Sociedad Cronopio

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LA DEMOLICIÓN DEL MÓNACO NO ES EL PROBLEMA

Por Catalina Morales Vélez*

Zumbidos de bala fue lo primero que captó nuestra atención. Segundos después disparos que se acercaban, sirenas y carros a alta velocidad que como en las películas sonaban contra el asfalto al girar en las esquinas. En nuestro barrio inundaban las circulares, diagonales y calles sin salida. Así que el intenso restregar de las llantas evidenciaban con veracidad cada cuadra que se acercaban.

De inmediato, mi hermana y yo empezamos a correr por las escaleras abajo con el pánico casi sacando nuestro corazón del pecho. Mamá nos cogió de la mano y nos metió con premura debajo de la cama de la señora que nos ayudaba con el aseo. Su habitación lograba poner dos paredes al este y otras dos al oeste «protegiéndonos» de lo que fuera que estuviera pasando afuera.

Pasos fuertes y pesados rodeaban nuestra casa. Una marcha marcada por el afán se movía mientras se escuchaban gritos cargados de adrenalina y fuerza. Instrucciones que retumbaban y hacían en cada tono evidente la frase de Einstein: «Existen tres clases de inteligencia: la inteligencia humana, la inteligencia animal y la inteligencia militar».

¡Disparos de nuevo! Están frente a nuestra casa. Mamá se pone frente a nosotros debajo de la cama, trata de cubrirnos con su cuerpo y nos susurra con un temor que le sale de las entrañas que no nos movamos, que nos quedemos quietas, que… fue momentos después que un estruendo hizo vibrar las entrañas de mi casa. Las mismísimas fundaciones se retorcieron en un boom que nos afectó a todos desde los cimientos. Los vidrios pareciera que se hubieran partido en mil pedazos, y gritos eran la banda que acompañaba lo que fue el estado de miedo más profundo que jamás he sentido.

No sé qué pasó después. Es muy probable que ni quiera recordarlo, pues esas son las cartas que juega nuestra mente cuando hay tanto dolor, miedo o impacto.

Mamá cuenta que le costó seis horas sacarme de debajo de la cama y no sé cuántas noches en vela desde ese entonces con una niña de siete años paralizada de temor.

Al día siguiente la rutina debía continuar. Despertamos en la madrugada pues era un día de colegio «normal». Nos bañamos, nos pusimos el uniforme, bajamos a desayunar y a las 6:20 a. m., mamá empezó a caminar hacia la puerta del garaje pues debíamos estar listas para la llegada del bus escolar.

Recuerdo que íbamos una detrás de la otra, ya que el Renault 6 blanco de la casa estaba parqueado. Mamá estiró su mano y abrió la puerta…

Con mi poco menos de 1 metro de altura pude ver entre la puerta entreabierta y las piernas de mi madre, una gran mancha de sangre sobre el andén de la entrada que se había esparcido por la fuerza de gravedad que ofrecía la pequeña inclinación que tenía el acceso.

Esa imagen pareciera que estuviera tatuada en mi memoria. Era un rojo oscuro y pesado. Recuerdo que alcancé a ver salpicaduras sobre el cemento y cómo gran parte de la mancha se extendía por la grama que crecía en medio de los carriles que guiaban el carro hacia el interior del garaje. Recuerdo sentir nada. Recuerdo entumecerme, como si automáticamente yo me hubiera negado a reaccionar ante la escena. Me recuerdo quieta, impávida. Incluso recuerdo voluntariamente parpadear.

Mamá cerró rápidamente. Volteó y con su mano izquierda, aun presionando la puerta contra el marco, le dijo a la señora del servicio que trajera agua. Se arrodilló frente a nosotras y comenzó a hablarnos, a decirnos que la miráramos a ella mientras nos acomodaba los maletines en la espalda, se aseguraba que nuestra chaqueta estuviera bien cerrada y lo que fuera necesario para quemar unos segundos. A pesar de estar tan pequeña pude comprender qué era lo que mamá realmente hacía. Además, el temblor de sus manos también decía demasiado.

Un minuto después mamá se volvió a parar pues, llamémosla María (la señora del servicio), ya había tirado agua un par de veces. Volvió a abrir la puerta y salió mientras nos señalaba con sus manos que la siguiéramos. Yo salí y di un paso a la izquierda cogiendo la mano de mamá. Mi hermana salió después de mi y en ese momento llegó el bus.

6:25 a. m. en punto.

Había evitado mirar el suelo con temor a otro impacto pero ya era inminente que debía caminar hacia el bus. Dirigí mi mirada al piso con terror a estar pisando la muerte y con la incertidumbre de si el rastro dejado frente a nuestro hogar estaba lleno de óbito o si aún había esperanza para ese alguien.

Caminé sobre un asfalto mojado y levemente rosado en los orillas.

Esto fueron menos de 24 horas de mi vida en 1991, y yo nunca estuve en medio de la guerra. Ahora imaginemos los campesinos, las familias de los secuestrados, los desaparecidos. Recordemos los muertos en los atentados en las discotecas, en la paloma de Botero, en la Plaza de toros, en el batallón. La lista es lastimosamente muy larga y se quedaría corta pues miles de actos violentos no lograron llegar a los titulares y su mención convertiría este escrito en un inventario.

El problema no es la demolición del Mónaco, ni el proyecto de hacer un tributo a más de 46 mil víctimas. ¡Gracias por eso!

Lo que violenta es una invitación llena de pompones tratando de cubrir con una impresión costosa los actos políticos y administrativos contra el trabajo de reparación y víctimas que se han hecho en los pasados años. Un acto que es penosamente parecido al quehacer del narcotráfico con sus casas enchapadas en oro y carros blindados. (Es más que explícita la incoherencia).

Lo que indigna es que monten un show con cena elegante y concierto como si esto fuera un evento de entretenimiento. Lo que irrita es ver pantallas gigantes transmitiendo cual reality show. Lo que te atraviesa el alma es que la gente aplauda al ver caer un edificio que simboliza una de las épocas más oscuras que nuestra ciudad ha vivido.

Si Medellín desea abrazar su memoria, debe empezar por valorarla y respetarla. La caída del Mónaco sólo despierta en mí el agachar la cabeza, el arrodillarme ante la memoria de las víctimas, el dejar caer una lágrima como consecuencia del recuerdo del miedo, y un minuto de silencio por el ser de luz de tantos que se apagó de una manera tan perversa.

Decidí nunca verme a mí misma como una víctima, pero sí me reconozco testigo de las atrocidades de la guerra. Decidí tratar de aprender de las lecciones que dan cada una de las experiencias que vivo y por ese compromiso, es que me es imposible callar frente a este acto. Confucio lo dijo: Saber lo que es justo y no hacerlo es la peor de las cobardías.

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*Catalina Morales Velez nació en Colombia (1983) y actualmente vive en Canadá. Obtuvo su título de Especialista en Comunicación Urbana en la Universidad Pontificia Bolivariana, e hizo parte fundamental del estudio «Medios Ciudadanos, formación de opinión pública y sostenibilidad» (2009) de la misma universidad. Es la fundadora de BeShift Inc. y creadora del concepto de Empresas Internas-Externas, El Camino del Emprendedor Consciente (The Conscious Entrepreneur Path», The Inner and Outer Enterprises approach). Es una escritora emergente con diversas piezas publicada en revistas como The Polyglot (2019) y Volar (2017). También es activa en su blog Moraleja. Actualmente está trabajando en su primer manuscrito.

Contacto: cattamv@gmail.com

 

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