Invitado Cronopio

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LADRONES DE PLATA (Segunda Parte)

Por Tim Keppel*
Traducción Patricia Torres Londoño

Compramos unas cuantas cosas que necesitábamos llevar a Colombia y luego fuimos a almorzar a Whole Foods. Mientras comíamos una ensalada griega, le conté a Marci lo que había dicho Mamá sobre la casa.
—¿Crees que de verdad se la deje a la Iglesia? —preguntó Marci.
—No me extrañaría. Pero no hay nada que podamos hacer. Ya decidimos que no queremos vivir aquí.
—Pero yo también dije que no quería vivir en Colombia toda mi vida. Podría hacer una maestría aquí. Son apenas dos años.

Yo no podía creer que estuviéramos volviendo sobre esa discusión, después de pensarlo durante tanto tiempo y creer que finalmente había quedado en el pasado. Pero una vez más me permití considerar la posibilidad de vivir en la casa de Mamá con Marci, mientras ella iba a la universidad y yo volvía a disfrutar de las estaciones, no tanto del invierno pero sí de la primavera, y los largos y plácidos días del verano, y en especial del otoño, cuando las hojas caen, sólo esa sensación de cambio en general, cada estación trayendo recuerdos de estaciones pasadas. Podría visitar a viejos amigos, pasear por librerías, viajar a los Outer Banks…

Justo cuando salimos del parqueadero, destellaron las luces azules de una patrulla, acompañadas del pito de una sirena. Me orillé, ansioso por demostrar que era un buen ciudadano. El oficial me dedicó un saludo cordial e hipócrita y me pidió la licencia. Se la llevó hasta la patrulla, habló un rato por el radio y regresó.
—¿Le importaría seguirme hasta la estación, allá en la calle Downey?
Más tarde se me ocurrió que esa última parte de la frase, «allá en la calle Downey», buscaba darle un tono casual al resto, cuando la verdad escueta era que nos estaban llevando a la estación de policía.
—¿Podría preguntarle por qué, oficial? —dije, haciendo un esfuerzo por no sonar sarcástico.
—Una pareja que coincide con su descripción ha estado haciendo robos a residencias por esta zona.

Hay ciertos momentos en la vida en que uno siente que lo montaron en una película de acción sin haberle dado ninguna preparación para el papel. Le lancé a Marci una sonrisa de desconcierto, que no me devolvió. No es que estuviera asustada. Ella podía ser frágil en algunos aspectos, pero en situaciones como esta era imperturbable. Yo, por otro lado, me ponía paranoico cada vez que estaba cerca de cualquier agente del orden público, incluidos los guardias de seguridad y las señoras que dirigían el tráfico para ayudar en los cruces escolares. Esto se derivaba, en parte, de mi pasado como activista político y consumidor de drogas, y de haber sido culpable de sobrepasar el límite de velocidad, reutilizar estampillas y hacer bromas mientras sonaba el Himno Nacional. Una gran cantidad de mis transgresiones pasadas se arremolinaban en mi cabeza cada vez que veía a un oficial de la ley. Eso había sido así desde que compraba cerveza y revistas porno antes de cumplir la mayoría de edad y parecía que siempre sería así.

En la estación de policía nos sentamos en sillas plásticas atornilladas al suelo, que miraban hacia el mostrador de la recepción. Los oficiales de policía iban y venían, como si nosotros fuéramos iguales a cualquier otro criminal común que pudiera haber estado sentado allí. Después de una hora, el oficial que nos trajo nos dijo que estábamos esperando a los detectives y a un traductor. También, aunque no nos lo dijeron, estaban registrando nuestro carro. El carro de Mamá. Me habían pedido que les entregara las llaves.

Los detectives, jóvenes y atléticos, como los de la televisión, llegaron vestidos con camisas blancas y corbata. También había un traductor de Honduras, que tenía el pelo cortado al estilo militar, lo cual parecía un mal presagio. Por supuesto, nos interrogaron por separado. A Marci la llamaron primero. La tuvieron allá adentro durante casi una hora. Cuando salió, me entraron de inmediato a mí, obviamente para impedir que nos confabuláramos o nos inventáramos algo.

El cuarto de interrogación no tenía más que una mesa grande y una ventana con un vidrio sospechosamente opaco. Yo estaba seguro de que, una vez descubrieran quién era yo, todo se aclararía de inmediato y después, visiblemente consternados, los policías se disculparían por habernos importunado de esa manera tan humillante.

Pero no. Incluso después de que expliqué que yo había nacido en Carolina del Norte pero vivía ahora en Colombia y era un profesor universitario que estaba visitando a su madre, la cual estaba en estado terminal, los policías no se veían muy impresionados, e incluso parecían más escépticos que antes. Seguían volviendo sobre preguntas disimuladas como: ¿Hace cuánto se afeitó el bigote? (Yo tenía bigote en la foto de uno de mis documentos de identificación.) ¿Por qué su esposa tiene un apellido distinto del suyo? Si su madre está viviendo en Virginia, ¿por qué tiene placas de Carolina del Norte? ¿Qué ha estado usted haciendo desde que llegó a este país? ¿Por qué se fue del país, en primer lugar? ¿Cuándo dijo que se había afeitado el bigote?

Después de interrogarme, me enviaron de regreso al área de la recepción. Marci quería que comparáramos versiones, pero yo le hice señas de que era mejor no hablar, en caso de que nos estuvieran monitoreando a escondidas. Ya eran casi las seis de la tarde y Mamá esperaba que llegáramos después de almuerzo. Me imaginé que debía estar furiosa. Les sugerí a los detectives que la llamaran para verificar mi historia, pero no me prestaron atención.

Finalmente me pidieron que volviera a entrar a hablar con un oficial de rango superior. Se trataba de una mujer, joven, rubia y atractiva, otra vez como en la televisión. Este es el momento de las disculpas efusivas, pensé, tal vez incluso algunos halagos y un cierto coqueteo, mientras la mujer nos agradecía por nuestra cooperación. Pero en lugar de eso, la mujer hizo algunas preguntas que parecían casuales sobre nuestro viaje a la playa. Dijo que ella había estado hacía poco en esa misma playa y preguntó dónde nos habíamos hospedado. Para mejorar mi imagen, dije que nos habíamos hospedado en ese «conjunto cerrado» cerca de la punta. Pero al ver que no pude recordar el nombre, las pupilas de la mujer se dilataron.

Ella dijo que un cliente de Whole Foods había llamado a avisarles sobre nosotros, pues habían distribuido volantes con la descripción de un hombre blanco de cuarenta y pico, que andaba con una mujer latina de treinta y tantos años. Luego dijo que, debido a que estábamos planeando salir del país al día siguiente (noté el énfasis que hizo en la palabra planeando), necesitaba que acompañáramos a los oficiales hasta la casa de mi madre para que pudieran registrarla, antes de «darnos una pasada» por el laboratorio para «tomar unas huellas», más una muestra de adn de Marci. Parece que la ladrona se había cortado una mano en uno de los robos. «¿Podrían ayudarnos con eso?», preguntó, con la sonrisa ensayada de una maestra de primaria.

Fuimos escoltados hasta la casa de Mamá por tres carros negros que se parquearon al frente, como si quisieran hacer todos los esfuerzos posibles para despertar la curiosidad de los vecinos.
—Mamá —grité, tan pronto abrí la puerta de la cocina, seguido de cerca por los oficiales. Pero no hubo respuesta. Volví a llamarla varias veces, pero seguía sin haber respuesta. ¿Qué estarían pensando los oficiales? Desde luego, el hecho de que la casa estuviera casi sin muebles, como si estuviéramos a punto de escapar en cualquier momento, no ayudó para nada. Se me heló la sangre al imaginar que Mamá no estuviera allí para confirmar nuestra historia. Si eso sucedía, nos detendrían y nos negarían el permiso para salir del país. Nunca en mi vida había estado tan ansioso por salir del país. De pronto parecía posible que los policías estuvieran en lo cierto y toda mi historia acerca de tener una madre en Raleigh, o tener madre en general, no fuera más que un invento.

—Mamá, estamos aquí con unos oficiales de policía.
Por fin apareció, arrastrando los pies con su caminador, la cabeza coronada por su peluca plateada, completamente decente y digna, y se dirigió a los oficiales con un aire de rectitud y respeto a las leyes que inflamó de emoción mi corazón. Nunca me había sentido tan ansioso de decir que ella era mi madre.

Mamá comenzó a conversar con los oficiales con tanta naturalidad que sus preguntas acerca de cuánto tiempo hacía que era dueña de la casa y dónde vivía actualmente parecían frases cordiales de las que se cruzan a la salida de la iglesia.
—Tengo una hija que vive en Virginia…

Entretanto, los otros oficiales se dividieron rápidamente para hacer una inspección del lugar, confiscar propiedad robada y capturar a los cómplices que trataran de huir. Cuando vi que uno de ellos se dirigía a las escaleras, decidí acompañarlo arriba yo mismo, con el fin de imponer un mínimo de control sobre la situación, así no hiciera ninguna diferencia. Cuando encontró que las habitaciones de arriba no sólo no tenían muebles sino que tampoco escondían ningún objeto robado, el oficial pareció un poco decepcionado, así que le pregunté si quería revisar nuestras maletas.
—No, está bien —dijo con una sonrisa pícara—. Ustedes nunca podrían pasar los controles del aeropuerto. La gente que estamos buscando roba objetos de plata.

Claramente desilusionados por no haber encontrado nada de plata, los oficiales no parecían estar de ánimo para disculparse. Los dos detectives atléticos estaban terminando su turno de trabajo, así que nos entregaron a dos nuevos oficiales que parecían llevar un buen tiempo sin pisar el gimnasio.

—¿Cuánto tiempo los van a retener para tomarles las huellas? —preguntó Mamá con el tono amable de una buena vecina, aunque su cabeza ya había empezado a maquinar.
*
Un par de horas más tarde, después de un tour por el laboratorio de policía de Raleigh, regresamos a casa y encontramos a Mamá hablando por teléfono, con la mano alrededor de la bocina.
—Acaban de llegar —murmuró y colgó rápidamente—. Vamos —nos dijo—. Quiero llevarlos a un restaurante. Podemos ir conversando en el camino.
—No se preocupen —dijo, mientras disfrutábamos de nuestra primera comida posliberación, en un restaurante exclusivo que Marci y yo nunca habríamos podido pagar. Como no me acostumbraba todavía a mi recién obtenida libertad, no dejaba de mirar hacia el parqueadero en busca de patrullas.
—Hablé con dos amigos abogados y un miembro del concejo de la ciudad —dijo Mamá—. Les dejé mensajes al jefe de la policía y al alcalde. —Estaba excitada, casi eufórica—. Llevaremos este asunto hasta lo más arriba y, si no obtenemos resultados, recurriremos a los medios. ¡Tendrán un verdadero escándalo entre manos!

En medio de la atmósfera de todo ese docudrama, no me pasó desapercibido el hecho de que Mamá ya no estaba molesta con nosotros. La mira de su atención se había desviado hacia otro objetivo. Estaba furiosa por muchas razones. La primera de todas era el hecho de que a nuestra familia nunca le había sucedido nada parecido. Nuestra familia nunca había visto impugnada su dignidad. En Dogwood, nuestro apellido tenía cierta influencia. Es cierto, cuando Mamá se trasladó a Raleigh después del divorcio, su prestigio se vio disminuido porque era nueva en una ciudad grande, pero aun así logró tener impacto en algunos círculos importantes. Es posible que ahora estuviese viviendo en Virginia, debido a sus problemas de salud, pero todavía era propietaria y además miembro de varias organizaciones cívicas aquí.

Para mi madre, todo este incidente olía a discriminación, no sólo hacia su hermosa nuera latina sino también hacia su propio hijo, uno de los hombres más sobresalientes que había producido esta región, tratado como un extranjero y un criminal en su propia tierra.

Pero su mayor fuente de indignación se derivaba del hecho de que este incidente, esta detención injusta e inexcusable, le había propinado un serio golpe a sus esperanzas de convencernos de venir a vivir en su casa, lo cual amenazaba con privarla de la tranquilidad de saber que, cuando se fuera de este mundo, su casa estaría habitada por alguien de su propia sangre. Esa es la razón por la que lamentaba haberle contado lo que les dije a los policías cuando íbamos hacia el laboratorio: «Estábamos pensando en venirnos a vivir aquí, pero después de esto, no estoy tan seguro…». Más tarde, el comentario me pareció gratuito y, tal vez, un poco cruel, un golpe bajo después de que sonara la campana.
Mientras nos comíamos unas deliciosas costillas, disfrutamos de unas buenas carcajadas. Cuando le pregunté a Mamá por qué no contestó cuando la llamé la primera vez desde la puerta, dijo que había visto a los hombres de camisa blanca y corbata y creyó que eran mormones. Luego, cuando le conté que le había ofrecido al policía mostrarle nuestras maletas, Mamá se puso pálida y dijo:
—¡Ay, Dios! ¡Todavía tengo todas mis cosas de plata en una maleta en el clóset de arriba!

*
Cuando regresamos a Colombia, me estaba esperando este mensaje:
Hola, Carl:
¡Espero que hayas tenido un buen viaje! Hablé con la persona encargada de las relaciones con la comunidad de la alcaldía y va a hacer un informe que le entregará mañana al alcalde.
El lunes, el doctor McCloud ya debe tener el resultado de mis exámenes y ahí decidiremos sobre el próximo tratamiento. Me dio mucha tristeza verlos partir. Te quiere, Mamá

En esas comenzó el semestre y yo estaba lleno de clases. Ya había pasado la oportunidad de pedir el sabático.
Hola, Carl:
Llamé al editor de la página de opinión del News & Observer. Dijo que tal vez asigne a un periodista para que investigue el caso.
El martes comienzo un nuevo tratamiento. Este es el séptimo. Creo que no hay nada más que intentar. Te quiere, Mamá

Luego recibí este mensaje:
Estimado señor Lofton,
Soy el sargento David Barber, de la Unidad de Asuntos Internos del Departamento de Policía de Raleigh. Entiendo que usted fue detenido y entrevistado por nuestros detectives. Me gustaría hablarle acerca de ese incidente.

Nos pusimos una cita telefónica y le conté toda la historia. Aunque el hecho de relatarla volvió a encender mi indignación y mis ganas de exigir alguna retribución, me preocupaba que nos pidieran que regresáramos a Estados Unidos para declarar, lo cual era, quizás, la intención última de mi madre desde el comienzo. Para contrarrestar esa posibilidad, le dije a Mamá que esperaba que la policía no se fuera a vengar de nosotros revocándonos la libertad de viajar.

Pensé que eso la frenaría.
Pero no.

Hola, Carl:

El doctor McCloud dice que mis células cancerosas están por encima de 900 y que los tumores del hígado han crecido. Me preguntó si quería suspender el tratamiento, pero le dije que no.

Marlene está otra vez maniaca. Se apareció con dos bibliotecarios de Duke. ¡Quieren que le done mis «documentos» a la biblioteca! Les dije que estaban locos. Te quiere, Mamá

Hablando de las flechas del carcaj de Mamá, ¿mencioné la falsa modestia?

Hola, Carl:

Mañana voy a hablar con el doctor McCloud sobre un tratamiento experimental en el que está el primo de mi vecina. Ha reducido los tumores de su hígado.

Ya contacté a la gente de la Iglesia para donarles la casa. Te quiere, Mamá

Hola, Carl:

No he tenido noticias del N&O, pero hoy dejé un mensaje. Te adjunto el borrador de una carta que le escribí al editor. Por favor corrígela o escribe una tú. Me voy a encargar de que el público se entere de este abuso de autoridad de la justicia.

Jill y yo vamos a viajar a Raleigh en avión la próxima semana. Quiero votar, revisar lo que queda todavía en la casa y ver a mi abogado. Voy a cambiar el testamento para dejarle la casa a la Iglesia. ¿Tienes algo allá que quieras conservar?

Hola, Carl:

Recibí una carta certificada del Depto. de Policía diciendo que mis acusaciones de que hubo acoso y un allanamiento ilegal son infundadas y que la policía siguió el procedimiento adecuado. Tengo una cita con el jefe. Me siento exhausta, pero no tan mal. Te quiere, Mamá

Hola, Carl:

No quise contarte las malas noticias sino hasta estar segura. Mi hígado sigue funcionando mal, lo que significa que no hay manera de impedir que el cáncer se extienda a los otros órganos, hasta que entre en coma. El doctor McCloud me inscribió en el servicio para enfermos terminales. La piel se me está poniendo anaranjada y apenas puedo caminar de una habitación a otra. La buena noticia es que mi mente todavía funciona perfectamente bien. Ya sé que es difícil para ti viajar en este momento, pero me gustaría pasar algún tiempo contigo antes de entrar en el gran sueño. He tenido una vida maravillosa. No puedo pedir más. Te quiere, Mamá

Hola, hermano:

Estoy aquí con Mamá. Es imposible predecir qué tan rápido va a empeorar su estado hasta el punto en que ya no pueda comunicarse. Probablemente lo mejor será que vengas cuanto antes. Un abrazo, Dave

Hola, Carl:

Me alegra que vengas. Vamos a buscar la manera de ir a recogerte al aeropuerto. Las niñas tienen una piyamada de cumpleaños, pero tal vez Jill se pueda escapar un momento. Hoy ha sido un día difícil. Espero que el fin de semana sea mejor. ¿Cuánto tiempo te puedes quedar? Te quiere, Mamá

Cuando llegué, tres días después, Mamá sólo pudo articular unas cuantas palabras. Se murió al otro día.

Creo que al final sencillamente estaba demasiado cansada para seguir luchando, tanto en su propósito de convencernos de vivir en su casa (finalmente le dejó la casa a la Iglesia, aunque nos heredó algunas acciones) como en lo de buscar alguna reparación de parte del Departamento de Policía de Raleigh. Sencillamente quedó fuera de combate.

Desde luego, tengo algunos cargos de conciencia por no pasar más tiempo con ella al final, por no haber accedido a vivir en su casa y por andar seis días con su peluca plateada refundida en el asiento trasero del carro, empapándose de brisa salada y bronceador y cerveza derramada, y haberla obligado a posar para la foto familiar con ese horroroso tapete oscuro.

Todavía recuerdo lo que Mamá dijo cuando apareció la peluca: «Vaya, aquí está mi peluca. Llevaba días buscándola». Pero ahora recuerdo el tono que usó cuando lo dijo: no era un tono de amargura o regaño, más bien parecía despreocupada, casi divertida, como si se tratara de un guante o un cepillo de dientes refundido, como si le hicieran gracia los caprichos del destino.

*
Ahora, mientras estoy sentado debajo de las matas de plátano que le dan sombra a mi balcón, leo el mensaje del sargento Barber:

Estimado señor Lofton,
Le escribo para informarle que hubo un nuevo hallazgo en el caso de robo a propósito del cual usted fue entrevistado. Acaban de condenar a una pareja que arrestaron en Tennessee. La prueba de adn resultó positiva.

Toda la evidencia en este caso, entre otras la transcripción de su entrevista, será sellada y no habrá conocimiento público de su implicación. Sus nombres han quedado limpios.

Esas últimas palabras parecen escritas a instancias de alguien más, como si las hubiese redactado alguien que estaba cumpliendo una promesa.

Salgo del correo electrónico y me quedo mirando el protector de pantalla, el de las estrellas que vuelan hacia uno sin acabarse. Siento que estoy volando hacia el espacio, hacia el infinito. El tiempo va pasando, nos lleva lejos, poco a poco, mientras se roba pequeñas partes de nosotros, como ladrones de plata.

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* Tim Keppel es un norteamericano radicado en Colombia desde 1995. Su colección de cuentos, Alerta de terremoto, y su novela Cuestión de familia fueron publicados por Alfaguara en 2006 y 2009. Ha publicado cuentos, crónicas y reseñas en El Malpensante, Número, Arcadia, El Espectador, DonJuan, Odradek, y Revista Universidad de Antioquia, además de numerosas revistas y antologías en inglés. Creció en Carolina del Norte y recibió un doctorado en literatura en la Universidad Estatal de Florida. Vive en Cali y enseña en la Universidad del Valle. Este capítulo hace parte de su encantadora novela Cuestión de familia.

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