Periodismo Cronopio

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CUANDO LA CULTURA HABÍA QUE SUDARLA

Por Manuel Bohórquez Casado*

Me crié en un pueblecito sevillano, Palomares del Río, de sólo seiscientos habitantes mal contados. En los años 60 del pasado siglo era todavía un pueblo blanco, más junto que una lágrima, en medio de olivares y huertas donde casi nunca pasaba nada asombroso. Hoy sigue siendo un pueblo luminoso de cal donde continúa sin ocurrir nada extraordinario, aunque sin olivos ni huertas y sin hombres del campo que charlen del tiempo y canten melódicos y sentimentales fandanguillos.

Todo el dinero lo tenían cuatro señoritos y sólo había tres tabernas, donde se expendían vino peleón y aceitunas del Aljarafe y los hombres, en ropa de faena, contaban historias y charlaban de cante, del mundo del toro y de poco más. Era un pueblo aburrido, sin duda alguna, pero donde se vivía a gusto. Había un cuartel de la Guardia Civil y un colegio muy pequeño, y el cura, don Amadeo, desarrollaba labores eclesiásticas entre Palomares y la cercana localidad de Mairena del Aljarafe.

No había donde jugar al fútbol y matábamos el gusanillo en un futbolín que había en el Bar Ricardo, en la plazoleta. En este local veíamos también la televisión los que aún no la teníamos en casa, que éramos muchas familias en aquellos años de penurias económicas. Las más pobres, claro. Para ver ‘Bonanza’, aquella serie de vaqueros que hizo historia y que no paran de reponer constantemente, dábamos una peseta y algunas veces, sobre todo en invierno, se iba la luz en todo el pueblo y nos quedábamos sin ver el capítulo de ese domingo. Y sin la peseta, claro.

Tampoco había cine; el más cercano estaba en Coria del Río, que era ya entonces un pueblo tan grande y con tantas cosas, que para nosotros era como ir a la capital. Ante la ausencia de piscina pública, las altas temperaturas de la canícula las aliviábamos bañándonos en las albercas de las huertas y en los caños de agua cristalina, donde jugábamos con las ranas y con las libélulas que planeaban buscando mosquitos.

No sabíamos quién era Aristóteles, pero sabíamos distinguir veinte clases de reptiles, lo que se podía comer y no comer en el campo y cuándo iba a llover. Nunca vimos por allí al Hijo de Dios, pero al llegar la Navidad le cantábamos villancicos y campanilleros y estrenábamos un pantalón y un abrigo en su honor. Era la única fecha del año en la que podíamos comer todos los dulces que quisiéramos, y eso nos animaba a ser muy creyentes.

Tampoco vimos nunca en el pueblo a Franco, en persona, el sanguinario dictador gallego —al que ahora quieren resucitar para dominarnos a través del miedo—, pero éramos felices cantando el ‘Cara al sol’ antes de entrar al colegio, aunque no teníamos ni idea de qué iba o qué significaba esa canción. Sigo sin tener idea, porque la verdad es que no he mostrado nunca ningún interés en saberlo.

Ante este panorama tan poco atractivo, ¿qué podía hacer un niño en Palomares del Río para adquirir formación cultural? Construirse su mundo, un mundo aparte, echarle imaginación a la vida. Y leer tebeos. Me encontré una mañana una caja de cartón llena de tebeos y aquello fue para mí como una aparición divina. Sería de algún coleccionista porque estaban casi todos los de la época: ‘El Capitán Trueno’, ‘El Jabato’, ‘El Guerrero del Antifaz’, ‘El Cachorro’, ‘Jerónimo’, ‘Pistolero’, ‘Pantera Negra’, ‘Diego Valor’, ‘El Cosaco Verde’ y ‘Flecha Roja’.

Cansado de leer en la enciclopedia escolar la historia de Viriato y su lucha contra los moros, de repasar el Catecismo por imposición clerical y de escuchar en la radio de lámparas el serial Matilde, Perico y Periquín, encontré la mejor forma de labrarme interiormente y, sobre todo, de viajar, de salir de Palomares.

Lo intenté de todas las formas posibles, subiéndome en las nubes que podía alcanzar desde el pino de Mampela y navegando en viejas puertas de madera a modo de barcazas, en las lagunas que dejaba el agua de la lluvia en los largos inviernos de entonces, que eran interminables.

Sólo conseguí salir del pueblo leyendo aquellos tebeos que me encontré en una cuneta; con ellos viajé a lejanos desiertos, conocí los peligros de la selva, aguanté malos temporales en mares embravecidos, aprendí a disparar un «Winchester», supe lo que era subirme en un globo y lo que significaba la palabra aventura. Desarrollé tanto la imaginación que, lo confieso, se me quedó el pueblo chico.

Se me ocurrió un día organizar un ejército de conejos para que combatieran contra los perros de los cazadores. El líder de los conejos de Palomares, ‘Orejón Sentado’, era amigo mío y una tarde me senté junto a él en ‘El Majan’o para proponerle un plan infalible, que consistía en dejar sin olfato a los canes. En uno de esos tebeos que leí se hablaba de que majando varios tipos de yerbas en un almirez, de las que había en los soleados campos de palomares, en las cunetas, se hacía una pasta que, ligada con agua de lluvia y meado de burras preñadas, se podía llenar una garrafa para volcarla en los caños donde solían beber los perros de los cazadores.

‘Orejón Sentado’ mostró su desacuerdo en un principio, pero al final accedió y una mañana, al amanecer, esparcimos una garrafa de la pócima mágica en los caños de todo el pueblo. Los conejos advirtieron a los demás animales del campo que no bebieran agua de los caños, sólo de las lagunas, para que no perdieran el olfato. A la mañana siguiente, día de caza, los conejos acordaron de no salir de las madrigueras, a ver qué pasaba.

Los perros trabajaron tanto, sin resultado alguno, que no pararon de beber agua de los caños. Por la tarde, conejos y perros paseaban tranquilamente por ‘El Majano’: el mejunje había surtido efecto y los sabuesos perdieron el olfato. Y un perro de caza sin capacidad de olfatear, es incapaz de correr detrás de un conejo, y mucho menos de matarlo.

Aumentó tanto la población de roedores orejones en Palomares, que tuvieron que emigrar a otros pueblos cercanos. ‘Orejón Sentado’ se quedó en el pueblo y todos los días chuleaba a los perros paseándose por el campo con su numerosa prole, con la tranquilidad con la que paseaban las parejas de novios por la calle de la iglesia. En estas cosas se entretenía aquel niño de Cuatro Vientos que hablaba con los olivos, que le contaba cuentos a los pájaros para que se durmieran a la caída de la tarde, que escondía a los cerdos para que no los degollaran en días de matanza, que le pedía a las nubes que lo sacaran del pueblo, que construía barcazas con viejas puertas para navegar por las lagunas que no iban a parar a ninguna parte, que hacía cisco con su abuelo, y que leía tebeos tumbado en los verdes trigales para, algún día, cambiar al Capitán Trueno por Cortázar y al Guerrero del Antifaz por Edgar Alan Poe.

Sin embargo, cuando decidí dejar el colegio —a los 12 años de edad— para ponerme a trabajar y poder ayudar a mi madre, el director de la escuela me dijo que sería toda la vida un miserable. Seguramente quiso decir pobre, porque ambos conceptos se confundían entonces con mucha facilidad. Ni siquiera me dieron el certificado de Estudios Primarios, a pesar de que en mi cartilla escolar destacaba en Historia. Siendo sólo un niño sabía distinguir veinte clases de pájaros, diferenciar entre la aceituna morcaleña y la manzanilla, una tagarnina de una lechugueta o cómo se hacían el gazpacho y las sopas de tomate; con sólo meterle el dedo en el culo a una gallina sabía cuándo iba a poner el huevo, si por la mañana o por la tarde; conocía decenas de villancicos y tonadillas populares, sabía quién fue el bandolero Diego Corrientes y cómo se hacía un soplillo de palma para avivar la copa de cisco o el anafe. Entonces, la cultura había que sudarla.

He sido toda la vida analfabeto, pero no inculto. La sencillez y la naturalidad son el supremo y el último fin de la cultura. Lo escribió Nietzsche, pero yo lo sé desde niño porque me lo enseñó un afilador callejero. Toda esta larga cháchara literaria viene a cuento porque de un tiempo a esta parte la única manera que tienen la derecha española y sus asalariados pregoneros, de descalificar a la izquierda, es llamándola analfabeta e inculta. Mientras sólo sea eso…
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* Manuel Bohórquez Casado es periodista, crítico de flamenco y escritor. Trabaja en El Correo de Andalucía, en Sevilla, desde hace veintiséis años, y tiene publicados nueve libros de temática flamenca. Dirige el blog La Gazapera, con gran éxito, desde octubre del pasado año 2009.

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