LA GUERRA ANGLO-COLOMBIANA
Por David Cárdenas Mesa*
Se puede decir que la guerra comenzó cuando el general Santander gritó en su despacho: «¡gringos hijueputas!». ¿Gringos hijueputas?, ¿el general Santander?, ¿el hombre de las leyes? Pues sí, el mismo Santander que recibía con los brazos abiertos a todo ministro plenipotenciario, norteamericano o inglés y el mismo general Santander que firmaba sin chistar y complacido cuanto tratado comercial desventajoso le pusieran sus queridos amigos anglosajones sobre su escritorio, ahora resultaba puteándolos con el delicioso idioma español, siempre bueno y versátil para decir groserías. Y lo hizo por una sola razón, por el despecho que le causó el espaldarazo que le dieron los estadounidenses.
Resulta que en un congreso que hubo en Panamá —en esa época Panamá todavía era provincia de la Nueva Granada, o sea de Colombia— un comerciante inglés borracho, intentó darle sablazos a un diputado de dicha ciudad, el diputado respondió al inglés y le hirió el brazo, el comerciante inglés al verse el brazo sangrando huyó como buen caballero. Cobarde pero vivo; si no de seguro el diputado panameño lo hubiera matado, pero eso sí, antes de salir rumbo a su amada isla, el comerciante amenazó al diputado y al gobierno de este con la reina de Inglaterra. Grave error del inglés. Yo creo que lo primero que le dijeron sus compatriotas cuando llegó a Londres fue: «¿cómo se te ocurre batirte a duelo con un sudaca, descendiente como es de españoles alevosos y de indios salvajes, no ves que son los mejores voleando peinilla?» A pesar del regaño que yo supongo, el gobierno Inglés envío, a través de su ministro en Bogotá, una queja al presidente de la Nueva Granada, el generalísimo Francisco de Paula Santander, exigiéndole una disculpa por escrito y una indemnización de cierto precio monetario a la corona británica. La misiva advertía que de no satisfacerse la demanda, la corona británica se vería obligada a proceder con un bloqueo económico, y marítimo en el puerto de Cartagena. Santander les preguntó sorprendido si era que los ingleses no sabían sobre duelos y sobre el honor de un caballero ofendido. Esto sí no lo supongo yo, esto sí lo dijo Santander. ¡Pero no, Santander! Cómo se ve que los viajes a Londres y a New York le sirvieron de muy poco, los ingleses no saben de esas cosas, ellos sólo saben colonizar países, y bueno, antes, antes, en lo que fueron los siglos XVI, XVII y XVIII sabían de piratería, ahora saben es de Blues y de Rock.
Santander, que toleraba de los ingleses cualquier cosa (injerencia en las decisiones del Estado, préstamos con intereses altísimos —igual esa plata ni la iba a pagar él—, tratados de comercio abusivos…), no estaba dispuesto a tolerar eso sí, que le llevaran la contraria, sino pregúntenle a Bolívar, a quien Santander mandó a matar porque le llevaba la contraria con eso de que la gran Colombia, una economía proteccionista y no sé qué, cuando lo que quería Santander era una patria chiquitica proporcional al tamaño de su ambición y al de su espíritu, una patria de libre cambio, donde entrara prácticamente sin pagar aduana cuanto mamotreto hicieran en las fábricas de Manchester y que de acá, saliera todo el oro y toda la plata. Esa era la patria que quería Santander, una patria con los artesanos y campesinos muriendo de hambre, pero él y sus compinches gordos y felices.
Santander no estaba dispuesto a tolerar que le llevaran la contraria, así se tratara de sus queridos protectores. Entonces consultó con sus amigos estadounidense si existía la posibilidad de un respaldo militar a la Nueva Granada en caso de una eventual guerra con los ingleses. La respuesta de los gringos fue inmediata, le dijeron que no pensara en guerras, que mejor era hacer caso a lo que le demandaba el gobierno inglés, que ellos no podían interferir en esos asuntos porque estaban ocupados robándole el estado de Texas a los Mexicanos.
Santander no se resignó. Dijo que eso no se quedaba así. Entonces incendió los periódicos de la Nueva Granada con discursos patrióticos, denunció el abuso de los Estados Unidos con México, invocó el nombre de Bolívar, llamó a la unión de los ciudadanos para defender la soberanía que corría peligro de caer bajo las manos de los arrogantes imperialistas, exhortó a dar la vida por la patria mancillada, porque más vale una nación destruida por el fuego de la guerra que una nación en píe pero humillada.
Las nueve provincias respondieron de inmediato el llamado del presidente, se movilizaron tropas, pronunciaron su respaldo a la nación los generales Hilario López, José María Obando, José María Córdoba, el joven militar Tomás Cipriano de Mosquera, José María Melo, el gran mariscal Sucre —¡Ah no! a este no, porque Santander ya lo había mandado a matar—, hasta el general ecuatoriano Juan José Flores y el venezolano Páez… Mejor dicho, toda la gallada, todos los Josés generales a defender los intereses de la patria amada, y con todos los generales de las distintas provincias, los campesinos y artesanos dispuestos a luchar hasta el último hombre.
Llegarían a Bogotá, reuniendo un contingente de miles de hombres libres y patriotas, marcharían juntos con el general Santander a la Cabeza hasta Cartagena y pelearían con los ingleses; resistiendo los mosquetes y las carabinas, aguantando el asedio y los bombazos de los bergantines Ingleses; armados con lo que fuera, luchando hombro a hombro, negros, indios, mestizos, criollos, artesanos, comerciantes y militares, todos a morir por el honor de la patria ultrajada. Pero no esta vez, los artesanos y campesinos patriotas, y los militares dispuestos, tendrían que esperar otra ocasión, porque la verdad fue que en vez de marchar un ejército de miles de hombres con Santander a la cabeza, bajó solitario a lomo de mula por la sabana de Fusagasugá el general José Hilario López, rumbo al puerto de Honda y de ahí por el Magdalena hasta Cartagena a entregarle al ministro inglés un baúl con el dinero que exigían como indemnización y una carta pidiendo mil disculpas en nombre de los colombianos a la corona británica. Y es que Santander entendió, o le hicieron entender, que al fin de cuentas para qué sirve eso del honor de la patria y la soberanía de la nación, esas cosas siempre tan abstractas y que poco sirven. No valía la pena arriesgar su fortuna y la de sus parientes y amigos que no sumaban más de 1% de los neogranadinos; mejor era, como lo hizo, reunirse con la high inglesa en Bogotá, que estaba organizando una fiesta bien chusca, igual no cabía duda de su patriotismo y de su fuerte postura frente a los abusos extranjeros, así quedó constatado en la prensa. Ese Santander debió haberse sentido un berraco echado pa’lante, por eso pidió un brindis a la salud de la joven reina Victoria, que estaba cumpliendo años, y llevaba unos cuantos meses con la corona posando sobre su tierna cabecita. Dieciocho años cumplía.
________
*David Cárdenas Mesa (Bogotá, Colombia) tiene 26 años y es diseñador gráfico de la Universidad Antonio Nariño.