Invitado Cronopio

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MONDO

Por J.M.G Le Clézio*

Nadie hubiera podido decir de dónde venía Mondo. Había llegado un día, por casualidad, aquí a nuestra ciudad, sin que nos diéramos cuenta y, con el tiempo, nos habíamos acostumbrado a él. Era un chico de unos diez años, de cara redonda y tranquila y unos hermosos ojos negros algo oblicuos. Pero lo que más llamaba la atención eran sus cabellos, cabellos castaño ceniza  que cambiaban de color con la luz y que parecían casi grises cuando caía la noche.

No se sabía nada de su familia ni de su casa. Tal vez no tenía. Cuando estábamos desprevenidos y pensando en otra cosa, siempre aparecía a la vuelta de alguna esquina, cerca de la playa o en la plaza del mercado. Caminaba solo, con aire decidido, mirando a su alrededor. Todos los días se vestía de la misma manera, un pantalón vaquero azul, zapatillas de deporte y una camiseta verde algo grande para él.

Cuando se acercaba a alguien, miraba bien de frente, sonreía y sus angostos ojos se transformaban en dos brillantes ranuras. Era su manera de saludar. Cuando una persona le gustaba, la paraba y le preguntaba sin más: «¿No quiere adoptarme?». Y antes de que la persona saliera de su sorpresa, ya se había alejado.

¿Qué había venido a hacer aquí, a esta ciudad? Quizás había llegado después de viajar durante mucho tiempo en la bodega de algún buque o en el último vagón de un tren de carga que había atravesado lentamente el país, día tras día, noche tras noche. Quizás había decidido detenerse a ver el sol y el mar, las casonas blancas y los jardines con palmeras.

Lo cierto es que venía de muy lejos, del otro lado de las montañas, del otro lado del mar. Con sólo verlo, ya se sabía que no era de aquí y que había viajado mucho. Tenía una mirada negra y brillante, una piel color cobre y un andar ligero, silencioso, un poco torcido, como los perros. Tenía, sobre todo, una elegancia y una seguridad que los niños no suelen tener a esa edad y disfrutaba haciendo preguntas extrañas que parecían adivinanzas. Sin embargo, no sabía leer ni escribir.

Cuando llegó aquí, a nuestra ciudad, todavía no había llegado el verano. Hacía ya mucho calor y todas las noches había varios incendios en las colinas. Por la mañana, el cielo era invariablemente azul, vasto, liso, sin una nube. El viento soplaba desde el mar, un viento seco y cálido que resecaba la tierra y avivaba los fuegos. Era un día de mercado. Mondo llegó a la plaza y comenzó a andar entre las camionetas azules de los horticultores. Encontró trabajo inmediatamente, porque los horticultores siempre necesitan ayuda para descargar las cajas.

Mondo trabajaba para una camioneta; luego, cuando había terminado, le daban algunas monedas y él se iba a buscar otra camioneta. La gente del mercado lo conocía bien. Acudía a la plaza temprano, para estar seguro de que lo empleaban, y cuando las camionetas azules empezaban a llegar, la gente lo veía y lo llamaba por su nombre: «¡Mondo! ¡Eh, Mondo!».

Cuando la feria había terminado, a Mondo le gustaba recolectar cosas del suelo. Se deslizaba entre los puestos y recogía lo que había caído, manzanas, naranjas, dátiles. Había otros chicos que buscaban, y también viejos que llenaban sus sacos con hojas de lechuga y patatas. Los feriantes querían a Mondo, nunca le decían nada. Algunas veces, la robusta vendedora de frutas que se llamaba Rosa le daba manzanas o plátanos de su puesto. Había mucho ruido en el mercado y las avispas sobrevolaban los dátiles y las uvas pasas.

Mondo se quedaba en la plaza hasta que las camionetas azules se iban. Esperaba al barrendero, que era su amigo. Era un hombre alto vestido con un guardapolvo azul marino. A Mondo le gustaba ver cómo manejaba la manguera, pero nunca le hablaba. El barrendero dirigía el chorro de agua sobre la basura y la hacía correr frente a él como a un animal y una nube de gotas se elevaba por el aire. Hacía un ruido de tormenta y de trueno, el agua corría por la calzada y se veían pequeños arco iris por encima de los autos estacionados. Por eso Mondo era amigo del barrendero. Le gustaban las gotitas que salían volando y caían como la lluvia sobre las carrocerías y los parabrisas.

El barrendero también apreciaba a Mondo, pero no le hablaba. Además, no hubieran podido decirse gran cosa por el ruido de la manguera. Mondo miraba el largo cilindro negro que retozaba como una serpiente. Tenía muchas ganas de regar, pero no se atrevía a pedirle al barrendero que le prestara la manguera. Y por otro lado, quizá no hubiera tenido la fuerza para mantenerse erguido, porque el chorro de agua era muy potente.

Mondo permanecía en la plaza hasta que el barrendero terminaba de limpiar. Las gotitas le caían en el rostro y le mojaban el cabello y era como una bruma fresca que le sentaba bien. Cuando el barrendero había terminado, desmontaba la manguera y se iba a otra parte. Entonces, siempre había quienes llegaban y miraban la calzada mojada mientras decían: «¡Uy, mira! ¿Ha llovido?».

Después, Mondo se iba a ver el mar, las colinas que se incendiaban o iba en busca de sus otros amigos. Por aquella época, no vivía verdaderamente en ninguna parte. Dormía en escondites, cerca de la playa o incluso más lejos, en las rocas blancas a la salida de la ciudad. Eran escondites buenos, en los que nadie lo hubiera podido encontrar. A los policías y a la gente de los servicios sociales no les gustaba que los niños vivieran así, en libertad, comiendo cualquier cosa y durmiendo en cualquier parte. Pero Mondo era astuto, sabía cuándo lo buscaban y no se dejaba encontrar.

Cuando no había peligro, se paseaba todo el día por la ciudad, mirando lo que ocurría. Le gustaba pasearse sin rumbo fijo, doblar una esquina, otra, tomar un atajo, detenerse un rato en un parque, volver a irse. Cuando veía a alguien que le gustaba, se acercaba y le decía tranquilamente: «Hola. ¿No quiere adoptarme?».

Había personas que sí hubieran querido, porque Mondo parecía bueno, con su cabeza redonda y sus ojos brillantes. Pero era difícil. No podían adoptarlo así, inmediatamente. Empezaban a hacerle preguntas, edad, nombre, dirección, dónde estaban sus padres, y a Mondo no le gustaban mucho esas preguntas. Respondía: «No sé, no sé». Y se iba corriendo.

Mondo había encontrado muchos amigos, simplemente caminando por la calle. Pero él no le hablaba a todo el mundo. No eran amigos para hablar o para jugar. Eran amigos para saludar de pasada, rápidamente, con un guiño. Eran amigos también para comer, como la señora panadera que le daba todos los días un pedazo de pan. Tenía un viejo rostro rosado, muy regular y muy liso, como una estatua italiana. Iba siempre vestida de negro y con sus cabellos blancos se hacía una trenza que acomodaba en un rodete. Tenía además un nombre italiano, se llamaba Ida, y a Mondo le gustaba mucho ir a su tienda. Algunas veces trabajaba para ella: iba a llevar el pan a los comercios del vecindario. Cuando volvía, ella cortaba una gruesa rebanada de un pan redondo y se la daba, envuelta en papel transparente. Mondo nunca le había pedido que lo adoptara, quizá porque la quería de verdad y eso lo intimidaba.

Mondo caminaba lentamente hacia el mar comiendo su pedazo de pan. Lo rompía en trocitos, para hacerlo durar, y caminaba y comía sin apuro. Dicen que vivía principalmente de pan, en aquella época. Sin embargo, guardaba algunas migajas para dárselas a sus amigas gaviotas.

Había que cruzar muchas calles, plazoletas y un parque antes de percibir el olor del mar. De repente, llegaba con el viento, con el ruido monótono de las olas. En un extremo del parque había un quiosco. Mondo se paraba y elegía una historieta. Vacilaba entre varias historias de Akim y, finalmente, compraba una historia de Kit Carson. Mondo elegía Kit Carson por el dibujo, que lo representaba vestido con su famoso chaleco de flecos. Después buscaba un banco para leer la historieta.

No era fácil, porque era necesario que en el banco hubiera alguien que pudiera leer las palabras de la historia de Kit Carson. El mejor momento era un poco antes del mediodía, porque a esa hora había siempre unos cuantos jubilados de Correos que fumaban su cigarrillo y se aburrían. Cuando Mondo encontraba a uno, se sentaba junto a él en el banco y miraba las imágenes mientras escuchaba la historia. Un indio de pie con los brazos cruzados frente a Kit Carson decía:

«Han pasado diez lunas y mi pueblo no aguanta más. ¡Que desentierren el hacha de los Antiguos!». Kit Carson levantaba la mano. «No hagas caso a tu ira, Caballo Loco. Pronto se te hará justicia.» «Demasiado tarde», decía Caballo Loco. «¡Mira!» Y señalaba a los guerreros formados al pie de la colina. «Mi pueblo ya ha esperado demasiado. La guerra va a empezar y vosotros moriréis. ¡Y tú también morirás, Kit Carson!»

Los guerreros obedecían la orden de Caballo Loco, pero Kit Carson los derribaba de un a puñetazo y se escapaba a lomos de su caballo. Se daba vuelta una vez más y le gritaba a Caballo Loco: «¡Volveré y se te hará justicia!». Una vez que Mondo había escuchado la historia de Kit Carson, tomaba la historieta y daba las gracias al jubilado. «¡Adiós!», decía el jubilado. «¡Adiós!», decía Mondo. Mondo caminaba rápido hasta la escollera que se interna en medio del mar. Mondo miraba un instante el mar entrecerrando los párpados para que el reflejo del sol no lo deslumbrara. El cielo estaba muy azul, sin nubes, y las olas cortas resplandecían.

Mondo bajaba la pequeña escalera que lleva al rompiente. Le gustaba mucho este lugar. El espigón de piedra era muy largo y tenía en los bordes grandes bloques rectangulares de cemento. Al final del espigón había un faro. Las aves marinas se deslizaban en el viento, planeaban, daban vueltas lentamente, con gemidos de niño. Volaban por encima de Mondo, le rozaban la cabeza y lo llamaban. Mondo lanzaba las migas de pan lo más alto que podía y las aves marinas las atrapaban al vuelo.

A Mondo le gustaba caminar por aquí, sobre el rompiente. Saltaba de un bloque a otro, mientras miraba el mar. Sentía el viento que presionaba su mejilla derecha, que le apartaba los cabellos. El sol calentaba mucho, a pesar del viento. Las olas chocaban contra la base de los bloques de cemento y, a la luz, se veían las salpicaduras.

A veces, Mondo se detenía para mirar la costa. Ya estaba lejos, era una franja marrón sembrada de pequeños paralelepípedos blancos. Por encima de las casas, las colinas eran grises y verdes. El humo de los incendios subía en algunos lugares, dejaba una mancha rara en el cielo. Pero no se veían las llamas. «Tendría que ir a ver eso», decía Mondo.

Pensaba en las grandes llamas rojas que devoraban los matorrales y los bosques de alcornoques. Pensaba también en los camiones de los bomberos detenidos en el camino, porque le gustaban mucho los camiones rojos.

Al oeste, había también una especie de incendio sobre el mar, pero era solamente el reflejo del sol. Mondo permanecía inmóvil y sentía las pequeñas llamas de los reflejos bailando sobre sus párpados, luego continuaba su camino saltando sobre el rompeolas.

Mondo conocía bien todos esos bloques de cemento, parecían grandes animales dormidos, con la mitad del cuerpo en el agua, calentándose la espalda recostados al sol. Tenían unos extraños signos grabados en la parte de atrás, manchas marrones, rojas, conchillas incrustadas en el cemento. En la base de la escollera, allí donde golpeaba el mar, el fuco verde formaba una alfombra y había numerosos moluscos de concha blanca. Mondo buscaba sobre todo un bloque de cemento, casi al final del espigón. Iba a sentarse siempre allí, era su preferido.

Era un bloque un poco inclinado, pero no demasiado, y el cemento estaba gastado, muy suave. Mondo se acomodaba sobre él, separaba las piernas y le hablaba un poco, en voz baja, para saludarlo. Algunas veces, hasta le contaba cuentos para distraerlo, porque seguramente debía de aburrirse un poco, allí todo el tiempo sin poder irse. Entonces le hablaba de viajes, de barcos y, por supuesto, del mar y también de esos grandes cetáceos que van a la deriva de un polo a otro. El bloque no decía nada, no se movía, pero le gustaban las historias que le contaba Mondo. Seguramente por eso era tan suave.

Mondo se quedaba largo rato sentado en su escollera, mirando el resplandor del mar y escuchando el ruido de las olas. Hacia el final de la tarde, cuando el sol era más cálido, se acurrucaba con la mejilla contra el cemento tibio, y dormía un poco.

En una de aquellas tardes conoció a Giordan el Pescador. Mondo había oído en el cemento el ruido de los pasos de alguien que caminaba sobre la escollera. Se había levantado, dispuesto a esconderse, pero había visto a un hombre de unos cincuenta años que llevaba una larga caña al hombro, y no le tuvo miedo. El hombre había llegado hasta el bloque contiguo y le había hecho un gesto amistoso con la mano.

«¿Qué haces ahí?» Se había acomodado sobre la escollera y había sacado de su bolsa de tela encerada todo tipo de tanzas y anzuelos. Cuando había empezado a pescar, Mondo había ido junto a él, sobre la escollera, y había observado cómo el pescador preparaba los anzuelos. El pescador le mostraba cómo se pone la carnada, cómo se lanza, lentamente al principio y luego cada vez más fuerte a medida que el sedal se va desenrollando. Había prestado su caña a Mondo, para que aprendiera a dar vueltas al carrete con un movimiento continuo, balanceando la caña de izquierda a derecha.

Mondo quería mucho a Giordan el Pescador, porque nunca le había preguntado nada. Tenía la cara enrojecida por el sol, surcada con arrugas profundas, y dos ojos pequeños de un verde intenso que sorprendían. Pescaba largo rato en la escollera, hasta que el sol estaba muy cerca del horizonte. Giordan no hablaba mucho, probablemente para no asustar a los peces, pero se reía cada vez que atrapaba una presa. Desenganchaba la mandíbula del pez con gestos claros y precisos y metía su presa en la bolsa de tela encerada. Cada tanto, Mondo iba a buscarle cangrejos grises para usarlos de carnada. Bajaba al pie de la escollera y buscaba entre la maraña de algas.

Cuando la ola se retiraba, los cangrejitos grises salían y Mondo los capturaba con la mano. Giordan el Pescador los rompía sobre el bloque de cemento y los cortaba con una pequeña navaja oxidada. Un día, vieron en el mar, no muy lejos, un carguero negro que se deslizaba sin hacer ruido.
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*  Jean-Marie Gustave Le Clézio es un escritor  franco-mauriciano  de origen anglo-bretón. Fue galardonado con el Premio Nobel de Literatura en 2008. Fue el primero en obtener el Premio Paul Morand en 1980, adjudicado por la Academia francesa, por su novela «Desierto». En 1994 fue elegido por los lectores de la revista francesa «Lire» como el mejor escritor francés vivo. Este texto hace parte del libro «Mondo y otras historias» de la Editorial Tusquets.

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