Invitado Cronopio

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Entre tanto: —el gusto ha sido nuestro, mi señora—, dijo Oscar, poniendo una mano en el hombro a la viuda, —ya ve usted, mi abuelo se ha quedado mudo de la emoción. Todavía no se recupera de la noticia, Gervasio era como su hermano, todavía puedo verlos cantando juntos tantos boleros hasta el amanecer. Ojalá que la suerte nos acompañe de ahora en adelante, porque suerte es lo que necesitaremos en estos tiempos tan duros.
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Oscar empujó desde atrás al Turco, quien cayó con su cara asombrada en los brazos de aquella mujer, que lloraba convulsionando, y balbuceaba frases que nadie entendía; además tenía un fuerte aliento a whisky. Una de las amigas de Mauricio pasó en ese momento, entonces Oscar se fue detrás de ella, mientras le guiñaba un ojo al Turco.

En mitad de su delirio alcohólico, por un momento fingió recobrar la cordura, y le dijo al Turco: —Esto no puede quedar así, siento que debo hacer algo, no sólo nosotros hemos quedado solos, desamparados, alguien que comparte con uno dolores como estos, también tiene derecho a las alegrías.

Con todo el cuerpo temblando, bañada en lágrimas, la viuda se sacó discretamente un gran anillo de un dedo, y lo metió en el bolsillo de la chaqueta del Turco. Luego le susurró al oído: —este anillo fue el último regalo que en vida me dio Gervasio, lo trajo de su último viaje a Nueva York, no lo pierda, es el diamante más grande que he visto. Pero a estas horas de la vida, quien presta atención a las cosas materiales. Yo misma estoy cerca de decir adiós, y cuando eso ocurra, por favor, prométame, que cuando eso ocurra venga usted y cante en mi funeral.
Es cierto que tuvimos muchas peleas, por su forma de vida, usted ya sabe la vida que llevan los hombres de su posición. Me engañó muchas veces, es cierto, pero también veló por su familia; lástima Mauricio, y su vida tan loca.

Como si lo hubieran invocado, Mauricio llegó hasta donde ellos. Había logrado escaparse del resto de la familia.

—Mamá, no llores, yo que te he dado tantas tristezas, sólo quería darte esta alegría. Todo esto me ha hecho reflexionar, ya no me siento el mismo hombre. Espero que te haya gustado este detalle.

—Qué alegría volver a escuchar esa canción, fue como volver a estar con tu padre, cantándola desde el baño mientras se afeitaba, o cada vez que sonaba en la radio. Que alegría me has dado, hijo, ahora que la necesito tanto.

Madre e hijo se consolaron mutuamente durante un rato. El turco miraba todo sin decir esta boca es mía. La actitud sufrida, las cejas encontradas del dolor, las boquitas fruncidas de agonía; los ricos también lloran, dijo para sí mismo.

—Ahora debo ayudar a nuestros amigos —dijo Mauricio—, deben regresar al centro de la ciudad. Ha empezado a llover, y debe ser difícil hallar un taxi. Además tienen otro compromiso al que no deben faltar.
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Llevaban un rato esperando, cuando Oscar y la muchacha de ojos grandes aparecieron, con una complicidad en la mirada que los delataba. Las otras dos se rieron entre sí cuando subieron al auto, estaban medio borrachas, hablando incoherencias, mientras el Turco miraba a Oscar con dientes de perro rabioso, lo mataba y comía del muerto.

—Don Mauricio, parece que todo salió bien, empezó como velorio y terminó en una fiesta —dijo Oscar, insinuando una sonrisa: —así cualquiera se muere dos veces, ojalá el mío me lo celebren así.

Mauricio bajó el espejo, se limpió una mancha blanca en los hoyos de la nariz, y se volvió: —estos viejos ponen a que las cocineras les críen los hijos, y luego quieren que uno los vea como si fueran la mamá de Dios. Por mí que la tierra se los trague a todos. Pero es cierto, la serenata quedó buena; lástima viejo, si hubieras nacido en otro tiempo ya estuvieras con los bolsillos llenos.  Mauricio regresó al volante, miró otra vez por el espejo hacia atrás, y endureció la expresión. Echó a rodar el auto: —ahora sí empieza nuestra fiesta muchachas. Tome viejo —dijo, y echó un brazo hacia detrás.

El turco sorprendido recibió un fajo de billetes. Cuando los tuvo en la mano se dio cuenta que era mucho más de lo que esperaba. Por fin habló: —patrón, esto es mucha plata, usted sabe que es demasiado, además, debo decirle que su mamá….

El instinto comercial de Oscar reaccionó, y puyó al Turco con la punta de la guitarra. Lo miró con aire confidencial. Su cara tenía un letrero de neón enorme que decía: ¡ cállate la boca, Turco, no eches a perder el negocio !. Se sintió ofendido por la insolencia de Oscar, acorralado dentro de ese auto. Prefirió guardar silencio, morder su orgullo, y echar los ojos hacia la calle.

La música volvió a sonar dentro del auto, y puso a vibrar el piso, las sillas y las puertas. El Turco parecía el actor de una película muda, nadie oía lo que intentaba decir, sólo lo veían abrir la boca, intentando decir algo en lo que nadie estaba interesado. A las muchachas les pareció gracioso, y se rieron de algo que parecía una broma, pero que nadie pudo escuchar.

Mientras tanto, la pelirroja sacó de alguna parte un estuche con cocaína. Una por una fueron metiendo la nariz en el polvo. Oscar se sirvió un whisky, antes de pasarle la botella a Mauricio, que desde adelante la reclamaba; se tomó un largo trago que casi no tiene fin.

El auto salió del fortín de casas. Tomó una dirección contraria  a la que todos esperaban. A pocos metros el auto entró en una carretera secundaria, y en breve se adentró en ella con velocidad. Para dónde nos llevas, Mauro, dijo la de ojos grandes: —ya está bueno. Déjame aquí mismo, mátate tú solito si quieres, déjame bajar que ya tú estás en otro mundo. Yo me voy a buscar un taxi.
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El auto frenó en un solo movimiento. Todos miraron hacia delante, y vieron a Mauricio perturbado, llorando y golpeando su cabeza contra el volante. Sacó una cajita de metal de su chaqueta y volvió a llenarse la nariz de coca. Todos estaban sobrecogidos por el giro escabroso que adquirían los hechos.

Vamos, turco, que esto se salió de madre —dijo Oscar, quien abrió la puerta. Entonces se bajaron. También las muchachas salieron, y fueron hacia la parte delantera del auto. Mauricio puso pie en tierra, eufórico y tambaleante. De alguna parte sacó una pequeña pistola plateada. Tenía el rostro fatigado, los ojos fuera de sí, inyectados en sangre, y la boca le hervía de saliva,  como si fuera un perro rabioso.

Todos son unos hijueputas ¡ —dijo— todos son como ese viejo que en buena hora se murió. La vieja se tragó el cuento, y pronto toda la plata será mía. Los voy a poner a comer tierra a todos, son unos perros, son unas perras. Y tú, músico muerto de hambre, cabrón, igualado, con qué derecho vienes a enamorar a mis mujeres.

Oscar inició un movimiento, pero no tuvo tiempo de dar la vuelta. Recibió el tiro en el pecho, permaneció en pie un instante, luego se fue de espaldas, echando sangre por su boca.

Las muchachas se echaron a llorar —¡ malditas perras, malditas perras ! —les gritaba, Mauricio, y empezaron a correr, una detrás de otra. Él empezó a dispararles por la espalda. Una a otra fueron cayendo. Cuando Mauricio llegó a donde la última muchacha, se echó a llorar sobre el cuerpo.

Tuvo que pasar un rato para que el viejo reaccionara. Respiraba con fuerza el poco aire que podía tomar. Parecía estar escuchando su propio pulso, el corazón calentando sus orejas, saltando en sus sienes. Todo era demasiado perturbador, demasiado irreal.
Parpadeo con sorpresa como si regresara de muy lejos. Vio a Mauricio unos metros por delante, gimiendo sobre el cadáver de alguien. El Turco no se movió, fueron sus piernas quienes lo hicieron. Se acercó al cuerpo de Oscar, vio su cara en reposo, el vacío de sus ojos abiertos, y supo que no podía hacer nada.

El Turco caminó un largo trecho entre matorrales, piedras, y bolsas de basura, cortando camino por un sendero que luego bajaba hasta un camino de carretera sin pavimento. Antes de llegar allí, se apoyó en un muro de ladrillos rojos. Sonó otro disparo a lo lejos. No volteó a mirar y continuó caminando. Sin ver la ruta que llevaba se montó en el primer autobús que llegó rugiendo.

Algunas calles más allá, una muchacha entró vendiendo palitos de incienso y empezó a contar una historia triste. El viejo pensó que había escuchado historias más tristes que esa, y vio en la muchacha una mirada brillante, a pesar de su historia, como esos cojos que siguen andando a pesar del dolor y las muletas.
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La muchacha iba de puesto en puesto entregando palitos a los pocos pasajeros de esa hora. Ella no supo qué decir cuando el viejo sacó de su bolsillo  varios billetes, y los puso en su mano. Luego él se recostó a la ventanilla con los ojos cerrados.  La muchacha, indecisa, sólo le dio las gracias,  pero no sabía si la había escuchado; no quiso despertarlo para saberlo. Hundió el timbre y bajó enseguida del autobús.

El Turco miró por la ventanilla. Vio bombillas desnudas y cansadas de la noche colgando de un cable. El alba despuntaba delineando las siluetas, con su luz de mil diamantes. La vida tomaba posesión del mundo con su música de rumores, voces, perros que ladraban, y una horrible canción vallenata que llegaba desde alguna parte; era demasiado nueva para que él lo conociera. El cansancio llegó como una visita inevitable. Empezó a dormir, abrazado a su guitarra, como a una balsa en  mitad de un mar oscuro.
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*J. J. Júñeles es Escritor y periodista nacido en el Caribe colombiano, 1970. Ha publicado: Todos los locos hablan solos (Cuentos, 2011), El amor también es una ciencia (Cuentos, 2009), Con la luz que me queda basta (Cuentos, 2007), y los libros de poesía: Papeles para iniciar el fuego (1993), Temeré por mí al final de estas líneas (1996), Canciones de un barrio en la frontera (2002), Pasaje a tierra extraña (2006), y Metafísica de los patios (2008). Parte de su obra ha sido traducida al inglés, sueco, portugués y alemán.
Este es un cuento del escritor colombiano J. J. Junieles, ganador del Pemio Nacional de Literatura Ciudad de Bogotá, entre otros reconocimientos. El cuento hace parte de su libro “El amor también es una ciencia”, Ediciones Pluma de Mompox, 2009.

3 COMENTARIOS

  1. JJJ, no es cuentista, ya lo ha demostrado con múltiples intentos muy fallidos, él es poeta, y no se da cuenta.

  2. Muy ameno para leer. Parece estar uno asistiendo a esta reunión donde celebran a un muerto. Me encantó cómo retrata la alegría y el jolgorio de la noche de los artistas en la playa de chapinero. Los personajes del cuento son de nuestra cultura colombiana y la manera como se comportan en medio de su dolor es tal como se ha vivido hace unos años en nuestro pais en donde prima la ambición por el dinero y la vida alegre. Los músicos se parecen a unos familiares mios que estoy segura, han estado inmersos en estas aventuras en medio de su trabajo profesional.

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