KLAUS SCHULZE
Por Isac Masís Garro*
Era el gimnasio de un colegio rural, el colegio al que asistí en mi juventud. La estructura ya no es la misma; fue reemplazada por una moderna instalación. Sus paredes de material metálico, las originales, fueron cambiadas por bloques prefabricados de cemento. De igual manera, fueron sustituidos los espacios demarcados para los deportes, las gradas, los baños y las aparentes oficinas de los aburridos profesores.
En mi sueño, a pesar de haber visto las nuevas construcciones, la forma del gimnasio era la anterior, es decir, era igual a como la recuerdo, muy similar a como cuando por ahí caminaba en mi adolescencia dudosa. El escenario onírico, al menos en el inicio, se circunscribía a las gradas que funcionaban, por falta de recursos o por una negligencia arquitectónica, como asientos; asientos incómodos en los que los espectadores, o sea, los estudiantes, debían sentarse para presenciar el espectáculo futbolístico de turno o el acto pseudocívico que se desarrollaba enfrente.
Yo, o alguien parecido, estaba acomodado en la tercera o cuarta grada, mirando hacia delante, con una escueta noción de lo que sucedía a mis espaldas y a los lados. Había pocos alumnos cerca de mí, a los cuales, no sé por qué, no les podía ver el rostro o no les podía reconocer. Sólo los representé con características adulteradas: la ingenua que dibuja corazones esquemáticos en cuadernos ajenos, el niño nihilista que deambula entre el valle y el mar, el sabio que conoce la sintaxis de una vulva, el solipsista que nada sabe sobre solipsismo, etc.
Se deslizaba una neblina púrpura, una etérea abstracción, la etílica penetración del orgánico surrealismo, la atmósfera lisérgica, ya saben, las fermentaciones pasmosas que llegan sobre las palmas del inconsciente desde el ritmo cerebral. Presentí sensaciones heterogéneas: un cosquilleo, un entusiasmo, una erección, un mareo, un grito, una herida, una arcada, un alivio, una calentura, un desahogo, una eyaculación inversa.
Más allá, a mi izquierda, abajo, se extendían los baños de los hombres y las mujeres, de los machos y las hembras. Recordé a Jesukristo, el compañero y amigo que me contaba anécdotas irresolutas sobre los muchachos que se bañaban en colectivo después de los partidos de mediocre fútbol. Exacto, la microhistoria de un chaval que se bañaba desnudo y el cual exhibía un pene enorme para su edad, un miembro sexual que, de haberlo estudiado con objetividad heterosexual, podía medir más de veinticinco centímetros.
En el cielo raso de ese baño, encima del primer cubículo de la hilera, había un prometedor recuadro que se zafaba con un empujón. El objetivo de tal dato era concupiscente y egoísta: espiar el baño de las mujeres, que estaba inmediatamente al lado. Para aprovecharlo, tenías que subirte en el retrete, dar un salto de animal excitado, hacer equilibrio en la barra de cemento del cubículo, estirar el cuerpo para ingresar al techo, proyectar el torso, arquear el cuello y sostener la cabeza, mirando hacia abajo, lógico, para investigar ocularmente a las chicas que se cambiaban de vestimenta con el propósito de llevar a cabo los excluyentes ejercicios del género femíneo. Era una transgresión de la privacidad que, en la etapa adulta, suelo censurar y criticar.
Los baños, en la perspectiva intemporal del sueño, eran dos fosas o dos cuevas, dos remolinos en pausa que vomitaban la concentración más memorable del tinte azabache. Tenían una fuerza de cierto magnetismo irresistible que glorificaba, según mi alternativo análisis, las cavidades carnales que se llenaban de sangre. Con base en los ejercicios imaginativos, estando dos veces perdido en la lucidez agria, planifiqué hipotéticos movimientos que tenían relaciones, mediante hilos psicológicos, con patologías azucaradas que, bien miradas, eran los gajos de las frutas hormonales.
Fuera del gimnasio, en el ambiente circundante, se extendió una pesadez de incertidumbre.
De un momento a otro, junto a mí, en la grada número tres o cuatro, apareció Klaus Shulze. Tal vez no apareció espontáneamente, sino que me di cuenta por primera vez de su presencia. No era el hombre joven que se muestra, con formato bidimensional, en las fotografías setenteras. Su rostro ya estaba viejo, sin el cabello largo que transpiraba cosmos microscópicos y la arriesgada psicodelia de aquella ideología musical que, como pilar de una vanguardia eterna, era demostrada en su praxis musical.
El músico alemán, sin su sempiterno cigarro, llevaba un traje formal de un blanco matinal. Se le veía muy encorvado, como si en aquel momento estuviera inclinado sobre sus múltiples teclados analógicos y digitales. Hablaba conmigo, me decía palabras en inglés, no en alemán. Yo, aunque no manejaba competentemente esa lengua germánica occidental, ejercitando ese don provisional, también exponía mis ideas en inglés. Era una comunicación acelerada en la que se devoraban variados temas concernientes al contexto de mis años colegiales.
Su imagen, rezumando una compleja configuración alucinógena, me confundía y me colocaba suavemente entre la magia de un narcótico y el filo de una montaña individual, entre una adrenalina controlada y una seducción altamente hierática. Torciendo las temáticas de la charla, y clarificando cada fragmento verbal, Shulze me narraba, desorganizada y detalladamente, un sueño suyo, un sueño que, conectándose conmigo, él había tenido en 1974, cuando había publicado «Mirage»:
«Tal vez es una propiedad rural, al lado de una cabaña metálica. Y, detrás o adelante de la contextura, estás o no estás bajo la sombra de una flexible palmera infecunda. Ya conoces al soñador desprevenido, el que no controla el significativo químico de su cerebro, el que se duerme igual a una roca que cae por el abismo y el que se despierta imaginando juicios psiquiátricos.
»Descienden dos sospechosos ángeles desde la rama de la nube, trayendo su burla y su guasa debajo de las ropas, como un tesoro robado al majestuoso censurador de lo prohibido que anuncia: “hay un límite para conservar nuestros placeres y para negar la verdad inevitable del pensamiento lúcido”.
»Portan su silla y su mesa y un teléfono sustraído de la sala de una casa, sacado de la fotografía de textura biológica, a principios de la segunda década del siglo XXI, cuando la hecatombe teórica era una posibilidad que asomaba sólo la punta de la flecha en la tinta impresa del álbum.
»Una voz en off explica: “El género masculino que alaba el cabello largo del macho pensante. Estética terrenal, parafraseada o defraudada, tergiversando la actitud longitudinal. Arte, repite, arte y técnica. Producto intangible: copio la consecuencia inasible. Más allá del argumento pedagógico y del cloroformo de la ignorancia inapetente”.
»Uno de ellos, con rímel carmesí en sus largas pestañas, se ajusta en la silla con postura erguida. “Yo voy a hablarle de primero”, dice el temerario. El otro, cruzando sus depiladas piernas expuestas, se acomoda en el borde lineal de la mesa cuadrada, con deseos de una caricia testicular.
»Se reflejan en el ojo del pajarillo, el que susurra: “yo no soy un testigo”, el que fue barro y será ceniza mojada en la charca. ¿Estamos en un verano legítimo o en una falsificación que huele a perfume vencido? Nos hallamos en la tajada del terreno, en la materia colorida y en el esbozo del paisajista.
»“Marca su número”, le pide. Una cifra de siete elementos. Hay tono. Suena una, dos, tres veces. Alguien contesta. Y el insólito personaje le dice al adolescente, el cual está al otro lado de la línea: “tu amigo ha muerto; su alma yace a los pies de nuestra milagrosa estatua”.
»Sientes el miedo auténtico, el fluido jerarquizado del hueco negro que se abre con una cuchara deforme gigante en el esternón de lata, de plástico o papel. Ahí, donde comen los temores evolutivos, donde defeca el genio del balance, donde la presión sanguínea revienta en tintas que, de gota en gota o de chorro en chorro, sugieren el escape, la desaparición y el insulto hacia el neurotransmisor.
»Pero que no se preocupe, porque el compañero se halla a salvo en los regazos de la deidad personificada o en los pies de la estatua mencionada. ¿Qué significado tiene eso? Y llega un pedazo de pastel con praderas de paraísos, que te llena la boca y la garganta y el estómago, que no te ahoga porque tus pulmones, colgando en el exterior, se inflan y desinflan sin problemas.
»“Deja de llorar, chico”, le dice el individuo célico. “Te doy una esperanza para que limpies esas lágrimas”, le dice la celebridad mitológica, “te doy mi pañuelo recién lavado, recién limpiado”. Sin embargo, no le informa que ese pedacito rectangular de tela industrial, antes del instante actual, ha sido usado para borrar su mierda, la fresa en la copa de oro, su saliva celeste, la fruta corrupta, la sangre, su vómito acaramelado, su semen y las alas de sus mariposas disecadas.
»Pero empiezan las risas por un recuerdo compartido, obsceno, que ha salido accidentalmente de la cuerda que se ha extendido, como una arteria desmembrada en el polen y el aire, entre las dos miradas. Carcajadas y carcajadas de un duplo de burlistas que se escapan por la ventana de un castillo fáctico. Carcajadas y carcajadas de un dúo de rebeldes que huyen de un reino que se sostiene por la blandengue convicción. Carcajadas y carcajadas de una pareja nómada cuya acta de nacimiento está escrita en hebreo o griego o en una lengua recién inventada en los últimos tiempos del posmodernismo.
»El adolescente llora como el chiquillo cobarde que siempre fue. El que tiene las piernas cruzadas, orinándose de la risa, le arrebata el teléfono al otro y cuelga. El de las pestañas carmesí, observando el ambarino líquido en las piernas de su camarada, se muerde la mano. Uno de ellos piensa que puede dibujar con técnica precisa el rostro de la pornográfica divinidad ante cualquier ingenuo voluntario. El otro imagina al adolescente, el soñador, despertando a las ocho y media de la mañana en el año 2010.
»Después se van satisfechos, llevándose la silla, la mesa y el teléfono, ascendiendo hacia el ápice sur de la nube más próxima. Luego se diluyen en la retina de un plano de altura, hasta envolverse en un hidrometeoro que, con semejanza a un óleo adulterado, se proyecta hacia un símbolo del recuerdo, el cual, bajo un principio involuntario o voluntario, es un destello en la memoria secundaria».
Cuando terminó de describirme su propio sueño, yo, denso en el mío, me eché a llorar. Traté de comprender cómo había soñado conmigo en 1974, un sueño del futuro enviado al pasado, un futuro que ya era un pretérito, cuando yo era joven en el 2010, cuando yo caminaba por aquel gimnasio en el que derramaba unas lágrimas que, al llegar a mis labios, sabían a orines.
Pregunta de anatomía: ¿En dónde se ubica la vejiga de un mensajero de Dios?
Me levanté del asiento y bajé a la zona de los deportes, dándole la espalda a Schulze, agradecido por recordarme aquella escena onírica. El alemán, buscando satisfacer mis deseos, me prometió la felicidad, una alegría consistente en un viaje: me invitaba a ir al año de 1977, para mirarlo en vivo en el Westdeutscher Rundfunk Köln. Él, al parecer, me pagaba los pasajes del avión. Yo, ignorando la consistencia ilógica de la propuesta, le daba las gracias y, en inglés, le respondía, además, que me haría inmensamente feliz.
Una vez abajo, tomé rumbo hacia los baños, rigurosamente atraído, tentado por aquellos huecos horizontales. Una vez dentro, todavía bajo la influencia transformadora de la fase REM, volví a ver a Jesukristo, mi amigo de adolescencia, y miré a los futbolistas, quienes, posterior al juego, se pasaban jabón bajo las rudimentarias duchas. Tenía miedo de juzgar, en caso de que estuviera ahí, el pene de 25 centímetros de aquel muchacho, y, por ese motivo, me senté cabizbajo.
Jesukristo y los demás desaparecieron inmediatamente, salieron de los baños y, sin explicaciones ni despedidas, me dejaron solo. Entonces, como si recordara una seducción pospuesta, me fijé en la abertura del techo, en la figura geométrica que estaba encima del primer cubículo, la grieta que representaba una vía prohibida a la sección de las mujeres. Plenamente fascinado, me subí al techo y, sugestionado por la impunidad perdonable y antimoral, me deslicé como una culebra hacia la izquierda.
Conforme me arrastré, dos palabras flotaron en mi mente: reflexión electrónica. Al llegar a la esquina superior de la pared, en el recinto vecino, me asomé cautelosamente y observé, perplejo, que el compartimiento estaba vacío. Decepcionado, me bajé de ahí y, excluyendo toda fantasía, salí de los baños. Escuché a dos profesores aburridos, que hablaban sobre los planes para demoler el gimnasio y para construir un nuevo edificio deportivo. Salí del sitio y, como en una genérica fábula, me di cuenta que, a excepción de aquellos dos, no había nadie en el colegio.
No obstante, Klaus Shulze caminaba por un pasillo central. Le seguí. Ya no estaba viejo, sino joven, con su melena extensa, la camisa ajustada de manga larga, los pantalones de campana y su infaltable cigarrillo de tabaco entre los labios. Quise preguntarle, debido a un capricho impremeditado, cómo había logrado traducir los efectos de la dietilamida de ácido lisérgico en la música electrónica, e interrogarle por la identidad de los dos ángeles burlistas que me habían hecho aquella broma en otro sueño.
Cuando llegué junto a él y toqué su hombro, observé que, empleando un lapicero, escribía sobre un pedazo de hoja en blanco. Cien metros más adelante, se escuchaban los gritos de los espectadores que participaban, extrañamente, en un juego de fútbol. Al terminar el manuscrito, me lo entregó y lo leí. Decía lo siguiente:
Fórmula: C15H10ClN3O3. I was dreaming. El apologeta cristiano, siempre sobrevalorado y chiflado, está leyendo un libro de antropología y escribe un ensayo sobre el desarrollo de la ética sexual en las religiones. ¡Experimentelle, experimentelle, experimentelle! La homofobia es síntoma de debilidad moral. Secuenciador y sintetizador Moog. Psicoanálisis de charlatanes. Unheilbar. Música trance y techno. Jesukristo ha muerto de una sobredosis de heroína. Circuito impreso. Supernova y vagina. Space music. Clonazepam. Revolución estilística. Sexo. Kosmische Musik. Rupturistas. Noción del tiempo. Estímulo. El primer ángel travesti, cuyo nombre es el mío, dice: «Tu compañero tiene 1000 años de vida y sufre de una tendencia hacia la inmortalidad». El segundo ángel travesti, cuyo nombre es el de mi amigo, dice: «GABA».
Terminé de leer. Al final de pasillo, me encontré ante un partido de futbol que se desarrollaba en el aire, en una extraña perpendicularidad, fuera de la sección oficial para tal actividad. Todos estaban desnudos, igualmente las chicas que se ordenaban entre el público vigilante. A partir de mi perspectiva, aquellas personas parecían proyectarse hacia el cielo, a varios metros por encima del suelo, en una inclinación que, sugiriéndome ideas transversales, me provocaba una náusea metafísica, un asincronismo pasivo.
Surgió, dentro de los parámetros de aquella naturaleza inexacta, un terremoto que sacudió el colegio, pero que no alteró las dinámicas del juego que se estructuraba en un hálito meteorológico. No tuve miedo porque Klaus estaba a mi lado. La intensidad del movimiento telúrico era desconcertante y alcanzó las cualidades de la catástrofe. Todo se derrumbó bajo la autoridad de aquel seísmo, excluyendo a los jugadores. Cuando la sacudida destruyó las aulas del instituto y vulneró la geografía inmediata, fui expulsado de aquel sueño a través de una purga armoniosa.
Desperté. Pensé en su rostro bicromático. Maquillaje de arlequín en sus pómulos. Volví a despertar. Suena «Echoes of time». Imaginé una colina de percusión y mandarina. Nuevamente me desperté. Medité en una sinonimia imparcial e irracional entre «digestión» y «composición». Y terminé despertándome. No pude evitar la consideración de un efluvio, el efluvio de una nostalgia artificiosa, manipuladora. ¡Despertando! Emociones construidas con las herramientas de una imperceptible sensatez propia, una subjetividad consoladora. ¡Despertaré! Tierra de leche, música electrónica, miel y cuerpos mujeriles y varoniles.
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* Isac Daniel Masís Garro. Nació el 22 de septiembre de 1993, en San José, Costa Rica. Es estudiante de Bibliotecología (grado de licenciatura) en la Universidad Estatal a Distancia de Costa Rica. También estudió Ciencias de la Educación en esa misma universidad, obteniendo el grado de bachillerato. Ha escrito siete novelas experimentales aún inéditas.