LEO KOPP, POETA Y LIBERTADOR
Por Juan Sebastián Peña Muette*
Son las 8:35 de la mañana de un martes. Hace poco se abrieron las puertas del Cementerio Central [de Bogotá, Colombia]. Aún los muertos no reciben visitas. Las únicas que parecen dar muestras de vida a esta hora son las palomas. Una cruza el cielo: ha saltado de una bóveda a la cima del sarcófago de Laureano Gómez. A pocos metros está enterrado el general Rojas Pinilla, hombre que le dio un golpe militar en 1953. Bajo tierra, seguramente, aún sobrevienen contiendas irresolubles. La paloma permanece expectante.
La tumba de Laureano Gómez está entre el cenotafio de Gonzalo Jiménez de Quesada y una capilla. La ermita marca el final de la alameda central del cementerio. Hay que cruzar el portón de la entrada para acceder a esta calle de honor donde se encuentra buena parte del jet set colombiano del siglo XX. Allí mastican el sueño Virgilio Barco, Luis Carlos Galán, Alfonso López Michelsen y Alfonso López Pumarejo, entre otros notables. Tímidamente, a un costado, se asoma también la tumba de José Asunción Silva. Haberse suicidado, quizás, le haya vedado estar en el primer plano de esta galería de la muerte.
Son las 9 de la mañana. A un lado del sendero que se abre hacia la derecha de la capilla, Leo Kopp sigue pensativo. Está tan absorto como la primera vez que lo trajeron al cementerio. Probablemente esto haya sido en 1939, cuando su creador, Victorio Macho, un escultor español, lo trajo desde Europa. Pero su cuerpo de antaño ya reposaba en las vísceras del camposanto desde 1927, año en que murió el viejo Leo Kopp. Su cuerpo nuevo, inmortal, incorruptible, áurico, ayer estaba sitiado por sus fieles. Esta mañana, solo una jauría de palomas lo acecha.
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Sobre la calle 26 está la entrada a la alameda central. Raúl es el hombre encargado de vigilar este paso. Él y Cronos custodian la galería de mausoleos ilustres. El dios del tiempo dormita encumbrado en la fachada del cementerio. Está sentado, sus alas abiertas, el ceño fruncido, su mirada deseosa, sus barbas escurriéndose hasta las rodillas, un reloj de arena a su costado, en una mano sostiene una guadaña, la otra mano con el puño cerrado sostiene la carne de sus cachetes, como si estuviera aguardando algo o a alguien, vivo o muerto. «Esperamos la resurrección de los muertos», profesa en latín la inscripción que está debajo suyo.
Raúl levanta la cabeza, ubica la mano de manera perpendicular a su frente para proteger sus ojos de la luz y mira a la deidad que lo acompaña. Pero hoy no hay luz, el cielo está cubierto, el sol no se asoma; el único dios en el cielo es Cronos. Raúl sonríe. Dos palomas revolotean.
Al fondo de este paseo de insignes, Leo Kopp sigue meditabundo. Debe estar discerniendo entre qué milagros cumplir y qué otros negar. Hubo un tiempo en que Kopp fue un hombre. En 1958 Alemania lo vio nacer y lo amamantó. Sesenta y nueve años después, Colombia lo vio morir y lo transformó en santo. Tuvo tres hijos: Juanita, Guillermo y Bavaria. Los dos primeros reposan junto a su tumba. El tercero, el más ilustre, bajo la insignia de un águila, es la décima cervecería más grande del mundo.
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Antes de ser Cementerio Central, este camposanto se llamaba Cementerio Universal. Con ese nombre abrió sus puertas en 1836. De universal tenía poco; la tierra de sus entrañas había sido dispuesta para dar reposo a las personas más pudientes de la sociedad bogotana. El único rasgo ecuménico del cementerio era ese dios griego que había aterrizado, quién sabe por qué azares y tratos entre los dioses, en el pórtico de este lugar.
Pero como la historia es caprichosa e irrumpe en la vida de los hombres y despedaza sus planes, en 1948, la hojarasca de cuerpos que quedó del Bogotazo obligó al cementerio a abrir sus puertas a pobres realmente pobres, pobres que no tenían ni nombre. Cronos debió renunciar a su potestad de reservarse el derecho de admisión. Hasta los dioses deben acoplarse a las realidades de los hombres.
Acá no se puede hablar de igualdad: como en las grandes ciudades, esta necrópolis, cuando se queda sin espacio, concentra su poder en el centro y el resto lo despoja a la periferia. Los NN quedaron condenados a dormitar el resto de sus existencias en los arrabales del cementerio. En el centro permanecieron intocables; el monopolio del aura fúnebre siguió en manos de ex presidentes y poetas.
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El cementerio parece regirse por una ley de gravedad propia. Acá el aire se condensa, se estanca; su estado se aproxima más a la solidez que a la gaseosidad. La corriente de aire es débil, casi vana. Se tiene la vaga impresión de que se respira el mismo oxígeno que respiraron los visitantes de otros tiempos. No hay brisa, el frío se cuela en los huesos por la densidad y no por el movimiento del viento. Se transita con miedo. Cada mausoleo hallado es la epifanía de una nueva entrada al infierno. Acá las almas descansan; los vivos no.
Al fondo de un mausoleo, cuyas rejas están custodiadas por una cadena —más de óxido que de acero—, un candado —cuya llave ya debe estar perdida— y una telaraña espesa y senil, yace un Cristo sobre una repisa. Encima de él, junto a la pared, está la cruz de la que parece haberse desplomado. El cristo aún parece estar cayendo. Tiene los brazos abiertos, como intentando hacer resistencia a la gravedad. Es ineludible sentir lástima al intuir que permanecerá abatido dilatados tiempos, sin que nadie lo vea.
Las palomas se refugian en bóvedas vacías. Se hace imposible verlas, pero la magnitud que sus gorjeos alcanzan con el eco de la profundidad de esas concavidades las delata. Se asemejan a Polifemo bufando desde lo hondo de su cueva. Gimen. Sollozan. Producen un sonido casi diabólico, improbable, irracional. Cuando se escucha cualquier otro ruido se busca el lugar del que aquel sonido emanó, deseando con todas las fuerzas ver allí a alguien. Alguien de carne y hueso, por supuesto.
Entre todos, el olor que gobierna es el de la humedad. Y no es decir poca cosa. El revoltijo de olores es de una homogeneidad imperturbable. Cuesta distinguir de qué quintaesencias está compuesto ese tufo taciturno. De modo que la vista es la encargada de discernir entre las posibles fuentes del aroma de la necrópolis: huele a flores podridas, a pasto mojado, a alcohol etílico, a madera mojada, a vela, a ceniza y a una pizca de melancolía.
Caminar por el cementerio es tortuoso. Las piernas pesan. Se anda con miedo de hacer ruido. Resulta ineludible prever que cualquier movimiento torpe puede hacer levantar a un muerto. Existe la leve conciencia de que hay un orden arquetípico. Cada cosa está donde tiene que estar: desde ese velón azul que se consume al frente de la tumba de Rafael Pombo, hasta esa rosa blanca en descomposición que tirita de frio en la mitad del sendero. Alterar ese orden dispuesto por quién sabe qué deidad parece una afrenta al demiurgo.
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Una hoja cruje bajo la suela de un zapato. Una paloma sale volando de quién sabe dónde. Gloria se acerca a la estatua de Leo Kopp y hace una reverencia antes de cruzar la reja que rodea al emigrante alemán. Primero lo abraza, luego se acerca a su oreja izquierda y empieza a susurrarle quién sabe qué. Con la mano izquierda agarra a Leo Kopp de la quijada y con la derecha le da palmaditas en la cabeza. El ritual dura cerca de un minuto. Durante ese tiempo, dos constantes: la sonrisa de Gloria mientras habla y la impasibilidad de Leo Kopp escuchando.
—¿Viene a pedirle a don Leo? Pida, pida. Pero pida con fe. Si le piden con fe él cumple —dice esa boca que no deja de relucir los dientes.
Gloria es la primera persona que visita a Leo Kopp hoy. Ayer era lunes y Kopp estaba abarrotado de flores y personas. Esta mañana solo lo asedian las palomas. Deben estar merodeando su tumba en busca de milagros, pero también en busca del arroz que la gente arrojó el día anterior alrededor del santo alemán. Nadie llega con las manos vacías a visitar a Leo Kopp: alstroemerias, rosas, girasoles, arroz, rosarios… y palabras.
Ayer el cuerpo de Leo Kopp parecía más una estatua de flores que de bronce. Los lunes son los días de las ánimas benditas. Por eso ayer en el despacho de Leo Kopp no cabía ni un vivo más. Debe ser este el único sitio de la ciudad en que la gente hace fila con orden y una paciencia abnegada. Una persona tras de otra, cada una con su ofrenda, todas mirando hacia el suelo, como pensando qué le dirán a su santo cuando llegue su turno. Definitivamente el judío alemán sabe hacer uno que otro milagro.
—Esos arreglos de flores valen casi cien mil pesos. ¿Usted cree que si no hiciera milagros la gente gastaría plata en eso? —decía ayer Luis Jiménez.
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Una reja que no alcanza el medio metro de altura rodea a Leo Kopp. La verja siempre está abierta. Para entrar hay que subir un escalón. Entonces toca hacer un movimiento ligeramente acrobático para pasar por un lado y no pisar la lápida de Kopp. Al final del largo de la lápida a ras de suelo, tres peldaños más separan a la estatua de sus adoradores. Uno, dos, tres y ya está. El último peldaño es demasiado angosto, cuesta mantenerse en pie: agarrarse de Leo Kopp es primero una necesidad antes que una muestra de afecto.
No cabe duda de que la estatua es Leo Kopp. Sin embargo, la figura de la estatua no es la de Kopp. Cuando Auguste Rodin, escultor impresionista francés, modeló El Pensador —su más icónica obra—, pretendía representar a Dante en la entrada del Infierno. De ahí que el primer nombre de su escultura haya sido El Poeta. Leo Kopp, que tomó prestado ese cuerpo, solo que, un poco más avergonzado, no está totalmente desnudo; un manto (también de bronce) cubre su virilidad y parte de sus piernas. Y ahí está Kopp, cumpliendo el ejercicio del poeta: convirtiendo las palabras en las cosas.
Como El Pensador, Kopp también está sentado. Su torso está inclinado hacia el frente, el codo del brazo derecho se apoya en el muslo de su pierna izquierda, y su mentón se recuesta sobre la mano de ese brazo. Su cabeza está inclinada hacia la derecha, por eso sus interlocutores se acercan siempre a hablarle por la oreja izquierda. Pero esa cabeza no es la de Leo Kopp, ni tampoco la de El pensador. El rostro es de Simón Bolivar. Y ahí está ese judío alemán, liberando de angustias a quienes le piden con fe.
—A uno le da pena que lo vean hablándole a una estatua, pero son necesidades de uno. Cuando yo vengo y hablo con él me lleno de paz —decía ayer Francisco, luego de contar que prefiere venir cuando no hay nadie.
Pacho —así prefiere ser llamado— tiene un puesto de frutas en Paloquemao. Cada vez que lo necesita, se escapa de los canastos, las cuentas, los clientes, la báscula, las frutas, la tierra, para visitar al santo popular. Levantó la cabeza, parecía escudriñar el cielo con los ojos, entonces empiezo una reminiscencia con aire de solemnidad: «La primera vez que vine fue en el 91, jamás lo voy a olvidar. Ese día llovía tanto. Llevaba como 6 meses sin trabajar. Un amigo me lo recomendó, así que vine a donde don Kopp. Llegué a la casa y en la noche ya tenía trabajo en la plaza. Y véame, ya tengo mi puestico. Chiquito, pero lo tengo».
* * *
Luis Jiménez estaba tan absorto como Leo Kopp. Sentado en los peldaños de un mausoleo que está frente a Kopp, sacó de su morral un tubito de brilla metal, otro de rubi y un trapo que en algún tiempo remoto fue blanco. Se puso de pie y se acercó a la estatua. Mientras una mujer regordeta le susurraba sus confidencias a Kopp, Luis empezó a lustrarle las carnes de la espalda al santo de bronce. Cuando la señora terminó, antes de que pasara la persona que seguía en la fila, Luis empezó a restregar el trapo en la cara de Leo Kopp. No lo trataba con delicadeza; a Kopp no parecía importarle.
—Toca dejarlo que se seque un poquito, para echarle otra mano.
Hace 5 años que Luis viene tres veces por semana a acicalar al híbrido entre poeta y libertador. La primera vez que vino vivía en la calle. No recuerda quién le habló del santo del cementerio. Lo cierto es que con los vestigios de conciencia que le permitían tener las drogas que consumía, visitó a Kopp por primera vez. Luis cree que el alemán fue el que lo sacó de la calle.
—Tengo una petición grande, por eso estoy intentando venir todos los días. Toca insistir —abruptamente se paró a echarle la segunda mano a Kopp.
Regresó un minuto después.
—Pues sí, uno habla con el man y le comenta. Toca hablarle como si fuera un negocio. De eso se trata. Él me ayuda y yo vengo y lo cuido. Sencillo.
* * *
Una mesa de plástico, cubierta por un mantel morado, le sirve de atril al padre Camacho. Hace 7 años que este hombre de complexión raquítica ofrece misas al aire libre frente a la tumba de Kopp. No tiene más un metro sesenta de altura. Lo que no tiene de alto lo tiene de espeso su bigote; la calvicie delata que se acerca a los 60 años. El padre Camacho no es un sacerdote avalado por la Iglesia Católica. Dice que es evangélico y que la Constitución defiende la libertad de culto, y que por eso no tiene problemas con nadie. Además dice que es profesor en la Universidad Autónoma.
—¿De qué es profesor?
Camacho trastabilló
—De… de lo que salga… Antropología, artes, teología. Usted sabe.
En una coca de plástico verde, el padre Camacho recibe ofrendas voluntarias y el dinero de las misas que la gente le paga a Kopp. Una misa vale 23.000 pesos.
—¿Usted también le habla a Leo Kopp al oído?
—Jamás. Nunca me le he acercado —responde Camacho.
—¿Por qué?
—Yo hablo directamente con Dios.
* * *
Son las 9:30 de la mañana. Gloria se acaba de ir. Leo Kopp vuelve a quedarse solo. Sigue impertérrito. Su cuerpo está helado, su carne maciza ni se inmuta ante el frío. Entonces lo recuerdo el día anterior: eran las 11 de la mañana, Leo Kopp destellaba ámbar con lozanía. Era difícil distinguir si esa figura reflejaba los rayos del sol, o si era el astro aquel que recibía la luz de esa noble efigie. A pesar de ser de bronce, brillaba como el oro. Leo Kopp hace milagros, pero por lo menos en cuanto este, Luis es su mano derecha. Recuerdo sus palabras del día anterior:
—El man es hasta pinta, ¿no? Da gusto brillarlo.
Una paloma rasga el viento helado. Kopp permanecerá absorto.
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* Juan Sebastián Peña Muette es escritor y estudiante de séptimo semestre de Comunicación Social y Literatura en la Pontificia Universidad Javeriana de Bogotá.