TENGO
Por Haruki Murakami*
Antes de que se cierre la salida.
Después de cenar yakiniku, los cuatro habían ido a cantar a un bar con karaoke donde vaciaron una botella de whisky. Eran casi las diez de la noche cuando dieron por terminada su fiesta, modesta pero animada. Cuando salieron del local, Tengo acompañó a Adachi hasta el edificio en que vivía. La parada del autobús que llevaba a la estación se encontraba cerca del edificio, y las otras dos enfermeras lo habían empujado discretamente a que acompañara a Adachi. Los dos caminaron por las calles desiertas, uno al lado del otro, durante unos quince minutos.
—¡Tengo, Tengo, Tengo! —canturreó la enfermera Adachi—. Qué nombre más bonito… Tengo… Es tan fácil pronunciarlo…
Adachi había bebido bastante, pero como siempre tenía las mejillas sonrosadas, era difícil juzgar el grado de embriaguez sólo mirándole al rostro. Articulaba con claridad el final de las frases y no andaba con pasos vacilantes. No parecía borracha. Sin embargo, cada uno, cuando se emborracha, lo manifiesta a su modo.
—Pues a mí siempre me ha parecido un nombre raro —dijo Tengo.
—No tiene nada de raro. Tengo… Suena bien y es fácil de recordar. Sí señor, es un nombre estupendo.
—Por cierto, sé tu apellido, pero aún no me has dicho tu nombre. Aunque todas te llaman Kuu, ¿verdad?
—Kuu es un diminutivo. Me llamo Kumi Adachi. Un nombre bastante soso, ¿no crees?
—Kumi Adachi —probó a decir Tengo—. No está mal. Compacto y sin adornos superfluos.
—¡Vaya! —dijo Kumi Adachi—. Dicho así, parece que estés hablando de un Honda Civic.
—Era un piropo.
—Ya lo sé. Además, consumo poco… —bromeó, y le tomó de la mano—. ¿Te importa? Caminar juntos de la mano me relaja y, en cierto modo, me parece divertido.
—No me importa, claro que no —contestó Tengo.
Cuando Kumi Adachi lo cogió de la mano, se acordó de Aomame y del aula del colegio. El tacto era diferente. Pero, por alguna razón, tenían algo en común.
—Creo que estoy borracha —dijo Kumi Adachi.
—¿En serio?
—En serio.
Tengo se volvió para mirar el rostro de la enfermera y lo observó de perfil.
—Pues no pareces borracha.
—Porque no se me nota. Pero creo que estoy bastante borracha.
—Bueno, la verdad es que hemos pillado una buena cogorza.
—Es verdad. Hacía mucho que no bebía tanto.
—De vez en cuando no viene mal —dijo, repitiendo lo que le había dicho Tamura ese mismo día.
—Claro —dijo Kumi Adachi asintiendo con convicción—. Todo el mundo lo necesita de vez en cuando. Darse una buena comilona, tomarse unas copas, cantar a grito pelado y charlar de tonterías. A lo mejor tú también lo necesitabas. ¿A ti no te pasa que a veces, para escapar del engranaje, necesitas despejar la cabeza? Siempre se te ve tan tranquilo y serio…
Tengo reflexionó. ¿Había hecho algo para divertirse últimamente? No lo recordaba. Si no lo recordaba, seguramente querría decir que no. Tal vez lo que pasaba era que no solía sentir la necesidad de «escapar del engranaje».
[…]
—Oye, Tengo, ¿has probado el hachís?
—¿Hachís?
—Resina de cannabis.
Tengo aspiró el aire nocturno para luego exhalarlo.
—No, nunca.
—¿Te apetece probarlo? —sugirió Kumi Adachi—. Los dos juntos. Tengo en mi casa.
—¿Tienes hachís?
—Sí, ¿a que no te lo esperabas?
—Pues no —contestó Tengo sin demasiado entusiasmo. Aquella enfermera joven de mejillas sonrosadas y aspecto saludable, que vivía en un pequeño pueblo en la costa de Bo–so, escondía hachís en su piso.
Y ahora le proponía a Tengo fumarlo juntos. —¿De dónde lo has sacado? —preguntó.
—Una amiga de cuando iba al instituto me lo regaló el mes pasado por mi cumpleaños. Fue a la India y me lo trajo de recuerdo —dijo Kumi Adachi, balanceando con fuerza la mano de Tengo, como si fuera un columpio.
[…]
Se notaba que el piso lo ocupaban dos hermanas veinteañeras. Tenía dos pequeños dormitorios y una cocina–comedor que daba a una pequeña salita. El mobiliario parecía proceder de distintos sitios, por lo que carecía de estilo y de personalidad. Encima de la mesa del comedor de formica, habían colocado una llamativa lámpara Tiffany de imitación que quedaba fuera de lugar. Al abrir hacia los lados la cortina de florecitas, por la ventana Tengo divisó algunos huertos y, más allá, algo que parecía una arboleda oscura. Tenía buenas vistas, sin nada que estorbara la visión. El paisaje, sin embargo, no era demasiado cautivador. Kumi Adachi indicó a Tengo que se sentara en el sofá de dos plazas que había en la salita. Un pequeño sofá rojo chillón, frente al cual había un televisor. Luego sacó una lata de cerveza Sapporo de la nevera y la dejó delante de él, junto con un vaso.
—Voy a ponerme algo más cómodo. Espera un momento, enseguida vuelvo.
Pero tardó bastante en regresar. Al otro lado de la puerta de su dormitorio, al que se llegaba por un angosto pasillo, de vez en cuando se oía cierto trajín. Como si la chica abriera y cerrara cajones de una cómoda que corrían mal. También se oyó el estruendo de un objeto al caer al suelo. Cada vez que oía un ruido, Tengo no podía evitar mirar hacia allí. Quizás estaba más borracha de lo que parecía. A través de la fina pared oyó en el piso contiguo voces procedentes de un televisor. No entendía lo que decían, pero parecía un programa de humor, ya que cada diez o quince segundos se oían las carcajadas del público. Tengo se dijo que debería haber rechazado la invitación. Pero, al mismo tiempo, en su interior, tenía la sensación de que había sido arrastrado de manera ineludible a aquel lugar.
El sofá era de mala calidad y el tapizado irritaba la piel. También debía de estar mal diseñado, porque por mucho que se retorciera, no conseguía encontrar una posición cómoda, y su malestar iba en aumento. Bebió un trago de cerveza y cogió el mando a distancia del televisor, que estaba sobre la mesa. Estudió el mando como si se tratase de una rareza y luego presionó un botón para encender el aparato. Tras zapear una y otra vez, se decidió por un reportaje sobre el ferrocarril australiano, que daban en la NHK. Comparado con el resto, era el programa más silencioso. Con una música de oboe de fondo, una presentadora de voz serena mostraba un lujoso coche cama del ferrocarril que cruzaba Australia.
Sentado en el incómodo sofá, mientras, aburrido, seguía las imágenes de la pantalla con la mirada, Tengo pensaba en La crisálida de aire. Kumi Adachi no sabía hasta qué punto él había colaborado en la redacción la novela. Pero no importaba. El problema era que él mismo, a pesar de haber descrito al detalle la crisálida de aire, apenas sabía nada sobre ella. Cuando se puso a reescribir La crisálida de aire, no tenía ni la más remota idea de qué era la crisálida de aire y de qué significaban mother y daughter, y ahora seguía sin tenerla. Aun así, a Kumi le había gustado el libro y se lo había leído tres veces. ¿Cómo era posible?
Kumi Adachi volvió cuando explicaban en qué consistía el menú del desayuno que ofrecían en el vagón restaurante. Se sentó en el sofá, al lado de Tengo. El asiento era estrecho, de modo que quedaron pegados, hombro contra hombro. Ella se había puesto una amplia camiseta de manga larga y unos pantalones cortos de algodón de colores claros. La camiseta tenía un gran smiley estampado. La última vez que Tengo había visto un smiley fue a principios de los años setenta. La época en que las ensordecedoras canciones de Grand Funk Railroad hacían temblar las gramolas. Sin embargo, no parecía una camiseta tan vieja. ¿Habría gente en alguna parte que siguiera fabricando camisetas con smileys?
Kumi Adachi fue a sacar otra cerveza de la nevera, tiró de la anilla, la destapó haciendo ruido, la vertió en un vaso y se bebió casi un tercio de un trago. Luego entornó los ojos como una gata satisfecha. A continuación, señaló la pantalla del televisor. El tren avanzaba recto sobre unos raíles tendidos entre grandes montañas rocosas de color rojizo.
—¿Dónde es eso?
—En Australia —respondió Tengo.
—Australia —repitió Kumi Adachi como si rebuscara en su memoria—. ¿Australia, en el hemisferio sur?
—Sí, donde hay tantos canguros.
—Una amiga mía estuvo en Australia —dijo Kumi frotándose el rabillo del ojo con un dedo—. Me contó que había ido justo en la época de apareamiento de los canguros y que, en una ciudad, pudo ver a los animales en plena faena. En un parque, en las calles, en todas partes. Tengo pensó que debía decir algo sobre la anécdota, pero no se le ocurría nada. Entonces apagó el televisor con el mando. De pronto se hizo el silencio en la salita. Cuando se dio cuenta, el sonido del televisor en el piso de al lado también había dejado de oírse. Excepto por el ocasional paso de algún vehículo por delante del edificio, era una noche silenciosa. Únicamente, si se prestaba atención, podía oírse a lo lejos un sonido que llegaba apagado. No sabía de dónde procedía, pero parecía seguir una cadencia regular. De vez en cuando se detenía y, tras una breve pausa, recomenzaba.
—Es un búho. Vive en un bosque cercano y de noche siempre ulula —dijo la enfermera.
—Un búho —repitió Tengo distraídamente.
Kumi Adachi inclinó la cabeza, la apoyó sobre el hombro de Tengo y sin decir nada le tomó una mano. Su cabello cosquilleó en el cuello de Tengo. El sofá seguía siendo muy incómodo. El búho ululaba insinuante en medio del bosque. A Tengo le pareció que sonaba como un mensaje de aliento y, a la par, una advertencia. O, también, como una advertencia alentadora. Era un sonido muy ambiguo.
—Dime, Tengo, ¿te parezco demasiado echada para adelante? —le preguntó Kumi Adachi. Tengo no le contestó.
—¿No tienes novio? —preguntó a su vez.
—Ésa es una cuestión complicada —dijo ella con gesto serio—. Aquí los chicos decentes suelen irse a Tokio al terminar el instituto, porque en esta zona no hay buenas universidades ni trabajos dignos. ¡Qué se le va a hacer!
—Pero tú te has quedado.
—Sí. El sueldo no es ninguna maravilla y, para lo que pagan, es un trabajo pesado, pero la vida aquí me gusta. El único problema es que no es fácil encontrar novio, ¿sabes? Cuesta encontrar a la persona idónea.
Las agujas del reloj de pared indicaban que faltaba poco para las once: la hora límite para que no se encontrara cerrado el ryokan. Pero a Tengo le costaba levantarse de aquel incómodo sofá. Las fuerzas no le respondían. Quizá se debiera a la forma del sofá. O, tal vez, a que estaba más borracho de lo que creía. Se quedó contemplando la luz de la lámpara Tiffany de imitación, mientras entreoía el ulular del búho y notaba que el cabello de Kumi Adachi le cosquilleaba en el cuello.
[…]
El mundo que los rodeaba no dio muestras de haberse transformado. Los colores, las formas, los olores eran los mismos. El búho seguía ululando en medio de la arboleda y, al igual que antes, el cabello de Kumi le pinchaba en el cuello. Tampoco notaba que el sofá se hubiera vuelto más cómodo. El segundero del reloj seguía avanzando a la misma velocidad y, en la televisión, todavía se partían de risa con algún chiste. Una risa de esas que, por más que uno se ría, no proporcionan la felicidad.
—No noto nada —dijo Tengo—. A lo mejor es que a mí no me hace efecto…
Kumi Adachi le dio dos golpecitos en la rodilla.
—Tranquilo, es que tarda un poco.
Así fue. Al cabo de un rato, en su interior oyó un clic, como si hubieran accionado un interruptor secreto, y entonces en su cabeza algo blando se sacudió. Era como si moviesen un cuenco de gachas de arroz hacia los lados. Notó que sus sesos se zarandeaban. Era la primera vez que experimentaba eso: sentía el cerebro como una sustancia; percibía su viscosidad. El profundo ulular del búho le entró en los oídos, se mezcló con las gachas y ambos se fundieron por completo.
—Tengo un búho dentro de mí —dijo. Ahora el búho se había convertido en una parte de su mente. Una parte vital y difícil de separar del resto.
—El búho es el dios tutelar del bosque, lo sabe todo, y nos ofrecerá la sabiduría de la noche —dijo Kumi Adachi.
Pero ¿dónde y cómo debía buscar esa sabiduría? El búho estaba en todos lados y en ninguna parte.
—No se me ocurre ninguna pregunta que hacerle —dijo Tengo.
Kumi Adachi lo tomó de la mano.
—No hacen falta preguntas. Basta con que entres en el bosque. Así es mucho más fácil.
(Continua página 2 – link más abajo)
mil gracias por este adelanto.
no veo la hora en conseguirlo.
los libros 1 y 2 fueron fascinantes.
murakami es muy bueno.
no sabría decir si es la mejor de sus novelas.
no importa decidir eso.
solo quiero seguir leyéndolo.