Literatura Cronopio

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LA ADECUADA LOCACIÓN DE LA TRISTEZA

Por Enrique Bruce Marticorena*

La mujer cierra la puerta de la mampara y se echa sobre la tumbona de la terraza. El silencio le sirve como espacio de apunte de los múltiples detalles del jardín que necesita repasar.

Había terminado con lo que tenía que hacer en los salones interiores; ahora a la intemperie, tendría otra tarea que acometer: En algún lugar del jardín, deberá colgar su tristeza.

Podría decidir fijarla en un retazo de cielo por encima de la tapia, o en el espacio (algo estrecho) que se abría entre dos ficus. El formato horizontal de su tristeza podría combinar bien con el de la laguna, situándola encima, hacia el lado del sendero que la bordea, pero las reverberaciones del cuerpo de agua inquietan a la mujer y decide descartar la laguna como espacio de locación.

Nada parecía servirle.

La tristeza seguía fija en su psiquis y el mundo circundante no parecía darle un lugar.

«No tengo el temple de una artista», pensó con laconismo. Estuvo así, tumbada en la terraza con la mirada como perdida, trazando horizontes y distancias donde, probablemente, no había nada. Tal vez si hurgara más a fondo en la secreta comunión entre la abstracción mental y los objetos tangibles del jardín, podría situar correctamente su tristeza.

Mientras la mujer estaba absorta en su tarea, una figura la miraba desde la parte más sombría de la arboleda, no lejos de la terraza. Tal vez se trataba de uno de los huéspedes de la casa o de uno de los criados. La figura semi-oculta en la fronda tenía la mirada fija en el aire melancólico de la mujer de la tumbona.

Esto no lo sabría nunca la mujer que era observada. Una mirada inmoviliza cualquier sentimiento o vivencia de la persona que es objeto de mira. Toda tristeza necesita desplazarse de la psiquis hacia el mundo para realizarse, para dar a la propia tristeza, un sentido. Eventualmente (si nada perturba ese desplazamiento), ese sentido habrá de pertenecerle solo al mundo y solo el mundo habrá de aprehenderlo: en ello consiste nuestra mejor ofrenda como seres humanos.

Sin embargo, cuando una mirada se posa en una persona triste, ese sentimiento urgente de viaje queda fijo para siempre en la psiquis del contemplado. Este es el caso ahora y el jardín queda confinado así al juego de luces y sombras que proyecta la arboleda sobre el césped, y al sentido siempre esquivo del porqué de dos figuras en un jardín y una terraza, con una de ellas mirando a la otra.

Las horas pasan y la tarde se asienta en el jardín.

Si estuviéramos allí en ese momento, nuestros ojos tendrían que adaptarse a un entramado particular de luces y sombras en el paraje más extraordinario que pueda imaginarse.

UN TIEMPO EN LA GALERÍA

Para el diseño de la galería de Gatz se tomó en cuenta cosas genéricas como el flujo estimado de compra y venta de los cuadros, el área del cuarto de depósito, las exposiciones temporales o la administración de la luz natural.

Pero también sé (y no con poca certeza) que se consideró el hecho de que los retratos hablan como lo hacen todos los objetos del mundo durante las noches, cuando dormimos, tal como se revela en los cuentos que nos cuentan de niños y de siempre. Este último dato nunca se consideró de manera explícita en el diseño de Gatz, pero estoy segura de que sirvió siempre de subtexto en las conversaciones a puertas cerradas que se tuvo con la arquitecta, amiga mía de muchos años.

Por ello, los retratos se cuelgan en una sola pared de cada salón, de modo tal que ningún retrato puede ver al otro. En cada salón, hay una ventana lateral como si se quisiera que el recorrido lento de la luz distraiga las historias que los retratos cuentan y no se resuelvan a cabalidad.

Los retratos suelen hablar muy bien de ellos mismos, con elocuencia y toda la honestidad del caso. El requisito para tal prodigio estriba en que no conozcan las historias de los demás, que se sepan únicos en sus juicios, felicidades y desventuras.

Por ello, la ventana lateral.

De día, los visitantes se sientan y los miran. Sólo ellos, los visitantes, pueden verlos en conjunto y escuchar las historias de cada uno. La luz no perturba la comunicación fluida entre el visitante y el retrato, solo lo hace entre retrato y retrato.

Cuando alguna persona abre el panfleto que tiene en sus manos, los retratos parecen adquirir en su mirada, una fijeza particular. Un prodigio que no ha pasado desapercibido a los críticos más perspicaces. Hablan de la luz, de la curaduría o de la adecuada disposición galerística.

Nadie habla de un ansia de totalidad; nadie habla de la vida y el sentido precario de eternidad mientras la luz discurre.

Hay una belleza absoluta pero condenada a la desidia en la galería de Gatz. Un dato que mi amiga, con seguridad, teme comunicar.

EL NUEVO ÁNGEL

Tomé el libro de pasta dorada de la mesita de noche, me puse a hojearlo, y me percaté de que el dorado también predominaba en las ilustraciones que acompañaban los textos breves.

Me puse a acariciar la ilustración, casi a mitad del libro, de un hombre al borde de un camino, un hombre de piel bronceada y de rostro de arrugas ligeras.

Los ángeles no tienen alas, rezaba la leyenda al pie de la figura.

Esta parte del libro versa sobre unos paseantes que deambulan en mundos de tierra eriaza, de vegetación seca y de polvareda; no es inusual en dichos mundos, que el paseante se tope con uno de estos ángeles sin alas al borde del camino.

Los paseantes recorren los caminos de tierra en aras de vencer un obstáculo, siempre sumidos en la superstición de una dirección y un destino. Suelen amar, y por su objeto de amor afrontan peligros indecibles. Suelen ser jóvenes en las historias amarillas por los años y secretamente aman la historia de ellos mismos que serán relatadas a otros, lectores absortos (como nosotros) en libros dorados o amarillos.

En los espacios llanos que nos propone la historia del texto, los paseantes querrán volar. Respirarán hondo y calibrarán los contornos de filigrana de las páginas que los contienen, se imaginarán el cielo absoluto y la vastedad de un mundo ilusoriamente nuevo.

Desplegaremos, con ellos, las alas…

En ese momento, el hombre bronceado de arrugas ligeras se levantará y nos abrazará violentamente. Nos sostendrá de nuestra cintura y no nos soltará.

Rugirá una canción que no nos imaginábamos en nosotros mismos, marcada quién sabe por el pulso de nuestro corazón joven, y trataremos de zafarnos del abrazo tenaz.

En nuestro forcejeo desesperado abriremos los ojos, al fin, a un mundo sin alas, a la enorme leyenda que permite la existencia de ángeles pero con ciertas restricciones. Algún requisito de edición que la narración impele.

Al borde de todos los caminos, un libro de hojas amarillas nos aguarda. Está ya escrito que abriremos ese libro, y están escritos todos los caminos, todos los hombres al borde de los mismos y todos los paseantes…

URBANISMOS

Un hombre toma una regla y un papel, sentado en la banca de un parque,

y el horizonte hace todo lo demás.

El hombre, prolijo, verdea a mis pies,

y a los pies y patas también de familias y perros.

Los lápices desmayan, de otro lado, un cielo muy Lima.

Ese hombre deja la regla. Ese hombre, a quien quizás no conoceré, prosigue con el boceto de todo lo que digo.

Supongo que, como yo, fijará en pocos trazos la figura de un perro que valga por todos los perros.

Ágiles, atrapan (ágiles y ansiosos) el disco que les arrojan, y ladran.

Ese perro que vale todos los perros, vale el pelo, la pata, el diente, la orina.

Brinca en un hogar que vale todos los hogares (todas las hogueras) del mundo.

Ladra y diente.

Salta.

Lame la carne.

Una vez creado el parque gracias a la línea de fuga del horizonte, y creadas las flores y todo lo demás, los perros se liberan.

Merodearán otros ámbitos hasta llegar al mío,

y rascarán mi puerta;

convertida la oscuridad de mi cuarto en una oquedad,

el gruñido de los perros fijará el centro de mi cuarto (ya sin horizonte, ya sin fuga).

Equivalente a todos los perros,

olfateo el aire, escudriño las paredes posibles,

agudizo la oreja por si me llegan los ruidos de un parque,

los ladridos y la posibilidad de la mordida en medio de las risas, todo como en una consigna.

El hombre no deja de trazar las miles de habitaciones en hogares fugados en línea,

las miles de habitaciones y de parques en fuga, en colores y de todo aquello y más en el boceto de un hombre que (ahora sí, con seguridad) no conoceré.

UNA MANO DESCIENDE

Dios observa a los chicos en medio del juego.

Chicos de látex, de joda, chicos de reglamentos secretos y de muchas ganas.

Chicos que refaccionan viejos cobertizos y en cuyo interior apenas iluminado, ensamblan criaturas con butacas, poleas y cadenas. Chicos que acomodan taburetes a modo de altares, disposiciones que, a la larga, se resuelven en las diferentes posturas que ellos habrán de tomar frente al mundo.

Chicos varios, chicos sucesivos, chicos excesivos sin humanidad.

Chicos que han deambulado en un bosque de sombras y una vez divisado un templo, han fornicado bajo sus arcadas. Se han mirado la cara (estos chicos) con los despojos de la luz. Unos juran que vieron una vez una sonrisa y desde entonces, se pasan el salmo en voz baja.

Una mano, en tanto, desciende en la oscuridad.

Entonces recuerdan algo sobre una tierra parda y sobre una semilla.

Una mano desciende en la oscuridad cuando ya todos habían oído de los valles fértiles, de las criaturas y los ríos electrizados por el sol

(No hubo ocasión de decirle a nadie que lo que tiene el prestigio de lo creado, no les interesa).

La mano desciende en medio del juego. Entre los concurrentes, se encuentran los hijos legítimos del grito, la torsión y la sangre, y suelen ser los más meticulosos en sus prácticas y nada parece inmutarlos.

El juego sigue. Nadie se esconde; nadie cae. La mano parece ignorarlos.

Desde sus respectivas posturas frente al mundo, sin embargo, presienten que algo se acallaba en sus juegos. Acariciando su piel de látex y cruzando un umbral más, un cuerpo más sin caer, presienten que su destino es el olvido.

Y a la manera de una procesión, comienzan a seguir la mano que desciende.

EL NOMBRE DEL HIJO

Joshua nunca pintó nada en su vida, ni un palmo de pared, pero esa vez pintó la habitación de su hijo que llegaba.

De un azul, de todos los azules.

Tere nunca tuvo voz para el canto. No le interesaba la música, ni siquiera seguía los ritmos de moda. Pero aprendió algunas tonadas infantiles para el hijo que llegaba.

El cuidado que tuvo de su cuerpo durante el embarazo tenía la precisión del génesis. Cada luz de cada mañana le pertenecía, desde ya, al nuevo mundo donde el hijo iba a imperar.

Todo sería de él: Joshua y Tere se preguntaban cómo serían sus vidas después de la primera sonrisa del hijo.

No supe del parto y de cómo el hijo llegó a casa por primera vez, en brazos de su madre.

Me perdí el primer cumpleaños. Las abuelas estuvieron allí, me consta, a ambos lados del niño que miraba absorto su primera velita, en la foto que descansaría para siempre en la mesita baja del recibo.

Le soplaron esa primera velita y él mismo soplaría las otras velitas por seguir, soplaría muchas y soplaría los años de las abuelas y los años de los padres y de todos los que deberían formar un semicírculo alrededor de sus deseos y de su sonrisa.

Joshua lo llevó a su primer día del colegio, camino al trabajo.

Tere supo de la vida social de su hijo en todas las kermeses. Calibró la sonrisa y los saludos de todos los niños que interactuaban con su hijo.

Joshua y Tere monitorearon todos los cumpleaños del hijo, hicieron comentarios sobre los años que pasaban, sobre la vida, sus alegrías y sinsabores. Cada rayita en el marco de la puerta, uno o dos centímetros más alta que la anterior, que señalaba el crecimiento del niño, era motivo de una reflexión más sobre la vida del hijo que arrojaba luz a su vez, sobre la vida de ellos mismos, de sus propias infancias y sobre el sentido cada vez más misterioso de la adultez.

Joshua y Tere creyeron a ciegas que los años son tan solo la distancia que uno toma para contemplar mejor las horas preciadas. La vida está llena de esos momentos y de la imaginación que esos momentos requieren. Los recuerdos queridos precisan de la imaginación más que de la memoria. (¿Esto lo supo Joshua cuando tomó la primera brocha, o Tere cuando ensayó la primera nota alta?)

Como suele darse, supe del hijo de manera más consistente, cuando su círculo social fue más allá del familiar y del colegio en los años que cruzaron el umbral de la adolescencia a la adultez.

Supe cosas.

Supe de sucesos a altas horas de la noche. Amigos y novias en voz alta. Patadas a la puerta cuando al hijo le habían quitado las llaves de la casa. Viajes a Miami en el hemisferio norte. Cruces de la frontera en el sur de las literaturas y las películas.

Interminables viajes en el desierto bajo las estrellas desordenadas. Una botella que se arrojaría en la carretera (jurarían sus amigos) y una risotada en la oscuridad.

El hijo se tornó en el celular que no contestaría en las muchas noches.

El nombre del hijo se tornó en un rumor en voz baja en tal o cual evento social. El nombre del hijo, en el rictus de una boca que nadie se animaba a interpretar. El nombre del hijo impreso en el periódico una vez, en una mañana de un día en que Joshua y Tere se abstuvieron de salir a la calle y descolgaron el teléfono.

Joshua y Tere habitan la misma casa. Solo saben que su hijo deambula de una manera poco mágica en los territorios del norte, y ahora saben que todo era cierto lo que las literaturas y películas del sur decían sobre ciertos destinos.

No hay habitación azul a la que regresar en una casa refaccionada. Joshua prepara lo que va a ser su nuevo estudio una vez retire los posters que el hijo pegó en el paño de un color desvaído.

Tere abre todas las ventanas, todas las mañanas. Se imagina a sí misma deambulando por los amplios espacios blancuzcos de esas mañanas. Toma el dictado del jardín, del canto oportuno de los pájaros. De cuándo en cuándo, parpadea en medio de ese trajinar; no sabemos si parpadea por la luz o por la temeridad de esa mañana que ella misma imprime en su memoria. Anhela secretamente que los años fijen para siempre, el encanto de ese presente abriendo las ventanas. Por ahora, mientras canturrea en voz baja la canción del jardín, prosigue con diligencia, las tareas de la casa.

A NUESTROS POETAS Y SUS NOCIONES

Supimos de los versos impresos en volantes de todos los colores,

de todos los temas y registros expresos cada cual en tipografía de tamaño de letras y estilo ad hoc.

Supimos de todo y de todos ellos, de los poetas de las calles y del estudio cerrado, de los poetas de las largas travesías y de los recogidos para siempre en la sala de sus madres.

De todo, supimos de todo:

De las horas, de los días, o de los siglos que competían con las horas y los días.

De los poetas de las grandes planicies o de las montañas generosas en asombro (los poetas topógrafos, los llamábamos), o de los poetas del rincón de mi infancia para siempre jamás.

Algunos amaron, supimos, a los hombres, y otros, a mujeres que se les acercaron en sus camas o en sus versos. No pocos recogieron la noción del amor de los escritos de filósofos y otros poetas, y experimentaron la noción de turno despegando sus ojos de la página impresa o de la pantalla, y fijándolos en los ojos de alguien al paso.

Y escribirían sobre lo efímero o sobre lo que se supone es para siempre (lo primero les tentaba bastante en el siglo incrédulo). Esto y otras cosas supimos asomándonos por las ventanas de nuestras casas, cuando reconocíamos en un tenue olor de las jardineras de las plazas, las flores del catálogo de tal o cual aventura escrita, o cuando la posición del sol podía inspirar un amanecer o un ocaso según la ocasión de la rítmica y el temperamento del poeta del amor y sus nociones.

Mi pequeño hijo que regresaba un día del parque después de un partido de fulbito, había encontrado en el césped, la noción de la Muerte y me la enseñó: le dije que arrojara esa basura. El hijo de mi vecina encontró Soledad y aunque quedaba tan mal bajo el sol del mediodía (el sol del cenit es arisco, al parecer, a la inspiración versal), mi vecina, presta, la colgó en su pared. La muy huachafa.

No sólo sabíamos de los poetas y sus nociones cuando nuestros hijos regresaban del fulbito, o cuando nuestros adolescentes se enamoraban en una coordenada mágica, entre las cervezas y el sunset. Sabíamos de ellos también cuando se reunían en bares y ferias de libros. Sabíamos de ellos en media página del diario y en cronogramas de recitales y homenajes, o en un chisme violento del amor a ciertas horas y debajo de alguna escalera pública. O cuando algún poeta, en la hora azul, le miraba las tetas a alguna de nosotras.

Sabíamos de los ojos que sus ojos miraban, y sabíamos particularmente de sus propios ojos (los de los poetas) cuyo color natural sabíamos muy bien transmitirnos entre nosotras. Tratábamos de imaginarnos sus manos acariciando el pelo, la nuca, la bragueta o las nalgas de alguien, y no conseguíamos que esas manos revoloteasen lejos de las teclas de un procesador (Recuerdo que cuando se dijo «revoloteasen», se nos ocurrió mariposas, pero no sabíamos en qué jardín o parque ponerlas, así que no elaboramos más).

Supimos de los escribidores y del arte de escribir que ellos escribían. Supimos (esto nos costó) del arte de la imposibilidad de escribir que ellos escribían. Leíamos (sabíamos) que un pájaro, digamos, nos inspira la noción del vuelo, pero para que esa noción nos sea concebible y se acomode a nuestro día a día, esa misma ave tenía que estar encerrada en la jaula de nuestras palabras (alguien dijo «jaula» y supimos exactamente dónde ponerla. Qué curioso).

De la posibilidad del ave y del vuelo, o del vuelo sin el ave, y de las jaulas agazapadas en los patios de todas las casas (y de las manos infantiles que abren todas las jaulas), todo, todo esto lo supimos y supimos estar agradecidas por ello.

Creemos haber mostrado agradecimiento (sin afectación) cuando comprábamos sus libros o cuando aceptábamos sus libros de regalo (y simulábamos muy bien la noción del regalo, tal como ellos simulaban la noción del regalo).

Nuestros parques, plazas y niños, cielo y montaña, o cielo y planicie de ocasión, son compartidos por todas nosotras y por nuestros poetas. Hay lugar para todos. Sabemos ya demasiadas cosas pero sabemos pretender no saber cuando un niño nos obsequia algo, o cuando la posición del sol se ha desprendido de algún verso y el cielo coge un color lelo de rima. Le recordamos al alcalde de turno las promesas de campaña para poder darles sosiego a nuestros poetas. Queremos saber todo lo que ellos saben y nos enternece su altivez cuando ostentan todo lo que dicen no saber (Les fascina no saber). En las azoteas, miramos el cielo repasado en sus versos a través del tendal del domingo, cuando repasamos nosotras su humanidad en la ropa mojada. Acercamos nuestras narices a cada una de sus prendas y constatamos la eficacia del detergente (de ese orgullo muy nuestro, poco han escrito). Tantas cosas supimos a través de sus prendas, y tantas cosas nos daba la noción de libertad en el cielo de las azoteas. Somos letradas todas en estas épocas. Podemos escribir los versos más tristes esta noche y todas las noches que sus versos nos propongan, pero sabemos también estar calladas y estar estrellas aun cuando nuestras manos mariposas revolotean los entredichos e ignoran todos los jardines, plazas y bosques del mundo, de un mundo que ellos, una y otra vez, nos proponen en no pocas, magníficas palabras.

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* Enrique Bruce Marticorena (Lima, 1963) se doctoró en Literaturas Hispano y Luso Brasileras en el Centro de Graduados de CUNY en el 2005. Ganador del Lane Cooper de Humanidades por su tesis sobre César Vallejo (Nueva York, 2003). Ha publicado un libro de cuentos Ángeles en las puertas de Brandenburgo (1994) y otros dos de poesía y prosa poética, Puerto (1992) y Jardines (2013), además de una serie de artículos y ensayos en revistas del Perú y los EE:UU. Es autor del ensayo Madre y muerta inmortal: género, poética y política desde los textos de César Vallejo (Lima: Universidad San Ignacio de Loyola, 2014). Ha participado en diversos congresos y ponencias sobre temas de análisis literarios. Fue invitado a la Feria del Libro en la Universidad veracruzana (Xalapa, 2015), al Festival internacional de poesía de Lima (Lima, 2016) y al Festival de poesía latinoamericana del Museo Nacional de Argentina (Buenos Aires, 2016). Maneja dos blogs: «Andando de paso» de lamula.pe sobre cultura y sociedad, y enriquebruce.blogspot.pe sobre ficción y ensayo. Ejerce la docencia universitaria en Lima. Su email: embruma@gmail.com

 

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