Invitado Cronopio

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EL COLOR

Por Humberto Ballesteros Capasso*

El color era insólito, parecido al verde pero menos frío, tendiendo un poco al rojo pero menos violento. Jáider lo vio por primera vez en un sueño. Cuando lo vio de nuevo, esta vez en la vida real, comprendió que ese color había venido a acompañarlo, que ya no estaba solo, que en verdad no lo había estado nunca.

En el sueño había una burbuja que rebotaba contra la ciudad como un balón sobre hierba. Con cada rebote crecía y se acercaba, recortada contra un cielo sin nubes. Al rozarle los bordes, la luz del sol se refractaba en ese color que el niño nunca había visto. Jáider estaba de pie dentro de la carpa que compartía con su tía, mirando la burbuja por la abertura de la entrada. Ésta se seguía acercando, pero él no se movía. Lo había paralizado una mezcla de aprensión y entusiasmo. Sentía que la burbuja lo estaba buscando, que quería explotarle encima y regalarle todo lo que llevaba dentro, y no sabía si eso era bueno o malo.

El sueño fue largo. La burbuja rebotaba y rebotaba, aplastando los edificios y las casas con un chasquido satisfactorio, como de caucho contra acero. De pronto rebotó cerca del campamento, en la esquina donde la calle doblaba y comenzaba a subir hacia el parque lleno de carpas.

Entonces Jáider salió y miró hacia arriba. Una parte del cielo había cambiado. Se miró los pies morenos, que también se veían extraños. La burbuja había crecido mucho, y la luz refractada coloreaba maravillosamente el mundo.

Cerró los ojos. Hubo unos segundos y después un estruendo que lo despertó. Se había caído del catre, estaba bañado en sudor y tenía que ir al baño.

La urgencia del cuerpo deshizo en un instante los jirones del sueño. Iba a recoger los pantalones y lo sacudió un retorcijón. No se dobló para resistir mejor, porque se podía traicionar y no quería que le ocurriera otro accidente.

Salió de la carpa y atravesó trotando el campamento. Una vez en la calle, el ruido de los buses y las motos le llenó la cabeza con más fuerza de lo usual. Los escalofríos no lo dejaban en paz, pero la acera le pareció tibia y casi blanda bajo los pies.

Mientras trotaba por la calle sintió un retorcijón más fuerte que el anterior, y casi no pudo esperar a que cambiara el semáforo. Corrió junto al caño, sacudido de vez en cuando por un enésimo escalofrío, esquivando perros callejeros, montañitas de basura y vendedores ambulantes, y bajó por el sendero que los del pueblo habían encontrado cerca del puente.

Intentando no pensar en lo que estaba haciendo, porque ni la vergüenza ni el dolor le daban tregua, se bajó los pantalones. Allí abajo la ciudad se reducía a una capa de ruido y nubes grises sobre su cabeza. Afortunadamente no había gamines. Se acuclilló, gimió y se olvidó de pronto del dolor, el frío, la ciudad y la fiebre.

Se irguió sobre las rodillas temblorosas y tomó una hoja del montón de periódicos que su tía le había dejado allí. Era increíble que nadie se los hubiera llevado todavía. Se sentía mejor. La vergüenza de que todo el mundo lo viera salir del caño lo hizo dudar un momento, pero ya estaba acostumbrándose a ese tipo de cosas, porque llevaba semanas enfermo.

Cuando estaba llegando otra vez a la carpa se dio cuenta de que el sol se estaba escondiendo detrás de los cerros. Su tía no debía demorar. Hizo cola frente a la manguera comunal, conteniendo con éxito los escalofríos por primera vez en varios días, llenó una totuma y se lavó las manos. Volvió a la carpa, cerró la cremallera tras de sí y se sentó en el catre. Entonces lo sacudió un escalofrío salvaje.

El color estaba allí, en la esquina junto a la olla, intacto y obvio como si nunca hubiera estado en otra parte. La luz del ocaso, que entraba por la rejilla que hacía las veces de ventana, le arrancaba destellos a sus esquinas de aire. Su tono era idéntico al de la luz que se refractaba contra la burbuja del sueño.

Jáider se paró y se acercó. Algo le decía que tenía que hacerlo con la reverencia con que solía entrar a la iglesia de la mano de su mamá, y le dio pena porque los escalofríos lo sacudían de vez en cuando. Pero al color no parecía importarle.

Le acercó un dedo y lo tocó. La superficie era suave, un poco nerviosa.

Retiró la mano y se quedó allí, mirando el color. Anocheció despacio. En su carpa del otro lado del parque, junto al caño, don Fermín estaba ensayando en el bongó. El campamento estaba callado, porque muchos de los grandes habían salido a buscar trabajo y los niños estaban pidiendo plata. El rumor de la ciudad, que a veces se parecía al del mar, se combinaba con los golpes del tambor. Cuando su tía llegó encontró a Jáider dormido en el suelo, empapado en sudor.

Ella también había tenido un día difícil. Lo regañó, salió con el balde y la olla, volvió con agua caliente y lo sacó de la carpa. En la penumbra, bajo los ojos de todos, lo bañó a totumadas, callando con algo que no era rabia y que a Jáider le pareció más incómodo que los gritos de siempre.

No comieron, porque en la calle los niños habían conseguido poco y no les tocaba el turno de que los ayudaran. Su tía le dijo que tenía que mejorarse y salir a pedir plata, como los otros. Después de acostarlo le dijo que iba a dar una vuelta.

Mientras le daba sueño Jáider miró el color. En la noche se veía menos, pero seguía allí. Su tía no lo había visto y eso le parecía lógico.

Cuando despertó su tía ya había salido. Le había dejado el almuerzo en la olla: arroz y un pedazo grande de yuca. También había una lata de Coca–Cola. Por primera vez en varios días, tenía hambre. Comió con la mano, mirando el color de reojo.

Luego de terminar salió de la carpa, hizo la cola, llenó la totuma, lavó la olla y se lavó las manos. Volvió, se sentó en el catre y abrió la lata de Coca–Cola. Se la tomó de un sorbo, como hacían en las propagandas. Luego, como le habían enseñado sus amigos en el pueblo, retuvo todo hasta más no poder; y de pronto, con la boca muy cerca del color, dejó escapar un eructo radiante, el más largo de su vida. Los bordes del color temblaron de contento, y Jáider se echó a reír, primero de pie junto a esa esquina y luego en el catre, feliz de que el color en verdad estuviera ahí, calmado y esperándolo.

Por fin se le calmó la risa y salió de la carpa. De pronto algunos de los hombres no habían salido a buscar trabajo, y estaban jugando fútbol otra vez.

Lo que de verdad quería hacer era entrar al color, pero tenía la maña de dejar lo mejor para lo último. Cuando vivían en el pueblo, los días que a su papá le iba bien en el trabajo, a Jáider le gustaba coger el plato, separar los camarones del arroz uno por uno, y dejarlos en un montoncito para el final, junto con las tajadas de plátano. Su mamá lo tildaba de mañoso, y lo pellizcaba o le desordenaba el pelo. Luego se iban a ver televisión, y si había partido de fútbol siempre iba mucha gente, porque su papá era el líder de los pescadores y le gustaba tener cerveza y buena música en la casa.

Caminando entre las carpas, recordando vagamente una noche en que sus papás, después del partido, habían bailado salsa sobre la tierra suave y tibia frente a la casa, Jáider se dijo que sería muy bacano que los grandes estuvieran jugando fútbol. Entrevió la reja, corrió y vio de reojo una polvareda. Oyó gritos y el golpe de un pie descalzo contra el cuero. Se emocionó y el retorcijón lo obligó a detenerse en seco.

Salió corriendo en la otra dirección y en el caño casi no tuvo tiempo de bajarse los pantalones. Pasó un buen rato en cuclillas. El dolor a veces lo soltaba y a veces lo volvía a agarrar, una mano que se le despertaba en el vientre, aferraba lo primero que encontraba y sacudía con rabia de perro que lucha por un hueso. Cuando por fin se calmó, Jáider vio que don Fermín, asomado detrás de un árbol en el borde del caño, lo estaba mirando.

— ¿Sigue muy malo?
— Sí señor.
— ¿Qué dijo el enfermero de ayer?
— Que hay que esperar y tomar mucha agua.
— Venga y le gasto para que se bañe.
— Me da pena.
— Con agua caliente, para que se le baje la fiebre. Su tía se pone contenta. —Don Fermín le dio dos golpecitos al tronco del árbol con la palma de la mano.
— Es que de pronto el color se me va. —En verdad no había querido decir eso, pero se le había salido.
— ¿Qué?
— Nada. Que mi tía se pone brava.
— Su tía lo que quiere es que se mejore. No sea terco, venga y se baña.

Jáider no dijo nada y don Fermín se fue. El niño se limpió con un par de hojas de periódico, se subió los pantalones y miró el agua maloliente.

La miró un rato y luego arrancó a correr. No se detuvo hasta llegar a la carpa de don Fermín.

El viejo estaba como siempre, sentado con el bongó entre las piernas. No se dijeron nada. Don Fermín se puso de pie y cruzaron el campamento. Atravesaron dos calles y llegaron a una casa. El viejo timbró y se ajustó los pantalones en torno a la barriga. Así, con la barriga por delante, la barba desordenada y los pantalones bien puestos, se veía imponente, y a Jáider se le pasó un poco la vergüenza.

Abrió una mujer gorda, más gorda que don Fermín, con un pañuelo atado a la cabeza, un uniforme negro y un delantal blanco. Los miró y habló:
— Baño dos mil pesos, almuerzo cinco.
— Baño, para el niño. Está enfermo y necesita una ducha.
— ¿La ducha? Ah no, la ducha no, mi don. Me da mucha pena, pero si la señora se da cuenta me echa de la casa.
— La señora no se va a dar cuenta. ¿A qué horas es que llega?
— Por ahí a las siete.
— Por eso. El niño es bien limpio y yo le ayudo a ordenar si quiere. No se va a dar cuenta de nada.

Hubo un silencio. De la mujer se desprendía un olor a tomate y cebolla que a Jáider le revolvió el estómago.

— Son tres mil pesos.
— Dos mil quinientos.

La mujer los dejó pasar y Jáider quiso esconder sus pies descalzos. Cruzaron a toda velocidad la sala y la cocina. Junto a la estufa había dos grandes papayas. Pasando el patio, en un cuarto con una cama pequeña y muchos cuadros del Sagrado Corazón, estaba el baño que les iban a prestar. Don Fermín le cerró la puerta y le dijo en voz bien alta que se demorara todo lo que quisiera.

Los escalofríos se le pasaron poco a poco y le volvió a dar vergüenza lo que estaba pasando. Sus ideas se ordenaron y comenzaron a martillearle en la cabeza. Antes, en el pueblo, no le importaba andar con la ropa sucia, llorar frente a los adultos o pedirles que lo ayudaran, pero ya no era tan chiquito. Sabía que tenía que pedir plata, como los otros, pero no era su culpa que estuviera enfermo ni que sólo hubiera dos letrinas en el campamento. En los primeros días le pedía a la gente que lo dejara entrar primero. Pero una vez a un tipo le dio por protestar, otros estuvieron de acuerdo, chiflaron, y Jáider decidió con los labios apretados que la humillación del caño era preferible a esta otra. Su papá siempre había sido el que más ayudaba a los otros y nunca habría aceptado que le regalaran nada. Le gustaba hacer las cosas solo, con sus manos y su cabeza.

Agarró la barra de jabón y se restregó. Luego se olió las manos, se miró las plantas de los pies, se palpó el pelo, se miró las uñas y le pareció que era suficiente. Pero don Fermín le había dicho que se podía demorar. La fiebre le había bajado y el agua le resbalaba por la piel.

Se quedó en la ducha hasta que se le arrugaron los dedos. Luego se secó con la toalla que había colgada del pomo de la puerta, se vistió, dobló la toalla, la dejó sobre la tapa del inodoro y salió.

Don Fermín estaba esperándolo en la sala. Mientras salían la mujer no les dirigió la palabra.

Se dieron la mano frente a la carpa del viejo. “Dígale a su tía que sigue muy malo. No se haga el macho, que eso no sirve”.

Jáider asintió sintiéndose extraño. Don Fermín no lo estaba tratando como siempre, estaba más serio. Lo miró alejarse y de pronto gritó: “Muchas gracias”. El viejo siguió caminando, pero levantó la mano derecha.

Jáider se mordió los labios. De pronto ahora sí estaba mejorándose, pero no sabía por qué eso lo entristecía. Se dio la vuelta y entró a la carpa. Ahora sí que iba a entrar al color y descubrir lo que escondía. Pero la esquina junto a la olla estaba vacía.

Fue a esa esquina y movió las manos en el aire. Era como cualquier otro aire, vacío e incoloro. Se echó a llorar en el catre y luego se quedó dormido.

Se levantó incitado por el color y no le tomó ningún esfuerzo entender lo que estaba pasando. Todo era lógico, matemáticamente límpido. Caminó hacia él con confianza y una sonrisa en los labios. Al pasar a través de sus bordes sintió que alguien inmenso y bonachón le echaba el aliento en la cara.

Aquel rincón de la selva era muy bonito. Jáider se bañó en el río, jugó al submarino y al pulpo, se tendió en la orilla y se miró los dedos de los pies conteniendo una risotada de contento. Los pasos afelpados a su espalda no lo sorprendieron, y en el momento preciso se puso de pie y se dio la vuelta.

La bestia, de rostro amable, patas poderosas y pelo negro, inclinó el cuello. Jáider saltó a su grupa con un movimiento entusiasta y experto. La selva, la bestia y su propio cuerpo se disolvieron poco a poco en una sola cosa, en el color que sin duda era su favorito, parecido al verde pero menos frío, tendiendo un poco al rojo pero menos violento. Una línea del mismo color pero un poco más brillante conducía a un lugar donde no existían la enfermedad ni la guerra y se cumplían los deseos.

En medio de tanta velocidad y esperanza Jáider se sintió mareado. Le pareció que se iba a caer de la bestia y se agarró con todas sus fuerzas. Luego giró, vomitó, se quedo dormido, y al fin despertó en el catre.

Lloró. Se había caído de la bestia y había perdido aquella oportunidad. En las manos aún tenía mechones de su pelo. Se secó las lágrimas con ellos. Cuando llegó, su tía lo encontró empapado en sudor y ardiendo en fiebre, diciendo cosas sin sentido, tendido sobre la costra maloliente que había dejado en el catre, con manojos de nada aferrados en los puños.

El tiempo se detuvo y volvió a comenzar con tanta frecuencia que Jáider olvidó rápidamente todo lo que no tenía aquel color. Éste lo acechaba en todos los momentos en que podía pensar, lo tentaba con su línea, y el niño atravesaba desiertos, océanos, ciudades y selvas obedeciéndole, a veces a lomos de la bestia y a veces solo, pero siempre con la boca pastosa, los dientes sacudidos por los escalofríos y los ojos fijos al frente.

Después de años despertó en la carpa. Lo decepcionó haber viajado tanto, sólo para trazar un círculo y volver al mismo lugar del que había partido.

Se tendió sobre el costado y miró la esquina junto a la olla. El color no estaba allí.

Lo agitó un escalofrío menos fuerte de lo usual, que aguantó con los dientes apretados. Luego pensó. Al fin se quitó de encima unas cobijas que no sabía de dónde provenían y salió de la carpa.

Debía ser poco más de mediodía. Su tía debía estar con los otros, buscando trabajo. El sol reverberaba sobre la tela de las carpas y le saltaba a los ojos en chispas dolorosas. Se tambaleaba un poco, pero nadie le prestó atención. Todos tenían sus preocupaciones. Los pocos que se habían quedado en el campamento tenían la mirada baja, clavada en el asfalto a sus pies, o levantada pero acuosa, concentrada en el pasado.

Don Fermín lo vio cuando ya estaba llegando al sendero que bajaba al caño. El viejo estaba tanteando el bongó, a veces con las yemas de los dedos, a veces con una palma dubitativa, buscando un ritmo que sentía alrededor. Cuando vio al niño, que iba por enésima vez al caño, entendió que era un ritmo triste. Se lo sacó de adentro y lo puso sobre el cuero sin esfuerzo.

Un par de mujeres que conversaban frente a una carpa lo miraron. Don Fermín no les prestó atención. Estaba concentrado en la música, que parecía conducida por la silueta del niño detrás de los borrones de los autos y los buses. Cuando esa silueta vaciló y cayó, Don Fermín se puso de pie como un resorte.

Había mucho tráfico. El viejo trotó hacia la cebra. Un bus le tapaba el punto del separador donde el niño parecía haber caído. El tráfico aumentaba o disminuía en velocidad, pero no se detenía.

Al fin el semáforo se puso en rojo. Don Fermín cruzó la calle con toda la velocidad de la que era capaz. El niño no estaba tirado en el suelo. Estaba en el caño, caminando hacia la entrada oscura con el agua a los tobillos.

Don Fermín trotó maldiciendo hasta el sendero, comenzó a bajarlo y tropezó. Rodó, primero sobre tierra y parches de hierba, después sobre cemento. Se puso de pie y le tomó un instante orientarse. Luego trotó otra vez.

La oscuridad lo rodeó rápidamente. Cosas espesas flotaban en el agua y se le enredaban en los tobillos. La corriente crecía en fuerza poco a poco. El hedor era insoportable.

Siguió avanzando como pudo, gritando el nombre del niño, hasta que llegó a unas barras de metal. Jáider estaba muy flaco y seguramente se había escurrido entre ellas. Gritó un rato y no obtuvo respuesta. Había que buscar a un policía. Gruñó de frustración y se fue a dar la vuelta, pero algo lo hizo fijar la mirada de nuevo en el fondo del túnel.

Parpadeó con el corazón en la boca. Ya no estaba allí y tal vez lo había imaginado, pero le había quedado grabado a fuego en la memoria. Un punto de un color que nunca había visto, parecido al verde pero menos frío, tendiendo un poco al rojo pero menos violento.

Gruñó de nuevo. El aire enrarecido del caño lo estaba haciendo ver cosas. Se dio la vuelta y comenzó a vadear enérgicamente hacia la salida.

Cuando salió empapado de inmundicia, don Fermín parecía haber envejecido aún más, haberse encorvado bajo un peso. Estaba murmurando que había que buscar a un policía, y caminaba con determinación desordenada, un pie aquí, otro allá, un brazo balanceándose y el otro haciendo pantalla sobre los ojos. Estos últimos, agrandados por la incomprensión, brillaban con el fulgor incrédulo de quien a los setenta años ha visto por primera vez su color favorito.
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* Humberto Ballesteros Capasso (Bogotá, 1979), escritor colombiano. Sus cuentos y poemas han aparecido en revistas literarias y académicas de Colombia y los Estados Unidos. Ganador en 2009 del Concurso Nacional de Cuento de la revista La Movida Literaria. En 2010 su primera novela, Razones para destruir una ciudad, recibió el Premio Nacional Ciudad de Bogotá. Vive en Nueva York y cursa un doctorado en Literatura Comparada en la universidad de Columbia.

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