KALOOMBA Y DIOS
Por Luis Fernando López Noriega*
En su casa no hay sitio para ocupar con tanta letra, con tanta fotografía, con tanta columna de opinión, con tanta historieta, con tanta moda, con tanto papel, con tanto color… Los rimeros de diarios y revistas forman gigantescas sombras detrás de las puertas, detrás de las ventanas. Para entrar se debe saber muy bien lo que se quiere, no sea que se pueda morir aplastado por una columna de Vogue o Cosmopolitan o revista Motor… es una casa ubicada en el centro de la ciudad, en realidad fea, asediada por los ruidos circundantes de autobuses y vendedores ambulantes. La gente viene aquí para resolver dilemas cotidianos: los que coleccionan modelos de grabados en yeso encuentran su lugar; los que desean conseguir el último número donde aparece la Ginger de Australia, enseñando las últimas posiciones para hacer el amor, se van para el rincón. Ya no se sabe quién es quién: si la casa se llama Kaloomba o es Kaloomba la que ha adquirido las dimensiones de la casa. Ella no se agobia por nada, ni siquiera se mortificó cuando hace varios años atrás fue expulsada de Zeus, o mejor cuando se enteró que Zeus iba a ser demolido.
Al despertar encuentra su gran tazón de café en el escritorio donde rectifica las listas de pedidos para el día. Kaloomba sabe que los clientes no tardan, que siempre llegan con prisa y queriendo lo último en publicación. Así que mantiene contactos rutinarios con distribuidores, coleccionistas, y no desprecia las buenas oportunidades con contrabandistas. Siempre ha sido así. En Zeus, aquel burdel–manzana fantástica con múltiples luces de colores en la puerta de doble hoja; aquel puteadero de puta madre, tan famoso en la ciudad hace tanto tiempo junto al río. Ella se respetaba como administradora, y cuando se le daba la gana, ocasionalmente con algún amigo que visitaba el lugar, como prostituta de la vieja guardia o dama de compañía… pero eso fue en el tiempo de la felicidad dilapidada a manos llenas entre ron y sonido de tambores, hasta que recibió la comunicación imperativa donde se le ordenaba la clausura del negocio por mensaje expreso del gobernador de turno. Ya conocía ella el carácter putañero de estos personajes: unas niñas para divertirse las noches que sean necesarias, trago fino para aceitarles la garganta por cuenta de la casa y todo lo que pidan de más. Así pensó solucionar el problema, (que no era la primera vez que recibía un mensaje con esas características de cumplimiento y «estricta obligatoriedad»). Pero todo fue en vano: «Sí, Kaloomba, no soy yo el que jode esta vez, tú bien sabes que me gusta Zeus. La vaina viene de más arriba». Fue la respuesta del gobernador. Así, Kaloomba sólo intuía el nombre de ese súper Dios capaz de destronar al mismísimo amo y señor de todo el Olimpo de burdeles de la ciudad. Lo cierto fue que ella no tardó en emprender todas las labores para cancelar el servicio: cerrar el lugar, revender los muebles del zaguán, pagarles a los meseros y a las niñas, clausurar las funciones de sexo en vivo de las doce. Sin embargo, si Kaloomba ejecutó tales actos sin pretensión alguna, sin echar ni una sola maldición al aire puesto que no tenía persona para maldecir, fue por la sencilla razón de que ya se le había ocurrido otra idea o tenía otro negocio entre manos: una de las cosas que más gustaba en Zeus, además del buen trato, era el pequeño vestíbulo que comunicaba hacia las habitaciones de la planta baja. En realidad no era un sitio adornado con gusto exquisito. Era una simple sala de piso en baldosín blanco, algunos enseres baratos y raídos por el uso, y un olor a cosas guardadas que podía desesperar. Pero justo ahí estaba la pequeña vitrina exhibiendo aquellas revistas tan gustosas de leer mientras se esperaba el turno para el sexar en privado: revistas no sólo porno–estrambóticas que incitaban la imaginación y levantaban el ánimo, sino también las historias de vaqueros de la colección «Colt 45» que tanto se peleaban los clientes más asiduos del burdel.
Así fue como empezó esta casa de letras, de papel, de cromos pegados a las paredes. Kaloomba, con los ahorros de su ocasional actividad prostibularia, viajó a la Argentina justo para contactarse con las distribuidoras de estas revistas de historias de amor en los jardines de una mansión casi derruida o el duelo de revólveres en el desierto, territorio de forajidos muy buscados (reward), vivos o muertos. Esta parte de su propia historia debería titularse «invierno en Buenos Aires». La labor consistió, en realidad, en visitar aquellas librerías de viejo del centro donde se podía encontrar noli turbare circulos meos en el sitio de una ciudad para enloquecer después de haber visto los números perdidos de colecciones que son verdaderas reliquias. Caminó Kaloomba por Florida a menudo entre el sueño o la ensoñación de un julio frío, aún en los sótanos de Corrientes, pensando en la frase que había leído en uno de esos laberintos: «Tiempos de labios de lima en rostros sucesivos tú te aguzas, te enfebreces…» Hasta que en medio de esa oscuridad leve mordieron su nalga izquierda mientras palpaba uno de los trece libros de «Elementos» de Euclides.
Al darse la vuelta, no sin antes lanzar un alarido que se ahogó en el muro frontal del sótano, se topó con un jayán que la observaba con detalle. Un hombre alto de largos brazos, rostro duro, pero mirada tierna vertida en unos ojos tan azules como el océano en sus profundidades aumentadas por los gruesos lentes. Kaloomba no supo qué hacer ni qué decir. La figura extraña venía siguiéndola desde hace varios días atrás, y simplemente ahora cayó en la cuenta de la misma manera en que ahora sentía lo que hace mucho tiempo no sentía: una aguda presión en la boca del estómago y unas ganas de vomitar sólo comparables con la especulación metafísica del amor… El jayán extendió su mano derecha para enseñarle un librito: el número más buscado de las historias de Jerry Spring, un cuento rebuscado en verdad que más valía por su significado alegórico que por la maestría literaria. Sin embargo, este fue el abrebocas de una larga charla entablada entre Kaloomba y el corpulento hombre. Ella no supo el nombre de él. Al parecer en las líneas y en las circunvoluciones en las cuales toda conversación entra o sale de temas que pueden versar sobre la voracidad sádica, el grito animal, o el mugido que unas fauces dentadas emiten a la hora de elaborar un verdadero bestiario citadino, bonaerense, aquel señor (que ahora sí era un «señor» y no un enfermo sexual que gustaba morder nalgas a mujeres desprevenidas) no mencionó su nombre. Pero era realmente todo un gesto de figura libresca. No sólo conocía las colecciones innombrables de relatos porno-circenses, sino también las más encumbradas ideas de la Terre et les Rêveries du repos y el enaltecido e inspirado poeta del ogro Cronos de Aune Sērēnité Crispēe. Kaloomba y el jayán (que ahora lo llamaría así por un convenio tácito), luego de más de dos horas de charla en el Roma restaurante, decidieron tomar el subte rumbo a Chacarita para conocer la tumba de un ruiseñor…
La ciudad adquiría un matiz cada vez más interesante, más íntimo: la Avenida Nueve de Julio, con el obelisco al fondo en forma fálica apuntando hacia el mismo centro del cielo, se enrojecía por una tarde casi en las horas de su muerte. El teatro Colón con sus columnas dóricas soportando el peso de un artesonado de figura enrevesada en el frontis opalino se encendía ahora de manera vistosa. Los transeúntes disminuían la marcha apresurada para internarse en las profundidades calurosas del tren subterráneo en Corrientes, y un gran silencio se cernía sobre todos los cuerpos metamorfoseados de la animalidad y la agitación a la calma del final de un día de trabajo.
Kaloomba pensó, mientras se balanceaba rítmicamente al son de la serpenteante máquina del tren que de momento en momento daba la impresión de estar a punto de desarmarse en estaciones pasajeras, que si el jayán lo quisiera podían tener sexo agresivo adoptando la posición más rápida pero no menos excitante: la del toro que penetra como el trueno. Entonces imaginó el miembro viril de ese hombre: «Amo del huracán», «Dios del cuerno», para luego darse cuenta de que él estaba pensando lo mismo… que ella se convertiría en la «Gran vaca», la vaca Hator, de sexo abultado, extendido, aterciopelado, pero de «bruñido azabache», gruta donde otra vez descansaría su espada, la espada mágica de artúricas dimensiones, potenciando todas las fuerzas malignas y benignas en esa posición tan gozosa y tan sabrosa que además, es menester pensarlo, conserva la naturaleza violenta, excitante, del sexo furtivo, del Poseidón manifestando a Fedra, o de Zeus unido a Antíope «tratando de violar a Demeter bajo la forma de un toro fogoso»… y entonces aquí el pensamiento de ella y de él se encuentran en un punto que culmina el trayecto de la imaginada libertad sexual o de la soltura pornográfica (simbólica obviamente) en el éxtasis que al igual que el tren llega a su clímax con un silbido o grito casi simiesco.
Ahora la ciudad se escondía tras un velo azulado oscuro de neblina que avanzaba lentamente sobre los edificios y sobre las tumbas del cementerio de Chacarita. El frío penetraba los huesos, clavaba sus estacas en las rodillas y en los nudillos de manos y pies. Kaloomba y el jayán se encontraban frente a la escultura del ruiseñor. Permanecieron ahí observando la figura, tiritando, chasqueando los dientes hasta que la luna asomó una de sus puntas después de atravesar una nube densa de humedad. Ya era demasiado tarde…
No supo nada más del jayán los días posteriores. En vano frecuentó los sitios que hicieron parte de una geografía del encuentro; pero esta vez, más bien, de la conciencia de la pérdida. Lo había hecho todo para propiciar, si es que el jayán en realidad lo que deseaba era no tener citas programadas o lugares en la ciudad muy frecuentados o cotidianos, un improvisado tropezón en la calle de la universidad, en Puán. Y ahí, sin embargo, cayó en la cuenta de lo estúpida que se veía a su edad madura buscando en definitiva a un amante efímero, cuando ella en los tiempos en que Zeus aún existía se daba el lujo de escoger al efebo de la noche que más le resultara atractivo. Además, ya había realizado los contactos con las distribuidoras de las revistas y era ésta su principal misión. También conoció los sitios más elogiados por su belleza. Así que ahora era tiempo de volver. Sin embargo, en su habitación del centro, en la mesita de noche, estaba aquel librito de aventuras del oeste que le regalara él aquella vez. Al abrirlo por casualidad mientras preparaba su maleta leyó la dedicatoria más extraña: no convenían estas palabras con la idea que tenía de esos amores tipo historias «Bianca» o «Jazmín» en las cuales las lejanías se lloraban o se resolvían en conmovedoras acciones de valor. «Nos volveremos a encontrar cualquier día, querida Kaloomba, para perdernos otra vez… JULIO C».
Pensó ella que todo al fin y al cabo parecía planeado por el destino. El destino que es importante justo en el momento de apretar el gatillo y atinar. El destino que es esencial a la hora de montar el caballo y contar con suerte para pasar la frontera sin ser visto por los alguaciles. El destino que destinaba a un forajido a la horca. Así que Kaloomba guardó aquel librito de las aventuras de Jerry Spring y aún hoy lo atesora y lo lee y lo relee como si fuera la Biblia cada instante en que se siente perdida o asediada por algún problema que al final deja resolverse solamente por la mano indescifrable e inefable de ese Dios sin forma, sin rostro.
Y sin embargo, ahí mismo, en el lugar de su perdición, no dudó en preguntarse con la perplejidad y a la vez el anhelo de un mortal : ¿Pero cuánta fe se necesita para cabalgar sobre este Dios…?
___________
* Luis Fernando López Noriega es doctor en Letras en la Universidad Nacional de Córdoba, Argentina. Profesional en Lingüística y Literatura. Realizó estudios de análisis del discurso y en Literatura Hispanoamericana. Profesor de literatura Latinoamericana en la Universidad de Córdoba-Colombia. Miembro del Grupo de Investigación de Memoria Histórica de la Universidad de Córdoba. Ha publicado diversos artículos que exponen los resultados de sus investigaciones sobre la novela colombiana en revistas especializadas como Poligramas, de la Universidad del Valle, y Cuadernos de Literatura Hispanoamericana, de la Universidad del Atlántico. Publicó un libro de investigación sobre la novela en el Caribe colombiano después de García Márquez: Calibán y Afrodita, la novela en el Caribe colombiano después de la modernidad. Zenú editores, Montería 2013. Ganador del Premio Nacional de Cultura en la línea de Narrativas de Vida del Centro Nacional de Memoria Histórica, Bogotá, 2011.