LA ISLA DE CALIPSO
Por Edinson Aladino*
Déjame consolarte del viaje de tu espada;
la tristeza es una ciudad en ruinas
y el poeta dibuja en los oídos de barro
la trama de tus días que es mi isla.
Déjame sorprenderte desnudo sobre la arena
recordando tu antigua vida;
tu desnudez ausente de guerrero y sabio,
de artesano y guía,
tu desnudez de rey en el destierro,
sin naufragio del barco deseado,
sin rutas o cabellera más precisa
que esta bahía a su temblor indócil.
Déjame llenar tu boca con mis senos,
navegar en lo salado,
hundirme en la cicatriz de tu muslo
y resumirte el regreso a Ítaca
donde vuelves a ser nadie,
donde nadie te reconoce y nadie eres.
Déjame sujetar tu frente con mi sueño,
darte la tranquilidad del niño
y aligerar tu rostro como un dios
que todo lo sabe y todo lo puede.
Déjame recordarte desde los sargazos de mi isla,
escuchando la luminosidad de tu barco
que se aleja sin anunciar la despedida.
ANFIÓN
Yo escuchaba el sonido de las cuerdas
junto a la orilla granizada del río
donde el vuelo rosado de la abeja
se perdía en la hondonada húmeda del valle.
Interrogué a las grutas, invisibles,
llenos los oídos de cantos,
de sonidos, de agua que resuena.
Vi a una ninfa que extendía sus cabellos
confundidos con la espuma del templo;
los cabellos recogidos sobre el mármol
y el busto acicalado.
Desperté, cautivo, en el altar del templo
y el busto acicalado me arrojó
un amasijo de llaves
para mi destierro.
¿Habrá una copa de madera para mí?
¿Los muros que forjé estarán coronados por la hiedra?
Ni ramas de olivo ni cintas púrpuras
adornan mi cabeza.
Se consume en mí el sonido de las cuerdas
y el vuelo rosado de la abeja.
JOYCE EN UNA CALLE DE TRIESTE
Regresan los navíos con la elegancia con que se diluye
la imaginación por el dorso de las islas.
El tímpano marino no corresponde
a la lengua que habitaron tus ancestros
en esas regiones de hedor verde y esmeralda.
Las manos pulimentadas vuelven a comprobar
el saludo de la madre muerta;
aquella balada antigua que sonaba
en la estación del tren
mientras los labios corrían tras otros labios
ocultos por las sombras de los muros,
de esos muros soplados por los fresnos de Galway.
Hay que dormir con las manos atadas
para escuchar una hilera de palabras,
o la soledad del ciclón que semeja
la incertidumbre de tu padre anciano.
Las cartas llegan para reparar tu sueño
de fantasmas por la ciudad dórica y el río de cera.
Una experiencia sensible no se aísla del mundo.
Las manos pulimentadas —en una calle de Trieste—
definen una isla, aprietan corales.
En una urna cineraria reposa la ceniza infantil,
la creación y una rosa profunda como un laberinto.
TELARAÑA
Aquí yace otro revestimiento
de fineza, la silenciosa araña,
sus patas son escritura.
En el centro de su laberinto
tiembla el aire
y las mariposas estampan su vuelo
con los esqueletos de la tarde.
Se esparcen en la noche
las meditaciones de la araña
sobre los hilos brillantes,
cordaje sinuoso de la forma.
El otoño cabe en esa arquitectura
tan pequeña como un puño semicerrado
y tan inmensa como el relámpago
o la envoltura del bosque.
La araña aquilatando el velo
al final de la jornada.
Es la base de la luz
en la fineza de la roca.
Vivir así es conversar
con la elasticidad del aire
para celebrar la suspensión
del abismo y la caída.
La araña que muere
para dejar su tejido
alcanza el milagro de la permanencia,
la pirámide hechizada
por la arena del geómetra.
BUSTO DE DANTE EN UN BAZAR DE PUEBLA
Me dieron vida en un taller toscano.
Alma y nieve en el cincel del orfebre,
cumplida delicadeza
y ahogadas noches rascando en el mármol
el rostro florentino.
Yo lo sé: soy la representación y una fracción de músculo,
carne inmóvil
en donde tiñen agua los durmientes.
Debajo de mi cuello está la firma de Dios.
Mi creador.
Lo vi de reojo cuando mis párpados
se alzaron para deletrear y hacer mío el nombre del poeta.
Muchos lugares he conocido.
Permanecí en anticuarios con paredes húmedas de Venecia
y en bazares curtidos de Andalucía.
Muchas manos me han sostenido y me han celebrado.
Las personas entran desde la calle
dejando su sombra: no todos perciben el milagro.
En la noche apagan la luz y se cierran las puertas.
Y vuelvo a ser un objeto más,
polvo y resina sobre la mesa.
BAJO EL SIGNO DEL CANGREJO
Alzado de algas por el trópico fino
—colinas, aceites, linfas, lunares—
el cangrejo bordea su playa
en el azogue metálico de las ondas.
Sensible era el coral de la mañana.
Nada de paz en la finura atenazada
de un animal quitinoso, esquivo,
desgarrándose en la arena aún hervida.
Oculto en su carapacho —fiel ceñudo—
espera a que la luna fragüe sus olas,
líe embrujos argentados, mentas,
un explotar de almíbar los astros.
Dejó la caverna enamorada de huellas,
escondite preciso refractado de ayeres;
allí los miedos, las veleidades sin pulso,
a ruinas de lágrimas anémonas verdes.
Espirales leves iba creciendo su cuerpo,
era una fiesta en el mar su vuelo libre,
ya constelación navegada de la noche,
ya crustáceo ramificado en lo invisible.
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*Edinson Aladino (Colombia, 1985). Investigador, escritor y crítico literario colombiano. Es doctor en Letras por la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Artículos académicos de su autoría han sido publicados en revistas especializadas de América Latina y África y ha colaborado en capítulos de libros para diferentes universidades de Italia y de México. Estuvo en una estancia de investigación doctoral en La Habana (2018), en el Archivo de José Lezama Lima que resguarda la Biblioteca Nacional de Cuba José Martí. Actualmente cursa una estancia posdoctoral en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla.
Qué bellos poemas «La isla de Calipso» y «Anfión». Sus imágenes brotan como las emociones primigenias. Es el mito visto desde otro sitio, desde otros ojos. Calipso seduciendo a Ulises a través del consuelo, ofreciéndole alivio con tal de que no regrese a Ítaca. Anfión con su locura «…el sonido de las cuerdas/ y el vuelo rosado de la abeja». ¡Gracias por la poesía!
Cómo cambia la experiencia de una relectura. Estos poemas ya leídos a través del a veces intrincado papel virtual, hoy me ubican en otro espacio y los leo con otra luz. Por fortuna, siempre me dan luz y no vacíos, puesto que la talla de este escritor no me deja solo.