Invitado Cronopio

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ELOGIO DEL PIROPO

Por Alberto Salcedo Ramos*

En este momento eres la dueña de la acera. Tu cuerpo, ceñido por ese traje vaporoso, es un aullido del trópico. Y el balanceo musical de tus caderas anticipa el desmadre del mapalé. No existe, te lo digo sin rodeos, la mínima posibilidad de que uno te vea y voltee para otra parte, haciéndose el desentendido, silbando, como si fingiera que el mundo sigue tranquilo, como si ignorara que se aproxima un temblor de tierra. Esto no es Suiza, querida, sino el Caribe. Así que con toda seguridad los tipos que están sentados allá en la esquina, al fondo de la calle, te van a lanzar un piropo.

Defiendo, ya lo sabes, el derecho al piropo. Tienes razón cuando protestas contra los patanes que te enciman con lujuria y te dicen palabrotas obscenas. A esos bárbaros deberían imponerles el castigo de limpiar los baños de todas las cárceles de mujeres que hay en el mundo. Así que no perdamos tiempo en ellos. Pero, además, no sobra recordarte que lo que esos guaches te arrojan al pasar no son piropos. En el idioma castizo de nuestros mayores y en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, piropo es sinónimo de flor, óyelo bien. Por eso nuestras abuelas retribuían los cumplidos con aquella frase atildada que ya casi no se usa: «gracias por la flor».

Los hombres que lanzan piropos en las esquinas son, por lo general, gente del populacho. Los magnates están en otra parte, querida, en el Mar Báltico, o en Ibiza, embriagándose con sus doncellas de figurín. Si un magnate de esos te abordara en un salón de coctel, seguramente llevaría la espada desenvainada, como el matador que se apresta a dar la estocada final, porque esos monarcas son conscientes de sus ventajas y las hacen valer a mansalva. En cambio, el albañil de aquel edificio en construcción, ¿lo ves?, te suelta la lisonja sin esperar ninguna contraprestación. Él sabe que tú no le dirás: «ay, qué palabras tan graciosas: bájate rápido de ese andamio para que hagamos el amor». Simplemente quiere notificarte que existe y que te admira. El hecho de que te obsequie el halago aún a sabiendas de que no conseguirá ningún favor tuyo, es un detalle generoso, admítelo.

Los hacedores de piropos transforman la calle en un gran teatro de la picaresca: «quisiera ser bizco para verte doble». «Vete por la sombrita, mamita, que el sol derrite los bombones». Ellos no podrían elogiar tus «hombros de champagne», como Breton, ni invitarte a «florecer volando en una bicicleta», como Neruda, porque no son poetas de oficio.

Apenas son seres corrientes que dedican su chispa a la tarea diaria de matar el tiempo que nos mata. Y fíjate que aunque no han leído a tahúres del lenguaje como Ramón Gómez de la Serna, son capaces de hacer unos juegos de palabras sorprendentes: «quisiera ser tu profesor de tercero, para pasarte al cuarto». Ahora que varias calles se han convertido en focos de violencia, te pido, muchacha, entender el significado social de esos chicos que dejan de jugar fútbol para lisonjearte cuando pasas. Ellos son a la convivencia lo que Greenpeace es a la conservación de los bosques: defensores de una forma de humor que nos sirve, al fin y al cabo, para celebrar la vida.
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* Alberto Salcedo Ramos es un reportero barranquillero, reconocido como uno de los mejores cronistas colombianos de los últimos tiempos. Ha sido cronista de las revistas SoHo y El malpensante, ha publicado, entre otros libros, «De un hombre obligado a levantarse con el pie derecho y otras crónicas», «Los golpes de la esperanza» y «Diez juglares en su patio», este último en calidad de coautor. Su texto «El árbitro que expulsó a Pelé» figura en la Antología de Grandes Crónicas Colombianas, de Daniel Samper Pizano. Ha ganado, entre otras distinciones, el Premio Internacional de Periodismo Rey de España, el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar (tres veces), el Premio al Mejor Libro de Periodismo del Año (otorgado por la Cámara Colombiana del Libro) y el Premio al Mejor Documental en la II Jornada Iberoamericana de Televisión, celebrada en Cuba.

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