Anemoscopio Cronopio

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LA LLAMADA «PESTE NEGRA» DEL SIGLO XIV DESDE LA PANDEMIA DEL SIGLO XXI. (PRIMERA PARTE).

Por John Jaime Estrada González*

La cartografía de la epidemia que azotó el siglo XIV, igual que la pandemia de hoy, es de solemne universalidad. Contrario a lo que se ha solido pensar, no estuvo limitada a suelo europeo. Su propagación fue de la mano con el intercambio comercial necesario entre diferentes culturas. Es probable que desde el Asia menor pasara a Europa o de Egipto hacia el norte de África y de allí al Mediterráneo. Pero también pudo haber recorrido desde China a Tana (Mar de Azov) y de allí al puerto de Kaffa en el Mar Negro, puerto donde atracaban las galleras genovesas y florentinas. Tal era el mundo mercantil que circulaba en aquella región más o menos a mediados del siglo XIV. Parece ser que una fuerte actividad de intercambios económicos que implique desplazamientos, detona una epidemia; a la de aquella época, lejana en la Edad Media, los historiadores la denominan «la peste negra», «The Black Death».

La mayoría de los que han estudiado el fenómeno medieval se pueden caracterizar hoy por su empeño desatinado en convertirlo en estadísticas. No ignoramos a quienes optaron por elevarlo a la dignidad de fuerza económica. Para ser creíbles apelaron a los números y estos, cuando llenan páginas, convencen. De tal manera que esa retícula investigativa ha venido dando una dimensión de apariencia más verificable a tan nefasta coyuntura histórica. Otra posibilidad de los estudiosos podría haber sido calibrar el dolor y el sufrimiento que se vivió incluso, muchos años después.

Como sucede con todos los desastres, las cicatrices de aquella epidemia se sobrellevaron y se recontaron por generaciones. Pero en los estudios históricos nunca han cabido el dolor, el sufrimiento y el miedo. Las pulsiones más cotidianas no son objeto de la historia e ineluctablemente se van perdiendo en sórdidas transmisiones orales. Como resultado final, el balance impreso en los textos es un inventario de personalidades anejas a los cálculos estadísticos. Así, la llamada historia económica se ha proveído de material, el suficiente para verificar sus elaboraciones. En efecto, construyen un dique que represa el impulso natural narrativo; la tentación a la que habían sucumbido (según ellos) los historiadores. La historia no debe parecerse a una novela, proclaman en sus marcos teóricos. De tal manera que la historia económica, grafica, elabora parábolas, cuadros comparativos y extrae sólo lo que apuntala su larga experiencia como escuela.

Vamos a dar una ojeada desde la pandemia del siglo XXI, Covid 19 o Coronavirus, al fenómeno medieval. Ceñidos a Europa, para empezar nuestras consideraciones, podemos preguntar, ¿se trató de una variable accidental o fue un mal físico necesario (carente de moralidad, como lo pensaba San Agustín) en el paso de la vida? Siguiendo esta línea de reflexión, no es coincidencia que hoy se suscite entre nosotros la misma pregunta.

Sea como fuere, al acometer las fuentes históricas disponibles del siglo XIV para el estudio de aquella pandemia, aparecen de inmediato las crónicas europeas escritas. Era ya un hecho que las lenguas vernáculas habían alcanzado un alto grado de competencia lingüística en los distintos reinos europeos. Si nos situamos en las comunidades y pensamos en el lapso de tiempo transcurrido desde los primeros contagiados hasta el momento en que «la plaga» hizo presencia obvia y reconocida en los textos, ya había pasado un largo tiempo del cual no hay testimonios. Cuando los cronistas empezaron a dar cuenta de ella en las grandes ciudades, ya era notable y de proporciones inconcebibles, ¿no hubo algo de esto en el 2020? ¿Quiénes podrían ser los cronistas hoy?

De todas maneras, los intelectuales contemporáneos rechazan las crónicas porque ven en ellas los estómagos de los cronistas; es verdad que ellos escribían para un señor, así fuera eclesiástico. Desde las consideraciones anteriores y en su escueta crudeza, reina una desconfianza enorme con relación a los datos que aportan. Sabedores de esa aserción, aunque amañadas y exageradas, las crónicas siguen siendo expresión vívida de lo que aquellos veían, sentían y tenían que imaginar. Se trató de la dinámica de la cultura escrita en la que se favorecía la imaginación. Así, la crónica ganaba legibilidad y auditorio, pero aún más, gozaba de la reelaboración que excluía e incluía, como el título de la novela de Benavente, Los intereses creados, las crónicas pueden ser leídas casi como literatura medieval.

En la dirección investigativa se trabaja desde otras fuentes, por ejemplo, los testamentos. Fue una época en la que en el caso de Castilla, se comenzó a testar de manera más oficial, tal cual lo ha estudiado el profesor Teófilo Ruiz. También tenemos los registros de las cancillerías reales que según las dimensiones de los reinos, involucraban un gran número de escribanos, sin dejar de lado los registros tributarios y de exacciones. De igual manera están los registros eclesiásticos, episcopales o parroquiales, puesto que revelan el personal de las parroquias, nombramientos y recolección de diferentes contribuciones en metálico; algunos de ellos muy bien mantenidos por archiveros profesionales. El más reciente de todos ha sido el de las lápidas y epitafios de los enterrados. En todos ellos establece su nicho la investigación histórica contemporánea.

Anclados en no pocas dificultades epistemológicas, lo cierto es que quienes han estudiado la «peste negra» se mantienen en un matiz que, pese al esfuerzo por alcanzar objetividad, resulta siendo peyorativo para la Edad Media. Expliquemos esto, cualquier historiador que leamos (que hubiera escrito antes del año 2020) ve que aquel fenómeno que asoló Europa más o menos a partir del año 1347, era muy lógico y apropiado para un periodo en el que no había buenas condiciones higiénicas, medicinas y desarrollo científico en áreas de la salud. Si podemos ver (en sus propios términos) a esa Edad Media le tenían que ocurrir todas las plagas habidas y por haber, dadas sus carencias. Ese determinismo convirtió los estudios sobre «la peste negra» en uno de los componentes característicos de la Edad Media, además se asoció a la baja expectativa de vida. Pero tal acercamiento privilegiaba siempre el alto grado de desarrollo científico–técnico que hemos alcanzado en el mundo actual. Al leer aquellos estudios, parecía evidente que bajo ninguna circunstancia pudiera suceder hoy en día una pandemia. ¡Ni más ni menos, esa perspectiva triunfalista se acaba de derrumbar! Con otros criterios entonces, vamos a tener que considerar que la propagación de aquella epidemia medieval no se debió al atraso, ignorancia u oscurantismo imputados al Medioevo. Es más, que no se debió a las condiciones antihigiénicas y mucho menos al pobre desarrollo de la medicina. Todos esos prejuicios surgen desde una inveterada actitud anacrónica que persiste al comparar y establecer el siglo XXI como medida de todas las cosas.

Desde la cuarentena, en la que hemos estado confinados, vale la pena volver sobre el famoso diagnóstico de Freud en «La civilización y sus contenidos». No es óbice que hubiese sido escrito hace casi un siglo. Su conclusión angular sigue siendo válida: la fe en el progreso y la tecnología no haría a la humanidad mejor o más feliz. La bofetada que la vida le dio a la vida la estamos sintiendo. La arrogancia del presidente de los Estados Unidos, declarando risueño antes de abordar un avión: «tranquilos, para el mes de abril tendremos la vacuna», fue la cúspide de un zarismo cientificista. De esa manera, ya ni con todo el oro del mundo, el dominio científico–técnico podrá seguir teniendo la última palabra, pero no en materia de algo tan evanescente como la felicidad humana, sino en el bienestar y la salud de la humanidad. Al igual que a mediados del siglo XIV, hoy se construyen o improvisan «campo santos» para enterrar a los muertos y se disparó el oficio de sepulturero. Hoy al igual que en Londres de aquellos años, se cargan los muertos en barcos y se entierran en una isla. En una ciudad como Nueva York se encontró esa isla en el río Hudson.

Nuestro grado de ingenuidad no es tal como para pensar que unas cuantas coincidencias hacen que los hechos históricos se repitan o sean iguales, ¡por supuesto que no! Tal como lo dicen los versos: «sin embargo, algo se queja / sin embargo, algo se queda.» Sigamos recorriendo, grosso modo, aquella muerte negra del siglo XIV de la cual, como de una caja de pandora, «tantas desgracias surgieron.» Tampoco estas notas nos quieren sepultar en un pesimismo abismal, en toda su crudeza, el sufrimiento de quienes han vivido de cerca esta pandemia es muy superior a estas reflexiones.

Hoy como ayer hay un hecho cierto, «la peste negra» llegó a Europa de lejos y mientras más lejos, el concierto de hoy la hace peor. Como lo mencionamos anteriormente, hay quienes la remontan a China o Bagdad. Al igual que hoy, «la peste negra» fue llevada a Europa por viajeros y marinos infectados que atracaron en los puertos del Mediterráneo. Se insiste mucho en que venía en las pulgas infectadas de las ratas; estos roedores se introducían en las galeras que partían desde el Mar Negro. Las pulgas al picar regurgitaban y allí entraba el virus en los humanos que lo contagiaban a otros. Al igual que un examen de escogencia múltiple, todas las anteriores clasifican.

Hoy, igual que ayer, se enfrentan los políticos con las autoridades en estos temas. Los estudiosos del siglo XIV jamás condescendieron a escuchar lo que la gente decía, puesto que pulgas siempre había habido. En sus aproximaciones conjeturales, lo relacionaron con los cuerpos celestes y los fenómenos naturales de sequedad, humedad y putrefacción del aire; para ellos era un miasma. «Los hombres del saber», como se les suele llamar en los textos medievales, erraron a la hora de explicar el origen o las causas de aquella peste. No es extraño que hubieran contribuido a difundir la confusión en los gobernantes, ¿hay algo de eso hoy? Es por estas razones que una historia de la plaga (como también se le llamó) que ignore su impacto en la manera de pensar de la gente, sería hoy como ayer, incompleta.

Cuando el rey de Francia, Felipe V, reunió a los profesores de medicina de la universidad de París, para intentar comprender y hacer algo frente al mal, la conclusión democratizó la peste: todo es debido a la conjunción de Saturno con Venus en la fase lunar. Parece ser que en aquella época también hubo fuertes terremotos en distintas áreas, particularmente en Italia. Según los reunidos en París, los movimientos sísmicos permitieron la liberación desde el fondo de la Tierra, de un aire pútrido que dio origen a un miasma que llevaba el viento por todos los rincones, para lo cual la conjunción astral facilitó el campo magnético que la hizo mortal. El virus entraba por las vías respiratorias y por ellas mismas se contagiaba a los demás. Pero los intelectuales también ofrecieron otras explicaciones en todos los demás reinos europeos, incluyendo al de Granada. Mencionamos el de la Universidad de París porque es ilustrativo.

Si reconsideramos el párrafo anterior, podemos caer en un juicio punitivo contra aquellos médicos e intelectuales. Lo cierto es que también desarrollaron tratados y se dieron a la tarea de crear medicinas para combatir los efectos astrales de aquel miasma. Su explicación de los hechos fue pasiva, pero no lo fueron sus acciones; al contrario, propendieron por la curación al precio de la vida, tal cual lo hemos evidenciado también hoy.

Los prejuicios frente a la historia medieval conducen a que nadie se sorprenda al saber cuán equivocados estuvieron aquellos médicos, creyentes de distintas religiones. Para comprender esa salida de los «hombres del saber,» no para aplaudir sus limitaciones, consideremos dos factores: primero, las escuelas de medicina apenas empezaban a producir los primeros cirujanos, quitándole el oficio (para nada académico) a los barberos. Como es sabido, eran estos los llamados cirujanos, aunque nos parezca insólito, con sus afiladas navajas e instrumentos, hacían incisiones en el cuerpo humano; extraían tumores cutáneos, sangraban a los enfermos cuando tenían fiebre y de paso eran expertos en la extracción de muelas. En segundo lugar, los médicos recibían formación en astrología, pues era la época en que un deslinde preciso entre astrología y astronomía no existía, por tanto la astrología suplía lo que otras explicaciones no conseguían.

Los médicos también murieron en cantidades. Por razones obvias, practicaban la medicina empírica; necesitaban para cualquier dictamen, apoyarse en las autoridades. Por lo tanto, al igual que todos los demás intelectuales, sus diagnósticos y recetas tenían que ser ajustadas a los parámetros de sus maestros o tomarlos como punto de partida.

En otra dimensión, hoy en día nos cuesta mucho trabajo comprender que aquellos «hombres del saber» practicaban un ars, lo que podemos llamar más o menos, un arte. En las universidades más antiguas sigue permaneciendo el título medieval en los diplomas que certifican una profesión como la medicina. Regresando al mundo universitario de la época, es comprobable ver como las respuestas frente a cualquier situación, en el mundo académico, no podían ser inmediatas. Acostumbrados como estamos hoy a Google, que según muchos, «lo sabe todo» y responde cualquier cosa, el hombre medieval en su saber jamás ofrecía una respuesta rápida; al contrario, esta era el resultado de un raciocinio que se apoyaba en lo que se hubiera dicho y pensado antes.

Frente a cualquier caso, antes de cualquier diagnóstico, los médicos tenían que apoyarse en lo dicho por Hipócrates, Galeno, Avicena y sus maestros cercanos. En esa trayectoria deberían estar siempre; la medicina era un ars de la salud, asociada con el ejercicio del pensar. Lo que concluyeran no podía situarse dentro de la mera opinión o ser el resultado de un repentino entusiasmo, aunque también hubo algo de esto. El intelectual vivía convencido de que así, llevado por el intelecto, razonando, encontraba la verdad y esta acercaba a Dios, la fuente de toda sabiduría. Naturalmente, nos cuesta mucho entender aquella mentalidad y el modus operandis de los médicos medievales.

El estudio de «la peste negra» sigue siendo un terreno resbaladizo, pues en él se proyecta más el autor y sus falencias (¿podrías ser de otra manera?) que la aprehensión de lo que fue aquel periodo de estragos. Una imagen acertada de ese episodio nunca la vamos a tener (¿podríamos tenerla de la pandemia de hoy?). Convencido de las limitaciones, nos sale también al paso lo que consideremos por historia; nuestra capacidad de pensar la historia y su razón de ser, en otras palabras, vernos a nosotros mismos como obstáculo, quizá la parte más difícil. Algo de ese tenor es lo que está en juego, pero no sólo ahora y coyunturalmente. En efecto, para quien piense que la historia es conocer el pasado, estará cada vez más insatisfecho y lleno de vacíos; aunque pueda parecer grotesco, la historia no es conocer el pasado sino más bien, aunque en aparente contradicción, conocer mejor el presente, pero, ¡por supuesto! estudiando el pasado.

Hagamos una digresión. Cuando en los seminarios de literatura medieval a lo largo de los años, hablábamos de obras como Decamerón y Los cuentos de Canterbury, resultaba muy difícil que los estudiantes pudieran comprender qué fue la peste y cómo afectaba la vida cotidiana; peor aún, la huida de ella. Muy a pesar de los buenos profesores, lo no verbal aparecía en los rostros de los estudiantes, eran muecas de asco, fastidio y repulsión lo que dibujaban sus caras. No faltaba quien dijera ufano: «gracias a Dios vivimos en esta época y no en aquella donde la gente moría por miles a causa de un simple virus». Palabras más, palabras menos, a lo largo de los seminarios de literatura medieval brotaban este tipo de comentarios. Lo cierto es que existencialmente a todos, aún a los profesores, nos resultaba un acto de alta imaginación, en el buen sentido, calibrar lo que fue aquella «peste negra». Pero había algo peor, a los estudiantes les era ya imposible separar «la peste negra» de la Edad Media y todas las imputaciones de oscurantismo e ignorancia a las que estamos acostumbrados. La convicción que tuvieron (era fe en el mundo de hoy) de que jamás una pandemia tan agresiva y mortal volvería a suceder en los países más ricos del mundo, también acaba de desplomarse.

No es demasiado atrevimiento pensar que no volverá a reinar la fe ciega en el progreso científico-técnico de las ciencias que nos mantienen acorazados. Con todo el cenit de sus ejecutorias, no estamos totalmente protegidos al precio de despreocuparnos por esto a lo largo y ancho de la Tierra. Tal cual lo vivieron siempre en la Edad Media; estaban seguros de que la peste volvería. Quizá, quienes sobrevivamos esta pandemia (me es permitido esperarlo) pensemos que llegará otra, así sea que pasen otros 600 años. No sé si sea descabellado pensar que nosotros, a partir del año 2020, viviremos con el peso irracional de esa convicción; muy a nuestro pesar, en contra vía a toda la seguridad finisecular que nos ofreció el rápido desarrollo de la informática.

Regresando al siglo XIV, encontramos que nadie escapó a «la peste», no hubo estratos que pudieran ponerse a salvo, todos enterraron o vieron enterrar a sus muertos. Como factible, algunos con medios económicos o teniendo quien los pudiera recibir en otros lugares, escaparon. Tal cual lo hemos dicho, las crónicas registran los nombres de estas personas; también que en el campo y la ciudad morían por miles los pobres; asimismo, los más corpulentos y saludables. Los historiadores se detienen en la crisis económica después de «la peste negra», caracterizada por la escasez de mano de obra y su desenvolvimiento: aumento en los precios y estancamiento comercial en las urbes. Muchos encadenan «The Black Death» con una cierta decadencia y crisis económica que presentaba Europa antes de ella; ofrecen información sobre la caída de la moneda y la excesiva acuñación de baja aleación, la llamada moneda bastarda. Todos esos factores contribuyeron al alto costo de la vida y la malnutrición, generando el pasto que alimentó los virus oportunistas. Pero igual que hoy, los malthusianos arguyen que había exceso de población en aquella Europa. Con esos planteamientos dejan aún más abierto el espectro de posibilidades para justificar la mortandad; incluso independientemente del alcance que hubiera tenido el virus. En sus propias conclusiones, «la peste» fue un rápido catalizador de lo que tendría que ocurrir, ya que era imposible alimentar tanta población y posiblemente una hambruna habría hecho el mismo trabajo de diezmarla. Como hemos podido ir observando, «la peste negra» se sigue estudiando bajo los más variados aspectos, desarrollando teorías que incluso desconocemos. Hay un hecho cierto, la pandemia del año 2020 cambiará los paradigmas de estudio que se tenían al abordar el Medioevo en sus sucesivas epidemias.

En otro renglón, al considerar el impacto sobre las poblaciones, podemos colegir que en algunas regiones era muy difícil aislar al contagiado; más bien era este quien emprendía la huida o se asociaba a otros para nutrir procesiones que se dirigían a los santuarios en busca de reliquias curativas. También salían en búsqueda de milagros y visionarios que pudieran aportar un rincón de esperanza. Como sabemos, otros actuaron con violencia, levantaron la mano contra ellos mismos; se flagelaron, hicieron largas penitencias y ayunos; el suicidio no les fue esquivo. Ya hemos dicho que la gente sabía para qué vivía y por ello le atribuyó a Dios la peste. Puesto que era un mal colectivo, las soluciones deberían ser colectivas y así ocurrió aunque de manera desigual en los distintos reinos europeos. El caso de Barcelona, en el año 1348, lo ha planteado así un historiador: «Al puro comienzo de mayo se organizaron en Barcelona, la ciudad más grande del sureste de España, procesiones contra ‘la gran mortandad’ […] el hecho es que el brote se había disgregado por toda la ciudad y su presencia mortal había inspirado movimientos religiosos para contra–atacarla […] Las élites sociales, al reconocer el horror de esta matanza que se esparcía entre los pobres y que sus propias vidas estarían pronto en muy alto riesgo, se dieron a la tarea de elaborar sus testamentos». Benedictictow, Ole J. The Black Death 1346-1353. Woodbridge, UK: 2004, págs. 80-81. (Traducción nuestra).

En otro lado de la geografía, la reacción de otras comunidades, no cristianas, fue similar. Ibn Battuta, el famoso musulmán viajero quien fue testigo de hechos similares, lo describió así cuando estuvo en Damasco: «nos dijeron que la gente estaba ayunando y haciendo largas procesiones para pedirle a Alá que cesara la plaga». Citado por: Benedictow, p. 64. (Traducción nuestra). Es que en el terreno de las religiones, todo tiene una lógica distinta, así nos resulte difícil de comprender.

De regreso a Europa, lo peor de aquellas reacciones religiosas, estuvo en la canalización que de ellas hicieron algunos predicadores. En afán de dar con una causa, acusaron a ciertas poblaciones de judíos de haber envenenado los pozos de agua. Las comunidades, concitadas, asesinaron judíos a lo largo de los reinos europeos. Pero no debemos quedarnos en estos hechos infames. También hubo quienes optaron por sublimar (¿quizá otra manera de curar?) en el arte; nada extraño, con humor y sarcasmo. En este último elemento quiero recomendar el valor pictórico de una obra reciente, El fin de la sociedad medieval y la peste negra, escrita por Hendrik van Nievelt Pattillo, Chile: 2020. Como suele ocurrir con las obras, un autor se propone escribir un libro y lo termina; pero sin que lo hubiera pensado (tal vez lo hizo) con todo respeto, el material pictórico, la llamada ilustración del libro, constituye otro libro que privilegia el arte. Los paratextos aportan el mejor material para ver a través del arte pictórico la sublimación de quienes enfrentaron «la peste» en su mejor imagen. El texto escrito es otro material para la discusión. El autor se suma a otros tantos que a manera de panorama encuentran en aquella coyuntura el germen que condujo al fin de la Edad Media. Una tesis que goza de mucha aceptación en los medios universitarios y que se ha vuelto hoy más debatible cuando conocemos un poco más los hechos posteriores a «la peste negra». Lo importante es que en aquel distante siglo XIV el sarcasmo y la creatividad también mostraron sus mejores galas.

En el terreno pictórico también podemos cotejar el material gráfico que sirvió para ilustrar otro libro, se trata de La peste negra, escrito por Ángel Blanco. El texto es enciclopédico pero las ilustraciones son un buen correlato pictórico que va de la mano con nuestra intelección de la relación historia y arte. Otro texto que goza de mucho aprecio en los círculos académicos es, The Black Death, escrito por Philip Ziegler. Este último contiene también excelentes ilustraciones del arte relacionado con «la peste negra».

De nuevo, en la dinámica en torno al siglo XIV, quienes han centrado los estudios de aquella peste en sus orígenes, como ya lo hemos advertido desde el comienzo, la asocian al intercambio comercial; un componente llamado el mercantilismo. Fue la época en que los hombres ricos no derivaban el origen de sus bienes como producto de la renta de la tierra. El trueque de mercancías o su valor en metálico, gestaba otra división del trabajo y generaba nuevos riesgos económicos. Tal fue el caso por ejemplo de la piratería, un peligro vivo en aquellas aguas. Para defenderse los comerciantes que regresaban al Mediterráneo debían llevar entre sus tripulantes un grueso número de soldados pagos que custodiaban las naves y regresaban con ellas a los puertos asiáticos. Aún atenidos a lo que se dice, nadie quiere reconocer la maternidad que condujo a semejante mortandad. Como otro mal, acontecido en el siglo XVI, de manera similar ocurrió con la sífilis; en verdad, cuando esta se desató y empezó a proliferar, mató muchas personas; se le llamó: mal filipino, mal de Indias, mal francés. Cargar con el estigma de ser el origen de un virus o bacteria, no es algo que se pueda eliminar de la historia. Tal parece ser la dinámica que envuelve la protección de la vida.

En el acontecer del mejor conocimiento histórico, surgirá siempre la pregunta, ¿qué fue realmente «la peste negra» y qué tan nueva fue? En primer lugar, el nombre de negra fue el resultado de los enciclopedistas para diferenciarla de muchas otras, acaecidas a lo largo de los siglos, en diferentes regiones de Europa. Le dieron ese nombre para diferenciarla sin confusiones, de otras acaecidas en distintas fechas. Aunque hay quienes han esgrimido otros orígenes para tal denominación. En segundo lugar, vayamos a la explicación de las historias: «Parece que se trataba de una peste bubónica muy contagiosa que […] se manifestaba con fiebre, esputos de sangre, apostemas en los sobacos y en la ingle, en forma tan grave, que los atacados sucumbían al cabo de tres o cinco días. En Avignon hubo temporadas en las que morían 400 personas al día». Villoslada-García (coord). Historia de la iglesia española. Madrid: BAC. Vol. III, 2010, p. 105. Pero hay todavía muchas más variables de esto para lo cual la medicina actual tiene sus variantes etiológicas. Este tipo de epidemias no lograron curarse más que por el frío inclemente del invierno que la desaceleraba.

La muerte, asociada a la oscuridad, lo negro de la noche, no parece ser algo ajeno a nuestra mentalidad, abunda por ejemplo en la poesía, tal cual lo escribió Borges: «la muerte de cada noche que llamamos sueño». En cuanto a la literatura de aquel siglo XIV, hay que citar siempre a Boccaccio, quien atestiguó «la peste negra» y así lo escribió en el proemio a su Decamerón: «Por consiguiente, para que al menos por mi parte se enmiende el pecado de la fortuna que, donde menos obligado era, tal como vemos en las delicadas mujeres, fue más avara de ayuda, en socorro y refugio de las que aman (porque a las otras les es bastante la aguja, el huso y la devanadera) entiendo contar cien novelas, o fábulas o parábolas o historias, como las queramos llamar, narradas en diez días, como manifiestamente aparecerá, por una honrada compañía de siete mujeres y tres jóvenes, en los pestilentes tiempos de la pasada mortandad». Boccaccio, G. Decamerón. Apple, Book Store: 2013, págs. 12-13.

Como se ha estudiado, la pestilencia tomaba cuerpo en el infectado e inicialmente, este llegó a ser objeto de odio y rechazo, más que de conmiseración; el enfermo se dejó, literalmente, a su suerte. Hoy sabemos que hubo movimientos de mujeres que con arrobo místico, lamían las llagas de los contagiados y morían entregando su vida a los infectados. Tenemos información de comunidades de beguinas, begardas y otras, que asociadas carismáticamente, sin que premeditara el reconocimiento canónico (otras lo tenían) se dieron a curar o sanar a los afligidos. Esto ocurrió particularmente a lo largo del Rin, pero no exclusivamente.

¿La historia es diferente cuando la mujer está en el centro? Aunque mujeres y hombres lucharon continuamente contra la peste, con las mismas motivaciones y propósitos; las acciones de muchas de estas mujeres constituyen hoy un campo de estudio que felizmente crece. No se puede negar que aunque el patriarcado y la misoginia las excluyera de manera diversa; es indudable que tampoco esta vez hubieran podido contener o evitar el poder de su influencia.

Es bien sabido que teoría y doctrina no estaban a su favor, pero algo muy distinto es experiencia y práctica. Por eso, al centrarnos en lo positivo, dejando de lado lo negativo, podemos pensar cada vez con mayor claridad que el rol de la mujer nunca ha tendido por qué ser pasivo. Frente a la misoginia de la época, muchas mujeres creyentes no se quedaron como espectadoras. Aún casadas, se entregaron en grupos con la virtud del auto sacrificio, al alivio de los apestados. Pese a que sobre ellas caían infinidad de prejuicios, aquella fue una época de liderazgo femenino, ¡quién lo creyera! Justo cuando más se careció de líderes.

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Espere la segunda parte en la edición 90 de Revista Cronopio.

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* John Jaime Estrada. Nacido en Medellín, Colombia. Graduado en filosofía en la Universidad Javeriana, Bogotá. Estudios de teología y literatura en la misma universidad. Maestría en literatura en The Graduate Center (CUNY). Es PhD. en literatura en la misma institución. Actualmente es profesor asistente de español y literatura en Medgar Evers College y Hunter College (CUNY). Miembro del comité de la revista Hybrido e investigador de filosofía y literatura medieval. Su disertación doctoral abordó el periodo histórico de las relaciones entre el islam, judaísmo y cristianismo en Castilla durante los siglos XI–XIV. Investigador personal de tales interrelaciones a través de la literatura medieval castellana, en particular en la obra el «Libro de buen amor».

 

2 COMENTARIOS

  1. Muchas gracias doctor Estrada, esté es un escrito muy esclarecedor acerca de lo ocurrido en la época de la así denominada «la peste negra» (1348 – 1352). También agradezco porque su escritura permite mostrar otro panorama de dicha peste en términos del sufrimiento y el dolor humano, y por supuesto, porque resalta el papel de figuras relegadas de la historia medieval, cómo es el caso de las mujeres y los niños. Por otra parte, elogió la claridad de la exposición y prosa, delicada y amena de leer. Estaré atento a la segunda parte, un abrazo fraternal desde Medellín, Antioquia.

  2. Excelente ! Actual, bien documentado. Qué gran capacidad para vincular la historia, filosofía, literatura.

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