Acronopismos y otras delicatesen Cronopio

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Luis Caballero frenta a uno de sus cuadros

LA AGONÍA DEL DESEO: LA OBRA PICTÓRICA DE LUIS CABALLERO

Por Manuel Cortés Castañeda*

Incluso en el campo de la pintura, la sociedad occidental y sus emisarios intelectuales nos han condenado a un punto de partida ineludible: qué quiere o quiso decir tal o cual artista; cuáles son sus fuentes de inspiración; su naturaleza histórica; sus paradojas emocionales; sus momentos de definición en el entramado del tiempo; la sustancia de sus pausas y tantos otros etcéteras que pesan como una maldición ineludible en el espacio minúsculo que le queda a la sensibilidad y a sus fantasmas. Quizás, sería mejor, empezar por preguntarnos qué no quiso decir, o no pudo decir tal o cual creador, si es que tenía la mínima intención de decir algo concreto o sustancial. Así, tal vez, podríamos librarnos o escapar por un momento del teatro absurdo de las generalidades y de sus causas que sólo nos pueden llevar a la causa última y por ende a la primera… y así sucesivamente hasta ponernos otra vez de rodillas frente al espíritu absoluto y sus facultades y verdades a priori, o de naturaleza moral en sí y para sí o por que sí.

Si damos inicio al análisis, cuando de imágenes pictóricas o literarias se trata, ajenos a la definición y al concepto de identidad y estructura y, por consiguiente, función, podríamos entrar de lleno, o desnudos como recomendaba Vinicius de Moraes, al universo pictórico, en este caso, de Luis Caballero; participar del momento creador llevados tan solo de la mano del movimiento recurrente que engendra por afinidad u oposición una escala de intensidades que irradia o se desborda en el vacío que es todo espacio abierto a la creación; espejismo (dicho vacío) inevitable hacia donde tiende toda fuerza creadora a sabiendas de que el objeto de definición–realización del deseo que la configura carece de certeza y de realidad. Simplemente plegarse a este movimiento pendular ya sea que este deseo desee nombrar, decir, fundirse, confundirse o perderse en ese prurito fantasmal al que tiende por bulimia, abulia —o mero impulso carnal—, todo deseo de expresión o creación. La intensidad obsesiva de ir hacia un punto cero, pulsión que es a la vez centrípeta y centrífuga, también dejaría fuera de su entorno lugares comunes de definición y recuperación del sentido tales como fragmentación, simultaneísmo, eternidad del instante, unidad de contrarios y todo el andamiaje estructural y post–estructural que se ha convertido en un ladrillo más en la entelequia del poder, la funcionalidad y la necesidad en el nuevo discurso ideológico esteticista.

¿Desde qué perspectiva entonces abordar la pintura de Luis Caballero? Indudablemente que Velásquez, Goya y Bacon por afinidad o encuentro fortuito subyacen de otra forma los mismos en su obra. Dramatismo y expresionismo que subsecuentemente encuentran caminos de expresión en el romanticismo y el manierismo para finalmente materializar su máxima fuente de expresión en la energía luminosa que condensa el universo pictórico de Miguel Ángel. No necesariamente un creador es el más indicado para esclarecer algunos puntos álgidos de su obra o de sus procesos–estados creativos. Sin embargo, muchas veces es fácil encontrar en algún comentario hecho por el mismo artista de forma espontánea o gratuita (improvisada), y que para el mundo de la critica carece de valor por su falta de complejidad y rigor, alguna de las claves que nos permiten acercarnos o disfrutar con plenitud de la obra. «Es el cuerpo lo que yo quiero decir», expresó alguna vez Caballero sin mediaciones de ningún tipo. Lo importante de esta afirmación no es tanto el vocablo cuerpo que define o singulariza su pintura, sino el verbo querer en presente indicativo que convierte a ese impulso o estado de fuerza que es en sí toda necesidad de decir, en un estado de cosas a las cuales se tiende por volición o contemplación, pero que no necesariamente revela u objetiviza–singulariza esa ficción o intensidad deseada. Querer decir es hipotético, subjuntivo ficticio, abstracto, ambiguo. Caballero no dice por ningún motivo, es el cuerpo lo que yo pinto, o digo de forma pictórica. Solamente aspira a decir ese cuerpo y por un momento cree en su aspiración. Aspiración por desconocimiento ante una realidad puntual que se vacía de sí misma y se abre a los requerimientos de un desear también amorfo y ajeno al ángulo donde la fuerza o necesidad se encuentra y «define». Su pintura es así la expresión de un drama irresoluble y, por lo mismo, fatal, cuyos personajes, aunque siempre lo mismo —o los mismos—, carecen de señales de identidad. «Ante todo hacer y realizar una imagen abstracta en que las formas y la luz sean sugestivas. Luego aparecerán las formas de los cuerpos que deben adaptarse y coincidir con la imagen abstracta». Así que esa amalgama de colores que en la pintura de caballero surge del encuentro del negro, el amarillo y un rojo intenso, no significan angustia, voluptuosidad y tragedia constante de la condición humana; tampoco se propone Caballero, haciendo eco a la catarsis aristotélica, provocar estos estados existenciales en el espectador; esta amalgama que se regenera y reitera constantemente, es en sí misma estos estados existenciales o emocionales y a la vez noche, día, luz, etc. Lo mismo y lo otro que requiere lo mismo para delinear su existencia. Decir o pintar solamente lo que no podemos decir o pintar. La pintura de caballero no es otra cosa que el drama trágico de esa angustia de saber y de sentir una ausencia irrevocable cada vez más presente por ausente o viceversa.

Pintura Luis Caballero

Caballero desde el comienzo de su pintura (La cámara del amor, políptico de 18 panales) siente o imagina al cuerpo como una metáfora o una paradoja que deviene a cada instante lo mismo y lo otro, sin regalarse un solo instante a la racionalización de su propio gozo o materialización. El cuerpo o la mecánica de imágenes irresolubles que lo configuran, para Caballero es una escala de sensaciones sin principio ni fin que ejecuta un espectador (pintor) imaginario o ausente. Espacio, sombra y color, son un vehículo de proyecciones al infinito que recurriendo a la forma aspira a la materialización del deseo que se pierde, o se transforma en el instante mismo del entramado formal o de la imagen. Condenado a una búsqueda absurda donde el objeto que define al placer no es mas que un simulacro, las huellas ineludibles de una derrota inevitable, la pintura, parece decirnos Caballero, es un juego perverso y demasiado humano por inhumano, donde la forma que aparentemente singulariza y define no es mas que un fragmento caído y perdido de una sensación ajena y amorfa, o una función traversa de una constelación mayor, siempre en expansión y sin memoria. Quizás ese reiterativo «me tocó ser así», más que referirse a sus preferencias existenciales y emocionales, en el fondo no es otra cosa que ese cómo se llega a ser lo que se es de Píndaro. Imagen donde reside el valor real de toda existencia: destino, pero a la vez una forma nuestra (muy humana) de delinear ese destino.

Esta recurrencia de lo no dicho que se quiere volver a decir inevitablemente conduce a actitudes extremas. La recurrencia es un estado de ansiedad que a sí mismo se contempla y regresa a su punto de partida como mecanismo de supervivencia o estabilidad. Todo el arte contemporáneo no es mas que la crónica de esta situación: seguir pintando o escribiendo con la certeza de que es lo otro lo que queríamos decir y que la imagen sólo puede expresar esta noción de perdida y de fracaso: la energía que desborda al vehículo de la creación y que desborda y pierde a la imagen deseada; este proceso recurrente que es a la vez fragmentación y su fuga nos revela otros aspectos de la obra pictórica de Caballero. La imagen abstracta que se sustancializa en la intensidad del instinto que todo lo ignora, está condenada a la repetición, la cual, a su vez, garantiza la continuidad de la búsqueda que, a su vez, mantiene viva a la intensidad que cada vez mas aspira al detalle como una lente de aumento muy potente, donde el éxtasis o la angustia del deseo busca agotarse y agotar esa forma sin formas que es la fuente de todas las formas. Terrible condena la del artista: «…darle forma a las formas».

Es en esta tensión extrema e ineludible donde se cuece el rigor técnico de Caballero y donde, además, se le revela ese lugar secreto donde arte y vida son parte de la misma realidad o ficción. La intensidad de la carne —el placer— más que el cuerpo que la limita y la relega, o la sustantiviza se convierte en una máquina transgresora de sensaciones e impulsos que se acelera libremente por los territorios del placer, el dolor, el éxtasis y la muerte. No hay necesidad de posesión o de dominio en las imágenes de Caballero. Los cuerpos que en un encuentro con el otro y los otros despliegan su fuerza y voluptuosidad, su energía abismal, se transgreden y transgreden al otro convirtiéndose en una fuerza anónima que nos revela como en un espejo mágico, la plenitud de la orfandad y la soledad. No es fuerza muscular lo que da vida y forma a la pintura de Caballero, sino esa acumulación interior de visiones que nos permiten en el drama de la voluptuosidad ver más allá de los límites de la forma y el dramatismo del color y las sombras.

Aparte de algunos dibujos a lápiz, tinta y carboncillo que hizo bajo el título de La noche oscura de San Juan de la cruz; y dos series que hizo para ilustrar los libros El castillo de afuera, y El apóstol macho de Bernard Noel, sin olvidar algunos cuadros de la juventud, la mayoría de los cuadros de Caballero no tienen título. Esto nos permite afirmar que cada uno de ellos quizás, fue concebido como la parte de un conjunto más amplio que Caballero sabía/sentía de antemano inacabado o incompleto. Es inexplicable que el primer cuadro que decide mostrar al público cuando tenía 20 años (La cámara del amor) fue un políptico de 2 x 12 x 3 metros. Estructura que constaba de 18 partes y que posteriormente en otra exposición aparece conformada por trece partes, algunas de las cuales desaparecieron. Solo después de su muerte fueron recuperadas de manos de diferentes dueños y devueltas a la gran estructura que hoy hace parte del Museo de arte moderno de Medellín. La variedad de técnicas que usó (serigrafía, grabados, carboncillos, mixta, lápices, óleo sobre papel o lienzo, pigmentos, acuarela, témperas, etc.), también nos hace pensar en esa agonía constante que engendra el deseo que desea sin saber a cabalidad lo que desea; esa fuerza instintiva y su necesidad de encontrar un asidero a la angustia que genera un sentimiento constante de pérdida lo empujaron a utilizar diferentes materiales y mecanismos de expresión; quizás con la vana esperanza de poder alcanzar algún día, como él mismo lo expresó: «No el mismo cuadro, sino la misma imagen, la belleza del cuerpo del hombre, la tensión entre los cuerpos, su relación de deseo o de rechazo, su necesidad de unión».

Mística y erotismo en exceso, la pintura de Caballero transciende al cuerpo como entidad social y estética fraguando en su imaginario una voluptuosidad recurrente y una necesidad de volver a cada instante al mismo punto de partida: cero y eternidad. Cada pincelada, cada imagen, cada cuadro no son más que la agonía del deseo que a la vez que se nos entrega se pierde y se niega y nos niega. «Es el cuerpo lo que quiero decir…y no es aguarrás lo que utilizo para disolver la pintura sino semen»; y pintó ese cuerpo, sin saberlo, de tal forma, que la forma recurrente que reclama o proclama ese cuerpo recurrido, no es otra cosa más que la negación de todas las formas y la afirmación de una ausencia irrevocable. «No olvidar que la realidad de la imagen no tiene nada que ver con el realismo de las figuras».

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*Manuel Cortés Castañeda, nacido en Colombia, es licenciado en Español y Literatura de la Universidad Nacional Pedagógica (Bogotá), director y actor de teatro. Cursó estudios de doctorado en la universidad Complutense (Madrid). Enseña español y literatura del siglo XX en Eastern Kentucky University. Ha publicado seis libros de poesía: Trazos al margen. Madrid, España: Ediciones Clown, 1990; Prohibido fijar avisos. Madrid, España: Editorial Betania, 1991; Caja de iniquidades. Valparaíso, Chile: Editorial Vertiente, 1995; El espejo del otro. París, Francia: Editions Ellgé, 1998. Aperitivos, Xalapa, México: Editorial Graffiti, 2004; Clic. Puebla, México: Editorial Lunareada, 2005. Dos antologías de su trabajo literario han aparecido recientemente: Delitos menores, Cali, Colombia: Programa editorial Universidad del Valle. Colección Escala de Jacob, 2006; y Oglinda Celuilalt, Cluj–Napoca, Rumania: Casa Cărţii de Ştiinţă, 2006. Ha sido incluido en antologías tales como Trayecto contiguo. Madrid, España: Editorial Betania, 1993; Los pasajeros del arca. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1994. Libro de bitácora. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1996. Donde mora el amor. La Plata, Buenos Aires, Argentina: El Editor Interamericano, 1997. Raíces latinas, narradores y poetas inmigrantes, Perú, 2012. Además, escribe sobre poesía, cuento y cine. Actualmente está traduciendo al español textos de poetas norteamericanos de las últimas décadas: Charles Bernstein, Leslie Scalapino, Andrei Codrescu, Susan Howe y Janine Canan, entre otros.

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