LA HIGUERA

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la higuera

Por Rogelio Pineda Rojas*

Me apuntó con la pistola a los ojos. La placa de metal con su nombre en el pecho titilaba cada vez que la mujer policía jalaba aire. Habíamos corrido cinco cuadras hasta que caí y ahora estaba sentado en el piso, con la bolsa de plástico al lado, en donde el cajero de la tienda Oxxo había guardado el dinero y los cigarros. No te resistas, pendejo, le grité. Le había deshecho la nariz con un puñetazo. El dependiente, sangrando, me entregó el dinero y los cigarros. Pero al salir me había topado con esta mujer policía que daba su rondín.

Se acercó lentamente hacia mí sin dejar de apuntarme. Las suelas de sus botines trituraron las piedras sueltas del asfalto, con las que yo había derrapado. ¡Tírate bocabajo!, me ordenó.

La luz del sol caía fuerte en esa calle desierta y el cabello relamido de la policía resplandecía como estaño. A quince o más pasos de nosotros, la calle desembocaba en una avenida donde circulaban carros y gente ruidosos.

Si era rápido, podría escapar, torcer la esquina y quizá podría brincarme alguna barda, perderme por la azotea de la casa más próxima.

¡Bocabajo, te dije! La mujer era ágil. Me había rodeado y me empujó con su bota por la espalda. Acabé con el cachete en el piso… A una cuadra de la avenida principal, terminó de hablar por el walkie talkie que quizás en este momento sostuviera en la otra mano. Oí el clic cuando lo enganchó a su cinturón.

Tal vez no era tan rápida; más bien yo estaba cansado. Hacía una semana que comía los higos de mi casa. Nada de pollo, tortillas ni pan. Sólo higos.

Luego de pagar la cremación de mi madre me había quedado sin dinero. Lo único que tenía era mi casa con sus cuartos de ladrillo enmohecido. Una cocina enmugrada. Un baño herrumbroso. Y la higuera en el patio.

Porque había cuidado a mi madre enferma por años, me había alejado de parientes y amigos. Estaba solo. Y en un acto estúpido, o por desesperación, había salido a robar en el Oxxo de la colonia. Los cigarros eran para venderlos sueltos. Pero no había funcionado mi plan. En este momento yacía en el piso con la bota de la mujer encima de mi nuca.

Como casi equilibraba en un pie, la policía trastabilló y hubo un momento en que dejó de pisarme. Me giré: ¡escaparía! No pude pararme porque me soltó un tiro que pegó a un centímetro de mi mano apoyada en el asfalto. Sentí la velocidad de la bala y después el dedo meñique me ardió. Sangraba de una herida del tamaño de un chícharo, pero aún podía moverlo.

Nos quedamos viendo a los ojos, conmigo de nuevo sentado en el piso. Ella apuntándome con la pistola, que sostenía entre las dos manos. La mujer entreabrió su boca pintada de carmín y respiró aún más agitada: su piel morena se fue deslavando hasta empalidecer.

Esa palidez súbita la había visto antes.

No te muevas, cabrón, me dijo, pero sus palabras más que imponerse me parecieron sobreactuadas. Esa piel blanca me había recordado a alguien.

Cuando era chico, mi madre daba clases de catecismo los sábados al mediodía. Se sentaba con los niños a leer la Biblia en los sillones ubicados entre uno y otro de los enormes libreros de la sala. Gracias a los libros en aquellos libreros aprendí a leer mucho antes que un niño normal.

En ese entonces mi padre recién había muerto y mi madre, desahogada económicamente, debido a la herencia que él le había dejado, quería ayudar a la colonia.

Preparó por años a muchos niños para que cumplieran con su Primera Comunión.

Recuerdo que les servía un sándwich y agua de horchata al término de cada sesión. Y después de comer los niños jugaban en el patio.

Sin otra compañía a lo largo de la semana, aprovechaba ese momento y me sumaba a los juegos. Trepábamos la higuera y desde ahí gritábamos como tarzanes. O nos arrojábamos los higos verdes a la cabeza.

Una vez llegó una niña con coleta de caballo muy relamida. Para sus nueve o diez años era muy alta y corpulenta. Lo que me llamaba la atención era su nerviosismo. Siempre terminábamos persiguiéndola alrededor de la higuera porque nos tenía miedo y eso nos gustaba. Empalidecía fácilmente debido a su temor porque le hiciéramos algo. En ocasiones terminaba llorando al lado de mi madre, quien nos reprendía por abusones. Le soy sincero: en mi fantasía infantil creo que amaba su lividez: cómo las venitas azules se le marcaban en el rostro y cómo su nariz enrojecía. Habían pasado treinta años de eso.

Te voy a matar si te mueves, me dijo. Movió la cabeza como si se desentumiera el cuello. Su espalda era ancha, los hombros sobresalían del chaleco antibalas. Muy lentamente contraje las piernas y continué sentado en el piso. Entorné los ojos y distinguí el Martínez en la placa con su nombre.

La higuera y las clases de catequesis, ¿te acuerdas, Martínez?

Martínez abrió los ojos, sorprendida. Las venas azules se le marcaron en la frente y la nariz se le enrojeció. Sus antebrazos perdieron firmeza.

Mi mamá te daba clases te catequesis los sábados. Jugábamos después en la higuera, ¿te acuerdas, Martínez? Se lamió la boca, como si jalar aire le hubiera resecado los labios. A la lejanía, oí la sirena de una patrulla. Te asustábamos tanto con nuestra rudeza que te ponías blanca.

Martínez frunció el ceño, como si quisiera recordar los sábados en mi casa. Sus ojos miraron un segundo hacia la izquierda, a lo mejor con la esperanza de conectar con el recuerdo del cual le hablaba. La sirena estaba a dos cuadras, tal vez menos.

Con todas las fuerzas que me quedaban, me arrojé hacia su cintura, la empujé y caímos al piso, donde forcejeamos hasta que un disparo me ensordeció.

Me puse en pie, me sacudí la ropa, más por inercia que por necesitarlo, y quise echarme a correr. Pero me detuvo la piel blanquísima de Martínez, que parecía la piel de mi madre muriendo y la de la niña asustada de mi recuerdo. Tendida bocarriba, era todas las mujeres y niñas que habitaban dentro de mí. Un arrepentimiento eléctrico, sumado al cansancio, me dobló las piernas.

Caí de rodillas junto a ella y le acaricié la frente, que comenzó a ponerse fría. Por su boca color carmín expulsó borbotones de sangre antes de cerrar los ojos. La bala había penetrado por debajo el chaleco: Martínez escurría sangre a la altura del corazón. ¡Al piso, al piso! Tres o cuatro policías me apuntaron con sus armas para luego aprehenderme.

Yo la maté, señor juez: quiero pudrirme en la cárcel.

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*Rogelio Pineda Rojas (Ciudad de México, 1980). Escribe con regularidad reseñas de libros y cuentos para diversas publicaciones de su país y también es autor de la novela «Permite que tus huesos se curen a la luz» (2017), con la que obtuvo el Premio Binacional Valladolid, que distingue a autores de Guatemala y México. Realizó estudios de Comunicación en la Universidad Nacional y de Escritura Creativa en la Sociedad General de Escritores de México. Sus textos, por lo general, abordan los sinsabores de la niñez y problematizan la figura materna. Su página es textonauta.blogspot.mx.

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