Acronopismos y otras delicatessen Cronopio

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JUAN CARLOS ONETTI: HIPERTELIA FEMENINA SUMATORIA

Por Manuel Cortés Castañeda*

«Sé qué va a pasar.
No sé cómo va a pasar.
Si supiera cómo va a pasar
no lo escribiría».
(Juan Carlos Onetti)

A pesar de que ya ha pasado mucho tiempo del dominio del post–estructuralismo y sus epígonos, la crítica (esa nueva ideología) aún nos tiene acostumbrados y obligados a la elección de un determinado modelo de análisis literario, cuando de entender una obra de arte se trata. La academia insiste y persiste en la necesidad de un marco teórico con sus respectivos imperativos categóricos ineludibles, si no queremos pasar por inconsistentes–impresionistas cuando reflexionamos sobre un texto; y por supuesto que al emparedado no le deben faltar sus verdades a priori y, lo que es más amargo, limitaciones estilísticas y toda clase de entelequias conceptuales por lo general de préstamo de otras disciplinas. Tanto así que lo poco o nada que se puede decir de una obra de arte se pierde en medio de las citas recurrentes y la palabrería neo–estructural y/o postnovísima. La verdadera finalidad de la crítica se ha desvanecido en los módulos cognitivos… ya no se trata de iluminar ciertos aspectos de la obra para facilitar su lectura y acceso a un público más amplio. O de participar del momento creador tan remilgo al determinismo y sus deidades de turno. Al contrario, se trata de oscurecerla y de convertirla en feudo propio, en meretriz–mal–pagada de todo tipo de facultades y categorías. De ponerla al alcance de unos cuantos elegidos que de tanto esplendor la sustituyen y la sepultan en el entramado monocorde de una nueva verdad… «y era tanto lo que el sabio sabía de la obra que esta desapareció para dar paso a esa nueva sabiduría y el creador avergonzado de su vista miope regó la tinta y se puso de rodillas frente al espíritu puro».

Por otra parte, no se trata solamente de ponerse al servicio de un determinado sistema de encauzamiento, como bien lo decía Foucault. Hay otros panópticos que podemos adquirir a cuotas en el mercado. Hay que someterse, antes de someter a la obra, a la férula de las verdades preconcebidas. Hay que caer primero aplastados por la intertextualidad, ya que, sin la historia previa del síndrome o el síntoma, sólo nos es posible el pez por la cola, incluso si se tiene agallas. Hacer caso a los prototipos, arquetipos y estereotipos del saber, sean estos cual sean, incluyendo el imaginario popular y los paquetes reduccionistas del inconsciente colectivo y sus patrones sumatorios, es moneda de incalculable anticuario, pero el único camino posible si se quiere acceder al texto, dicen los que saben. Caer de antemano prisioneros del mito que nos ha obligado a actuar objetiva y subjetivamente dentro de determinadas celdas–coordenadas, cada vez más ajenas a la dinámica de no ser —que nos permite al menos aspirar al ser—, sigue siendo nuestra única butaca en la historia, o su final… para saber, al fin de cuentas, que ni siquiera lo otro somos, a pesar de Rimbaud y sus ciudades futuras: «no soy no yo, ni tú, ni nadie», y que Sócrates se atragante con su hiper–realismo y sus discípulos futuros.

Así que en cuanto a mi tema en cuestión, Onetti–personaje y las mujeres, o las mujeres–Onetti–autor tendría, obligatoriamente, si quiero tener un hueco en los cánones de la tolerancia infra–intradiegética o extradiegetica textual, y pasar la prueba de la caverna y su ojo sincrónico… tendría, repito, que hacer mi inventario requerido de módulos existenciales femeninos, antes de meter las narices en el placer del texto que tantas cosas nos dice y a la vez se calla, —o se las pasa por la faja—. Indudablemente que la lista sería interminable; más aun, en este océano de especialidades y especialistas, ya que puñados de verdades preestablecidas e iconos, inundan nuestra respiración de patas a cola. Lo primero sería subrayar–señalar, pensando en esos que leyeron «Los adioses» (libro que me da la pauta para este trabajo) sin leer entre líneas, esa verdad de Perogrullo que hace de la mujer la mensajera de la muerte y punto. Afortunadamente solo en lengua–romance la muerte es femenina, sino todas las mujeres por natura estarían en la cárcel pagando asesinatos imaginarios. La hija predilecta de Caronte sin barcaza y de su Hades demasiado infectado con nuestra personalidad y los cursos que los sabios nos ofrecen en los claustros como si se tratara de un seno torturado por la canícula de los cuentos de Rulfo («Qué leer y cómo leer sería un buen comienzo»). Y dejemos a la lista su quehacer.

La mujer como símbolo del arte, como su fuente de inspiración. Ese blanco donde señala el espolón neurótico de la estética y su creador. Ese fantasma nietzscheano que se nos muestra, o creemos que, y que en el fondo no es más que pura ilusión. Sea esta (la ilusión) la de Mallarme, o la de Blanchot o la de tantos otros alquimistas que se creen con la panacea en la mano y lo predican, solo para predicarse a ellos mismos. La mujer como devoradora, como la piedra en el zapato del otro que aún no ha compartido la manzana y ni siquiera las bondades de la serpiente del vecino. La mujer como retrato de una naturaleza bífida y más que anímica, anémica; en una de las cabezas la paz de un paraíso inexistente y en la otra la fuerza telúrica de los poemas de Neruda. La salvadora: la guía ambidextra que nos conduce a la colmena y a los corderillos que tanto gustaban a Salomón. La luz a tiempo en las tinieblas de Conrad y las patadas de ahogado de Maqroll. La mujer como ilusión. Lo intocado–intocada. El eco de la perfección que se nos revela y desvela y se desviste, pero que no se nos entrega. La madre virgen o viceversa. La diosa que todavía habita en la madre devoradora de sus hijos. Y como contraparte, la loca agazapada, hambrienta de carne que es capaz de todo por suplantar a cronos y hacerse como sea con su virilidad. La Proserpina de todos los días que justifica a Luperco y a los que hacen del deseo el agujero negro de todos y de todos los días. Y qué decir de la mama grande que desplaza a la divinidad de su génesis y se echa a sus hombros la tarea de Atlas, alimentándose cuando más de los rezagos del sacrificio, ya que de ella depende que sigamos cocinando nuestro centro–tropos–antro. La puta–zorra–loba tan justificada y vieja y tan sagrada en el baile del comercio y pare de contar. Lo demás que aparece en la lista, que lo transfigure el ciclo menstrual del cual todavía dependen los ciclos de la luna y, por ende, nuestro carácter tan Unamuno y tan carácter y tan Gasset de los pueblos y sangre y sol y monotipo. Y que detrás de todo gran hombre hay una gran mujer… y en el corazón de toda obra que cuenta, la verdad de la fémina. Cosa absurda en estos tiempos, ya que la clonación nos convierte a todos en lo mismo y en nada; copias infames de un calco infame.

Onetti no come de ese plato tan múltiplo y a la vez tan uno y único. La dinámica de la imposibilidad y de la impermanencia, —o mejor sería decir, su desesperanza—, alimenta toda su obra. Como en los mejores textos barrocos, la narrativa de Onetti tiende al vacío sin glorificarlo y sin la parafernalia de un horror excesivo. No un vacío como sello de esterilidad y de entropía, sino más bien, como símbolo de un placer que no se conforma con el objeto encontrado y gozado, sino que lo pierde, lo trastoca, lo niega o lo fragmenta para que el impulso que busca la materia y su forma, amparado en la contradicción, se intensifique, se desarticule y la palabra, una vez mas, náufraga, sueñe con un lugar que no fue suyo y, quizás, ese barco que nunca pudo ser su naufragio. En Onetti como bien dice Carlos Maggi al hablar del «Astillero», donde «siempre pasa algo que se pudre y se deshace… un gran desgano una desesperanza». O en palabras de Larsen «el aire oloroso a humedad, papeles, invierno, letrina, ruina y engaño». A decir verdad, aunque en la narrativa de Onetti todo pasa, nunca sabemos a ciencia cierta lo que pasa o está pasando.

También podríamos aplicar esta premisa a las mujeres que abundan en su obra. No son entidades absolutas con unos determinados atributos o características. Son, mas bien, para decirlo en palabras de Deleuze, «agenciamientos–rizomas». Potencias o impulsos en dispersión que a la vez que se hacen se deshacen, o se trasforman, se «pudren» en un juego unas veces sutil y otras peligroso y perverso. Algo que a pesar de su plena existencia todavía no es. Y si son o están, son siempre otra cosa que no aparece en el texto. Estados alterados. Ironías infames. Imaginación desbordante a la deriva. Fuerzas que a pesar de encarnar una forma no se acomodan a la misma, sino que la desbordan y la trasmutan en el tejido amorfo de la sensibilidad y la neurosis. Mas que mujeres son un aire, una atmósfera «un animal sufriente que ronda detrás de cada frase; poderoso, sensible, derrumbado» (Carlos Maggi). Y valga un paréntesis para acotar que es eso, precisamente, la hipertelia, que en Onetti nada tiene que ver con el travestismo en sus acepciones establecidas y tanto recurridas por los mensajeros de la «libertad» y de las nuevas escuelas del saber. Hipertelia que es una necesidad permanente de hacerse o estar otro ya que no ser: el mismo, pero siempre otro, en una especie de juego perverso de sustituciones, simulaciones y trampas narrativas…: «el organismo rebasa sus propios limites, desborda su propia función, transgrede al movimiento que define su propio objetivo, al proyecto que supera su propia finalidad… sacar del archivo de lo imaginario lo más crudo, el cuerpo fragmentado, volver a la dispersión original que luego forma una unidad no sin ostensibles artificios…»(Martín Gómez Chans).

Las mujeres en Onetti no tienen un pasado claro ni una razón de ser en el entramado de su propia condición teatral o la estructura narrativa. Nada que tenga que ver con la novela psicológica; tampoco la novela fácil, de aventuras y, mucho menos, la tan clamada por Kundera, novela del self. Onetti es mas bien esa novela del no estar, aunque hayan indicios, que gracias a Kafka disfrutamos. O como el mismo Kundera dice alterando su propia perspectiva: «porque entre mas poderosa sea la lente del microscopio que utilizamos para observar el self, mas este en su univocidad nos elude». Por eso las mujeres en la obra de Onetti aparecen y desaparecen entre bambalinas como habitantes de una ciudad fantasma, arrasada. Habitantes del poema de Elliot. Habitan dentro y fuera de la narrativa, como bien dice Rosa Eskenazi, «un futuro de incertidumbres». Un futuro, es decir lo que no es y que solo como presente o pasado puede ser o fue. Pero el presente y el pasado también son efímeros para Onetti. No es un espectro físico o moral y ni siquiera una actitud ante la vida, y ni siquiera una biografía, lo que define a las mujeres que aparecen en la obra de Onetti. Se trata más bien de estados o retratos de la incertidumbre, o de la inconsistencia. La identidad sólo puede ser posible como pérdida de la misma. Un azar inicuo que juega sin saberlo con su propio destino y el destino de todos: «No puedo saber si la había visto antes o si la descubrí en aquel momento, apoyada en el marco de la puerta: un pedazo de pollera, un zapato, un costado de la valija introducidos en la luz de las lámparas. Tal vez, tampoco la haya visto entonces en el comienzo en que empezó el año, y sólo imaginé…entonces si la recuerdo, no verdaderamente a ella, no su pierna y su valija, sino los hombres…como si se hubiera desvanecido el sexo de las mujeres que los acompañaban» (Los adioses, 74–75). El rostro de una de las mujeres que visita al convaleciente, por ejemplo, no es precisamente un rostro que identifica una realidad objetiva… sino, más bien, una función, una tensión momentánea, un imaginario que se nos sube a la cabeza y nos pone los pelos de punta: «una mueca nerviosa que le desnudaba la encía superior, una contradicción alegre asqueada y feroz que le alzaba el labio y se deshacía con lentitud, era una mueca que simplemente sucedía en su cara, regularmente antes y después de beber» (Los adioses). Así que esa mueca y todos los matices que los adjetivos le suman, nos dan la posibilidad de ver, no solo a la mujer sino a otra cosa: un enigma molesto que se nos niega, una monstruosidad, lo que es y que al mismo tiempo no es, «a la muerte como una de las tantas posibilidades y matices», como bien dice Rosa Asquenazi.

Cuando García Márquez terminó su «El general en su laberinto», los historiadores atragantados en su propia vigilia encontraron que en la novela el Libertador aparecía simultáneamente y, a la misma hora, en dos o tres lugares distintos. Por supuesto que García Márquez corrigió y le quitó a la novela una de sus fuentes de supervivencia, su cuota de misterio, y los historiadores despertaron de su sueño. En Los adioses, no hay una frontera definitiva de diferenciación entre las dos mujeres, o personajes que visitan al convaleciente. Tampoco la hay entre las tres hermanas portuguesas que viven juntas y que mueren cada una a los 25 años. Podríamos afirmar que, quizás, fue un error narrativo o un descuido de Onneti. Sería absurdo e ingenuo llegar a dichas disquisiciones o conclusiones. Onetti, como todo buen narrador, hace trampa, a sabiendas o no, para facilitarnos esa pausa necesaria que nos hace participes de un destino narrativo aparentemente tan ajeno y a la vez tan nuestro. Esta falta de demarcación hace que las entidades se confundan o refundan, pero también como dice Asquenazi, «el proceso narrativo al no diferenciarlas (a las mujeres) con precisión y claridad las convierte a todas en una sola». Y sin que esa aparente unidad deje de llevar en sí misma el germen de su propia contradicción. Y es que Onetti no demarca planos existenciales ni espacios narrativos. La noción de existencia individual o individualizada, le es ajena. Quizás porque definir o identificar (señalar) es lo que al final de cuentas permite nuestro acceso a los sistemas de poder en el telar del tiempo. No hay individuo/identidad, ni en su materia física, ni en su comportamiento, ni en sus desdoblamientos… solo una fuerza misteriosa e ininteligible que lo transpone y trastoca todo. Y el único propósito: hacernos caer en la trampa, como lectores de la no–identidad, que es la única cara verdadera de nuestro propio destino, tanto como los personajes de Onetti. En la medida en que el Narrador–Onetti confunde a las «ellas» en un «ella» para hacerlas una, disuelve la síntesis en una pluralidad confusa y absurda de la cual el lector, sin saberlo, se siente participe y cómplice… ya que en la falta de atributos y en la ausencia de carácter nacional o trasnacional, siempre hay lugar para todos

Un punto gramatical importante para subrayar en Los adioses es el tipo de adjetivos que el narrador usa para definir o ubicar, en el entramado narrativo, a las mujeres. El narrador mismo descree cualquier atributo o descripción que le permita matizar o ubicar entidades, o caracterizarlas: «Pensaba que ella era demasiado joven, que no estaba enferma, que había tres o cuatro adjetivos para definirla y que eran contradictorios (Los adioses 76). Cuando no son atributos esencialmente ambiguos los que aparecen en el texto, estos hacen parte de una realidad demasiado subjetiva y casi metafísica que, más que caracterizar o ubicar una existencia en relación o en oposición con otras, la disuelve en lo demasiado general. Adjetivos tales como eterna, invencible, decorosa, desconsolada etc., que, a decir verdad, son mas estados del alma o de la sensibilidad que renuncia, que características de una determinada forma–realidad física. Pulsiones que habitan una escala de la percepción que ya no percibe, sino que, simplemente contempla por momentos su espejismo, su nada… «tomé la resolución de no pensar, temeroso de hallar los adjetivos que correspondían a la muchacha y de hacerlos caer, junto con ella, encima del hombre que dormía en el hotel o en la casita (Los adioses 83)». En la narrativa de Onetti, una cosa complementa o suplanta a otra sin llegar a borrarla del todo de los innúmeros planos que igualmente se entrecruzan o se desplazan o se confunden o se contaminan. Esta forma de narrar es, sin lugar a duda, la forma en que Onetti nos ofrece la cuota de misterio, imposibilidad, o sensación de pérdida y de fracaso que hay o debe haber en toda narrativa que cuenta. A la vez que una mujer complementa a la otra, la niega, convirtiéndose y convirtiendo a los otros, o a lo otro, en mecánicas del misterio, del desconocimiento, de lo imposible. Una relación por yuxtaposición o imbricación no se da, ni en la estructura del texto, ni en el encuentro de los personajes y mucho menos en el ser como individuo único. Tampoco en la realidad de todos los días. Lo otro siempre está, pero al mismo tiempo ni es, ni será. No hay mucha diferencia entre las cartas que recibe el ex–jugador de las mujeres, mientras convalece y las mujeres mismas. Como las cartas, ellas están traspasadas por una aureola de misterio e indiferencia. Y, cuando, finalmente, esas cartas nos develan una existencia real, objetiva, esas realidades (las mujeres) parecen letras ambiguas, signos dispersos en el entramado de un texto ambiguo y confuso como la vida misma: «supe de pronto que los sobres marrones escritos a máquina eran de ella y que la mansa alegría de su cara me había sido anticipada, una y otra vez, con minuciosas depresiones correspondientes por la dulzura incrédula del perfil del ex–jugador de básquetbol (Los Adioses 83)».

La ambigüedad en la narrativa de Onetti no solo se manifiesta en cuanto a la alteración de la continuidad lógica o lineal del relato… eso es patrimonio de toda la narrativa del siglo XX y de mucho antes y de siempre. Lo ambiguo, mas que «malas intenciones», y estrategias narrativas que develan situaciones u objetos múltiples, se alimenta de vacíos o pausas sin continuidad en el tiempo y en el espacio. Como si de repente la palabra y el mundo y los personajes dejaran de respirar. También lo ambiguo, abarca y define la identidad del narrador que, aunque presente de forma objetiva en el texto, a veces aparece como un ausente, un–no–ser–no–estar. En Los adioses, Onetti se las ingenia para mantener en secreto, a pesar de ciertas pistas mínimas y confusas —que nos podrían ayudar a una posible identificación de este—, se las arregla para mantener en secreto la identidad del narrador. ¿Es un hombre o una mujer? Podríamos decir, para aumentar el peso específico de lo femenino en esta obra, que es una mujer. Pero la duda permea la totalidad del texto, de tal forma, que llegar a una conclusión de este calibre, de nada sirve y nada agregaría al entramado de los hechos y las circunstancias. Es precisamente no saber con seguridad de esta identidad o entidad, lo que le da un sabor especial a la narración y a esa actitud voraz de la voz narrativa que está ahí, pero que de ninguna forma se identifica… o pasa su documento de identidad.

Nada es «claro» en Onetti. Por naturaleza toda relación es compleja y, lo fundamental de la misma, —lo mismo que en el proceso narrativo—, es la contradicción. Narración y relación en sus diferentes acepciones se escamotean por fuerza propia, o se contaminan dejando al hecho narrativo y todo lo circunstancial, que lo constituye, al amparo del misterio o de la ansiedad del lector. En la novela Los adioses la relación deseada u obligada de las mujeres que diseñan el entramado narrativo, empuja los acontecimientos y al convaleciente a una muerte inevitable. Pero, a su vez, ellas mismas son fuerzas dispersas de un diseño mucho más amplio y complejo. Podríamos decir, una vez más, que en la materia narrativa hay personajes sueltos, o que sobran, o que nada nuevo aportan a la estructura total del texto. Sin embargo, hay que enfatizar que esta forma de ver las cosas es lo que hace de la narrativa de Onetti una de las más intensas y únicas en la literatura de lengua española. Como en la vida, no hay respuestas definitivas. Muchas veces, como acontece con los personajes femeninos de Los adioses, y no solo los femeninos, las cosas suceden porque sí, y punto. Y qué más da que algo, o alguien ajeno al conflicto se asome a él sin ton ni son. La vida no es un diseño único para que una entidad o realidad estén siempre en el lugar exacto y a la hora convenida o indicada. Al final de cuentas toda la vida se podría resumir en ese ultimo adiós o adioses… Morir, más que morir, es un adiós, ya que no sabemos ni qué es la muerte ni a dónde vamos… A no ser que creamos que el universo genera al hombre de la misma forma que el hígado la bilis. En ese caso, entonces, tendríamos que decir con Sartre que nacemos para morir. Que la muerte es lo único seguro que tenemos. Y este tipo de nihilismo tampoco le viene, a la medida, a la narrativa de Onetti.

El origen, la continuidad, y un posible final no son cosa que determinen la narrativa de Onetti. No hay en sus textos un lugar para una historia personal en el entramado del tiempo y sus categorías. Los lugares de la memoria, el recuerdo, la biblioteca personal, son solo desplazamientos ilusorios a los que de tanto en tanto el hombre tiende, acosado por la incertidumbre y la necesidad de agarrarse a algo en este mar de objetivos sin objeto alguno. Nada queda claro en Los adioses. Ni los hechos, ni las situaciones, ni los personajes y ni siquiera las palabras. Todo se entremezcla en un tejido ambiguo y contradictorio que más que marcarnos o demarcarnos un lugar a nuestro destino, nos empuja a un destino que no es, o a una muerte que aunque única no sabemos a ciencia cierta si es la nuestra. El destino de no ser, de seguir siendo desconocidos de nosotros mismos como bien lo afirmaba Pessoa.

Las mujeres, tan imprescindibles en la obra de Onetti, lo mismo que los demás personajes, las situaciones, los hechos, y las trampas narrativas, hacen parte del texto porque sí, y eso basta. No hay causa que los justifique, ni mucho menos productos finales que justifiquen su estar (ya que no son un ser en si, ni para sí), y su continuidad o su estar como accidente en una trama que no los había convocado. Tampoco hay en la obra, o en los personajes de Onetti, un objeto claro hacia el cual tiende el deseo y la incertidumbre. Todo y todos son presencias efímeras y fantasmagóricas que están ahí sin que un gran destino les haya asignado un papel relevante. Y, a la vez, ajenos a ese papel que de todas formas tienen que ejecutar a cabalidad sin demasiadas preguntas o requisitos.

Pero no se trata en Onetti de un conformismo racionalizado y aceptado, sino, mas bien, en saber que el verdadero sentido de la vida está en saber que ésta carece realmente de sentido… lo que en el fondo no es más que aceptar que la vida y el texto narrativo están abiertos a todos los sentidos o sin–sentidos. Y, por lo mismo, sea cual sea la trama que nos toque como personajes, no tenemos mas remedio que cumplir nuestro papel de la mejor forma.

En la medida en que lo femenino —que en Onetti no es un arquetipo más y, mucho menos, una idea— pierde su propia estructura o identidad y se fragmenta, o se hace copartícipe en realidades adversas y diversas, se niega como femenino y se diversifica para no decir que se rediseña en lo desconocido. Y una vez que esto ocurre, lo masculino, huérfano de su opuesto, que lo define y lo alimenta, también se hace pedazos en la disolución de la contradicción y entra sin apoyarse en el principio de identidad ni en su razón suficiente, en el mundo de lo femenino que ya sin estructura y sin que alguien intente de–construirlo para salvar la oposición y su cultura, nos obliga a la pérdida total… a ese adioses que debe estar presente a cada momento de la vida… que sería parte sustancial de la misma, si no fuéramos capaces de irnos a cada instante; y de la narrativa, si no fuéramos capaces de arriesgarlo todo, aunque nos quedemos con las manos vacías en el vacío, o con un texto imperfecto o que sabe a derrota. La dinámica está en ser lo que no somos, en el reino de la imaginación y su naufragio, la palabra, para poder afirmar lo que somos, pero que estamos condenados a no ser: la muerte y el placer, pero sin el paradigma, que apoyado en su antítesis, une a estos dos términos a la vez los yuxtapone.

«Está escrito, nada más. Pruebas no hay. Así que le repito: haga lo mismo. Tírese en la cama, invente usted también. Fabríquese la Santa María que más le guste, mienta, sueñe personas y cosas, sucedidos» (Juan Carlos Onetti).

REFERENCIAS

  • Bloom Harold, What to Read and Why. Publisher: Scribner. 2001.
  • Deleuze Gilles & Guatari, Felix. Mil mesetas: capitalismo y esquizofrenia. Pretextos,Madrid, 1998. Onetti J. Carlos. El astillero. De bolsillo. Pinguin, 2016.
  • Esquenazi, Rosa. Las mujeres en «Los adioses». Portada: revista del tema del hombre. http://www.chasque.net/frontpage/relacion/0111/mujeres.html
  • Foucault Michel. Vigilar y castigar:el nacimiento de la prisión. Siglo XXI. Spain, 2010.
  • Gomez Chans, Martin. Soy una mujer normal. Argentina.
  • http://www.henciclopedia.org.uy/autores/Gomezchans/Mujernormal.htm
  • Kundera, Milan. The Art of The Novel. Harper Perennial Modern Clasics. USA, 2003.
  • Lamberti Luciano. El verdadero nombre de Larsen. Argentina, 2017.

https://www.eternacadencia.com.ar/blog/contenidos-originales/colaboraciones/item/e verdadero-nombre-de-larsen.html

  • Maggi, Carlos. Gardel, Onetti y algo mas. Editorial alfa. Uruguay, 1967,
  • Onetti, Juan Carlos. El astillero. Catedra, letras hispánicas. España, 2015.
  • Onetti, Juan Carlos. Los adioses. Seix Barral. España, 2003.

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*Manuel Cortés Castañeda, nacido en Colombia, es licenciado en Español y Literatura de la Universidad Nacional Pedagógica (Bogotá), director y actor de teatro. Cursó estudios de doctorado en la universidad Complutense (Madrid). Enseña español y literatura del siglo XX en Eastern Kentucky University. Ha publicado seis libros de poesía: Trazos al margen. Madrid, España: Ediciones Clown, 1990; Prohibido fijar avisos. Madrid, España: Editorial Betania, 1991; Caja de iniquidades. Valparaíso, Chile: Editorial Vertiente, 1995; El espejo del otro. París, Francia: Editions Ellgé, 1998. Aperitivos, Xalapa, México: Editorial Graffiti, 2004; Clic. Puebla, México: Editorial Lunareada, 2005. Dos antologías de su trabajo literario han aparecido recientemente: Delitos menores, Cali, Colombia: Programa editorial Universidad del Valle. Colección Escala de Jacob, 2006; y Oglinda Celuilalt, Cluj–Napoca, Rumania: Casa Cărţii de Ştiinţă, 2006. Ha sido incluido en antologías tales como Trayecto contiguo. Madrid, España: Editorial Betania, 1993; Los pasajeros del arca. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1994. Libro de bitácora. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1996. Donde mora el amor. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1997. Raíces latinas, narradores y poetas inmigrantes, Perú, 2012. Además, escribe sobre poesía, cuento y cine. Actualmente está traduciendo al español textos de poetas norteamericanos de las últimas décadas: Charles Bernstein, Leslie Scalapino, Andrei Codrescu, Susan Howe y Janine Canan, entre otros.

 

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