DE CÓMO LLEGUÉ A ESCRIBIR UNA NOVELA DE ESPÍAS
Por Ramón Illán Bacca*
El poeta y escritor, ya desaparecido, Jorge García Usta, me preguntó alguna vez: «¿Cuáles serían los elementos a considerar en la génesis de la producción literaria de un escritor que se había quedado viviendo en la costa?». La respuesta se diluyó porque los dulces árabes que en ese momento degustábamos, nos hicieron cambiar de conversación y por último reconocí que mi paladar no tenía tradición árabe, pero sí mora como todos los hijos de la conquista.
Después cavilando he pensado si el nacer frente a una bahía prodigiosa, la de Santa Marta, me condicionó. En realidad me siento un escritor sin connotaciones locales que escribe en español, pero los temas, no lo niego, son reiterativos y los espacios geográficos donde se desenvuelven son en la costa Caribe colombiana.
«El mar, el mar, sin cesar empezando» dijo Paul Valéry. Sin embargo, era un tanto sorprendente para mis ojos infantiles, que el baño de mar fuera tan restringido. Las mujeres de la familia ni la de ninguno de mis amigos se bañaban conmigo en el mar. Más aún, el sol y el mar eran los enemigos naturales de algo muy alabado por los poetas y muy considerado por todos: La belleza alabastrina. «Sé blanca y sé triste/ lo demás no importa/» decía el poeta Barreneche, una gloria local, en las coronaciones de las reinas cívicas. Fieles a ese mandato las muchachas de clase media y alta no se dejaban ver sino a partir de las cinco de las tarde en el camellón portando sombrillas. Con los brazos entrelazados cantaban «Vereda Tropical» mientras lanzaban miradas coquetas a los contertulios del «Park Hotel». Algunas usaban aquellos peinados de ondas ascendentes en el cabello. A la que más se destacaba, blanca lechosa y de un bucle y otro, y otro, en ascenso la bautizaron «Mar de leva». Por eso cuando apareció aquella muchacha, que leía revistas gringas y que salía en bata de baño dos cuadras antes de la playa, pasaba frente al palacio episcopal y se daba largos baños de mar y de sol bronceándose, la ciudad no soportó la transgresión. La bautizaron «diablito frito» «brudubudura» (por una crema bronceadora) y una silbatina la acompañaba a su paso.
Una digresión no necesaria pero que quiero hacer. Cuando me presentaron en enero de 2006 a García Márquez y le dijeron que yo era la persona que había escrito un artículo titulado «De cómo no he llegado a conocer a García Márquez», me contestó un «Pues ya te jodiste» y poco después en el transcurso de las pocas palabras que cruzamos agregó: «Yo conocí a Diablito frito».
He escrito sobre la guerra submarina en el Caribe con frecuencia, pues es algo que llenó mi infancia. El primer indicio, para mí, de la guerra fue un dirigible (los mayores todavía lo llamaban zeppelín) que sobrevoló la bahía de Santa Marta en una tarde, gris como todas las tardes de la guerra. Los que lo vieron lanzaron conjeturas. «Sale del canal de Panamá y llega al cabo de la Vela para avistar a los submarinos nazis» dijo, en forma sentenciosa mi tío Nicolás, quien había hecho unos estudios en Lovaina de algo, que nunca se aclaró del todo, pero que con su indiscutible maestría en bailar tango, danzón y foxtrot, lo hacía ser una persona muy escuchada. Después las emisiones de la BBC de Londres con los tres toques de la quinta sinfonía de Beethoven la llamada «del Destino» y con un inmenso radio dando noticias, condicionaron la infancia de mi generación.
¿Por qué no hay manzanas? ¿Por qué no hay uvas pasas? ¿Por qué no me compran un velocípedo? Y la respuesta siempre era «Por la guerra, hijo, por la guerra». Una noche y mientras se representaba «La toma de Granada», una obra teatral de Antonio Álvarez Lleras en el Colegio de la Presentación, se oyó un ruido de un avión que pasaba volando bajito sobre el patio. Alguien gritó: «Es un avión alemán». Hubo una estampida general y el castillo de cartón se cayó antes de ser tomado por los reyes católicos y la reina Isabel cayó en las piernas del obispo y éste famoso por su mal genio gritó: «María Poussepin no llegarás a ser santa». Desconozco si se ha cumplido su afirmación.
Otra vez mi tío Nicolás, fue el oráculo, pues afirmó que el radio de acción de un Messerschmitt no daba para atravesar el océano. Muchos años después en mi cuento «La apoteosis de Marí Puspán», publicado en el libro Marihuana para Göering, recreo este episodio, que posteriormente pasó a ser un capítulo de Deborah Kruel.
Fue muy comentado en las sobremesas de mi casa el hundimiento de un submarino alemán por uno de nuestros barcos de guerra. El submarino dejó una estela de aceite, demostración irrefutable de que estaba hundido. «Brillante victoria de la marina colombiana, hundido un submarino nazi por el ARC Caldas en el mar Caribe», decía El Tiempo el Viernes 21 de Marzo de 1944. Posteriormente nuestros marinos hicieron una entrada triunfal a la plaza principal de Cartagena. Los datos están recreados en el libro Colombia nazi de Silva Galvis y Alberto Donadío. Sin embargo, en algún recorte de periódico, con fecha septiembre 13 de 1984, el prominente historiador naval alemán Jürgen Rohher, señalaba que el último submarino alemán que operó en el Caribe lo hizo a finales del 43 y a principios del 44, lo que da paso a múltiples dudas sobre nuestra hazaña marina. Pero yo prefiero creerle al tío Nicolás y no al historiador Rohher. Además, según el escritor Carlos Flores, el Caldas era un barco inglés que alguna vez había pertenecido a la armada de Portugal y vendido después a nuestro país. Por eso las instrucciones para el lanzamiento de las bombas de profundidad estaban en portugués. Doble hazaña de nuestros marineros.
Todo este Caribe secreto pareció terminarse cuando los gringos de la Yunai, las mujeres belgas con sus maridos colombianos, un judío alemán o polaco que portaba una bandera de la «Unión Soviética» —pues él sólo constituía el comité de ayuda a la «URSS»— mas una multitud heterogénea, desfilaron por el camellón celebrando ruidosamente el fin de la guerra. Por los parlantes se transmitía el porro del momento:
Ya la guerra se acabó
Ya por fin llegó la paz
Ya el Japón se rindió
Con dos bombas nada más…
El Caribe volvía a tornarse en un mar para comerciar y bañarse y para que los jóvenes que fumaban marihuana, traída de la Sierra Nevada, fueran a sentarse a la playa y mirar hacia el norte pues allá estaba: «La Habana, hermano, la Habana…»
LA INFLUENCIA CUBANA
Durante mi adolescencia en los años cincuenta, iba a la peluquería de Paco, el cubano, donde se encontraban rimeros de revistas cubanas; Bohemia, Carteles, y Vanidades. La revista Cromos solo circulaba en las peluquerías del interior del país. Las radiodifusoras de la Habana eran las escuchadas, los dichos cubanos eran los que circulaban.
Sus grandes orquestas eran las que nos visitaban, sus radionovelas eran las escuchadas como «El derecho de nacer» y la serie de Chang Li Po, el detective chino radicado en la Habana que decía en su tema musical los siguientes versos:
Chang Li Po, Chang Li Po
Por una linda cubana
En la Habana se quedó
Chang Li Po, Chang Li Po,
La moda incluía, en los estratos populares, el tacón cubano; y la guayabera con corbatín, era frecuente en los estratos medios y altos. Todo establecía un agudo contraste con el mundo andino. La presencia cubana en esos años cincuenta es un punto que no ha sido estudiado detenidamente y que indica que en este litoral, lo que teníamos claro es que éramos del mismo mar.
Pero adonde va esta crónica nostálgica, es a esa nueva visión de la guerra que nos daban las revistas cubanas en las que las memorias de los espías aliados y los del Eje constituían parte esencial de su popularidad. El Caribe aparecía como un lago donde las tripulaciones de submarinos nazis, desembarcaban en las playas alejadas (entre nosotros la Guajira) y comerciaban combustible y provisiones con los contrabandistas locales. Años después y al escribir Deborah Kruel —que insisto, es una novela calificada como de espionaje pero que es en realidad un cotilleo samario con el telón de fondo de la segunda guerra mundial— solicité a Eduardo Posada Carbó, que estudiaba historia en Oxford, que me enviara material sobre esa guerra submarina y secreta que se dio en el Caribe. Me lo envió dos años después de mi petición y ya había terminado la novela y la parte fuerte de espionaje la titulé «La operación pelícano», en la que me agarré a un dato suelto de «Carteles» en la que hablaba muy someramente de los aviones alemanes que debían sobrevolar y bombardear el dique de Gatúm y así poner fuera de servicio al canal de Panamá.
Aún así, y ya terminada la novela, me interesó el escrito que me había enviado Posada y que era un informe para el Departamento de Estado hecho por el vicecónsul norteamericano Terry B. Sanders que había sido comisionado en 1941 para que diera un vistazo por la Guajira.
A pesar de su prosa árida, lo que se nos revela es la complicidad de algunos políticos y gamonales con los embarques de provisiones a los Nazis. Es interesante ver cómo los militares reputados como pro–nazis, después ocuparon altos cargos en los gobiernos posteriores y uno de los comandantes de un puesto perdido en la Alta Guajira, el coronel Forero, promovió después en 1957 un golpe de estado fallido.
De este coronel, teniente para esa época, el informe dice que una de las pruebas de su nazismo era su pluma fuente con una esvástica. El documento, clasificaba las simpatías nazis o pro–británicas de los funcionarios, pero a veces el cónsul perdía la contención de su prosa oficial y se desbocaba contando las situaciones de suspenso en las calles solitarias de Riohacha, donde él veía tras las esquinas, espías y contraespías como en cualquier película de la época.
En estas series de indagaciones, en una ida a Riohacha, oí a los vecinos de larga memoria cómo en junio de 1942 se había dado el hundimiento de un mercante americano por los submarinos nazis que lo acosaban como lobos feroces (por algo se llamaban los lobos de mar). El capitán de la policía, en la única medida a su alcance, ordenó apagar todas las luces o sea, los pocos bombillos somnolientos, las lámparas «Primus» de gasolina, las velas encendidas de las habitaciones y los cirios de la iglesia. Al día siguiente se apresó a los alemanes Eikoff y Malher dueños de un almacén de miscelánea con su fuerte en clavos y cemento. Se les deportó y se incautaron los bienes. Se afirmó que el juego de luces era la señal para que los submarinos entraran en acción «¿Cuáles luces? si desde que llegamos no hemos vivido sino en un solo apagón» era la respuesta perpleja de los acusados.
Los Eikoff, eran la bestia negra del vicecónsul norteamericano, que los acusaba de enviar ganado robado a los Estados Unidos de América. En su informe número 2 el norteamericano está cada vez más furioso porque en la aduana se pone la simple frase: «Destino de las mercancías: Altamar» («Así no se puede» se le escapa en algún momento en el informe).
Este escrito me confirmó que en mi capítulo «no se me había ido la mano», como se dice coloquialmente.
También tuve que parar los caballos porque tal como iban las cosas terminaría escribiendo algo así como «Los capítulos que se me olvidaron en Deborah Kruel» o un Diario de la novela, porque cuando no escribo las cosas, escribo el por qué no lo hice. A veces son más largos esos textos que la idea primitiva.
Mientras pensaba en escribir esa novela con un Caribe de espías —obra de la que hablé durante veinte años antes de escribir la primera sílaba—, el cine y sus mujeres misteriosas, «las vampiresas» nuestras, me surtieron de imágenes para configurar la Deborah, espía que pugnaba por salir. Las motivaciones incomprensibles del eterno femenino de pronto se me revelaban en una frase. En una película española «Una mujer cualquiera…» con María Félix, al ser preguntada «¿Por qué te fuiste con él si sabías que iba a traicionarte?» ella contesta, mientras alza la ceja y dice con su voz ronca, «Tú no puedes saber…son cosas de mujer…»
Esta fue una de las setecientas películas mejicanas que vi en Fonseca, durante los dos años en que estuve como juez promiscuo municipal. Es obvio que las fuentes para escribir Deborah Kruel fueron, los folletos de espionaje de las revistas cubanas, dramones mexicanos, las canciones de moda y el cotorreo parroquial, todo con un fondo de mar Caribe.
Decidí que escribiría esa novela y que me informaría bastante. Leí mucho y hubo un momento en que estaba sobresaturado de información. Me pregunté: «Pero ¿por qué estoy zambullido en la Segunda Guerra Mundial si lo que tengo que escribir es simplemente de mi infancia samaria con la guerra como telón de fondo?».
LA IMPROBABLE DEBORAH
Se puede decir que la novela fue como un barco a punto de naufragar ante tantos escollos. A pesar de los muchos sobresaltos y la inseguridad que me producían, decidí escribirla. Le mezclé diligencias judiciales —porque aún era abogado en ejercicio—, frases de alguna lectura porque siempre apuntaba algo que me había llamado la atención, que había oído algo en la calle, algún dato histórico interesante, un pequeño apunte, alguna joya preciosa de alguna crónica que me había gustado y de la que yo hablaba con frecuencia.
Sin embargo, pasaba el tiempo y no escribía una sílaba, aunque en todas mis libretas encontraba apuntes como éste: «¡ojo, leer a Isis sin velo para idear a la pitonisa!». Esta situación siguió así hasta que un día me dijo Roberto Montes Mathieu: «Tu novela no se va a llamar Déborah Kruel sino La improbable Déborah».
Me dolió el comentario, pero tenía razón porque teniendo todo para hacer la historia, no me decidía.
Me pasaba lo mismo que con algunas películas que se anuncian en los cines de Barranquilla: dan cortos y avances pero se demoran hasta un año para llegar a exhibirse. Escribía cuentos y artículos que vislumbraban un tema más amplio, con mayor respiración, pero la novela no llegaba. En cierto momento estuve completamente enredado. Como quería hacer una novela con fondo histórico, pasaba horas en las hemerotecas indagando para sacar algún pequeño dato desechable, como las máquinas que remueven toneladas de tierra para sacar una pepita dorada. Ahí es cuando se comprueban las desventajas comparativas del que investiga en Barranquilla: no había una buena hemeroteca, ni un archivo fílmico bueno, ni una buena colección de fotografías. Ahora hay una leve mejoría Con la inmensa desventaja de no tener mucho en dónde buscar. En ese año del 85 me puse a escarbar y encontré algunos datos para el caso Mamatoco y sobre el hundimiento de un barco alemán en las costas de la Guajira. De pronto y por casualidad, leí en El Tiempo una nota que se llamaba «Datos Históricos» sobre los alemanes en Colombia, y ahí estaba todo lo que me había costado tantos meses de rastreo. Lo publicaron en un dominical cualquiera sin hacer alarde porque esos datos lo tenían a la mano.
Nunca me faltaron sobresaltos. Estuve durante semanas cortejando a una vieja alemana neurótica e hipersensible, con el fin de sacarle alguna información.
Mantuve la diplomacia con ella para lograr mi objetivo, pero cuando estaba cerca del tesoro; me decía: «puedo mostrarle unas fotos que le van a interesar pero no sé si debo dárselas, vuelva el próximo sábado». Cuando estaba ya en un estado de felicidad y ansiedad, esperando que la mujer cediera finalmente, sale el libro titulado Colombia Nazi escrito por Silvia Galvis y Alberto Donadío, donde estaban todas las fotos de los nazis en Barranquilla y la información pertinente. Todo lo que la señora me iba a decir ya estaba publicado. El asunto fue que, por un instante, me sentí ahogado y me dije: «¿Ahora que hago?». En esos días llegó el escritor R. H. Moreno Durán a Barranquilla y me dijo: «Me ha dicho Germán (Vargas Cantillo) que estás escribiendo una novela sobre los alemanes en el Caribe, pero sucede que ya Sergio Pitol (un escritor mejicano) escribió El desfile del amor que trata sobre el mismo caso, la guerra en el Caribe».
La nueva preocupación ahora, además del desánimo que me trajo, fue cómo conseguirme la novela de Pitol para ver de qué se trataba. Al fin Germán Vargas, que era un buen amigo, llegó de un viaje y me trajo El desfile del amor. Lo leí con avidez, pero afortunadamente no tenía nada que ver con lo que yo estaba haciendo. Lo que ocurre en Ciudad de México y lo que ocurre en nuestra costa Caribe son cosas diferentes, pues en dos sociedades tan distintas, un mismo hecho produce resultados igualmente distintos.
Cuando al fin terminé la novela, el sobresalto llegó de donde menos lo esperaba. Se la entregué a un amigo que me dijo: «Tienes que pasarla en computadora». En esa época la computadora era una novedad, estoy hablando del 87. Este amigo tuvo la novela un mes en su poder y no me la pasó. Después nadie sabía dónde estaba el mamotreto, dónde estaba la novela. Allí trabajaban como tres o cuatro personas y nadie sabía de nada, todo el mundo le echaba la culpa al otro. Al fin por un milagro y después de dos semanas apareció dentro de un fólder que iban a botar. La rescaté y se la entregué a una secretaria de nombre Colombia. Le dije: «Hazme el favor, te voy a pagar, pásame esta novela». Cuando estaba por la mitad me la devolvió y me dijo: «No voy a perder más el tiempo, págueme los once mil pesos que me debe y le entrego esto». Entonces cogí la novela y se la di a un par de amigas y les pedí el favor de que me la pasaran. Cuando me la entregaron empecé a revisarla y encontré que un personaje que en la primera parte se llamaba Colombia, en la segunda parte se llamaba Francia Travecedo. Fui adonde Colombia y le pregunté: «Cuando tú me transcribiste esto ¿qué pasó?». Me respondió: «Es que usted está empleando el nombre de Colombia para uno de sus personajes y yo no tengo ningún interés en que salga mi nombre en su novela». Quedé mudo.
Lo malo es que alguna gente de mi generación está leyendo la novela como si tuviera claves y se la pasan buscando parecidos todo el tiempo. Así, me encontré con un médico en Barranquilla y me dijo: «Pero esa Mona Navarro en realidad es Raquelita Pereira». «Pero ¿quién es esa Raquelita?», pregunté. «Esa que tengo aquí (y me mostró una foto), tú te inspiraste en ella». «Lo siento —le dije— pero yo no conozco a Raquelita, no me pude inspirar en ella». Afortunadamente, he encontrado que la gente que la lee en el interior del país o mis alumnos que la leen en Barranquilla, que tienen 18 años y ningún referente al respecto, lo hacen como debe leerse y les gusta o no les gusta, sin buscar su correspondencia con personas reales.
UN CONCURSO BIZARRO
Después de tantas dificultades, mandé Deborah Kruel a un concurso de Plaza y Janés. Tenía ciertas correcciones: había tenido que tachar y poner en lápiz el otro nombre y eso es malísimo porque si hay algo que los jurados detestan es que les hagan correcciones encima de los textos que les mandan. Lo sé porque yo también he sido jurado. Como al mes después de haberla mandado al concurso, cuando ya iban a dar el fallo, no tenía muchas ilusiones. De pronto me enviaron un telegrama que decía: «sírvase reclamar el pasaje para que venga a Bogotá». Me dije: «Si me envían el pasaje es que mínimo estoy de finalista».
Cuando llegué a Bogotá, se me había olvidado exactamente a dónde era que tenía que ir, llegué a Plaza y Janés. Allí me dijeron: «No señor, no es aquí la ceremonia sino en el hotel Hilton». Corrí con mi maleta hasta el Hilton, nadie me dio razón. Me preguntaba: «¿Qué hago en Bogotá con tan poca plata? ¿Qué voy a hacer?». Desesperado llamé a algunos amigos a ver quién me daba alojamiento, nadie respondía. Me decía: «¿Cómo es posible que me esté pasando esto?». Hasta que reconocí en un transeúnte al gerente de Plaza y Janés que iba para el hotel, corrí y me presenté. Me dijo: «Creíamos que usted no venía. Usted tiene una reserva en este hotel». Regresé, me bañé en la tina, bajé oloroso a agua de colonia y optimista a observar los resultados. Entonces empezaron a anunciarlos. Era por puntos y salí de cuarto. «Bueno, no está mal», me dije. Después salió la tercera escogida. Era una novela que se llamaba Ily Imy Iwy. El título me pareció horrendo.
El asunto era que el título estaba en inglés y significaba I love you, I miss you, I wish you. Después tuvieron que cambiar el título por el anodino de Esposa o amante. Cuando le entregaron el cheque del premio, la autora se levantó y empezó a dar los agradecimientos: «Agradezco porque ésta es la primera vez que una mujer se hace presente en la novela colombiana…» Al lado mío estaba Lucy Barco de Valderrama, que había ganado diez años antes con la novela titulada La picúa se va, el Premio Esso de Novela.
Doña Lucy se iba a levantar a protestar y a señalar que la otra no era la primera mujer premiada en concursos de novela sino que había sido ella, pero los familiares no la dejaron. Yo estaba divertidísimo y disfruté el momento. El segundo premio fue para una novela que se llamaba Largo ha sido este día de un poeta natural de Ciénaga, José Manuel Crespo que vive en Bogotá, y el primer premio fue para Tomás González con Para antes del olvido. Esa novela sí me gustó. Pero creo que Déborah Kruel, merecía mejor suerte en ese concurso. Después con el paso del tiempo esta novela caminó sola, con buena crítica y malas ventas. Parece que llegará a ser «una novela de estimación» (una mala traducción de la frase en francés), algo es algo.
Entrevista con Ramón Illán Bacca. Cortesía de novelanegracol. Pulse para ver el video:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=dShTsOSWOqM[/youtube]
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* Ramón Illán Bacca es escritor colombiano. Nació en Santa Marta en 1938. Estudió en el Seminario de esta ciudad y es Bachiller del Liceo Celedón. Es Abogado de la Universidad Libre y fue Abogado de Baldíos en el Instituto Colombiano de la Reforma Agraria (INCORA). Desempeñó los cargos de Juez Municipal en Fonseca, El Piñón y Remolino y de Secretario Privado del Gobernador del Departamento del Magdalena. En el ejercicio profesional independiente ha sido abogado litigante. En la actualidad es profesor de la Universidad del Norte. Ha recibido los siguientes galardones literarios: Primer Premio III Concurso de Cuento del Instituto de Cultura del Magdalena (1979); Primer Premio Concurso de Cuento Regional Diario del Caribe (1981); Primer Premio Tercer Concurso Nacional de Novela Cámara de Comercio de Medellín (1995); Premio Simón Bolívar de Periodismo Cultural (2004).
Novelas: Disfrázate como quieras. Bogotá: Editorial Planeta Colombiana, 2002. 205 p.; Maracas en la ópera. Medellín: Fundación Cámara de Comercio de Medellín para la Investigación y la Cultura, 1996. 179 p.; Deborah Kruel. Bogotá: Plaza & Janes Editores, 1990. 190 p.
Cuentos: El espía inglés. Medellín: Fondo Editorial Universidad Eafit, 2001. 152 p.; Señora Tentación. Barranquilla: IM Editores, 1994. 134 p.; Tres para una mesa. Ciénaga: Ediciones La Cifra, 1991. 123 p.; Marihuana para Göering. Barranquilla: Lallemand Abramuck, 1981. 78 p.
Crónicas: Escribir en Barranquilla. Barranquilla: Ediciones Uninorte, 1998. 281 p.; Crónicas casi históricas. Barranquilla: Ediciones Uninorte, 1990. 140 p.
El Texto Deborah Kruel pertenece a la Colección de Narattiva/Novela Negra de Ediciones B.