútrida feria de vanidades. Honrar padre y madre es un ladrillo, un petardo ensordecedor, un fracaso que arriesga a dejarlo sin honra, desventura de la que se valen las revistas de farándula para estigmatizar su estilo a lo Agustín Lara o Chelo Velásquez, (casi) del todo chapado a la antigua, y para romperle a trastazos su anhelo de llegar a ser inmortal, legítima aspiración de cualquier novelista, sea de televisión o de las otras, las originales, las que no se ven sino que se leen, no sé para qué ni por qué ni mucho menos con qué, están tan caros los libros. Las pullas le ofenden, hágase constar la verdad. Son mofas de los chandosos pasquines que publica la Gran Liga de Antioquia, emporio igual de pudiente, competidor acérrimo del Ateneo Colombiano.
—¡Perfidia! —lo azuza el Tuerto, cualquiera se sabe el truco, divide y reinarás.
—Cagajón y perfidia —replica Alarcón, rojo de la putería—. Esos homosexuales de la comercializadora la defecaron. Me obligaron a alargar la trama y con eso la obra se gelatinizó. Pretermitieron los arcos dramáticos y eso no se hace jamás.
Se me chorrea la baba, gelatinizar, pretermitir, defecar, este Gorgojo no es Caignet sino Larousse.
—La lívida envidia es consubstancial a la comedia humana, impajaritable, hermano —fanfarronea el Tuerto, por algo estudió Dramaturgia, aparte de Ciencias Políticas, y en Verona, Italia—.
Alarcón se muerde los labios para no callar. Aguarda un rato en silencio. Abro el maletín, saco mi portátil, lo prendo, espero a que carguen los programas, busco el archivo, «Amigazos», se llama, y luego empiezo a predicar. Tengo el don de la profecía, promesa que el espíritu otorgó a los apóstoles al cumplirse el Pentecostés cuando del cielo sobrevino un ruido como de viento impetuoso y unas como lenguas de fuego que se repartieron y asentaron sobre ellos.[2]
Le paso a Alarcón una carpeta con datos y cuadros y flow charts y organigramas y mapas conceptuales y otras pendejadas. Se pone unas gafas gruesas y redondas. Estudia las cifras sin interés. El Tuerto no lo deja rumiar las estadísticas. Lo acomete con una cháchara perniciosa sobre la Fraternidá, retahíla que Alarcón domina al dedillo, lleva más de una década votando por nosotros, con sigilo, claro está, no sea que el doctor del Oro–Rovira, amo y señor del Ateneo, se dé cuenta y lo prive del placer de escribir las majaderías que escribe bajo cuerda, impudicias que toca hacer para poder ser lo que uno quiere y se merece ser, la reencarnación común y silvestre de Corín Tellado–Caignet, creadores eminentes, desdeñados por la abominable memoria de las gentes.
—No sé —se queja Alarcón y deja la carpeta sobre el escritorio—. Esta vaina no es que me mate del todo.
El Tuerto empieza a sudar, con visajes de bisojo. Tengo veinticinco años, el rencor envejece y la lívida envidia da cáncer. Pequeñas y formidables lenguas de fuego revolotean encima de mi cabeza. Me volteo hacia Alarcón y le hablo con llaneza.
—Es la economía, Libardo.
Y me largo a hablar de plata, Ag., (Quím.), la misma que necesitamos con urgencia para llegar a la noche del domingo de elecciones. Porque estamos en la inopia, hermanitos. Fregados con jota, más jodidos pa’ dónde. En los físicos huesos. En los rines. Anomalía, impericia o papanatismo, quién quita, en las arcas de esta querida Fraternidá no hay un peso. Parlo, pues, del vil metal. Saco unos concept boards y los despliego sobre el escritorio. Son unas cartulinas con gráficas y números, de once dígitos (sic).
—Todavía no son votos… —me doy el lujo de mamar gallo.
Displicente, Alarcón aparta los concept boards y se rasca la cabeza con una pata de las gafas.
—No dejo de pensar en el rating de Honrar padre y madre —dice.
—¿Rating?—un lamento se le zafa al Tuerto, los ojos le bizquean sin reato.
—Ustedes me deberían ayudar, carajo —exclama Alarcón.
—Si el rating no viene a Mahoma, Mahoma va al rating —digo, sin mucho esfuerzo—. Todos los cofrades de la Fraternidá vamos a ponernos a ver Padre y madre…
—Honrar padre y madre —me rectifica Alarcón—. ¿Ustedes viendo una telenovela? ¡Con lo mamertos que son!
(Continua página 2 – link más abajo)
Gracias por compartir. Por lo que pude apreciar es una novela rica en el uso del lenguaje y la imaginación. Felicitaciones y éxitos.