Invitado Cronopio

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la vida oculta de la caja de nogal

LA VIDA OCULTA EN LA CAJA DE NOGAL

Por Amélie Olaiz*

Ayer desde temprano amanecí con la idea metida entre las cejas. Por ahí me fue entrando hasta que todo mi cuerpo era la idea misma: Buscar a papá. Como aquí nadie tiene sosiego y cada quien está viviendo sus propios terrores, la idea no me pareció tan temeraria. Así que dediqué el día a organizar todo. Sólo Gabrielito se daría cuenta de mi ausencia pero eso lo tenía solucionado con Quecha.

Hoy, después del almuerzo, bajé al sótano con ropa de mi hermano Alfonso que es casi de mi estatura. Escondí mi pelo en una gorra y ensucié mi cara con un poco de carbón. Al salir me vi reflejada en el cristal de la puerta y me convencí que era un muchacho joven. Caminé imitando el estilo de Alfonso. Traía en el cuerpo varios tragos de cognac y el deseo de ver a mi padre. Ahora entiendo porque los militares beben tanto; cada trago le da al cuerpo el valor o la inconsciencia que se necesita para desafiar a la muerte.

No había gente en la calle. La soledad me hacía sentir bien. No quise caminar por Arcos de Belén, preferí adentrarme en las calles angostas porque me sentía más protegida entre las casas. Los sonidos de las metrallas y las explosiones eran más fuertes y frecuentes. No se habían escuchado tantas detonaciones en los días anteriores. En algún momento pensé en desistir en mi intento de ver a papá, pero una sensación extraña me impulsaba a seguir adelante. Ahora no entiendo cómo lo hice.

Un estruendo cimbró la calle y se escucharon gritos.  Al llegar a la esquina, vi que una granada había caído sobre una casa, tal como en mis pesadillas de las tardes de tejido. En la calle había gente gritando. Los cristales de las casas cercanas se rompieron por la vibración de la explosión. Yo me quedé pasmada por minutos, cuando caminé de nuevo no sentí miedo y mi cuerpo se movió con más lentitud, estaba consciente del aire frío que entraba por mi nariz y del golpeteo del corazón dentro de mi pecho. Cada paso era un instante eterno lejos de mi padre. No supe cómo llegué a la Ciudadela, pero las imágenes de los muertos tirados como basura arrojada por el odio, se quedaron fijadas en mi memoria como en la caja negra del fotógrafo. Caminé, ya sin los efectos del cognac. Cómo hubiera deseado en ese momento un traguito de licor. Fui mirando el cielo para evitar ver el suelo, vi proyectiles que cruzaban hacia distintos rumbos de la ciudad, algunos fragmentos de balas se incrustaron en las paredes o en los postes del telégrafo. Así entendí cómo había muerto el hijo de la vecina. Sentí en la cara el viento de febrero que jugaba con las ramas de los árboles y traía olores de vida mezclados con olor de pólvora y muerte. Un olor a carne asada me golpeó la nariz. Recordé que Alfonso dijo que estaban quemando a los muertos en las calles.
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Con un pañuelo blanco trataba de evadir el ataque de las tropas que circundaban el depósito de armas. Tuve la sensación de que las balas pegaban en los alrededores, pero no en la Ciudadela. Sentí a un grupo de gente correr sobre la calle que acababa de dejar. Un capitán que estaba en uno de los retenes, al ver que me acercaba pegada a la pared, gritó: “pecho a tierra”. Obedecí sin pensarlo, después escuché una ráfaga de artillería, un sonido ensordecedor, un silbido. Luego un silencio de muerte. La voz del capitán ordenó que a gatas tratara de acercarme al retén. Así lo hice. Cuando llegué bajó su Malisser y me reprendió fuertemente. Yo estaba muy apenada porque me había orinado y el pantalón húmedo se me pegaba a las piernas. Antes de que respondiera sus preguntas me quitó la gorra y mi cabellera cayó sobre mis hombros. No tuve más remedio que confesarle que era la hija del teniente coronel Gabriel Aguillón y necesitaba saber si mi padre aún vivía. Eres valiente, como él, dijo el capitán. Hizo entrega del puesto a un relevo y me condujo hasta la parte sur donde estaba la jefatura de Don Félix Díaz.

Cuando llegamos nos interrogaron los centinelas, no entendían para qué quería entrar ahí una mujer vestida de hombre. El capitán les explicó quién era y después de alegar un rato nos dejaron pasar. Los soldados corrían de un lado a otro llevando parque y armas hacia distintos puntos. Cruzamos entre los caballos, el patio de la Ciudadela hasta llegar a la comandancia. Mi papá estaba revisando unos planos con otros militares. Al verme se quedó quieto, yo me figuro que no me reconocía. Luego inclinó la cabeza y se metió la mano por el cabello hasta trenzar sus dedos con el pelo. ¿Qué haces aquí?, preguntó mientras se acercaba. Vine para ver si estaba usted vivo, le dije antes de que me tomara del brazo para meterme en un cuartucho lleno de paja. Por primera vez me dirigía la palabra en años. Sentí tanto gusto que me abracé a su cuerpo que olía a pólvora, a sangre y a sudor. Él me desprendió sin haberme abrazado y le ordenó al capitán Fitzmaurice, que buscara de inmediato disfraces, que confiaba en su destreza para resguardar mi persona y conducirme sana y salva a casa. Antes de irse, papá se paró frente a mí, se le veía en los ojos una tristeza muy grande que se juntó con la mía. Levantó su mano y pensé que tocaría mi cabeza como solía hacerlo cuando era su hija favorita, hasta cerré los ojos por la emoción de sentirlo cerca. Cuando los abrí, ya no estaba junto a mí. Desde el marco de la puerta dijo señalándome con el dedo índice: Llegaste en el peor momento, quédate aquí hasta nueva orden y no vuelvas a venir. Luego me miró como el día que salió de la casa. Todo el riesgo corrido valió la pena por vivir de nuevo ese momento. Estuve sentada en el suelo, con los ojos cerrados y las manos tapando mis oídos hasta que se suspendió el tiroteo.

Una hora después, me llevaron varios trapos. Apestaban a sudor, de cualquier manera yo nunca había valorado tanto una muda de ropa, aunque no fuera de mi gusto. Salí vestida como Quecha, con canasta y rebozo en la cabeza. Por más que busqué con los ojos, no pude encontrar a mi papá, pero vi a la molendera con su comal, haciendo tortillas para alimentar a la tropa, estaba rodeada de ayudantas moliendo el maíz en el metate para el nixtamal y hasta una chamaquita para avivar el fuego del anafre. Con razón ya no es nuestra marchanta, seguramente está enamorada de algún soldado.
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El miedo que vivimos en la casa es nimio en comparación con el que sentí en la Ciudadela. El pánico huele agrio. Los hombres y los animales que estaban ahí expelían ese olor que, aunque se mezclaba con otros, predominaba sobre todos.

El capitán Fitzmaurice, iba vestido igual que yo. Me llevó hacia el sur para evitar encontrarnos con tropas del gobierno o con las fuerzas rurales. Dimos una gran vuelta para regresar a casa. No importaba caminar más porque así era más seguro, eso decía él, yo sentía que era puro cuento, pero seguí sus órdenes al pie de la letra. Durante el trayecto iba contando que cada vez que lo acuartelaban por mucho tiempo él recurría al disfraz para escaparse y poder ver a su mamá. Mi padre le había dado esta misión porque varios meses antes lo descubrió saliendo del cuartel disfrazado de mujer. En ese momento lo castigó tan severamente que no se imaginó que su habilidad para el disfraz pudiera ser útil algún día.

Desde el inicio del movimiento rebelde, sus aptitudes fueron muy apreciadas y sus servicios para llevar y traer información resultaron de gran utilidad para los líderes sublevados. Iba muy orgulloso, contándome cada hazaña, con el rebozo tapándole parte de la cara y tomado de mi brazo como si fuéramos comadres. Bajo el uniforme militar usa un pantalón donde anota sus pendientes. Cuando se pone la falda lo único que no se quita es esa prenda donde guarda información valiosísima. Bajo el pórtico de una casa se levantó la falda y me lo enseñó, es un pantalón que seguramente fue blanco alguna vez, pero ahora está percudido por el tiempo y la falta de lejía. Tiene anotaciones muy ordenadas, con la fecha y el lugar del suceso. Hasta mapas hay. En esta tela pueden leerse datos decisivos del movimiento para derrocar a Madero. Cuando termine la lucha lo pondré en un marco para dejarlo a mis hijos como herencia, dijo. Luego preguntó si yo estaba interesada en que los herederos de dichos pantalones fueran también hijos míos. Solté su brazo porque pensé que me estaba choteando, pero cuando le vi la cara de pillo se me escapó una carcajada y le dije que sería en otra vida porque en ésta ya estaba casada. No sé por qué hablo de otras vidas si en mi casa nadie cree en eso. Ni yo misma siquiera.
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Al alejarnos de la Ciudadela tuve la sensación nuevamente: el ataque no estaba dirigido a ese blanco. El capitán confirmó mis sospechas. Dijo que en sus primeras prácticas con el general Felipe Ángeles, donde ponían el ojo no ponían la bala. Mirábamos pa’acá y la bala salía pa’allá, decía señalando hacia puntos opuestos. Pero, ajustar los cañones no resultaba muy difícil y habiéndolo hecho los tiros caían cerca del blanco. A decir verdad, confesó, el mal tino de los maderistas lo tenía sorprendido.

Caminamos mucho, pero eso lo siento ahora porque me duelen los pies. Y aunque dimos tanta vuelta, en su compañía el tiempo se hizo corto. Me dejó en la  reja de la casa y yo entré corriendo porque perdí la sensación de protección que sentía a su lado, abrí la puerta principal olvidando mi indumentaria. Cuando entré a al comedor todos me miraron como si fuera una aparición. Papá está vivo, les dije, y me fui corriendo a mi cuarto. Julio no me habla y Mamá no ha parado de reprocharme mi osadía, dice que una mujer no debe poner en peligro su vida de ese modo, me ha reñido toda la tarde, pero en el fondo sé que me agradece lo que hice porque lo más importante es saber que papá no ha muerto. Ahora no puedo conciliar el sueño, siento el olor agrio del miedo mezclado con la pólvora, la sangre y el sudor de los hombres. Al recordar los hechos, un temblor incontrolable me recorre todo el cuerpo. Necesito una copita de cognac.

Nos hemos quedado sin luz, alguna bala alcanzó los postes cercanos a la casa.
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**Este es el capítulo VII de su novela “La vida oculta en la caja de nogal”, publicada por Ediciones Amarcafe.
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* Amélie Olaiz es diseñadora industrial y escritora mexicana. Fue docente en la UIA y en la Universidad Intercontinental. En las materias de diseño gráfico y fotografía. Su trabajo literario se ha publicado en los periódicos: La Jornada, El Financiero, El Norte y Reforma, en libros de texto para educación primaria y secundaria en Chile, en la revista Castálida y en varias antologías. Ha participado en los talleres literarios de Mónica Lavín, Agustín Cadena, Alberto Chimal, Eusebio Ruvalcaba, Hernán Lara Zavala, Rafael Ramírez Heredia, Adriana Jiménez, Alberto Vital, Agustín Monsreal y Rosa Beltrán. Colabora en el taller de la Marina de Ficticia desde sus inicios. Premios: Ganó tres primeros lugares en los concursos de la Marina de Ficticia. Otorgados por Agustín Monsreal, René Avilés Fabila y Luis Arturo Ramos. Publicaciones: «Piedras de Luna», (minificciones) editorial El viejo pozo 2005, y la reedición en editorial Alcalá, España, 2007. «Aquí está tu cielo»” (cuento) editorial Alcalá, España, 2007. Antologías: «Ciudadanos de Ficticia» (cuento y minificción) Editorial Ficticia 2003, «Prohibido fumar» (antología de cuento) Editorial Lectorum 2008, «Infidelidades.con» (antología de cuento) Editorial Terracota 2008, Antología mínima del orgasmo, Ediciones Intempestivas, 2009, Vampiros transmundanos y tan urbanos (antología) Editorial Selector 2011, Escucharte Más (antología) Connect Hearing, Three Messages and a Warning, Eduardo Jiménez Mayo & Chris. N. Brown, editors (antología de cuento fantástico) 2011. Cien Fictimínimos, Editorial Ficticia 2012. El libro de los seres no imaginarios, Editorial Ficticia 2012. Phantom Drift a journal of new fabulism, octubre 2012, The Valley Review vol. 6 issue 4. Slab, Issue 8 , 2013.

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