LA GENTE PIDE BAILAR TUMBA Y BONGÓ
Por Fabio Martínez*
Ilustración de Estefanía Montoya Echeverri**
Cuando subió al escenario de la emisora de radio que teníamos en el cuarto piso del Teatro Colón, no podía imaginar que aquel joven negro, flaco y espigado, que parecía un garabato, fuera a tener un chorro de voz precioso de sonero. Aquel día el jurado del Programa radial «Los cantantes de los cien barrios caleños» lo declaramos fuera de concurso.
A partir de allí comencé a seguirle su rastro porque sabía que Cheché, como lo bautizó su sobrino Pacho desde que eran muchachos, por su forma cadenciosa al caminar, iba a ser el gran sonero de la música.
Ahora que está a mi lado compartiendo el panteón de los orichas, junto con Héctor Lavoe, Celia Cruz y Joe Arroyo, no deja de carcajearse y moverse como un esqueleto ambulante con deseos de cantar. Me acerco despacio y le soplo al oído:
—¿Sabes, Cheché? Benny Moré está conformando una orquesta en el cielo de los orichas. ¿Te gustaría participar?
El hombre me mira con sus ojos húmedos y vidriosos, y sonríe con cierta complicidad.
—Claro, don Joaco. Qué bueno sería hacer parte de la orquesta dirigida por el bárbaro del ritmo.
Cheché comenzó cantando en el bailadero El Aguacate de Meléndez. Venía de San Esteban de Caloto, un pueblo de negros, que está situado cerca del río Cauca. En el pueblo, donde la canícula cae fuerte, hay más más negros por kilómetro cuadrado que en la misma África. Yo diría que en Caloto comienza África.
Los niches llegaron allí encadenados en las sentinas de los barcos negreros que partían de la isla de Goré. Los depositaban en las bóvedas de Cartagena de Indias, y el viernes en la mañana, los vendían a los hacendados de Antioquia y el Gran Cauca, que habían subido por el río Cauca y el Magdalena, en busca de mano de obra esclava para sus fincas.
Los ancestros de Cheché trabajaron a sol y agua en las fincas cañeras, ganaderas y cacaoteras de Jamundí, Puerto Tejada y Caloto. Luego, cuando llegó la liberación, huyeron al monte y se asentaron en la ribera del río Cauca, que es el río madre, que nace en el macizo colombiano, cerca de la laguna del Buey.
De niño, a Cheché le gustaba estar tocando con las ollas y los utensilios de la cocina.
A los tres años, sus padres abandonaron el pueblo, y se instalaron en el barrio Obrero de Cali, donde se inició la música popular en la ciudad.
El Obrero, que fue fundado por los trabajadores que colocaron los primeros rieles del Ferrocarril del Pacífico, era un barrio caliente, lleno de bares, cantinas y casas de citas.
En el día, los obreros trabajaban en los talleres del ferrocarril; en las noches, se solazaban con mujeres de la vida alegre, en los bares Cangrejos, Fantasio y las Tortugas.
Cuando el niño Cheché pasaba cogido de la mano con su madre Laura, frente a las Tortugas, pensaba: «Aquí cantaré algún día».
Al terminar la primaria, su padre lo metió a trabajar en un taller de mecánica.
—Mijo, para que aprenda y se defienda de la vida —le dijo—.
A Cheché lo que le gustaba era cantar. Al ver sus cualidades, el dueño del taller lo llevó a cantar al Aguacate.
El bailadero El aguacate era un kiosko hecho de palma y caña brava, que estaba situado al pie del río Meléndez.
Allí iban las familias a pasar el día, en las riberas del río. Se bañaban, almorzaban, y luego, cuando la brisa bajaba de los Farallones, entraban al bailadero.
El lunes era el día más importante del Aguacate. El joven Cheché cantó por primera vez con su voz gangosa de sonero, y fue la revelación. En El aguacate conoció a Tito Cortés, el ciclón del Pacífico, que iba a ser su pana por el resto de su vida. Tito tenía una orquesta de baile.
Fue su hermano mayor que lo presentó ante el dueño de Las Tortugas. Fue en este grill, acompañado de la orquesta del sonero de Tumaco, que cantó el bolero «Cómo fue» de Benny Moré, «Las cuarenta» de Rolando Laserie y «Diablo» de Rafael Hernández.
«Diablo,
tú no puedes conmigo.
Diablo
Espíritu burlón».
Entonaba el coro con su voz fañosa, mientras Tito y Cheché movían sus brazos, como si fueran remos de una embarcación.
Ahora que llegan a mi memoria aquellos primeros años de Cheché, pienso que fueron tiempos alegres, de rumba, trasnoche y goce bacano.
Noches vagabundas que terminaban al amanecer en el restaurante El bochinche, tratando de dominar una chuleta de cerdo que amenazaba con salirse del plato.
Observo al hombre y noto que Cheché está triste. Cuando está así, sus ojos se le ponen acuosos, como si fueran un par de charcos sobre la calle destapada. Últimamente, Cheché está así, triste y deprimido, como si se hubiera desayunado con alacranes. Le digo que disfrute de la paz que existe en el panteón de los orichas, pues él es uno de los escogidos. Que goce de la armonía que nos brinda el Olimpo de los orichas, pero el hombre se encuentra en un estado melancólico lamentable.
El panteón de Osha–Ifá está constituido por Olodumare, dios supremo y omnipotente, quien conserva las tablas de Ifá donde se conservan las leyes espirituales para encontrar la paz y armonía entre los seres humanos. Al lado de Olodumare, que lleva una túnica blanca verde y unos collares y chaquiras rojas y amarillos, se encuentra Odudúa que representa los misterios y secretos de la muerte. Changó, el dios de la justicia, la danza, el amor y el fuego; Obatalá, el dios de la creatividad y dueño de las cabezas de la humanidad; Ochún, el dios de la fertilidad, los ríos y la miel; Oyá, la patrona de la justicia, dueña de los vientos y de las plazas de mercado; Yemayá, la diosa del mar que lo comparte con Olokun, quien vive en las profundidades, orichas de la prosperidad; Babalú ayé, el dios de las enfermedades y las pestes; Elegua, el oricha abre–caminos, que tiene las llaves del destino y mensajero de Olofin intermediario entre los vivos y los muertos; y Ayé–Shalunga, la diosa de la fortuna y la buena suerte.
Alrededor de los orichas, se encuentra Orula, oricha dueño del oráculo y la adivinación yoruba, del tablero de ifá y los hombres consagrados en sus secretos, los babalaos, que son los intérpretes de las tablas de Ifá; los ekobios, amigos de los afros, y los mortales buenos, que por sus acciones loables, han sido admitidos en el panteón africano.
El cielo de los orichas es un espacio grato y armónico, aunque a veces, no dejan de presentarse discusiones entre los dioses, y entre los dioses y los hombres. Es un paraíso destinado a los elegidos que son seleccionados por los orichas. Esto no significa que todo mortal pueda tener acceso al panteón yoruba. En todo caso, siempre se necesita de la aprobación de los dioses, que son muy estrictos al respecto.
Cuando estas fricciones se suceden entre los músicos, los babalaos acuden, y le recuerdan a sus anfitriones que las peleas no son propias en un lugar tan especial, como es el templo yoruba.
En la bóveda celestial afro se han visto algunos actos bochornosos como aquel cuando La Lupe se lanzó contra la humanidad de Celia Cruz, y le reclamó que fue ella quien le opacó su carrera como cantante. Como una pantera furiosa, la Yiyiyi reaccionó tirándole sus zapatos en la cara; luego, la cogió por la peluca, y la arrastró unos cuantos metros.
Celia, digna y paciente, se levantó del suelo, la miró con desprecio, y dijo:
—Niña, tú misma oscureciste tu carrera musical.
No contenta con esta respuesta, la Lupe le gritó en la cara que su marido Pedro Knight, era palero y hacía magia negra.
Se ha visto cómo Daniel Santos se ha excusado ante los orichas por todos los cachos de marihuana que se fumó en vida. Se ha observado a Ismael Rivera, casi ciego y con su caminar cansino, pasearse con dificultad por los jardines del panteón afro. Se ha apreciado a Héctor Lavoe, apoyado en un bastón, reclamarle a Ralph Mercado que lo había explotado hasta el máximo, después de que se lanzó del noveno piso del hotel Regency. Se ha contemplado a Raphy Leavitt sufriendo desde las alturas, cuando su mujer María Milagros, demandó a Sammy Marrero, su cantante estrella, y le prohibió que cantara las canciones. Se ha visto a Jairo Varela, caminando enfurecido, de un lado para otro, porque según él, el país había cometido un atropello contra su humanidad.
Fue Celina González quien le propuso a Changó para que Cheché fuera uno de los elegidos.
La negra le contó al oricha del trueno, que Cheché había nacido en una casa humilde, que su padre había sido cortero de caña, y tenía un talento especial como sonero.
A Changó le preocupaba que el músico viniera de un país donde la parca tiene una actividad intensa, y los peligros terrenales están al acecho.
A la semana de un conciliábulo entre los orichas, Changó se reunió de nuevo con Celina, y le informó que Cheché había sido escogido como uno de los elegidos, y podía iniciarse como babalao.
El dios del trueno habló con estas palabras:
—Reina del mar —dijo—, una noche visito al cantante y lo entrevisto para ver si encuentro en él, algunas fisuras en su alma. Luego, tú lo iniciarás en el rito. Tú serás su mentora espiritual.
Celina se inclinó ante Changó, y besó sus manos, llenas de chaquiras.
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El presente texto hace parte de la novela «La gente pide bailar tumba y bongó», de Fabio Martínez, publicada por Grupo Editorial Pigmalión, Madrid, España, 2021.
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* Fabio Martínez (Cali, Colombia) tiene maestría en Estudios Iberoamericanos por la Universidad de la Sorbona Paris III. Doctorado en Semiología de la Universidad de Quebec, Montreal, Canadá (UQAM). Es autor de más de quince libros, entre los que destacan: La búsqueda del paraíso (biografía de Jorge Isaacs); Balboa, el polizón del Pacífico; Un habitante del séptimo cielo; Los viajes de la música: Música y Literatura afroamericana; El viajero y la memoria: Un ensayo de la literatura de viaje en Colombia, El tumbao de Beethoven, Marea literaria del Pacífico, Carlos Arturo Truque: Valoración crítica, Los zapatos amarillos que viajaron hasta el cielo (Poemas) y De Comala a Macondo. Con Sial Pigmalión ha publicado las novelas Marea de sombras, Los farallones azules y La buhardilla iluminada, coordinando la antología Narradores del Pacífico colombiano y prologando María, el clásico de Jorge Isaacs. Mención Especial en la Beca «Ernesto Sábato» (1987), 1.er Premio de Ensayo Latinoamericano «René Uribe Ferrer» (1999), 1.er Premio «Jorge Isaacs» (1999), Premio «Escriduende» al conjunto de su obra en la Feria del Libro de Madrid (2018) y Premio Internacional «Rubén Darío» (2019). En la actualidad, es profesor titular de la Universidad del Valle adscrito a la Escuela de Estudios Literarios y columnista de El Tiempo.
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** Estefanía Montoya Echeverri es Maestra en artes visuales con enfoque en técnicas gráficas. El trabajo de EME se enmarca en la percepción creativa de esos sucesos que acontecen en la cotidianidad del sujeto, entremezclando lo figurativo con la libre forma del trazo, alcanzando formas subjetivas con tintes objetivos. Durante los últimos años, EME ha realizado trabajos gráficos basados en el dibujo sobre superficies alternativas, tomando como insumo principal la tinta y el contorno delgado de una línea, de esta manera, su obra se transforma en la unión de texturas y formas poli-cromáticas que expresan la fuerza creativa y perceptiva de una mirada ajena a lo común. Ha participado en diferentes colectivos artísticos de la ciudad de Medellín enfocados a la experimentación de las posibilidades artísticas en la gestión, producción y formación. Actualmente participa en procesos de medios escritos digitales e impresos como ilustradora. Instagram: @eme_artdesing