Invitado Cronopio

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LOS FANTASMAS

Por Tim Keppel*

Traducción Julio César Mejía Yepez.

Una vez casi que soy papá.

Cuando trabajaba para la ciudad de Filadelfia, había allí una mujer llamada Sonia. Su escritorio quedaba visible directamente desde el mío. Todas las mañanas mientras tomaba un café, la miraba pintarse las uñas. Ella mantenía un espejito redondo sobre su escritorio —un espejo de aumento— y ahí yo podía verla ponerse su colorete —una línea lenta, cuidadosa, una presión en los labios, luego una sonrisita rápida para chequearse los dientes— todo esto aumentado como cinco veces. Y ella olía deliciosa, además. Llegué a confiar en este ritual matutino para sobrellevar el día.

Y no es que yo quiera insinuar vanidad de su parte. Yo daba por sentado que sus mañanas sencillamente eran demasiado apuradas aún como para disponer de un arreglo de último minuto. Lo asumía así debido a la foto que mantenía de un niñito en su escritorio.

Por Héctor, un puertorriqueño que trabajaba allí, supe que era soltera. Su esposo había muerto, pensaba Héctor. De todos modos, estaba fuera de la escena. Pero hubo un problema: Héctor tenía sus propias ideas. Y lo peor es que me las confiaba diariamente. Así las cosas, y siendo la buena persona que yo era, me eché para atrás. Pese a que Héctor era casado y tenía otras mujeres. Yo de todos modos me iba a ir de Filadelfia en seis meses para trabajar para una organización de derechos humanos. Entonces para mí probablemente era mejor no crear ataduras.

De todas maneras, cada día al ver a Héctor interrumpirle su mañanero ritual para susurrarle algo al oído, yo me moría por dentro.

—Le conté que sueño con ella —decía Héctor—. Pero que cuando llego a lo bueno, me despierto.
—¿De verdad? —Traté de esconder mi interés—. ¿Qué dijo?
—Me dice, «¡Qué lástima!». —Héctor alzaba las cejas como mostrando esperanza.

Y luego, un día al pasar por su escritorio, me llamó.

Me detuve de inmediato. Se estaba pintando las uñas —de morado, para combinar con el vestido. Su perfume me dejo transportado.

—Le tuve que dar a su amigo —dijo.
—¿Perdón? —le dije, como sintiéndome mal.
—Vino y se puso a susurrarme —dijo ella—. Después, trató de besarme. Le metí un golpe en las costillas.
—Uf —le dije, reprimiendo una sonrisa de alivio.

Luego le pregunté si quería que fuéramos a comer a la Langosta Roja.

Primero respondió que no. Que no había quien le cuidara el niño. Pensé que allí iba a acabar todo. Pero luego dijo que estaba bien.

Mientras nos comíamos unas patas de cangrejo, fui desviando la conversación hacia su esposo. Dijo que lo había conocido cuando trabajaba en el hospital de veteranos. Él era veterano de Vietnam. Durante un tiempo las cosas marcharon bien, pero luego empezó a ponerse celoso. Enfermizamente celoso. Paranoico. Cuando ella se compraba un vestido, le decía, «¿A quién se lo vas a lucir?» Cuando volvía del trabajo a la casa, la acusaba de llevar interiores distintos a los que tenía cuando había salido. Vivía de una pensión de incapacidad y se sentaba en la casa todo el día a imaginarse un montón de barrabasadas. No soportaba que ella estuviera con otra gente. Después las cosas se pusieron feas, y ella lo dejó.

Pero Héctor estaba equivocado, el tipo no se había muerto.

Cuando salimos del restaurante venteaba fuerte y frío. Era la primera noche realmente fría del año, y nos cogió de sorpresa. Ella prendió su carro —un Buick viejo— y esperó a que se calentara. Yo encorvé los hombros y me froté las manos. Ella hizo lo mismo.

Luego me incliné y la besé. Para mi sorpresa, respondió como una mujer que no ha estado con un hombre durante más de un año, lo cual era su caso. Al ratico el carro echaba humo. Luego esto llegó a ser conocido como «el beso de la Langosta Roja».

Después, pasó a recoger a su hijo donde la niñera. —Quiero que conozcas al hombre de mi vida —me dijo, mientras él —90 cm. de estatura y todo ojos, con una camiseta de Batman —se subía al carro. —Este es Jason. Jason, te presento al señor Nick.

Me miró brevemente, y luego volteó y empezó a jugar con sus aviones, utilizando la base del parabrisas trasero como pista de aterrizaje, al tiempo que con los labios imitaba el ruido de las turbinas.

—Bueno, Jason, —dijo Sonia —¿No tienes nada que decirle al señor Nick?

Los ruidos de avión se suspendieron y todo quedó tranquilo por un rato. Luego dijo: —¿Tienes cazafantasmas?

Sonia entornó los ojos. —El no piensa sino en sus cazafantasmas.
—Lo siento, —dije —ahorita no.
Jason reinició su aviación.

Sonia me llevó al paradero del subterráneo. Parecía que la temperatura hubiera descendido otros diez grados y las ráfagas de viento sacudían al carro. —¿Vas a estar bien? —dijo ella—. Ten, ponte mi bufanda. —Me la entrelazó en el cuello, acercándose más. Nos besamos. De pronto sentí algo en el cuello —una respiración— que no provenía de Sonia.

Miré, y allí, a dos pulgadas, estaban esos ojos grandes, resplandecientes.

—¿Ja-son? —dijo Sonia—. ¿Qué estás mirando, muchachito?
Ojos.
—¿Qué pasa? ¿No quieres que mami bese al Sr. Nick?
Jason miraba fijo, sin parpadear. Luego sacudió la cabeza.
—¿Por qué no? —dijo Sonia.
El seguía mirando fijamente.
—Mami quiere besar al Sr. Nick —dijo ella—. ¿Puede?
Miró fijo durante un momento más largo; después, con gran desgano, asintió.

Al día siguiente nevó —la primera nevada del año, y bien grande. Se veía que no era una nevada que se fuera a derretir dentro de poco.

Agarré el bus para ir a donde Sonia, caminando las últimas cuadras con un viento aturdidor, sin gorro y con los zapatos que no eran —pero con la bufanda.

Sonia estaba en la alcoba mirando televisión. Jason, en el piso jugando con sus aviones. Como no había más donde sentarse, me recosté en la cama junto a Sonia. Estaba calientica.

De pronto me aterrizó algo en la espalda. Supongo que él pensó que esto era un juego nuevo. Y tal como lo había hecho Sonia, me besó en la boca.

—¡Jason! —dijo Sonia —No besas al Sr. Nick. Besas a mami, mami besa al Sr. Nick.

Me gustó como lo explicó. Lo hizo parecer tan sencillo y claro.

—Lo siento —dijo—. El no entiende. Todavía es muy niño.

Más tarde, luego de llevarlo a la cama, desmadejado del sueño y con un gorro de lana tejido, Sonia se metió al baño. Yo oía el agua chapucear en la bañera. Me metí entre las sabanas y estaba ya a punto de dormirme, con mi mente a toda en mitad de un sueño, cuando ella llegó. Olía fresca. Enderezó mi almohada como uno acomodaría la de un niño. Suavizó mi pelo. —Hola, señor —canturreó—, ¿Qué hace en mi cama, Señor?

A mí nunca antes me habían llamado «señor». Pero era algo a lo que podía acostumbrarme.

Cuando me desperté a la mañana siguiente, Sonia estaba mirando fijamente por la ventana a la planta eléctrica ubicada al otro lado de la calle, grande y siniestra. —Nick —dijo—, he estado pensando. Quizás sería mejor que dejáramos esto, si tú te vas a ir. No sé manejar muy bien estas cosas. Y no es justo con el niño. El se apega.

Una parte de mí sabía que ella estaba en lo cierto. Pero la otra parte dijo: —Sí, pero piensa no más lo que nos estaríamos perdiendo.

Me metí al baño a pegarme una meada, y enseguida la puerta se fue abriendo. Entró Jason. Llegó hasta donde yo estaba y se quedó ahí parado. Me imagino que quería tener una vista más de cerca. Yo hacía rato que no leía libros sobre sicología de los niños y no sabía muy bien cómo reaccionar. De tal modo que seguí con lo que estaba haciendo.

Después lo escuché preguntándole a Sonia: —¿Mami, el Señor Nick hace pipí en nuestro baño?

Luego sonó el teléfono, y le oí a Sonia decir: —Jason, ven aquí y saluda a la abuela.
—Hola, abuela —dijo Jason—, el señor Nick duerme en la cama de mami.
Yo me quedé en interiores en la cama, escuchando. Algo me decía que me estaba metiendo en camisa de once varas.

Sonia tenía una mancha oscura en un brazo, la cual yo había notado siempre ya que era su única imperfección.
—¿Esa es de nacimiento? —le pregunté un día—. O ¿te la hiciste?
Me miró. —No me la hice yo —dijo.
De una supe. —Dios —dije.
Una mañana, cuando salía para el trabajo, me dijo: —¿Por qué te vas tan temprano? Te vas a ver con tu amante, ¿no?
—Le respondí, «Qué absurdo eres» y seguí hacia la puerta. Me agarró y trató de detenerme. Me le zafé. Levantó de la estufa una olla de agua hirviendo y me la echó encima.
—Uy, Dios mío —dije—. Y tú ¿qué hiciste?
—Casi le mocho el dedo de un mordisco. Le tuvieron que hacer una cirugía para salvárselo. Después de eso fue que lo dejé.

Estábamos sentados en la cama y Sonia me estaba mostrando unas fotos —retratos de Jason cuando bebé, fotos de bodas, fotos de un viaje a Washington. Era la primera vez que yo veía a su esposo. Parecía bastante normal, aunque nunca sonreía. Entonces entró Jason al cuarto y vio lo que estábamos haciendo. —¡No!— gritó, agarrando las fotos y regándolas en el piso.

Una noche me desperté con una sensación extraña. Jason había mojado la cama. Todos nos tuvimos que levantar y bañar y cambiar las sabanas. Resultó que no era la primera vez. Lo había estado haciendo también en la guardería; además, tenía el lamentable hábito de golpear los otros niños.

A veces me probaba. Cuando Sonia iba a la tienda y nos dejaba en el carro, se trepaba en el asiento del conductor y le daba por hundir y voltear cuanto control lograba alcanzar. Yo le pedía que dejara de hacerlo. Pero, por supuesto yo no podía respaldar mi pedido con la fuerza, y él parecía saberlo. Creo que él quería ver si le pegaría. Y entonces podría llorar como lo hacía cuando su madre lo golpeaba, aunque sería un llanto distinto porque él sabría que habría algo no correcto en lo que yo hubiera hecho, y me odiaría por eso.

Por momentos, me pregunté si Sonia también me estaría probando al dejarme así en el carro. Pero yo no lo golpeé. Aunque era como si Sonia nunca fuera a salir de la berraca tienda. Al fin, cuando ya yo había sido completamente probado, Jason se deslizaba de nuevo al asiento de atrás y comenzaba a jugar con sus juguetes.

—Mi padre no tiene brazos —dijo.

* * *

Un informe de la radio me llamó la atención. Era sobre la cantidad de niños sin padre que había en Filadelfia, y del grupo de voluntarios que se había formado para ir a las escuelas y pasar ahí alrededor de una hora a la semana. Los muchachos tenían buenos modelos femeninos, decía el informe —maestras, madres, abuelas. Pero estaban tan hambrientos de una presencia masculina positiva que todo lo que estos hombres tenían que hacer era ir a la escuela y sencillamente estar ahí, y no ser antipáticos, y la respuesta de los muchachos lindaba la adoración.

—¿Tienes ojos, señor Nick? —Jason estaba encima de mi cara, tocándome las pestañas.
—Si, Jason, tengo ojos.
—¿Tienes de esto? —me dijo, con sus dedos acariciando levemente, como alas de mariposa.
—Cejas —le dije—. Sí, yo tengo cejas.
—¿Tienes de esto, señor Nick?
—Bigote —le dije.
—Bigote —dijo él—. Yo no tengo bigote. Pero cuando crezca, voy a tener bigote.
—Así es, Jason.
—¿Tienes dientes, señor Nick?
—Sí, Jason. Tengo dientes.
—Señor Nick, tienes dientes de Hombre Monstruo.

* * *

Cuando se acercó la Navidad, le pregunté a Sonia qué le compraba a Jason.
—Ay, no, no tienes que comprarle nada.
—Yo quiero hacerlo.
—Bueno, está bien —dijo ella—. Cualquier cosa que sea cazafantasmas.

Fuimos al almacén K-Mart, y me quedé aterrado de todo lo que había. Tenían todo desde pistolas y escudos especiales, hasta máscaras y trajes parecidos a los que se ponen los fumigadores. Le compré uno de los vestidos.

Yo no me había dado cuenta de que había montada toda una industria de  erradicación de fantasmas.

Tal como evolucionaron las cosas, lo de la cuidada del niño era un problema de verdad. Como su mamá vivía en Virginia, Sonia tenía solamente dos posibilidades: una mujer en sus ochenta y casi ciega, y por otro lado, los vecinos, Bo y Rochelle, los supuestos padrinos del niño, que tenían la costumbre de emborracharse y pelear a cuchillo.

Una noche Sonia dejó a Jason allí mientras nosotros íbamos a una fiesta. Cada hora ella llamaba para chequear como iba él. —No me siento bien —dijo ella después de la segunda o tercera llamada—. Creo que es mejor que nos vamos. —Cuando llegamos a la casa, estaban vueltos mierda.

Bo era un cuajado sesentón y Rochelle estaba en sus veintes; se habían conocido en un centro de rehabilitación de alcohólicos. Bo se quitó la camisa y empezó a mostrarme todas sus cicatrices. Rochelle, a los berridos —después supe que era su tono normal— se mantenía insistiendo en que me casara con Sonia para que entonces le pagáramos por traer la comida de la recepción. Cuando llegamos con Jason a casa, Sonia le sintió olor a alcohol en el aliento.

—No tengo sino un niño —dijo Sonia—, y no lo quiero perder.

Pero dos veces se había rodado por las gradas. En otra ocasión se bebió una botella de líquido de encendedor. En los primeros tres años de su vida, no habló una sola palabra.

—Ay, Dios mío —pensaba  Sonia—, ¿qué le pasa a mi niño? —Y un día, sin más ni más, de pronto empezó a hablar.

Por la noche, cruzaba las manos y repetía después de ella: —Si… me muriera… antes de… despertar…

El teléfono sonaba a las tres de la mañana. Cuando Sonia contestaba, quien llamaba, colgaba. Esto sucedió varias veces. —Yo sé que es él —decía ella.

A las cuatro, Jason llegaba al cuarto a informarnos que había un Hombre Monstruo escondido en el closet. Llegaba parloteando ininteligiblemente.

—Shh —le decía la mamá—. Vuelve a la cama, mi niño. Estás hablando como un radio.

Invité a Sonia a mi apartamento para mirar unas películas. Por supuesto, Jason también fue. Entonces alquilé Batman para él e Ironweed para nosotros. Nos metimos a la cama todos con un tazón de nueces mezcladas. Jason se clavó a mirar Batman mientras yo me encaramelaba bajo el ropón.

Y todo el tiempo: —Mira, señor Nick, ¿ese es el Joker? —Él estaba especialmente encarretado con el Joker, con su cara blanca y su risa perversa.

Pero después cuando por fin se acabó Batman y yo puse Ironweed, él comenzó a aburrirse. (Yo había tenido la esperanza de que como Jack Nicholson actuaba en ambas esto no iba a ocurrir —pero no). La inquietud de Jason estaba llegando a un punto crítico cuando tuve un poquito de inesperada suerte.

—Mira, Jason —le dije—, fantasmas.

Se sentó de un salto con los ojos brotados.

Los fantasmas se le aparecieron a Nicholson en el bus —sonriendo y vestidos en trajes de color perla con un brillo misterioso, fantasmas de sus pasadas transgresiones.

—Señor Nick —dijo Jason sin aliento—. ¿Es un fantasma, señor Nick?
—Sí, Nick. Es un fantasma. Hay tres.
—¿Tres? —dijo Jason—. ¿Tres fantasmas?

De repente Nicholson aparecía de pie y gritándoles, y todos en el bus volteaban a mirar, y luego, tan pronto como habían aparecido, los fantasmas se esfumaban, y Nicholson se quedaba gritándole a nada y la gente del bus lo miraba perplejamente. Finalmente, Jason se sobó los ojos y se sentó.

—Señor Nick —dijo Jason—, ¿eran fantasmas?
—Ya se fueron, Jason —le dije—. Pero no te preocupes, volverán.

* * *

Sonia había armado toda una complicada e ingeniosa serie de alarmas y trampas en su casa. Primero recostaba un palo contra la puerta, después una pala, y encima de la puerta colgaba un gancho al cual le amarraba una campana. En el segundo piso, a manera de arma junto a la cama, mantenía un martillo. Con intervalos de algunas horas se despertaba y se asomaba por la ventana.

Comenzó a pedirme que me quedara allí casi todas las noches. Una parte de mí quería hacerlo, pero había de por medio el largo viaje en bus, el ritual de acostar-a-Jason y la falta de sueño.

—Me pareció que dijiste que más bien nos fuéramos destetando.

—Podemos hacerlo más tarde —dijo ella.

Por la noche había ruidos —el viento, los perros ladrando, vidrios que se rompían. Una noche, tocaron a la puerta. Sonia no contestó. Al ratico, un carro salió a toda velocidad.
Mientras tanto, en el otro cuarto, el niño dormía silenciosamente, sumergido en sueños de cazafantasmas y hombres vampiros.

Casi a la madrugada, lo oí gritar: —¡Yo soy solamente un niñito!

Una noche recibí una llamada. Alguien había tratado de meterse a la casa de Sonia. Ella llegó y encontró la chapa trabada, y llamó a la policía. Aunque la de Filadelfia no es renombrada por su eficiencia, en esta ocasión diez agentes llegaron en cinco minutos. Con las armas desenfundadas, cuatro se quedaron en el primer piso y seis subieron a la carrera al segundo. Pero el culpable se había escapado.

—En serio? —le dije—. ¿Diez?

—Sí —dijo ella, con ese cierto tono de voz—. Es en serio.

Sabía que ella quería que yo fuera. Luego de un rato, me ofrecí, pero el ofrecimiento fue débil, y tardío.

Cuando fui ese fin de semana, Jason tenía una sabana enrollada al cuerpo y estaba saltando en la cama gritando: —¡SU-per-niño!

Me reí, y debo de haberlo asustado, porque boleó su manito empuñada y me golpeó en el hombro.

—Hola, hombrecito —le dije—. ¿Para qué haces eso?

Después comenzó a hablar como un radio. —¿Por qué te ríes de mí?  Alguien rompió la puerta y mi mami llamó a la policía y ellos entran en mi casa y tienen pistolas, un mundo de policías, y mi mami con miedo y tú ¿por qué no aquí, señor Nick?

Pese a la frecuencia, no me acostumbraba. Solía quedarme dormido y sentía a Sonia meterse a la cama; yo me volteaba y me le arrimaba hasta quedar pegado a ella.  Ahí es cuando comenzaba a oírla susurrar. Sonaba como un canto, rítmico y bajo. No podía entender lo que decía y me daba susto. La soltaba, y me ponía a escuchar: —Sí, aunque vaya por el Valle de las Sombras de la Muerte, no temeré…

* * *

Una vez íbamos atravesando la Terminal de Reading, Sonia entrelazó el brazo, el de la mancha, con el mío y preguntó: —¿Me amas?

—Estoy haciendo todo lo posible por no hacerlo —le dije.

Mientras tanto, empecé a sospechar que ella había dejado de tomarse sus pastas. Le pregunté varias veces, pero por supuesto lo negó. De pronto yo estaba con la paranoia alborotada, pero había señales. A veces me quedaba despierto por la noche con el miedo rondándome. No me faltaba sino un mes para irme, y entonces cada vez que hacíamos el amor, yo contenía el aliento.

Al mismo tiempo, la otra parte de mí estaba escuchando el tic-tac del reloj. Yo tenía treinta y cinco. Si no era con ella, ¿entonces con quién? Si no era ahora, ¿entonces cuándo? Una voz dentro de mí me decía que nunca.

La primavera llegó. —Señor Nick —dijo Jason—. Abuelita me compró un conejito de Pascua.

Fuimos de paseo al rió Schuylkill y vimos a los remeros deslizarse por el agua. Jason, con su camiseta de Batman, escarbaba con un palito buscando lombrices.

Esa noche Sonia preparó espaguetis pero no logró que Jason comiera.

—¿Qué? —le dije—. ¡No te gustan las lombrices!
—¡Nick! —dijo Sonia.
Los ojos de Jason resplandecieron. —¿Estas son lombrices, señor Nick?
—Así las llamo yo —dije—. Mmmm, están ricas.
Jason dejó el plato limpio. Sonia sacudió la cabeza.
—Señor Nick —dijo Jason—, yo no soy un niño chiquito. Yo soy un niño grande.
—Así es, Jason —dije.
—Señor Nick, tú no eres un niño grande, tú eres un hombre grande.
Sentía a Sonia cerca, transmitiéndome calidez. —No estoy seguro de eso —dije.

Una noche, luego de hacer el amor, dije: —Cuando yo ya no esté, quiero que salgas con otra gente.

Se quedó quieta por un momento. —¿Qué te hace decir eso?

—He estado pensándolo.

No respondió.

Mas tarde ese día, me contó sobre el vestido que le había comprado. Estaba toda emocionada con eso.

—Qué bien —dije—. Déjame verlo.

—No —dijo—. Me lo iba a probar para que lo vieras, pero tú quieres que lo luzca para alguien distinto.

—Éramos tan felices al principio —dijo Sonia—. Cuando decidimos tener un niño, lo planeamos todo. Hicimos un viaje a Washington. ¿Recuerdas las fotos esas que te mostré? En ese fin de semana concebí a Jason. —Miró por la ventana hacia la planta eléctrica—. Pensé que estaríamos juntos toda la vida.

* * *

Todavía estaba oscuro cuando me llevó al aeropuerto. Tenía puesto su vestido morado. Había muchas cosas que quería decir, y muchas que no quería decir porque solamente sería peor.

Jason estaba en el asiento de atrás, con su vestido de cazafantasmas. —Señor Nick —dijo—, ¿vienes a mi casa esta noche?
No dije nada.

—No, Jason —dijo Sonia—. El no va a ir a nuestra casa esta noche.
—¿Vienes a mi casa mañana?
—No, Jason, el señor Nick se va a un viaje. Se va a ir por un largo tiempo.
Seguimos un rato en silencio.
—¿Tienes tu pasaporte? —dijo Sonia.
—Sí —dije.

Todo estaba tranquilo y oscuro. El nuestro era el único auto en la carretera. La radio estaba apagada. El viejo auto rumbaba.

Luego Jason se recostó sobre el asiento de adelante, respirándome en mi cuello, señalando con el índice. —¡Mira, señor Nick!

Por la carretera iba caminando un hombre vestido con un traje color crema. Tambaleaba un poco al andar. Posiblemente regresaba de una fiesta elegante, o posiblemente era un pipero bien vestido. Pasó bajo una luz de la calle y pareció resplandecer.

—Señor Nick —dijo Jason.
—Sí, Jason.
—¿Es un fantasma, señor Nick?
Tomé aliento y esquivé los ojos de Sonia.
—No, Jason —dijo Sonia, con una autoridad maternal que yo apreciaba. —Ahora siéntate de nuevo o te vas a caer.
Arrimamos al terminal. —¿Me parqueo?
—Así está bien.

Alguien nos estaba mirando desde otro carro —volteado desde el asiento de atrás. Me incliné y besé a Sonia, rápido pero fuerte, y allí estaba Jason inclinado hacia adelante, entonces lo besé también.

Después me fui caminando hacia las puertas automáticas. Di cuatro o cinco pasos antes de mirar hacia atrás. Cuando lo hice, ya habían desaparecido.

El otro día estaba esculcando en un cajón y me encontré un casete viejo. No estaba marcado y entonces por curiosidad lo puse a sonar.

—Habla en el micrófono —dice la voz de la mujer—, …así. —Después, ella susurra algo inaudible.

La voz de un niño: —Hola, señor Nick. ¿Cómo te parece Cowombia?

Después hay un sonido de como si se dejara caer el micrófono. —¿Señor Nick? —dice el niño—. …Señor Nick no habla.

—No, mi niño, él no puede hablar. Le vamos a enviar esto en el correo. Bueno, ahora dile adiós.

—Señor Nick? —dice el niño—, ¿Por qué no puedes hablar, señor Nick?
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* Tim Keppel es un norteamericano radicado en Colombia desde 1995. Su colección de cuentos, Alerta de terremoto, y su novela Cuestión de familia fueron publicados por Alfaguara en 2006 y 2009. Ha publicado cuentos, crónicas y reseñas en El Malpensante, Número, Arcadia, El Espectador, DonJuan, Odradek, y Revista Universidad de Antioquia, además de numerosas revistas y antologías en inglés. Creció en Carolina del Norte y recibió un doctorado en literatura en la Universidad Estatal de Florida. Vive en Cali y enseña en la Universidad del Valle. Este capítulo hace parte de su encantadora novela Alerta de terremoto.

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