Invitado Cronopio

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LA CASA DE LAS CEBOLLAS

Por  José Guillermo Ánjel*

Nuestra ciudad era pequeña y daba la espalda al mar, como una señora que se marea y entonces voltea la cara buscando respirar otro aire. Las casas, plazas, calles y almacenes viejos miraban al desierto de arena frágil y rocas impasibles y enanas, ninguna más grande que un hombre.

Los vientos calientes que llegaban nos daban en la cara y en las paredes blancas y amarillas de las casas y de las edificaciones del gobierno y de D’s, detrás de las que nos guardábamos cuando había tormentas o soles intensos. Al mediodía, después del almuerzo, no había nadie por ninguna parte y era como si una enorme noche clara invadiera la ciudad vacía y tocara fuerte puertas y ventanas, pero nadie respondía a los llamados. El sol era intenso y cruel, y hacía hervir los muros, el asfalto y las piedras.

En casa, por boca de nuestras madres, aprendimos que a esas horas no se debía salir y que si tocaban a la puerta había que negar toda hospitalidad. Se hablaba de los leprosos que cruzaban la ciudad, que nadie debía mirar para no avergonzarlos por llevar tanta muerte pegada a sus vestidos y vendas. Lo único que se dejaba afuera de las casas eran tazones de barro con agua, pan y sal, para que esos leprosos se lo llevaran y D’s lo tuviera en cuenta.

Cuando salíamos, todo se lo habían llevado, menos los tazones que luego había que lavar con agua hirviente y jabón de sebo. Nunca vi los a leprosos, pero sí muchas huellas de pies desnudos que las mujeres barrían y sobre las cuales regaban encima ceniza de los fogones. En mi infancia, mis amigos y yo nos alegrábamos mucho de que ya los leprosos no estuvieran por ahí.

No sé quién diseñó la ciudad ni qué intereses tuvo para no situarla frente a las aguas, como es lo correcto cuando una ciudad tiende a ser próspera. Quizás ese fundador, del que no hubo datos claros, unos decían que fue un rey beduino y otros que un soldado romano que huía (y como no hubo claridad entonces fue como si la ciudad hubiera aparecido por si misma), no creía en el mar sino en los hombres del interior, en las caravanas y en esa sensación de lejanía que produce la arena y el aire caliente que se mueve como una serpiente, a veces enloquecida, en otras de manera perezosa, igual que un veneno.

Creo que hubo magia en la fundación de la ciudad y mucha necesidad de visiones extraordinarias, cosa que no produce el mar sino el desierto. Mi padre, mirando al puerto, decía: «allí nunca habrá un profeta». Pero las intenciones iniciales del fundador, sea quien hubiese sido, ya no se tenían en cuenta en la ciudad en que yo viví; esos primeros tiempos habían pasado y ahora las cosas eran distintas: la mayoría de los negocios estaban en el puerto, al otro lado de los barrios en los que vivíamos, porque allí las tiendas eran más prósperas y grandes debido al movimiento que generaban las llegadas de los barcos y de los pasajeros.

El puerto era ruidoso y colorido, no como nuestras casas, blancas y silenciosas, de movimiento lento, que permanecían detrás de una roca enorme que nos separaba del mar y nos hacía olvidar las aguas. Cuando mirábamos al desierto, nos invadía el olvido. Y olvidar mirando las arenas era más delicioso que fumar de una pipa narguile.

Al puerto llegaban más barcos que caravaneros, más gente de Europa y América que del horizonte amarillo ocre donde el paisaje era siempre el mismo e igual de pobre. Era como si negándonos las aguas nos negáramos la llegada de otros. Quizás esto fue lo que pensó el fundador, que con los que venían por el mar llegaba la plaga y entonces escondió la ciudad detrás de la piedra y la puso frente al desierto, en el que los viajeros eran pocos y si estaban enfermos morían antes de llegar. No querían tocar la ciudad. Los apestados del desierto eran respetuosos, los que llegaban en los barcos no. Esos querían tierra y médicos y les daba mucho terror morir. Yo vi algunos: eran verdes y azules y se aferraban a la vida invocando a todos los dioses. Y si bien sabían que ya no tenían ninguna oportunidad, porque lo malo que se hace en la vida se la cobra ella misma, la exigían mostrando su dinero.

Los médicos y los enfermeros de puerto vivían de ilusionarlos más que de proporcionarles una cura efectiva o que al menos les retardara la muerte. También las monjas, que les decían que si se convertían y rezaban habría milagros. Pero no hubo nada y entonces se morían mirando las grúas del puerto desde sus cuartos, el horizonte de aguas azules, los barcos que pasaban. Claro que esto no era corriente y si sucedía, era dos o tres casos al año.

Mi cuñado Avram era el que nos traía estas noticias y quien dijo que a muchos apestados, si no eran importantes, los mataban sus mismos compañeros de barco antes de que llegaran al puerto. Esto para que no hubiera dudas sobre la mercancía o el barco quedara en cuarentena.

En el puerto, mi padre tenía un almacén de productos ultramarinos que le enviaba un primo de Holanda al que sólo había visto una vez en un hotel de París y sólo por una hora, tiempo que le dio para conocerlo y aceptar que haría negocios con él. Mi padre hablaba del primo Isaac como una aparición a la que cada mes le escribía un informe sobre las ventas y los productos que necesitaba. De ese primo sólo supimos lo necesario para saber que existía: una dirección y una foto que envió una vez, en la que aparecía bebiendo café con unos amigos. Mi madre dijo: «ya la cara le debe haber cambiado. Ha pasado mucho tiempo desde que llegó la foto».

El almacén de mi padre era más alto que ancho, con la mercancía muy bien ordenada por origen, categoría y precio y a la entrada lucía un pequeño letrero en francés y en árabe donde se leía «Maison commerciel Franco». Y hacía vecindario con otros almacenes de árabes y franceses. También con el de un hombre de Alemania que surtía de baterías eléctricas y motores Diesel a los pueblos vecinos y a los barcos pequeños. Un poco más allá estaba el almacén de mi tío Reuvén, que vendía cables, cuerdas y velones. En este último negocio siempre hubo periódicos variados, que mi tío conseguía con la gente que llegaba en los barcos. Luego de revisarlos, los prestaba a las personas de confianza que lo visitaban, pero no los vendía sino que los acumulaba en la parte de atrás, donde dormía cuando discutía con su mujer, que era una vez por semana. Discutía fuerte y, después de la discusión, se venía al almacén y allí, para calmarse, señalaba los titulares de los periódicos y los acotaba con letra pequeña y apretada; escribía sobre lo que esas noticias significaban para él, que en ocasiones no era nada importante sino la rememoración de una sopa o de la cara de un cliente. Para ello usaba lápices de colores. Y si bien no entendía la totalidad de lo que decían esos periódicos, porque algunos estaban escritos en idiomas que desconocía, se ayudaba de las fotografías para anotar las ideas que le aparecían a la cabeza.

Mi padre decía que su hermano estaba loco y que la locura le venía de unas fiebres mal tratadas. Y de que su mujer no lo atendía como era debido, burlando lo que estaba en el contrato de matrimonio. El hombre alemán decía que eso era malo.

La ciudad era plana y más berberisca que occidental. En la historia se dice que fue destruida cuatro veces (una de ellas por los españoles), siempre quemada con pez y fuego griego. Pero las gentes la volvieron a construir sobre los cimientos, siguiendo las mismas direcciones y piedras. Y cada vez mirando más al desierto. Y esta repetición fue lo que le dio a la ciudad el espíritu que tuvo: éramos gente del calor, que hablaba tres o cuatro lenguas, apasionados y delirantes, siempre creyendo que el mundo de más allá de nuestra ciudad era una enorme burbuja de líquido amniótico de la que, en el momento menos pensado, brotaría un monstruo que devoraría valles y montañas, ríos y mares.

Siempre estábamos preparados para ser destruidos. Y así crecimos y asistimos a la muerte de muchos, concientes de que no habitábamos el mejor lugar de la tierra, pero si la única ciudad que nos permitía ser como éramos: una mezcla del desierto y de Europa, de la tierra y la luna. Y los extranjeros que venían y se instalaban, ya no se iban, como le pasó al hombre de Alemania. Claro que con los franceses era distinto. Y si bien en ocasiones los extranjeros salían temporalmente y caminaban por el mundo aprendiendo cosas que no sabíamos o viendo lo que nunca habríamos de ver, como grandes espectáculos y gente famosa, regresaban siempre a morirse en nuestra ciudad. A veces traían mujeres, algo de su arquitectura y contratos con empresas que los enriquecieron. Trajeron también grandes cantidades de comida especial para sus fiestas nacionales o religiosas. Y si no la traían con ellos, para que el calor no la pudriera, se las enviaban de más allá del mar en las fechas que indicaban.

Había días en que los muelles del puerto se llenaban con las cajas en que llegaba esa comida y los baúles con libros que consideraban necesarios para sentirse diferentes. En los libros les contaban quiénes eran ellos y cuáles sus conflictos, cómo debían entender la vida y qué hacer en caso de enfermedades desconocidas. Muchos de esos textos permanecían cerrados hasta que el calor y la humedad los torcían. Mi tío contó que algunos los botaban, otros les ponían ladrillos encima para reformarlos y después leerlos. Incluso algunos de sus clientes se los ofrecieron por poco dinero, pero Reuvén nunca compró ninguno: «los problemas que solucionan esos libros no son mis problemas», dijo. Pero con esos libros, leídos o no, los extranjeros crecieron sus casas y la memoria que repetirían los hijos. Parte de esa memoria la cantaban los hombres que animaban matrimonios y las mujeres que iban a los entierros, que eran pocos. Mi tío Reuvén había dicho: «nuestros cementerios son chicos porque aquí la vida es lenta y todo nos dura demasiado». Cuando decía esto, se reía y mostraba unos dientes largos que a veces chocaban contra una muela que tenía floja y que no se hacía sacar porque la misma naturaleza la terminaría escupiendo. Su argumento era simple: todo se daba en el momento adecuado, no había que presionar o adelantar los hechos. Esa fue su manera de pensar y de entender lo que sucedió a su alrededor. Así, en la lentitud, manejó su negocio y a los clientes. «D’s me da siempre. ¿Porqué he de pedirle lo que me dará en su momento?».
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* Este es el primer capitulo de la novela «La casa de las cebollas», publicada hace poco por la Editorial de la Universidad Pontificia Bolivariana. Memo Ánjel (José Guillermo Ánjel R.), Ph.D. en Filosofía, Comunicador social-periodista y profesor de la Universidad Pontificia Bolivariana (Medellín-Colombia). Libros traducidos al alemán: Das meschuggene Jahr, Das Fenster zum Meer, Geschichten vom Fenstersims. En la actualidad se está traduciendo Mindeles Liebe.

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