Invitado Cronopio

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LA PUERTA DE LOS ROSACRUCES

Por Joaquín Albaicín*

Alphonse Jobert alcanzó notoriedad en 1905, cuando habló al periodista que le entrevistaba sobre un edicto de Richelieu prohibiendo la fabricación de metales preciosos y su venta, y de cómo, en aplicación del mismo, un amigo suyo, alquimista como él, había visto su oro confiscado cuando fue a venderlo a la Casa de la Moneda y admitió haberlo elaborado por sus propios medios. ¡Sorprendentes declaraciones! Jobert se volatilizó de la faz de la tierra en torno a 1918, después de haber realizado en público varias transmutaciones de plomo en oro y plata.

Pensando en esa desaparición de Jobert, cae uno en las muchas veces en que se ha preguntado si esas mujeres de alto voltaje que, cuando parecen estar a punto de rozar la absoluta perfección carnal, hacen mutis para siempre por el foro de la pantalla sin que nadie se pregunte por ellas desaparecerán debido a iniciar la curva de decadencia física que las aleja del interés de los productores o, por el contrario, por haber sobrepasado el colmo de su hermosura y haberse convertido en puro Mercurio Filosófico, como culminación de un proceso similar al seguido por los Adeptos de la Alquimia o Arte Real.

¿Qué fue, por ejemplo, de Valery Kaprisky o Mathilda May? Nos gustaría saberlo. También Nastassja Kinski —acaso por sus raíces egipcias— nos ha parecido siempre una excelente cristalización de sustancias alquímicas, una belleza tremendamente filosofal, por supuesto que empleando el término en un sentido literario, un poco como lo hace Anthony Bourdain al señalar que: «Cuando los chefs dan lo mejor de sí mismos, les gusta considerarse alquimistas…»

Lo que hay detrás del espejo o, mejor dicho, qué es lo que realmente éste muestra, se lo preguntaron Lewis Carroll y Henry Corbin, o el propio Kepler cuando, escrutando los cielos en busca de la Estrella de los Magos de Belén, se buscaba a sí mismo. Algunos continúan aún contemplando las láminas del Tarot como no otra cosa que un espejo revelador, vislumbrando al tiempo, en las dos columnas que flanquean la entrada al Templo de Salomón, las alzadas antes del Diluvio en «Siria» y «Etiopía» a fin de preservar sobre sus fustes la Sabiduría del Ayer. Se trata, en suma, de dar —en el espejo, en el naipe, en el doble fondo de la columna— con una Puerta tras la cual Valery Kaprisky nos espere cual perra Corascene en una tina hermética, en ese baño de sales bautizado «María» en honor de la alquimista hermana de Moisés. A veces, claro, hay decepciones. Un amigo mío, por ejemplo, sueña a menudo: «Al despertar, tengo un hambre horrible. Entro en la cocina y choco con un queso del tamaño de un armario…»

Esta Puerta esencial hacia el recinto donde aguarda la tina hermética se abrió por última vez para Occidente hace ahora 387 años, cuando en la canícula de 1623 aparecieron en algunas paredes de París los carteles de la Hermandad de la Rosa+Cruz, con esta proclama: «Nosotros, diputados del Colegio principal de los Hermanos de la Rosa+Cruz, tomamos morada visible e invisible en esta ciudad por la Gracia del Altísimo, hacia el que se vuelve el corazón de los Justos. Enseñamos sin libro ni máscara a hablar toda clase de lenguas de los países donde queremos estar, para liberar a los hombres, nuestros semejantes, de errores de muerte». Los integrantes del este Colegio Invisible advertían al lector que «si su voluntad es vernos únicamente por curiosidad, nunca comunicará con nosotros; pero si la voluntad le lleva realmente a inscribirse en el registro de nuestra confraternidad, nosotros, que juzgamos los pensamientos, le haremos ver la verdad de nuestras promesas, de tal modo que no damos la dirección de nuestra morada, ya que los pensamientos unidos a la voluntad real del lector serán capaces de hacer que nos conozca y de que le conozcamos».

No es de extrañar, a la luz de estas palabras, que la inmensa mayoría de los «autores» de los tratados herméticos de solera no sólo sean personalidades de incierta historicidad, sino que firmaran sus obras con el nombre de un Adepto prestigioso del pasado o con nombres simbólicos, como Basilio Valentín («Oro Sano Bendito») o Iraeneus Philaletha («El Pacífico Amigo de la Verdad»). Es el caso también de los libros de la saga del Grial, atribuidos a Flegetanis (Felek-Thâni: «Segundo Cielo»), o de ese Preste Juan inidentificable por los eruditos, rey de la Alta Montaña de las Indias donde el alquimista ha de viajar. Compárese, por cierto, la antedicha declaración de principios con la prodigalidad con que las contemporáneas hermandades presuntamente «rosacruces» informan de su domicilio social, apartado de correos y número de fax.

Nueve años antes de la difusión de los carteles había sido publicado un opúsculo (Fama Fraternitatis) donde se recoge la historia de Christian Rosenkreutz y se llama explícitamente a seguir la senda de la palingenesia, de la restauración del estado adámico primordial. De la misma época es Confessio Fraternitatis, en cuyas páginas nuevamente encontramos la advertencia: «Pretendemos rotundamente que nuestros arcanos y nuestros misterios no alcancen nunca al común de los hombres. (…) Nadie, a menos que posea los ojos del águila, puede vernos ni reconocernos». Completa la trilogía esencial ‘Las Bodas Alquímicas de Christian Rosenkreutz’, cuyos vínculos con el Tarot han sido justamente señalados por Julio Peradejordi, y que precede en sólo un año a los ‘Emblemas Rosacruces’ de Daniel Cramer.

Estos textos brotan en una época en que el racionalismo rampante se autoproclama sobre las cenizas de Giordano Bruno, único sistema de comprensión de la realidad, e inicia una campaña de execración de las ciencias tradicionales en el marco de una auténtica conspiración (porque, como señalara Culianu, la ciencia moderna surge precisamente cuando no es necesaria y pese a que «no existe absolutamente ninguna razón para dudar de la confianza general que –las ciencias tradicionales– inspiraban en la época»).

Procede recordar la aparente relación entre las publicaciones antedichas y las conjunciones de planetas anunciadas por los astrólogos para 1484 (fecha de la «muerte» de Christian Rosacruz) y 1604 (año del descubrimiento de su tumba). Diversos vigías del firmamento anunciaron, en efecto, para la primera de estas fechas una conjunción de Júpiter y Saturno en Escorpio que señalaría el alumbramiento en Alemania, país regido por este signo, de «un pequeño profeta que interpretará excelentemente las Escrituras y también ofrecerá respuestas con un gran respeto por la divinidad y conducirá las almas humanas hacia ésta», pero que también «pronunciará a menudo mentiras y le quemará la conciencia» y «será la causa de grandes efusiones de sangre».

En buena lógica, los ojos se tornan hacia Lutero, cuyo nacimiento coincidió con la gran epidemia de sífilis vaticinada también para aquel año por el astrólogo de Maximiliano de Austria. La difusión del mensaje del Colegio Invisible parece erigirse, en este sentido, a modo de contrapeso cósmico a los errores del pequeño profeta. El mismo hecho de que el transcriptor de los textos, Johann Valentin Andreae, fuese luterano, invita a reconocer en el tañido del llamamiento rosacruz la campana de la verdadera Reforma espiritual y, de hecho, según la ‘Fama’, cuando Rosenkreutz llegó a Oriente, «los sabios no lo acogieron como a un extranjero, sino como a alguien cuya llegada esperaban desde hacía mucho tiempo». Es también significativo que el Papa Inocencio VIII, cual Herodes renacentista, promulgue la bula que desencadenará la caza de brujas sólo diez días después de producirse la conjunción citada. En cuanto a 1604, una estrella nueva —comparada por Kepler con la que guió a los Tres Magos de Belén— surgió ese año en Sagitario, donde se hallaban reunidos Júpiter y Saturno, extendiéndose la creencia de que se produciría una renovación general y completa del mundo, particularmente en el plano religioso. El descubrimiento paralelo de la tumba de Rosenkreutz —como su «muerte» en 1484— es símbolo, en efecto, de un nacimiento, pues toda muerte iniciática es una muerte únicamente cara al mundo profano.

Los Rosacruces se consideraban precursores y anunciadores de la venida del Espíritu Santo, que habría venido siendo preparada desde antes de la aparición de los manifiestos del Colegio Invisible por varias academias secretas. Raimon Arola, en la perfecta guía para estos tiempos de disolución que es su obra ‘La Cábala y la Alquimia en la tradición espiritual de Occidente’, se detiene en particular en ciertas sociedades venecianas, una de las cuales —la Voarchadumia, «escuela donde se enseñaban y practicaban los misterios herméticos»— habría sido fundada precisamente en torno a 1484. Fue en el siglo XVII, tras la Paz de Westfalia, cuando los Rosacruces se retiraron definitivamente a Asia. ¿Volverán? Difícil, antes del Fin de Ciclo. Ya ni siquiera Oriente es seguro. Se ataca incluso el mausoleo de Alí, quien, en palabras de Mahoma, es la Puerta a la Ciudad de la Ciencia… Recemos porque alguien haya previsto una salida de esta trampa y nos llegue pronto el baño María, que buena falta nos hace.
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* Escritor madrileño, perteneciente a una familia de artistas de raíces gitanas. Entre sus siete libros publicados se cuentan La serpiente terrenal (Anagrama), Gitanos en el ruedo (Espasa Calpe) o En pos del Sol (Obelisco). Sus artículos han aparecido en diarios como ABC, El País y Reforma (de México) y revistas como El Europeo, Letra y Espíritu, Vogue y The Ecologist.

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