Volvieron a oírse las risas del programa de televisión, procedentes del otro lado de la pared. El público rompió en aplausos. Seguro que, fuera del alcance de las cámaras, uno de los asistentes de la cadena mostraba carteles hacia el público con indicaciones como RISA o APLAUSOS. Tengo cerró los ojos y pensó en el bosque. «Me adentraré en él. Las tenebrosas profundidades del bosque son el territorio de la Little People. Pero allí también está el búho. El búho lo sabe todo y me proporcionará la sabiduría de la noche.»
De improviso, todos los sonidos cesaron. Era como si alguien se hubiera acercado por detrás de él y, sigilosamente, le hubiera puesto unos tapones en los oídos. Alguien, en algún lugar, había colocado una tapadera, y otra persona, en otro lugar, había destapado otra. La salida y la entrada se habían intercambiado. En cuestión de segundos, Tengo se encontró en el aula de la escuela primaria.
Por la ventana abierta de par en par entraban las voces de los niños que jugaban en el patio. De pronto, una ráfaga de aire meció las cortinas blancas. A su lado, Aomame lo agarraba de la mano. Era la misma escena de siempre, pero había algo diferente. Todo lo que veían sus ojos había adquirido una textura granulosa de tal frescura y nitidez que apenas era reconocible. Distinguía vívidamente el contorno y la forma de las cosas, hasta en sus menores detalles. Estirando un poco la mano, podía tocarlo todo. Y el olor de aquella tarde de comienzos de invierno penetró con fuerza en sus fosas nasales. Como si hubieran arrancado bruscamente el manto que hasta entonces lo cubría. Olor real. Olor a una estación que materializaba sus recuerdos.
Olor a pizarra, olor a la lejía que utilizaban para limpiar, olor a la hojarasca que, en un rincón del patio, quemaban en un incinerador: todos los olores se entremezclaban fundiéndose en uno. Cuando aspiraba esos olores hasta lo más hondo de sus pulmones, sentía que su corazón iba ensanchándose y haciéndose más profundo. La estructura de su cuerpo se reorganizaba en silencio. Sus latidos dejaban de ser sólo latidos.
Durante un instante, las puertas del tiempo se abrieron hacia su interior. La vieja luz se mezcló con la nueva luz. El viejo aire se mezcló con el nuevo aire. «Son esta luz y este aire», pensó Tengo. Ahora sí, todo encajaba. O casi todo. «¿Cómo no he sido capaz de recordar estos olores hasta ahora? A pesar de ser tan sencillo. A pesar de que se encontraban en este mundo.»
—Quería verte —le dijo a Aomame. La voz de Tengo sonaba distante y amortiguada. Pero, sin duda, era su voz.
—Yo también quería verte —le dijo la niña. Su voz se parecía a la de Kumi Adachi. La frontera entre la realidad y lo que imaginaba se había desdibujado. Cuando se esforzaba por discernir los lindes, el cuenco se inclinaba a un lado y los sesos reblandecidos se zarandeaban.
—Debí haber empezado a buscarte mucho antes. Pero no pude.
—Todavía hay tiempo. Puedes encontrarme —dijo la niña.
—¿Cómo puedo encontrarte?
No hubo respuesta. La respuesta no se expresaba con palabras.
—Pero puedo buscarte —dijo Tengo. —Porque una vez yo te encontré.
—¿Me encontraste? —Búscame —dijo la niña—. Ahora que aún hay tiempo.
La cortina blanca osciló suavemente sin hacer ruido, como el espectro de alguien que no pudo huir a tiempo. Eso fue lo último que vio Tengo.
Cuando volvió en sí, estaba echado en una estrecha cama. Habían apagado la luz y el resplandor de las farolas de la calle que entraba por un resquicio de las cortinas iluminaba débilmente la habitación. Estaba en camiseta y boxers. Kumi Adachi sólo llevaba la camiseta del smiley. Debajo de la camiseta, que le quedaba grande, no llevaba nada. Su blando pecho rozaba a través de la camiseta el brazo de Tengo. En su mente todavía resonaba el canto del búho. Incluso ahora, la arboleda permanecía en su interior. El bosque nocturno se hallaba dentro de él.
Aun estando en la cama con la joven enfermera, Tengo no sentía ningún deseo. Kumi Adachi tampoco parecía tener muchas ganas de hacer el amor. Solamente recorría su cuerpo con las manos y emitía una risilla. Tengo no entendía qué le parecía tan gracioso. Quizás alguien, en alguna parte, hubiera sacado un cartelito con la indicación «RISAS».
«¿Qué hora será?» Irguió la cabeza en busca de algún reloj, pero no vio relojes por ninguna parte. De súbito, Kumi Adachi dejó de reír y rodeó con sus brazos el cuello de Tengo.
—Yo volví a la vida. —El tibio aliento de Kumi Adachi le acarició la oreja.
—Volviste a la vida —repitió Tengo.
—Es que yo ya morí una vez.
—Moriste una vez —reiteró él.
—Una noche en que cayó una lluvia fría —dijo ella.
—¿Por qué te moriste?
—Para resucitar de esta forma.
—Resucitaste —dijo Tengo.
—Más o menos —susurró ella—. Bajo distintas formas.
Tengo reflexionó sobre lo que acababa de decir la chica. ¿Qué narices significaba resucitar más o menos, bajo distintas formas? De su sesera, reblandecida y pesada, rebosaban brotes de vida, como en un mar primigenio. Sin embargo, nada de eso lo conducía a ninguna parte.
—¿De dónde saldrá la crisálida de aire?
—Ésa es una pregunta equivocada —dijo Kumi Adachi, y se rió.
La enfermera se contorsionó sobre el cuerpo de Tengo. Éste pudo sentir el pubis de la chica sobre su muslo. Tenía un vello denso y oscuro. Parecía una parte más de su pensamiento, también denso y oscuro.
—¿Qué hace falta para volver a la vida? —preguntó Tengo.
—El principal problema de la resurrección —anunció la menuda enfermera como si fuera a revelar un secreto— es que uno no puede resucitar para sí mismo. Sólo puede hacerlo por otro.
—Eso era a lo que te referías con más o menos y bajo distintas formas.
—Debes irte de aquí cuando amanezca. Antes de que se cierre la salida.
—Debo irme de aquí cuando amanezca —repitió Tengo.
Ella volvió a rozar el muslo de Tengo con su abundante vello púbico. Parecía que pretendía dejar algún tipo de señal.
—La crisálida de aire no viene de ninguna parte. Por mucho que la esperes, no vendrá.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque ya morí una vez —dijo ella—. Morir es doloroso. Duele más de lo que crees. Y te sientes inmensamente solo. Tan solo que parece imposible que alguien pueda sentir tanta soledad. Recuérdalo. Pero, ¿sabes?, al fin y al cabo, lo que no muere no puede resucitar.
—Lo que no muere no puede resucitar —dijo Tengo.
—Sin embargo, viviendo nos dirigimos hacia la muerte.
—Viviendo nos dirigimos hacia la muerte —repitió él, incapaz de comprender qué pretendía decirle Adachi.
La cortina blanca seguía meciéndose con el viento. En el aire del aula se mezclaban los olores de la pizarra y de la lejía. El olor del humo que producía la hojarasca al arder. Alguien practicaba con una flauta. Ella lo sujetaba con fuerza de la mano. De cintura para abajo él sentía una dulce punzada. Sin embargo, no tenía una erección. «Eso vendrá después.» La palabra «después» le prometía la eternidad. La eternidad era un largo palo que se extendía hasta el infinito. El cuenco se inclinó de nuevo, y los sesos, reblandecidos, se bambolearon.
“After Dark” de Haruki Murakami. Lectura de un fragmento de la obra. Pulse para escuchar el audio:
[youtube]https://www.youtube.com/watch?v=VZdkUztnXsA[/youtube]
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* Haruki Murakami es escritor y traductor japonés. Sus obras de ficción y no ficción se han ganado la aclamación de la crítica, al punto que se le considera una de las más importantes figuras de la literatura postmoderna. Este artículo es un adelanto de su libro «De qué hablo cuando hablo de Correr». En 1982, tras dejar el local de jazz que regentaba y decidir que, en adelante, se dedicaría exclusivamente a escribir, Haruki Murakami comenzó también a correr. Al año siguiente correría en solitario el trayecto que separa Atenas de Maratón, su bautizo en esta carrera clásica. Ahora, ya con numerosos libros publicados con gran éxito en todo el mundo, y después de participar en muchas carreras de larga distancia en diferentes ciudades y parajes, Murakami reflexiona sobre la influencia que este deporte ha ejercido en su vida y en su obra. Mientras habla de sus duros entrenamientos diarios y su afán de superación, de su pasión por la música o de los lugares a los que viaja, va dibujándose la idea de que, para Murakami, escribir y correr se han convertido en una actitud vital. Reflexivo y divertido, filosófico y lleno de anécdotas, este volumen nos adentra plenamente en el universo de un autor que ha deslumbrado a la crítica más exigente y hechizado a miles de lectores. Este año (2011) fue nominado al premio Nobel de literartura.
El presente texto es un extracto del tercer tomo de su novela 1Q84, publicada por Tusquets Editores.
mil gracias por este adelanto.
no veo la hora en conseguirlo.
los libros 1 y 2 fueron fascinantes.
murakami es muy bueno.
no sabría decir si es la mejor de sus novelas.
no importa decidir eso.
solo quiero seguir leyéndolo.