ILUSTRADO
Por Miguel Syjuco*
Traducción de Victoria Alonso Blanco
En respuesta a las advertencias recibidas mientras
se documentaba para la redacción de este libro,
el autor declara por la presente que todas las
semejanzas percibidas entre los personajes que aquí
comparecen y otros seres vivos o muertos son fruto
de la mera coincidencia o de un aguijonazo
en la mala conciencia del lector.
(Crispin Salvador, fragmento de la portadilla
que se conserva de Los puentes en llamas).
Un abollado arcón de madera en el dormitorio, con las incrustaciones de taracea medio desconchadas, cuya llave se encuentra por fin en un cajón cerrado del escritorio. En su interior: un diario reciente (con tapas de ante color naranja, bruñidas por el manoseo hasta adquirir un suave tono caramelo [dentro: traducciones, adivinanzas, chistes, poemas, notas y demás]). Primeras ediciones (Autoplagiario, Lupang Pula, Antología de relatos, El hijo pródigo, etcétera). Un maletín de viaje desvencijado (asa de baquelita blanca; adhesivos de hoteles que echaron el cierre tiempo atrás [el candado se fuerza con un cuchillo: aroma a virutas de lápiz y a pegamento, un mazo de fotografías {con las esquinas ya curvadas}, los diarios de infancia de su hermana atados con una goma elástica semideshecha, sobres de papel manila repletos de cosas {transcripciones, recortes de prensa, borradores de relatos con correcciones en rojo, documentos oficiales <partida de nacimiento, cartilla de vacunación, pasaportes caducados y papeles varios>}, un portafolios de loneta {bocetos al carboncillo, a lápiz, a pluma <caballos, fachadas, retratos, cubiertos>}, un juego abollado de muñecas rusas {la más pequeña falta} y demás miscelánea {una estilográfica Parker Vacumatic, medallas heredadas de la Segunda Guerra Mundial, un mechón de pelo color ámbar y objetos varios}]).
*
Mi amigo y maestro estaba sin duda vivo la noche antes. La puerta se abrió, por una rendija asomó únicamente su nariz y un ojo. «Lo siento», me dijo. «Lo siento». La puerta azul se cerró con un ruido seco, sin disculparse. Ignoraba entonces la irrevocabilidad de aquel cerrojazo. Me marché y me tomé mi hamburguesa con queso sin él, molesto por su inusitada descortesía. ¿Qué podía haberle dicho? ¿Tendría que haber forzado la puerta? ¿Haberle soltado un par de bofetadas y haberle exigido que me contara qué le pasaba? Días, semanas después, los fragmentos seguían sin encajar por completo. Lo ocurrido parecía irreal, confuso. Algunas noches salía de la cama de puntillas, con cuidado de no despertar a Madison y correr el peligro de desatar su ira; me quedaba sentado en el sofá, absorto en mis pensamientos hasta que el cielo se teñía de lila.
Tanto el suicidio como el asesinato me parecían dos caras de la misma seducción mediática. Si miro atrás, pienso que me vino bien aquel proceso de duelo. Los clichés nos recuerdan y confirman que no estamos solos, que otros han recorrido la misma senda en el pasado. Aun así, no comprendía por qué el mundo optaba por el camino más fácil: por aceptar su pérdida sin más, para luego sentarse en casa en el sofá a ver embrolladas tramas televisivas. Costumbre de nuestros tiempos, quizás.
Luego, a las cuatro semanas de la muerte de Crispin, su hermana me llamó por teléfono (la voz tenue y delgada como un hilo) y me pidió que me ocupara de sus pertenencias; entré en el aire viciado de su apartamento como quien accede a una cripta. A los cuatro meses, era incapaz de conciliar el sueño por las noches; me quedaba sentado en la cama escuchando la respiración de Madison, pensando, por alguna razón, en los padres a los que nunca llegué a conocer y en que echaba de menos a Crispin, con su ridículo sombrero de fieltro y sus categóricas opiniones. A los seis meses, empecé a escribir su biografía; las largas horas en la biblioteca, la idea de que su vida podría ayudarme a resolver la mía, me sirvieron de algún modo para no perder la cabeza. A los ocho meses y una semana, Madison me dejó; confiaba en que me llamaría, pero no lo hizo.
La madrugada del 15 de noviembre de 2002, a los nueve meses exactos de la muerte de Crispin, estaba rebuscando en la bandeja de entrada por si había entrado algún e–mail de Madison, cuando, pling, saltaron tres nuevos mensajes. El primero era de Baako.Ainsworth@excite.com. He aquí parte del mensaje:
«Potencia el pim pam pum de tu pistola. Súmate más victorias eréctiles. Cómo aguantar más haciendo el amor e incrementar tus sensaciones».
El segundo lo remitía trancejfq22@skaza.wz.cz. y he aquí parte del mensaje:
«¡TU TÍTULO HOY MISMO! Si buscas el método más rápido para subir de nivel (no homologado), aquí tienes tu solución».
Me disponía ya a eliminar el tercero cuando me fijé en el remitente. He aquí parte del mensaje:
«Estimado caballero mío/señora mía: …me informó nuestro abogado, señor Martingala, que mi papá, que entonces airear trapos sucios del gobierno y ser cabeza de fortuna familiar, llamó, a él, a Martingala, y condujo a su piso y enseñó, a él, tres cajas negras de cartón. Luego mi papá morir misteriosamente, y Gobierno persigue a nosotros, acosa, vigila y congela nuestras cuentas corrientes. Urge su heroica ayuda para reponer legado de mi papá y machacar a sus asesinos despreciables. Más información puentes: pendiente».
Lo remitía crispin1037@elsalvador.gob.sv. Abrí un mensaje nuevo en la pantalla y escribí:
«¿Crispin?». El cursor parpadeó. Pulsé «enviar» y esperé. A la mañana siguiente, compré el billete de avión.
*
Vean al joven subiendo a un avión. No es un muchacho, sino, como él mismo se describiría, un hombre de aspecto juvenil. Se ha instalado en el asiento central, libreta abierta, bolígrafo en mano, rumbo a Manila (casi escribo «a casa», piensa divertido). Es un viaje que detesta, tanto el trayecto en sí como la llegada. En este instante está escribiendo: «el limbo entre fronteras remotas de la humanidad». Mientras el avión recula, piensa en lo que está dejando atrás. En el amigo y maestro que ha perdido, sentado a su escritorio, enfrascado en un lento devengo de letras, palabras, oraciones, encajando piezas esparcidas como migajas de pan en el sendero a sus espaldas.
El joven regresará, con el corazón destrozado, solo, abatido. Tanto sus tres hermanos como sus dos hermanas viven en el extranjero, libres de su país: en lo alto de una colina de San Francisco, bañados por la luz de los vastos cielos de Vancouver, ocultos entre el alegre bullicio de Nueva York. Sus padres, a los que no recuerda, están enterrados en sepulturas que él se resiste a visitar porque sabe que sus cuerpos no se encuentran allí. Sus abuelos, que lo criaron como mejor supieron, residen en Manila, aunque desde la violencia emocional que vivió durante la última despedida ha perdido el contacto con ellos. Vuelve a casa, aunque no se atreve a admitirlo. Sabe muy bien lo que es una casa vacía y las malas pasadas que los recuerdos pueden gastar al proyectarse entre ecos desconocidos.
Durante las largas horas de vuelo, procura no pensar en cómo murieron sus padres, y por consiguiente sólo piensa en eso. Hojea la prensa filipina, obsesivamente. Estudia sus carpetas, llenas de notas, recortes, borradores. Desenrosca el capuchón de la estilográfica que se llevó de entre las pertenencias de su difunto amigo. Intenta escribir el prólogo de Seis vidas vividas, la biografía sobre su maestro que se ha propuesto escribir.
Se revuelve en el asiento. Piensa. Observa a sus compañeros de viaje. Los juzga a todos, entreteniéndose, como buen filipino, en justificar inseguridades tanto personales como colectivas. Lee otro poco, buscando un punto de referencia en un mundo que nunca ha sentido del todo como propio. Escribe otro poco, intentando encontrar explicaciones. Garabatea un asterisco.
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Leonora Fidelia Salvador dio a luz a Crispin Salvador en una habitación privada del hospital Madre del Perpetuo Socorro de Bacolod. Presentes se encontraban la hermana del recién nacido, una niña de ocho años llamada Magdalena (apodada Lena), su hermano de seis, Narciso III (más conocido como Narcisito), y la yaya Ursie, niñera de ambos (sin nombre real conocido del que se tenga constancia). El padre, Narciso Lupas Salvador II, conocido entre familiares y amigos como Junior, se encontraba en ese momento a bordo del Don Esteban, buque de vapor propiedad de la compañía naviera De La Rama, que venía de Manila, adonde Junior había acudido para participar en el Congreso de la Commonwealth filipina.
El último de los Salvador ingresó en la tercera generación de una acaudalada familia, que debía su riqueza a una combinación de iniciativa empresarial, azúcar, política y célebre racanería. Los cuatro años previos a la invasión japonesa serían años de formación: a lo largo de toda su vida las raíces familiares en la región de Visayas representaron algo puro y prometedor.
(Crispin Salvador: Seis vidas vividas, biografía en curso de Miguel Syjuco)
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«…Testigos presenciales declararon haber oído dos explosiones, la segunda ocurrida a treinta segundos de la primera, ambas en la segunda planta del centro comercial McKinley de Makati. Según un portavoz de Lupas Landcorp, empresa propietaria del edificio, no se han registrado víctimas. Ningún grupo ha reivindicado la autoría del…»
(Philippine-Gazette.com.ph, 19 de noviembre de 2002)
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ENTREVISTADOR:
A finales de la década de los sesenta usted escribía: «La literatura filipina debe aspirar a la conquista de nuestra identidad colectiva sin dejar que nos intimiden miradas ajenas». ¿Sigue suscribiendo esa idea?
CS:
Antes creía que la autenticidad se alcanzaba únicamente describiendo, con nuestras propias palabras, la experiencia particular que nos ha tocado vivir. Ello presuponía naturalmente la absoluta independencia intelectual y estética del «Yo». Al final uno llega a la conclusión de que ese aislacionismo intelectual fomenta el estilo, el ego, los galardones. Pero no el cambio. Verá, yo puse todo mi empeño, pero eran tan escasas las mejoras que observaba a mi alrededor… ¿Qué estábamos sembrando? Terminé impacientándome con la política social que la literatura podía abordar y cambiar pero en cuyo empeño se había demostrado tan poco eficaz hasta la fecha. Decidí llamar a la participación de una manera activa. Es decir, incitar a los lectores a la acción a través de mis escritos. Piénsese en el efecto de la obra de José Rizal en nuestro levantamiento contra España el pasado siglo. En la poesía de Eman Lacaba, quien en la década de los setenta cambió su pluma por un arma y vivió y murió en la selva con los comunistas.
«El ejército descalzo en la jungla», los denominó en su famoso poema. Qué hermoso el epígrafe de aquellos versos. Ho Chi Minh: «Un poeta debe aprender también a liderar un ataque».
ENTREVISTADOR:
¿Hubo algo que lo impulsara a liderar ese ataque?
CS:
El orgullo y el miedo a la muerte. De veras. No, no lo tome a broma, hablo muy en serio.
ENTREVISTADOR:
Su retorno a la polémica ha sido a menudo motivo de crítica. ¿Cree usted que…?
CS:
¿…que he dado dos pasos atrás? Así se ha querido contemplar. Erróneamente. Cuando uno amplía sus horizontes, a veces puede regresar al punto de partida. La tarea entonces se vuelve, si cabe, más ardua, hay más probabilidades de dar pasos en falso, aunque el resultado final tal vez sea más relevante. Huelga decir que ello te expone a ser tachado de quijotesco, o lo que es peor —o mejor tal vez—, de mesiánico. En verdad, es el deseo de causalidad del artista —del verdadero artista— lo que confunde a la crítica.
(Extracto de una entrevista publicada en The Paris Review, 1991)
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Tres horas más para llegar. A Manila. Casi digo «a casa». Es un viaje que detesto, tanto el trayecto en sí como la llegada, el limbo entre fronteras remotas de la humanidad. ¿Os acordáis de cuando volar era divertido? ¿De aquellos avioncitos de juguete con que te obsequiaban y aquellas risueñas azafatas mostrándote la impresionante cabina de mando? Ahora nos apartan de nuestros objetos de valor y nos conducen como rebaños por controles de seguridad, descalzos y nerviosos; nos amedrentan con cuentos de trombosis venosas profundas; nos embarcan embutidos como ganado, y luego nos pasan una de Keanu Reeves en las pantallitas individuales de los asientos, hasta sumirnos en una apretujada modorra. Apenas caemos dormidos, nos despiertan. Apuesto a que no queda ningún marxista suelto por ahí que haya viajado jamás en asiento central de clase turista en un atestado vuelo de larga distancia como éste.
Alrededor, en esta lata, mis compañeros de viaje: nosotros, los aquiescentes y desavisados insurrectos de la patria; los que hemos ido y vuelto tantas y tantas veces a lo largo de la historia que nuestro idioma nos ha adjudicado una palabra: balikbayan. Hombres y mujeres con las espaldas encorvadas por el peso de la ausencia; los equipajes de mano a reventar con todo lo que no hubo forma de embutir en las maletas, infinidad de regalos para infinidad de familiares: prueba de que el tiempo que hemos pasado en el exterior no ha transcurrido en vano.
Ésta es mi gente. (Crispin se refirió a ellos en cierta ocasión como esos «que tienen los dedos del pie tan abiertos como su corazón »). Junto a mí, un recio y rechoncho mocetón con cazadora vaquera lavada al ácido y el antifaz medio caído recuesta la cabeza para roncar a pierna suelta. Obrero de la construcción probablemente, uno de los millones que conforman la diáspora forzada a emigrar por la persuasión de los sueños. Al otro lado, dos señoras, hermanas a primera vista, hojean por enésima vez la revista de la compañía aérea con inquieto hormigueo. Sus hinchables almohadillas cervicales me recuerdan los yugos a los que uncen los búfalos, por muy obvia que sea la metáfora. Una lleva un rosario enrollado en una mano. Con la otra, vuelve las páginas buscando fotografías. Su hermana protesta porque las pasa demasiado rápido. Al otro lado del pasillo, una filipina chiquita y menuda con tacones de vértigo descansa su rubia cabecita sobre el hombro de un grandullón norteamericano que, con las gafas a media asta en la cuña de la nariz, lee a Dale Carnegie bajo un charco de luz. Por su antebrazo serpentea un tatuaje con una serpiente y una daga. Detrás va sentado un hombre de raza blanca, ya mayor pero aún garboso, con las canas revueltas, cazadora de chándal y arrugado pantalón caqui al estilo del jesuita intrépido o del pedófilo de turismo. Junto a él, un dúo de empleadas domésticas prosigue incansable con sus nueve horas de maratoniano chismorreo. Sus cabezas, tocadas por las voluminosas gafas de sol que les sujetan el pelo, picotean bocados de hipérbole, como palomas sobre el arroz que se arroja a los paseos de los parques cada domingo, día libre para las sirvientas que acuden a ellos en masa en las grandes urbes del mundo. Ya es la segunda vez que oigo lo que Minda le hizo a Linda y la tercera que me abochorno por la barbaridad que Dottie le dijo a Edilberto. Antes apunté en mi libreta, con la sonrisa en los labios, al oír a una quejarse: «Me dio la puñalada por la espalda sin yo estar de espaldas siquiera». La bravuconería y brusquedad de esas mujeres se ha cristalizado tras años de servidumbre, de insegura seguridad en sí mismas, de irreconciliable distancia respecto de aquello a lo que en otro tiempo se aferraron con fuerza.
Tampoco yo comprendí lo que Crispin había significado para mí hasta que se fue. Mi propio lolo, Grapes, siempre había sido un hombre demasiado distante, como suelen ser los abuelos, para compensar la muerte de mi padre. Apenas era más que una silueta fantasmal que yo atisbaba por las cristaleras de su despacho en casa, mientras escribía cartas sentado a su escritorio o leía las tiras de su télex hasta que llegaba la hora de comer, momento en que venía a la mesa y bromeaba conmigo. Aquellas bromas siempre se me antojaron forzadas, y yo reía porque anhelaba establecer un vínculo. No hago más que repetirme que no fue culpa de nadie. Ellos ya habían criado a sus hijos. Según algunos, incluso en eso fracasaron. Y de pronto se encuentran con otros seis. Seis huerfanitos recientes venidos de Manila, embarcados en bloque hasta Vancouver, que llegan para alterar la jubilación anticipada de mis abuelos, justo cuando los dos empezaban a tomarle gusto al exilio.
Tal vez el acento filipino de nuestro inglés o el parecido que los seis, cada uno a su manera, guardábamos con nuestro padre, les recordara demasiado la vida que habían llevado antes de que la imposición de la Ley Marcial apartara a Grapes de la política en la cúspide de su carrera, privara a Granma de sus veladas de mahjong y su batallón de sirvientas, y convirtiera a ambos en otra pareja más de viejos chochos de ojos rasgados que se movían con lentitud excesiva por el pasillo de sopas y cereales del supermercado.
Yo acababa de cumplir cinco años cuando desembarcamos los seis. Mis abuelos hicieron todo lo que pudieron, renunciaron a la casita que se habían hecho construir, se mudaron a una vivienda grande y fea de nueva construcción y contrataron a una niñera para que ayudara a cuidarnos. Grapes y Granma se empeñaron en hacer de nosotros auténticos canadienses, en prepararnos para el crisol de culturas al que habíamos sido arrojados, y nos prohibieron hablar en tagalo, no fuéramos a descuidar el inglés. Incluso repudiaron los tradicionales vocativos filipinos que emplean los nietos para dirigirse a sus abuelos y adoptaron los que mi hermano pequeño, con su lengua de trapo y sus rudimentos de inglés, acertó a asignarles: así, el hombre que en Filipinas siempre habíamos llamado Lolo, en Canadá se convirtió en Grapes (particular adaptación que mi hermanito hizo del «gramps» con el que los niños anglosajones designan familiarmente a sus abuelos) y nuestra Lola pasó a ser Granma (como el barco en el que viajaron los rebeldes de Fidel Castro). A medida que todos fuimos descubriendo las limitaciones de la integración, nuestros lazos familiares se estrecharon.
Recuerdo un día, al salir de clase, en que Granma y yo paramos en la iglesia de St. Thomas para encender una vela, costumbre diaria de mi abuela, por las almas de los difuntos, los vivos y los que estaban por nacer. Un hombre sentado en uno de los bancos se irguió de pronto y exclamó: «¡Largaos a vuestro país, chinos de mierda!». Sería un borracho o un perturbado, aunque yo en aquel tiempo no sabía de esas distinciones. A mi abuela sólo se le ocurrió replicar: «No somos chinos. Somos filipinos». En el coche, de vuelta a casa, Granma no abrió la boca ni contestó a mis preguntas, como si yo hubiera hecho algo malo.
Recuerdo también, años más tarde, un día en que estábamos los seis sentados ante el televisor con los abuelos. La cena llevaba largo rato fría en la mesa, mientras todos contemplábamos las imágenes de la avenida Edsa, a rebosar de gente vestida con camisetas amarillas, rezando y cantando, a aquellas monjas cogidas del brazo que cerraban el paso de los coches oficiales blindados o a la chica que insertaba una flor en el fusil de un soldado que a duras penas lograba contener la sonrisa. El reportero de la CBS decía: «Nos encontramos ante lo más parecido a la toma de la Bastilla que ha vivido el siglo XX. Pero lo particularmente destacable es la escasa violencia con que se ha producido». «Ésa es Cory Aquino», nos explicó Grapes. El reportero prosiguió: «Los estadounidenses queremos creer que fuimos nosotros quienes enseñamos a este país el significado de la palabra democracia, pero esta noche son los filipinos quienes están dando una lección al mundo». Aterrizan helicópteros y los soldados se suman a los cánticos de la muchedumbre, entre las sonrisas de todos los allí reunidos. Entonces oigo a Granma, con lágrimas en los ojos, que dice: «Ya podemos volver a casa».
He tenido edad para ello desde hace tiempo, pero sólo ahora comienzo a comprender. A mi alrededor, en el avión, oigo lo que Granma quiso decir: el sonsonete del ilongo que me llega del otro lado del pasillo, recordándome la cadencia melosa en el habla de mi abuela. De más al fondo, cerca de los lavabos, la consonancia recia del ilokano; del otro lado de la mampara divisoria, el bicolano. Una azafata habla en tagalo con un señor mayor, un hombre de la edad de mi abuelo: le está contando todos los lugares del mundo que ha visitado. El hombre inclina la cabeza a medida que ella va nombrándolos, como si también él hubiera estado allí. Quizá todas estas personas vuelvan a casa con algo que aportar. Quizás yo pueda ser uno de ellos.
Mis compañeros de asiento me miran como si fuera extranjero. Me reservo el tagalo para el momento oportuno, para sorprenderlos con lo que tenemos en común. Sus acentuadas imperfecciones idiomáticas me recuerdan a las mías, como aquella vez en la universidad, el día de mi estreno en Columbia, cuando el inglés me jugó una mala pasada y pronuncié «anales de la historia» en su acepción fonética rectal y quise salir a escape del aula, aunque nadie pareciera haber reparado en mi error.
Escucho con disimulo a mis compatriotas, dirigiéndose a la tripulación con su precario inglés, todavía imperfecto pese a los años pasados en Occidente: esa «f» de costumbre pronunciada aún como «p», las vocales siempre redondeadas, los tiempos verbales equivocados, las sílabas contraídas; sólo las expresiones coloquiales usadas más a menudo se manejan con seguridad.
Los filipinos somos como esas frases, un compendio de clichés, de prácticos estereotipos que llevamos como uniformes sobre nuestra desnuda individualidad. Nosotros somos más reales que esa presunción filosófica que tiene al ser humano por fuente de luz: nosotros somos fuentes de sudor. Somos laboriosos, somos baratos: he ahí las dos caras de nuestra gloriosa imagen nacional. He ahí, en esa imagen, la forma tangible de nuestra aspiración colectiva a una vida mejor. Alguien da patadas en el respaldo de mi asiento recordándome que me deje de profundidades.
A mi izquierda, mi compañero de asiento hace un buen rato que ha capitulado en la batalla por el reposabrazos (mis repetidos amagos y subterfugios le han pasado por completo inadvertidos), y yo me regodeo en el espacio vital usurpado por mi codo. Cuando le comunico a la azafata lo que deseo comer, siento que mi vecino me observa con el rabillo del ojo. Él opta por algo distinto, contrario. Cuando nos traen la comida y la desenvolvemos, inmediatamente me arrepiento de la ternera y miro con envidia su pollo. Me froto las manos con gel desinfectante. Mi vecino me mira y sonríe. Le tiendo el frasquito y se limpia a su vez las manos. Luego se guarda el frasco en el bolsillo de la camisa tan campante. Damos cuenta de nuestros comestibles rectángulos con los brazos como fusionados al cuerpo. Simulo estar absorto en mis pensamientos y fijo la vista en la oscura pantallita del televisor que tengo ante mí. En mi agenda: visitar la casa donde Crispin pasó su infancia. Entrevistar a su hermana y su tía.
Miguel Syjuco lee fragmentos de “Ilustrado” en el World Voice Festival (PEN), importante evento de literatura en Nueva York. Cortesía de PEN American Center. Clic para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=nJXEMM2NW7U[/youtube]
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* Miguel Syjuco (17 de noviembre de 1976) es un escritor filipino de Manila y el Hombre de Asia Premio Literario ganador del gran premio de 2008. Syjuco es el hijo de Augusto Syjuco Jr., un político aliado con el partido de la presidenta filipina, Gloria Macapagal Arroyo. Syjuco se graduó de la escuela secundaria en 1993 de la Escuela Internacional de Cebu. Recibió una licenciatura en Inglés de la literatura del Ateneo de Manila University en 2000 y completó su maestría en la Universidad de Columbia en 2004. Actualmente se encuentra en una beca para realizar un doctorado en literatura Inglés de la Universidad de Adelaida.
Su novela, Ilustrado, ganó el Gran Premio de Novela en Inglés en el 2008 los Premios Palanca. En noviembre del mismo año, ganó el Premio Literario hombre asiático también para Ilustrado. En 2010, la novela ganó el QWF Paragraphe Hugh MacLennan Premio de Narrativa, premio literario superior de Quebec. También fue finalista en el 2010 del Gran Premio del Libro de Montreal, uno de los pocos libros en Inglés nunca para hacer la ronda final.
A finales de 2010, Ilustrado fue publicado en traducción en español (por Tusquets), Suecia (por Natur och Kultur) y holandés (por Mouria). Syjuco está representado por Peter Straus en el Rogers, Coleridge y de la Agencia Literaria Blanca en Londres, y por Melanie Jackson en Nueva York. Actualmente vive en Montreal con su novia, Edith y dos gatos. Él ya ha vendido un segundo libro de editores norteamericanos.
El presente texto hace parte de su libro «Ilustrado», publicado en la colección Andanzas de Tusquets Editores.