CORTAZAR NOVELISTA
Por: Eduardo Berti*
Julio Cortázar siempre planteó con gran claridad la diferencia, a su juicio, entre novela y cuento. En numerosas entrevistas comparó a la novela con el cine y al cuento con la fotografía, aun cuando —por esas paradojas que abundan— fueron sus cuentos los más llevados al cine, incluso aquellos que ponen en acción a un fotógrafo. En otras ocasiones dijo que si una novela es un árbol (con un tronco central, es cierto, pero con profusas ramificaciones), un buen cuento debería asemejarse a una esfera perfecta o, mejor todavía, a una “máquina infalible”, como puede leerse en “Del cuento breve y sus alrededores” (Último round).
De los representantes arquetípicos del llamado “boom latinoamericano”, ninguno como él logró posicionarse con igual reputación en términos de cuentista y de novelista, ninguno con la célebre excepción de Gabriel García Márquez, cuyos cuentos y novelas (salvo la innegable primacía de Cien años de soledad) han sido valorados más o menos por igual.
Algo no tan distinto ocurre en el ámbito de la literatura argentina escrita a partir de mediados del siglo XX: Jorge Luis Borges, Silvina Ocampo, Angel Bonomini o J.R. Wilcock fueron y son clasificados como cuentistas; Ernesto Sábato o Leopoldo Marechal figuran como novelistas. Entre los primeros y los segundos, sólo contados autores, por ejemplo Aldolfo Bioy Casares o Marco Denevi, plasmaron textos de peso indudable en uno y otro terreno.
Aparte de conocer los rasgos inherentes al cuento y a la novela, Cortázar también sabía que, en términos de impacto o de alcance, el cuento siempre cargó con una reputación de “marginal”, acaso no tanto en el Río de la Plata (cuenca de cuentistas, como se acostumbra afirmar), pero sí en el resto del mundo, sin excluir España. Consultado sobre la relativamente poca repercusión de la obra de Juan José Arreola o de Felisberto Hernández (dos magistrales cuentistas cuya mirada no dista de la suya), Cortázar solía sostener que esto acaso era debido a que ambos se habían consagrado sólo de forma excepcional a la novela. “La novela es el gran medio de comunicación y de conocimiento literario”, puede leerse en una entrevista que le hiciera el periodista Hugo Guerrero Marthineitz, allá por diciembre de 1973, y recogida en el libro “Confieso que he vivido y otras entrevistas” (LC Editor, Argentina, 1995). “El lector en general, y el editor también, tienen una preferencia intuitiva por la novela”.
En los últimos años se ha instalado la opinión de que las novelas de Cortázar no han envejecido de forma tan digna o saludable como su obra cuentística (casi lo opuesto, quizá, de lo que parece ocurrir en el caso de Bioy Casares). A partir de este juicio estético, parece tentador y hasta fácil afirmar que Cortázar fue en esencia un cuentista o que sus novelas son, en definitiva, las películas de un fotógrafo. La cantidad de novelas que escribió Cortázar (y la constancia con que lo hizo) bastarían para desmentir esta idea. Sin embargo, no es menos cierto que sus incursiones novelísticas eludieron de diversas maneras los rasgos típicos del género, a tal punto que el libro paradigmatico en este campo, “Rayuela”, suele leerse todavía como un modelo de “antinovela”.
A diferencia de lo que sucede en sus cuentos, en las novelas de Cortázar la novedad formal se exhibe de modo mucho más enfático o explícito. Algo de esto quiere decir Gonzalo Garcés en su texto “Instrucciones para criticar a Cortázar” (Letras Libres, junio de 2004), deteniéndose sobre todo en “Rayuela”: “¿Obra abierta? ¿Lector activo? En realidad toda obra es abierta, todo verdadero lector ha sido siempre activo. Y sin instrucciones de ningún tipo siempre ha habido quienes lean en el orden que les da la gana. Cortázar empieza por asestarnos un tablero de dirección y en adelante las palabras «búsqueda» y «libertad» no dejan de machacar hasta asegurarse de que hemos interpretado la novela correctamente. No hay totalitarismo que no tenga la liberación por divisa”.
Acerca de Borges, Paul Auster sostuvo hace poco, en diálogo con Tomás Eloy Martínez (Diario La Nación, Buenos Aires, 11 de agosto de 2007), que “su mayor fuerza radicaba en que conocía sus límites” y que por esto mismo no se aventuró jamás a escribir una novela. La teoría no es nueva: un escritor con oficio y, de ser posible, con cierta autoconciencia suele (debe) conocer sus límites; más aún, la pericia literaria acostumbra basarse en cómo trabaja estos límites o, puesto en términos más prosaicos, en cómo se las rebusca con ellos.
Cuentista nato (cientos de veces confesó que las ideas para sus relatos solían tomarlo por asalto, “al margen de mi voluntad” o aun en “estado de trance”), más a gusto en la exploración de los misterios cotidianos que en la odisea de una épica, en los abruptos y acotados “saltos” o “pasajes” que en las extensas travesías, Cortázar no se limitó a concebir sus novelas como cuentos “alargados” (lo que se advierte, a menudo, en la obra de otros autores), ni tampoco las forjó como una secuencia de cuentos en torno a una unidad espacio-temporal (la inteligente solución, entre otros, de Ray Bradbury en sus “Crónicas marcianas”).
Existe, desde luego, el caso de “El perseguidor”, una ‘rara avis‘ por su extensión intermedia, próxima a lo que Henry James denominaba “nouvelle”. Pero en cuanto a la novela propiamente dicha, a grandes rasgos Cortázar enfrentó y resolvió sus límites (volviendo a la noción de Auster) por medio de dos estrategias primordiales: la “acción pospuesta” y el “cajón de sastre”.
El primer camino, el de la acción pospuesta, consiste en postergar cierto acontecimiento prometido o sugerido, pero en todo caso esperado por el lector, hasta un punto que por lo común excede incluso el final del libro: el relato se expande y “alarga”, sí, aunque de manera no tradicional (la estratagema incluye muchas veces la decepción o la no concreción de expectativas instaladas por la trama), y esto es lo que ocurre en las primeras novelas de Cortázar, en “Los premios” y ante todo en “El examen”. En cuanto al segundo camino: que una novela puede ser un “cajón de sastre”, un gran baúl en el que cabe casi todo, es una certera imagen acuñada por Pío Baroja y es lo que postula hasta la audacia “Rayuela”, aparte de su fragmentación, de su estructura ingeniosa y de su exhortación a un lector activo (a un lector-cómplice), todo esto en la línea de “obra abierta” que más tarde proclamaría Umberto Eco.
En simultáneo con estas estrategias, conviene tener presente que todos los libros de Cortázar no hechos de relatos ortodoxos (desde una novela nada convencional como “El libro de Manuel” o un lúdico diario de viaje como “Los autonautas de la cosmopista” hasta esos “almanaques” o libros de misceláneas que son “Último round”, “La vuelta al día en ochenta mundos” o incluso “Un tal Lucas”), todos ellos podrían alistarse dentro de lo que Juan José Saer supo identificar como “una de las tradiciones vitales de la literatura argentina»: la de las obras singulares que, de igual modo que los poemas narrativos de Juan L. Ortiz, los ensayos de Borges o el “Museo de la novela de la eterna” de Macedonio Fernández, «no entran en ningún género preciso” (ver “El concepto de ficción”, Ariel, Buenos Aires, 1998) y que, más aun, impugnaron o extiendieron los límites del “horizonte de expectativas” literarias, por hablar de lo que esperan los lectores de algunos libros o géneros.
“Hay ciertos temas que no se pueden tratar como cuentos, sino que exigen un desarrollo novelístico. Cuando se quiere ahondar en ciertos personajes o mostrar sucesivas etapas en una situación dada, el cuento no sirve”, explicaba Cortázar en la misma entrevista que le hiciera Guerrero Marthineitz, otra manera de decir que “cada expresión comunicable reclama su forma, es su forma”, como escribiese en “Sobre las técnicas, el compromiso y el porvenir de la novela”, texto originalmente publicado en “El escarabajo de oro”, en noviembre de 1965.
Lo llamativo, en la obra de Cortázar, es que el novelista y el cuentista (con todo lo artificial de esta división, máxime al tratarse de alguien que hablaba de “la bancarrota de los géneros”) plantean diferencias que sobrepasan los matices lógicos o “naturales” entre un género y otro. Por supuesto que sus cuentos tienden a limitarse a un hecho central y no a una pluralidad de incidentes; por supuesto que sus novelas causan la ilusión de estar ocurriendo en presente, mientras que los cuentos parecen rescatar hechos pasados. Esto podría aplicarse sin problemas a la obra de muchos otros escritores. Sin embargo, hay una diferencia específica entre el Cortázar cuentista y el novelista: los personajes y narradores del primero parecen contemplar el mundo como si no lo entendieran (incapaces de descifrar la compleja y absurda pesadilla de la cotidianeidad), mientras que los personajes de sus novelas tienen mil y un teorías a boca de jarro. Expresado de otro modo: la desconfianza ante las certezas aceptadas por consenso social puede asemejarse, pero la respuesta no es idéntica.
En los cuentos de Cortázar, se sabe, el “extrañamiento” es moneda corriente y acaso la manifestación de que las cosas podrían ser de manera distinta; que las convenciones son provisorias, arbitrarias. “Siempre he sabido que las grandes sorpresas nos esperan allí donde hemos aprendido por fin a no sorprendernos de nada”, reza “Del sentimiento de lo fantástico” (texto de “La vuelta al día en ochenta mundos”). Cuando se habla de “extrañamiento” cortazariano, suelen citarse algo de memoria los mismos ejemplos. Tanto en las “Instrucciones para subir las escaleras” (“Historias de cronopios y de famas”), como en “No se culpe a nadie” (el cuento del hombre que no termina de ponerse su pulóver), un acto banal, algo que bien podría cumplirse de manera irreflexiva, es explicado o ejecutado de forma tan minuciosa que acaba por desfamiliarizarse. Esto, huelga decir, es “Cortázar básico”, pero conforma en simultáneo una de las reglas doradas del llamado “neofantástico”. En estos casos, como creía Bioy Casares, lo fantástico se halla menos en los hechos que en el “razonamiento”, más en el sujeto (en el hombre) que en lo “fantasmal” o en las así llamadas “fuerzas ocultas”.
Muy revelador resulta, ahora bien, cuando Cortázar obra al revés: cuando en lugar de complicar o “extrañar” un hecho habitual, familiariza un hecho excepcional. Es el caso de un cuento como “Los amigos”, incluido (lo mismo que “No se culpe a nadie”) en su libro “Final del juego”: un hombre debe matar a otro que años atrás fue su amigo. Todos hemos subido y bajado una escalera, todos nos hemos puesto un pulóver, pero matar es otra cosa. En un texto convencional, este solo punto de partida hubiese planteado un conflicto: ¿cómo asesinar a alguien, mucho menos a una persona que hemos querido bien? Lo inquietante de “Los amigos” es que el personaje central no siente el mínimo remordimiento. Se ha vuelto un asesino a sueldo y se ha deshumanizado hasta convertirse en una máquina de matar, hasta perder su nombre (Beltrán) y pasar a ser, dentro de la “organización”, el Número Tres. Si algo sorprende al Número Tres son los detalles “técnicos” de la orden que ha dado el Número Uno: el lugar y el horario escogidos para el crímen. Tan sólo eso.
“Los amigos” no es un cuento fantástico ni busca serlo. No obstante, en sus pocos párrafos no únicamente tropezamos con la óptica del “extrañamiento”, sino que en su desenlace Cortázar echa mano a un ardid que es todo un sello en su obra cuentística: el “salto al otro lado”. Vladimir Nabokov, tan aficionado a ponerle nombres ajedrecísticos a las tácticas narrativas, habría hablado quizá de “enroque”. El asesino, escribe Cortázar en el final de “Los amigos”, piensa de pronto (y son las palabras finales del cuento) “que la última visión de Romero había sido la de un tal Beltrán, un amigo del hipódromo en otros tiempos”. La misma cosa se detecta en “Axolotl” (cierto hombre mira hechizado a los peces, pero al final hay un cambio de perspectiva y vemos al hombre desde el interior de la pecera) y hasta ocurre con variantes en “La noche boca arriba” o en “Las puertas del cielo” y sus “zonas de pasaje” (“vasos comunicantes”, perfiere decir Mario Vargas Llosa): sus saltos temporales y geográficos de París a Buenos Aires y viceversa.
¿Qué indica o confirma un cuento como “Los amigos”? Que la diferencia entre el Cortázar novelista o el cuentista no yace en que el segundo sea “fantástico”, como varias veces se ha dicho. Toda la obra cortazariana, sin distinción de géneros, se opone “a ese falso realismo que consiste en creer que las cosas pueden describirse y explicarse como lo daba por sentado el optimismo filosófico y científico del siglo XVIII, es decir, dentro de un mundo regido más o menos armoniosamente por un sistema de leyes, de principios, de relaciones de causa a efecto, de psicologías definidas, de geografías bien cartografiadas”. La diferencia radica, más precisamente, en que la desconfianza hacia lo “normal”, “usual”, “real”, o como quiera etiquetarse, se manifiesta de forma distinta en los cuentos o en las novelas. Y en que ello es el fruto de estrategias también distintas, de narradores diferentes: terceras personas de amplia omnisciencia en las novelas; puntos de vista, en los cuentos, más limitados a una primera persona o a lo que el propio Cortázar (en “Del cuento breve y sus alrededores”) definió como una tercera persona que funciona como “primera persona disfrazada”, o sea, una perspectiva focalizada en un solo personaje (es el caso, justamente, de “Los amigos”).
La abundancia de puertas condenadas es una poética que define más al cuentista de la escala minúscula y de la perspectiva restringida, que al novelista de los vastos espacios urbanos (el París de “Rayuela”, el Buenos Aires de “El examen”) y de las múltiples teorías. Quizá no sea casual, por lo tanto, que en la novela que a criterio actual ha soportado mejor el paso del tiempo (“Los premios”) pueda encontrarse un elemento espacial, como la misteriosa popa del barco, que remite al universo de los cuentos, a ese “otro lado” oscuro e ignoto de “Casa tomada” o a la “pieza de al lado” del cuarto de hotel de “La puerta condenada”.
En la misma entrevista con Guerrero Marthineitz, Cortázar indica que se “embarcó” en la escritura de una novela toda vez que sintió la “necesidad de hacer un viaje largo”, dado que los cuentos suelen equivaler a “pequeños cruceros”. El verbo (embarcarse) es por lo menos curioso, si se piensa que la primera novela que publicó (“Los premios”) giraba en torno a un prometido crucero marítimo, que la historia de “El examen” desemboca en otro barco y que su partida a Francia (punto de inflexión decisivo en su vida y su obra) significó un cruce océano: mitad partida y mitad regreso, puesto que su nacimiento, algo por azar, se había producido en Bruselas.
“Los premios”, primera novela publicada por Cortázar, data de 1960. La segunda, “Rayuela”, es del año 1963. Antes de ambas, había dado a conocer tres libros de cuentos (“Bestiario”, 1951; “Final de juego”, 1956; “Las armas secretas”, 1959) que lo consagraron como un maestro de la forma breve. El rescate en 1986, tras su muerte, de una novela inédita llamada “El examen” (y de un libro complementario a ésta, el “Diario de Andrés Fava”) no únicamente obligó a otra lectura de esta cronología (ahora ya no sería un Cortázar ciento por ciento inmerso en el cuento el que se pronto se “embarcó” en dos novelas, a comienzos de los años sesenta), sino que instaló además un nexo impensado y un antecedente clave entre “Los premios” y “Rayuela”, entre la estrategia de la “acción reportada” y la del “cajón de sastre” (Carlos Fuentes llegó a hablar de “caja de Pandora” al referirse a Rayuela).
«El examen” narra una historia falsamente simple: dos jóvenes estudiantes de letras (Juan y Clara) forman una pareja y, mientras se pasean por Buenos Aires la víspera del examen final de su carrera universitaria, se encuentran con su amigo Andrés Fava, poeta, con su compañera Stella y con un quinto miembro del clan, un periodista al que apodan simplemente “el cronista”. Las calles, los cafés y los rincones de Buenos Aires son palpables en la novela (es el «amor por las ciudades”, característico en Cortázar): Tribunales, el Luna Park, la plaza de Mayo, el parque Centenario, etc. Buenos Aires aún es recorrida por tranvías y la gente usa el pelo engominado, pero no estamos en una novela ciento por ciento realista. A diferencia de tantos cuentos suyos donde lo extraño aparece con gran sutileza, como una grieta de la “normalidad”, en “El examen” lo realista se resquebraja por obra de fenómenos inexplicables y no lejos de lo alegórico. Una bruma inquietante, una neblina que acaso no es neblina “sino otra cosa”, cubre la ciudad y el gobierno está efectuando unos análisis científicos al respecto: otro examen, por así decirlo, cuyo resultado jamás verá la luz. En simultáneo, una epidemia de hongos se ha declarado a causa de la humedad y amenaza a los libros y a los empleados de la librería El Ateneo, lo que conduce a Andrés Fava a reflexionar que un libro puede morir como un hombre.
“El examen” se vincula con “Los premios” porque en sus páginas se plasma el mismo mecanismo de “dilación” que tanto emplease Kafka y que Borges destacara en El desierto de los Tártaros, la gran novela de Dino Buzzati; en éste último, así como en el Beckett de “Esperando a Godot”, como metáfora de absurdo y vacío; en Kafka, se ha sugerido, como metáfora de Dios. Del mismo modo que en “Los premios” había un objetivo inalcanzable (el viaje en barco), aquí jamás tendrá lugar el examen al que Juan, uno de los pesonajes principales, tilda de “punto fijo” o de meta a la que dirigirse. (Otra hipótesis: mientras que en las novelas de Cortázar los personajes van en busca de los acontecimientos, en los cuentos suelen ser los acontecimientos los que atropellan a los personajes en el marco de sus rutinas).
Joaquin Roy (Julio Cortázar ante su sociedad, Editorial Península, Barcelona, 1974) ha dicho que el tema preponderante en las novelas de Cortázar (y no tanto en sus cuentos) es «la autodestrucción de una sociedad (la Argentina) que cree bastarse a sí misma». El examen calza bien en esta observación de Roy: ha llegado el día de la prueba final y las aulas están bajo llave. No hay profesor alguno, se oyen explosiones y dos hombres que trabajan en la Universidad descuelgan un cuadro. Un poco más tarde, de nuevo en la calle (y tras haber visto, refugiado en un café y muerto de miedo, al profesor que debía tomar el examen), los estudiantes chocan contra una estampida humana en avenida Córdoba. Suenan silbatos. “Sálvese quién pueda”, exclama alguien. ¿Una manifestación? Clara no está tan segura de ello. Unas personas cargan a un herido que ha de morir delante de los protagonistas. Imposible llamar a una ambulancia. Los teléfonos no funcionan.
¿Existe un personaje central en «El examen»? Podría proponerse a Clara, destinataria del amor de Juan, de Abel y hasta del propio Andrés Fava. Al igual que Morelli en «Rayuela», Andrés Fava es aquí el gran alter-ego de Cortázar. Verdad que el autor desliza sus opiniones personales en boca de casi todas sus criaturas, pero el recorrido de Fava es el suyo: el descubrimiento de «Opio» de Jean Cocteau, de Mallarmé y de John Keats, y hasta ciertos guiños no tan discretos a André Gide, cuya novela “Los monederos falsos” (publicada en 1925) es uno de los libros que más se citan al abordar el asunto de los posibles precursores de “Rayuela”.
Por “El examen” sabemos que Fava lleva un diario. Se trata, claro está, del “Diario de Andrés Fava”, publicado de manera póstuma y en un volumen aparte. Ahora bien, si se sumase este diario a la novela, si se publicase al final, no estaríamos nada lejos de la forma de “Rayuela” y de uno de los efectos principales que esta forma suscita, como bien apuntara Benedetti en el breve ensayo antes mencionado: la posibilidad de leer ambas historias según dos perspectivas: la primera, como si fuesen “novelas objetivas” (sin los “diarios” o los “fragmentos adicionales” que funcionan, en cierto aspecto, como monólogo interiores); la segunda, como si estuviéramos ante “novelas subjetivas”.
Demasiados estudios consignaron ya los parentescos entre “Rayuela” y Macedonio Fernández, el innegable maestro de Borges. Uno de los proyectos más originales de Macedonio fue el de una novela con una “cara mala” (“Adriana Buenos Aires”) y una “cara buena” (“Museo de la novela de la eterna”). Multitud de factores desunieron ambas novelas, las que fueron publicadas tras la muerte de Macedonio con casi siete años de intervalo entre una y otra. En la primera, en el primero de los cincuenta y tantos prólogos que la constituyen, se hace mención a cierta novela desordenada por el viento y se invita al lector a que “colabore” a armar o rearmar el texto. En su “Rayuela”, Cortázar no únicamente renovó esta invitación. También logró concentrar en una obra lo hasta entonces desunido: las dos caras de Macedonio, claro está, pero también las dos caras (en su momento, oscuras) de “El examen”.
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* Eduardo Berti nació en la Ciudad de Buenos Aires en 1964. Autor también de libros periodísticos y de documentales televisivos («La cueva», «Rocanrol»), su obra literaria ha sido unánimemente elogiada, desde su libro de relatos Los pájaros, hasta las recientes novelas Agua y La mujer de Wakefield. Agua recibió también el elogio de la crítica española, y fue recientemente publicada en Francia. Fue periodista cultural en Paris y corresponsal de Rolling Stone. Fue guionista de la película Nordeste, dirigida por Juana Solanas. Fue colaborador de diversos medios escritos, como «El Porteño», «Página/12» y «Clarín».