FARAÓN ANGOLA
Por Rodrigo Parra Sandoval*
LA HISTORIA PATRIA DEL PEREZOSO
Por debajo de mi ceiba ha desfilado buena parte de la historia patria. Pasa a las carreras, como si sus gentes estuvieran poseídas por el afán de terminarla cuanto antes. Eso parece, que intentan terminarla deprisa, salir de ese embrollo rápidamente, para dedicarse a menesteres más reconfortantes y más dignos. La historia de este país es un vestido incómodo, hecho con materiales urticantes y venenosos, que todos se quieren quitar de encima. Podría narrarla como una salmodia, eso es, como una salmodia. Y no la estaría traicionando: Por aquí han pasado hombres cobrizos desnudos, con la cara pintada o cubierta con máscaras de oro, armados con flechas y lanzas que perseguían con un lento pasitrote a otros hombres cobrizos de caras pintadas y armados con flechas y lanzas que huían con un parsimonioso pasitrote. Alrededor de la ceiba quedaban esparcidos, secándose al sol como odres vacíos, hinchándose con las lluvias, algunos cadáveres que comenzaban a adquirir ese irritante matiz tornasolado característico de la descomposición. Sí:
Por aquí han pasado hombres desteñidos, blancos, como untados de harina de maíz, de barbas largas, forrados en armaduras de lata que el sol del trópico convertía en saunas ambulantes, montados en caballos al trote, que perseguían con sus espadas y sus armas de trueno a hombres cobrizos desnudos con la cara pintada o cubierta con máscaras de oro, que tiraban junto al tronco de mi ceiba sus lanzas y sus flechas al huir. Alrededor de la ceiba se amontonaban los cadáveres de los hombres cobrizos con las nalgas al aire y de uno que otro hombre embutido en sus hirvientes latas, asados al vapor, con las panzas infladas, expulsando los gases venenosos de la licuefacción. Y tres siglos más tarde pasaron con la certidumbre de su superioridad engarzada en sus bayonetas los ejércitos de la reconquista, borrachos con el brillo de sus medallas y sus almirantazgos, fusilando a todo el que supiera leer y escribir, como si su propósito fuera borrar la minúscula tasa de alfabetismo que se había colado subversiva en estas tierras. Delante de ellos o detrás o al lado desfilaron con sus mosquetes oxidados y sus lanzas manejadas por montoneras de jinetes descalzos, calentando debajo de sus ruanas de lana el odio a los impuestos imperiales, los ejércitos libertadores. Harán lo mismo, se ensartarán con sus lanzas, se perforarán con sus mosquetes, amontonarán cadáveres alrededor de mi ceiba, gritarán su dolor, derramarán sus sangres enemigas y exhalarán angustiados el ánima por sus bocas abiertas como flores rojas.
Y sí:
Por aquí han pasado innúmeras veces valientes bandoleros con banderas azules que persiguen heroicamente a valientes bandoleros con banderas rojas que corren en desbandada. Quieren sacarles las tripas, siempre quieren sacarles las tripas a los otros, y colgarlas de las ramas bajas de los árboles como adornos de Navidad o como nudos de serpientes azules. Otras veces han desfilado valerosos bandoleros con banderas rojas que persiguen heroicamente a valerosos bandoleros con banderas azules para cortarles el cuello: siempre quieren cortarles el cuello a los otros, y sacar por las gargantas sus lenguas a manera de corbata para que la muerte los encuentre vestidos de gala. Y un día se cansaron los valientes bandoleros de bandera roja y de bandera azul de matarse entre ellos y decidieron perseguir a campesinos y civiles desarmados. Esta cacería resultó menos peligrosa para ellos y por aquí han pasado valientes bandoleros de bandera roja y de bandera azul persiguiendo a campesinos y civiles desarmados que caían muertos que daba gusto y por montones como guayabas maduras cuando se agita el árbol. Por entonces la hedentina comenzó a afectarme los pulmones y me volví propenso a las gripes, la tos me rompió las cuerdas bucales con cada cambio de clima.
Por aquí han pasado también hombres blancos y negros y de pelos amarillos llevando en sus muías bultos de un polvo blanco que no es harina de maíz y que no sirve para pintarse la cara sino para sentarse debajo de mi ceiba a sorber como si en ello les fuera la vida, como si en cada raya sorbieran a Dios. Detrás de ellos pasan otros persiguiéndolos, negros, blancos, rubios de otras tierras. Y nuevamente el cargamento de muertos, la putrefacción, el horror cotidiano, tedioso, predecible, monótono. Y la fetidez que se aposenta en el aire sólido del verano, bajo mi ceiba, y me ahoga. Cada vez más, entre más me aproximo al presente, más, sí, más:
Por aquí han pasado hombres vestidos de camuflaje con armas automáticas, granadas de fragmentación, colocando minas quiebrapatas en las confluencias de los caminos y haciéndose llamar hombres de la guerra persiguiendo a otros hombres vestidos de camuflaje con armas automáticas, granadas de fragmentación, colocando minas quiebrapatas en los caminos y haciéndose llamar también hombres de la guerra persiguiendo a hombres vestidos de camuflaje con armas automáticas, granadas de fragmentación, colocando minas quiebrapatas en las orillas de los caminos y los cruces de los ríos y haciéndose llamar hombres de la guerra. Hasta que un día, cansados de este trajín en que arriesgaban sus vidas, cambiaron de táctica y se dedicaron a perseguir campesinos y civiles inermes y es de admirar la manera como creció la cantidad de muertos. Hasta alcanzaron los habilidosos hombres de la guerra el campeonato mundial de muertes violentas, hecho que celebraron con grandes borracheras, bailes y tiros al aire. Pero a mí me tiene enfermo el olor de los muertos amontonados debajo de mi ceiba. Los muertos son innumerables, el dolor es innumerable, el miedo es innumerable, la soledad es innumerable. Toda esa podrida soledad debajo de mi ceiba. Los hombres de la guerra no parecen tener respeto por el aire que respiramos.
¿El aire? El aire:
El aire se ha vuelto francamente insano, cargado de miasmas, fermentado y pantanoso, cauchoso como una brea, y estoy gravemente enfermo de los pulmones y del alma. Sin embargo no dejo de preguntarme ¿para qué sirve tanta rapidez, tanta actividad, tanta viveza, si siempre terminan, de día y de noche, acogotados por la soledad? ¿Será por eso que corren y corren unos detrás de otros, para salir rápidamente de la historia en que están empantanados como en una arena movediza?
Pero no sólo de muertes habla esta historia.
También habla de la vida maltrecha y de la vida a secas.
De la clase de hombres en que este maloliente trasegar bélico nos ha convertido.
LECCIÓN DE HISTORIA PATRIA
Comenzado el siglo XX, terminada la Guerra de los Mil Días (guerra que operó como una aceitada bisagra entre los dos siglos, aunque ¿no sería más apropiado decir: como una mariposa de sangre?) y expirado el tiempo de su mandato, Faraón Angola, el presidente del país, dedicó la noche a pensar el discurso de entrega del poder ante el congreso. Pensó primero en su elegante sacoleva importado de Inglaterra, en la tricolor banda presidencial primorosamente tejida por las monjitas mercedarias, en que todavía le quedaba un poco de agua de colonia para después de la afeitada, en que era cada vez más difícil ocultar la calvicie. Y una vez reflexionados estos asuntos de imagen se sentó en el despacho presidencial y comenzó a escribir su discurso. Hizo alusión a la crueldad de la guerra, a la incalculable pérdida de vidas humanas, a la precaria situación en que quedaba el erario público, al lamentable atraso en la construcción del ferrocarril. Pero después el presidente creyó necesario poner énfasis en un aspecto positivo de la confrontación bélica: la manera transparente y patriótica como la guerra civil, con el sacrificio de sólo quinientos mil hombres, había dejado en claro el disputado asunto de la existencia de Dios. Para eso sirven las guerras. Para saber que Dios existe. Corrigió meticulosamente los asuntos gramaticales en los que era muy ducho: lo que importa no es lo que uno diga sino decirlo correctamente. Y ya al amanecer, pensó en la necesidad de una frase brillante, una verdadera lección de historia patria, que explicara la pérdida de Panamá a manos de Estados Unidos. Miró por la ventana del despacho los primeros rayos del sol que iluminaban los tejados húmedos de rocío y se sentó entusiasmado. Escribió: vosotros y la historia me honraréis pues al comenzar mi mandato recibí una patria y al transmitir democráticamente el mando a mi sucesor le entrego dos.
PAÍS TULLIDO
Art Kunst, delegado de un país nórdico pulcramente honesto, al congreso mundial de lucha contra la corrupción, le preguntó al detective Faraón Angola, su colega, cómo podría mostrar la naturaleza de la corrupción de la administración pública en este país del trópico, considerado uno de los tres países más corruptos del mundo. Angola lo invitó a un corto viaje a una montaña que domina el abierto paisaje de una roja llanura desértica. Se detuvieron bajo la sombra de una ceiba desde cuya copa los observaba un perezoso con sus quietos ojos rosados. Allí, mientras observaban la transparente profundidad del horizonte, le preguntó:
¿Ve esos dos prósperos pueblos que están como a cinco kilómetros de distancia?
No, dijo Kunst, no veo ningún pueblo.
¿Ve la moderna avenida de seis carriles que los une?
No, respondió Kunst.
Pues en mi oficina tengo papeles oficiales que comprueban que esa supercarretera ha sido construida doce veces. Le puedo mostrar comprobantes legalizados de los gastos.
¿Ve esa zona franca de cuarenta kilómetros cuadrados con edificios y bodegas para la producción y exportación?
No, respondió Art Kunst, nada veo.
Pues los egresos de los institutos de fomento del Estado prueban que ha sido construida cinco veces.
¿Ve ese hospital moderno, dotado de lo último en tecnología médica, rodeado de arboledas y jardines a donde acuden los habitantes de los dos poblados? Ha sido construido diez veces.
¿Ve ese centro de investigaciones científicas sobre la bio–diversidad en la que ocupamos el quinto puesto en el mundo? Pues ha sido construido tres veces según demuestran los dineros públicos invertidos.
¿Ve esa universidad que educa a los hijos de los trabajadores de toda la zona? ¿Ve las escuelas, los polideportivos? Pues han sido construidos ocho veces.
¿Ve los buses que transportan los cuatrocientos mil empleados de los dos poblados que trabajan en hospitales, escuelas, fábricas? ¿Ve las caras de satisfacción, de prosperidad, de sus gentes?
No —respondió Art Kunst, sorprendido por este excesivo acto de imaginación tropical— sólo veo una columna del ejército que practica maniobras.
No, dijo con un hilo de voz Faraón Angola, son facciones de los hombres de la guerra que se aprestan a destruir por sexta vez los dos pueblos que debían estar allí, eso es lo que ve.
Lo que he intentado decirle, querido amigo, es que la corrupción representa la pérdida del país que pudiéramos tener, ese país imaginario que hubiéramos podido construir varias veces y que estoy sacando a la luz con los documentos de la corrupción. Tengo mapas de este país fantasma, planos, maquetas, de lo que podríamos ser y no somos. Venga usted, en el furgón del carro llevo el mapa completo del país, somos un país industrial en forma, he maquetado zona por zona, detalladamente, pero no se asuste, voy a mostrarle solamente la maqueta de la roja zona desértica que acaba de mirar; fíjese en las elegantes construcciones donde viven los trabajadores, en los iluminados parques con sus atracciones gratuitas, en las fábricas, en las escuelas de alta calidad para todos sin distingos de clase y en sus maestros democráticos y sabios, fíjese en los hospitales que velan por la salud de todos, fíjese en la limpieza de las calles, en el pleno empleo, pero sobre todo fíjese en los rostros de felicidad, en la risa de los niños. Ese país hermoso y dinámico es lo que nos ha robado la corrupción. El otro país, el que usted sí vio y que llamó maniobras militares, ese es el país que tenemos, el que realmente ha construido la corrupción. Un país tullido, querido Art. ¿He respondido su pregunta?
ÉLITES MODERNAS
Los veinte directivos de altas finanzas, en frac riguroso ellos y ellas en largos vestidos negros con perlas y esmeraldas en el pecho, toman whisky en las rocas y se sirven distraídamente lonchitas de salmón ahumado. Arde la chimenea. Por los ventanales del penthouse se ve la ciudad apeñuscada sobre sí misma como un animal que respira con dificultad en la fría noche interandina. Observan la ciudad y conversan sobre el déficit fiscal, la crisis bancaria, la deuda externa y los costos de la guerra. Cuadros de pintores coloniales en elaborados marcos dorados y pinturas abstractas, obras de arte conceptual, adornan la sala. Y entre los cuadros y los financistas permanecen estáticos o se mueven con lentitud doce modelos de ambos sexos. Algunos, Luis y el Padre Falla, están en traje de calle; otros, dos profesores de barbas incivilizadas, en exclusivas vestimentas deportivas: uno, Faraón Angola, parece que estuviera de safari en el África; un par de niñas, Olivia y Micaela, en vestidos de baño de dos piezas, descalzas. Una de las modelos, Manuela, lleva una larga falda negra de seda y camina torsidesnuda con una guitarra en las manos. Un muchacho y una muchacha, Genoveva y Federico, altos y rubios, conversan desnudos, con copas de coñac en las manos. Pedro, va vestido de monaguillo turiferario y esparce aroma de palo de rosa entre los asistentes. Los modelos no hablan con los financistas. De vez en cuando intercambian cortas palabras entre ellos. Los invitados hacen como si los modelos no existieran, como si fueran seres irreales, seres cuya corporeidad no se puede aceptar. Como el país, dice en voz baja el modelo que va de safari y pone el vaso de whisky sobre el piano. Son adornos, esculturas, maniquíes, elementos del mobiliario con los que a veces chocan desagradablemente. Pretenden que no escuchan, no miran, no son. Cuando, cerca del amanecer, los invitados se van, los modelos cambian los disfraces por su ropa cotidiana, reciben de manos de la dueña de casa el pago de sus servicios y se dirigen hacia las pasarelas de otras casas igualmente sofisticadas.
LA ROSA DE LOS VIENTOS
Amanece. Un sol pálido, tamizado por las nubes bajas de octubre, entibia el aire y comienza a evaporar el rocío. El clima es afectuoso, dulcificado por el perfume de las flores que rodean la casa. Los cuatro amigos han desayunado. Salen del comedor y se encuentran en el jardín. Han venido a conversar, a aclararse. Hay explicaciones que dar y que recibir. Dolorosas decisiones que tomar. El camino que rodea la casa de campo está cubierto por una gravilla menuda y gris, resbaladiza. Los pies de los cuatro amigos, dos hombres y dos mujeres de aproximadamente la misma edad, la edad que Dante llama la mitad del camino de la vida, hacen un ruido sordo y lento sobre la gravilla.
Después de las primeras vueltas alrededor de la casa, inseguras y precavidas, de observar minuciosamente si los han seguido, de establecer las reglas de la conversación, se separan. Faraón y Micaela caminan juntos en una dirección. Federico y Genoveva en otra. Conversan y se agitan como si hablaran de cosas definitivas. Afirman y niegan, dudan. Saben también caminar en silencio, a la espera, preparándose. Hacia el mediodía, antes de tomar alimentos, al pasar por la zona sembrada de rosas, se intercambian: Micaela va con Federico y Faraón con Genoveva. Caminan en direcciones opuestas. Mueven los brazos, gesticulan con violencia. Da la impresión de que alzan la voz. Cruzan los brazos en la espalda como quien teme recordar sus propias acciones.
El pensamiento los unía pero las acciones los han llevado por caminos opuestos. Guardan silencio cuando se encuentran con los que vienen en dirección contraria. Hay preguntas en sus ojos, tal vez medias verdades sobre las organizaciones políticas o económicas, legales o ilegales a las que pertenecen. Y sobre el amor. Sobre el amor entre ellos. El sol cae en línea recta sobre sus cabezas. Cuando sus cuerpos no crean sombra en la gravilla suspenden la conversación.
Se reúnen en la puerta de la casa y pasan al comedor. Hacen una tregua, ríen, beben vino, se abrazan, se miran con la facilidad de los viejos afectos, como en otros tiempos más dados a la amistad y el romance sin la interferencia de las ideologías o de la apremiante necesidad de poder. Más tarde, después de una prolongada siesta en que hacen el amor cada hombre con una mujer primero y después con la otra, y cada hombre con el otro y cada mujer con la otra, bajan, bañados y vestidos, al salón a disfrutar el calor de la chimenea y el café oscuro y áspero que se cultiva en esas montañas y, cuando han terminado el café, salen de nuevo al camino de gravilla.
Al encontrarse en la zona de los cactus Faraón y Federico caminan juntos, se miran con rostro adusto, parece que argumentan con crueldad. Hay gestos masculinos como golpes de espada. Un duelo a muerte en el atardecer, entre flores, con las montañas negras, vestidas de niebla, como telón de fondo. Micaela y Genoveva, en cambio, sonríen, aunque sus sonrisas lucen malévolas, cargadas de oprobios. Sus cabelleras, negras ambas, se agitan como armas mortales. De tanto en tanto se abrazan, se acarician. Vuelven a ser las de siempre. Pero afloran los reclamos como pequeñas venas que agrietan los rostros. La acción los ha llevado a pensar de manera diferente, casi opuesta. Ahora no se encuentran a gusto ni en el pensamiento ni en la acción. Tampoco en el afecto.
El sol cae en la línea del horizonte como un herrumbroso disco de hierro. Los cuatro amigos se encuentran junto al montículo de margaritas japonesas. Se detienen, se abrazan al tiempo los cuatro, cambian palabras, arman gestos cortados a tajo. Toman el último café. Se agrupan nuevamente y se abrazan en un abrazo desesperado que es al tiempo afecto y desapego, acusación, autocastigo. Súbitamente se sueltan del abrazo y parten con airada premura en una dirección diferente: Federico hacia el Norte, Micaela hacia el Sur, Genoveva hacia el Este y Faraón hacia el Oeste. En el horizonte el amarillo y el negro tejen el nacimiento de un crepúsculo andino. La noche cobija las montañas y la casa de campo. En la chimenea aún arde el fuego.
«El presente relato es un fragmento del libro «Faraón Angola» de Ediciones B. Fue Mención de Honor en el Premio Casa de Las Américas de Cuba».
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* Rodrigo Parra Sandoval nació en Trujillo (Valle, Colombia) en 1938. Estudió sociología en la Universidad Nacional. Realizó un Máster de Ciencias en Sociología Rural en la Universidad de Wisconsin (EE UU). En 1978 inicia su carrera literaria con «El Álbum secreto del Sagrado Corazón». En 1996 publica «Tarzán y el filósofo desnudo». En 2002 publica «El Don Juan» que recibió el Premio Nacional de Novela, y en 2001 «El museo de lo inútil», editado por Ediciones B (Colección Bruguera). Dos hechos marcan su escritura: la experimentación y una voraz crítica a las costumbres ortodoxas de un país parroquial.