LA LOZANA ANDALUZA, UNA PUTA TRIUNFADORA DEL SIGLO XVI

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la lozana andaluza

Por John Jaime Estrada González*

En el siglo XIV fue común en España reglamentar la prostitución pública (nunca la privada) poniéndole límites como la de tolerarla sólo a las afueras de las ciudades. En los cabildos hubo delegados que iban a inspeccionar los lugares en los que ese comercio era de todos conocido y entraban en relación con los proxenetas para intentar controlarla, pero como siempre, los oficiales caían en el soborno. Fue desde la antigüedad romana tardía un empeño desatinado; se buscaron razones para acabarla, pero terminaron controlándola. Como sabemos, nunca se pudo cumplir con el propósito de erradicar el tráfico carnal que, al decir de los predicadores y hacedores de las leyes, tanto mal causaba en las familias bien constituidas; eso no dejó de preocupar a las autoridades civiles y eclesiásticas.

San Agustín y San Vicente Ferrer plantearon que era mejor que el descontrol inevitable de los hombres cayera sobre una mujer manchada en vez de sufrirlo una doncella virgen y de buen hogar. Sea como fuera, la larga y verificable trayectoria de la prostitución ha sido objeto de muchos estudios y se ha evidenciado que creció casi exponencialmente a partir del siglo XIV, justo cuando el comercio experimentó un nivel nunca visto que anejó otros males como las continuas pestes que azotaron Europa. ¡Y qué no decir de las enfermedades venusinas!, por eso encontramos en las obras literarias de aquellos siglos, en una amplia variedad narrativa, la reinstauración de quienes vivieron en el mundo de la pobreza asociada al vicio y la prostitución.

Permítanme una digresión, muy poco se menciona la prostitución masculina en la literatura española de los siglos XIV al XVII, aunque algunos estudios como los de Josiah Blackmore, Queer Iberia y el de Josep M. Armengol, con un título casi idéntico, Queering Iberia, ejemplifican casos. En aquel periodo era bien difícil que hubiera documentos oficiales emanados de los cabildos que abordaran ese tema y el silencio es mayor en los textos eclesiásticos. Sin duda, La Comedia de Dante fue la obra literaria que fustigó ese comercio masculino que también ha existido desde siempre.

Los predicadores lanzaban diatribas contra las prostitutas en los sermones, pero todo se limitaba a eso; en las acciones específicas permanecía el acuerdo común de proteger a las chicas que entraban en la pubertad con toda la carga hormonal de la edad. Pero en cambio, la apetencia sexual masculina se concibió desde la antigüedad cristiana bajo un criterio de la hidráulica; se aseguraba que cada chico al comienzo de la adolescencia (que, dada la expectativa de vida comenzaba a los 12 años) era como una represa que se iba llenando hasta que un día, ante una circunstancia propicia, se desborda; así seguiría sucediendo por el resto de la corta vida que le quedaba. Ya que era inevitable, se prefería que ese deslave recayera sobre mujeres ya manchadas o sin estatus social como las esclavas, pero ¡eso sí!, nunca sobre una chica virgen; obviamente, nunca ha sido así. En esos términos, la moral sexual cristiana empezó a transitar por una inexorabilidad que sin ser escrita ex professo, se convirtió en un principio consuetudinario.

La literatura medieval castellana en el siglo XIV reinsertó cada vez más el personaje de la puta en las obras literarias; el caso que más ha impresionado a los críticos es el del Libro de buen amor cuyo autor colocó a su alcahueta vieja, ya muerta, su trotaconventos, en la gloria del cielo, el lugar reservado sólo para los mártires al lado de las mujeres cristianas más puras y Dios; pese a toda la intolerancia de la época, la obra no fue censurada por esa y muchas otras audacias que en el siglo XXI, tan motejado de liberal, jamás se lo habrían permitido.

Como otra obviedad, aquellas mujeres solían terminar muy mal en las obras literarias; La Celestina, por ejemplo, fue golpeada por los mayores males para quien ha explotado su belleza: la vejez y la pobreza. Es comprensible que algunos críticos hubieran optado por catalogar como deterministas aquellas obras, pues se había dicho que: «quien mal comienza, mal acaba» o «Dios no castiga ni con palo ni con látigo». Cualquier otro criterio que se hubiera esgrimido fue dado con la intención de apuntalar un castigo merecido donde más doliera: en el ocaso de la vida así fuera corta. Como una constatación de la vida, en la literatura también tuvieron un final miserable. Ahora, ¿qué ocurre si en el otoño de la vida esa mujer callejera no está pobre y disfruta la vida con su mancebo?, ahí se rompe el círculo manido de la intención moralizante.

Elaborar la perspectiva del esfuerzo individual frente a un camino trazado fue lo que ocurrió con La Lozana Andaluza, escrita por Francisco Delicado (citaremos la edición de Claude Allaigre, publicada en Madrid por Cátedra en 1994). Esta novela polisémica, empezando por el título, fue el trabajo de quien se consideró a sí mismo discípulo de Nebrija, (a quien la historiografía literaria considera un exponente del individualismo renacentista) lector y editor de La celestina. Si hacemos eco de la admiración que tuvo Delicado por aquella obra, quizá podamos pensar que escribió La Lozana Andaluza para darle un vuelco a la trayectoria caótica de las novelas de corte celestinesco.

De Francisco Delicado se afirma que era de Córdoba, pero abundan las conjeturas que lo hacen pasar por italiano; por el clérigo que retocó la novela hasta confundir la fecha de publicación y la ciudad final de la impresión. La vertiente de la transmisibilidad textual tiene mucha acogida y la crítica genética se ha dedicado a posesionarla; nada de eso es nuestro propósito, queremos acometer la novela como lectores que la comprenden mejor en la trayectoria de la producción literaria del final del Medioevo castellano.

Delicado utiliza la técnica de compilar episodios (los llama mamotretos) para que su narrativa corresponda a las expectativas del ordenamiento social de su época. Es preciso anotar que la novela como género literario se encontraba por aquel entonces en sucesivas reelaboraciones formales, lo que le permitía juegos nuevos de lenguaje y el uso de la retórica en función de lo que se quería decir sin decirlo, dirigido a un lector más culto, y ¡cómo no!, hace uso incesante de la sátira burlesca, ¡qué tan buenos oficios le prestaron en aquella Roma sacudida por ser la sede del representante de Dios en la Tierra!

La técnica de cómo se escribe una novela se dirigía lentamente hacia la apropiación del llamado principio dialógico que caracterizó la novelística posterior y que deslumbró a comienzos del siglo XVII (1605) con Don Quijote. En el caso de La Lozana Andaluza, el autor tiene como recurso introducir el nombre de cada personaje a la manera de un texto dramático. Los mamotretos son secuencias narrativas independientes, entre otras cosas, carecen muchas veces de un orden temático y expresan los acontecimientos a medida que la Lozana se desplazaba por las calles de Roma. La conciencia de entrar en relación con un lector se deja ver claramente en los incisos que introdujo el autor a la manera de paratextos al final de la obra.

Es conveniente pensar que la escritura de La Lozana precisó apelar incesantemente al lector, incluso al mismo autor y narrador como solían hacerlo las novelas de aquel periodo. Estas consideraciones arrojan una técnica escritural que fue haciendo carrera y cautivó lectores con poder adquisitivo: los educados, ahora hijos de los burgueses que se graduaban en las universidades sin necesitar de los privilegios de una nobleza que se iba empobreciendo a pasos agigantados. Aquellos «nuevos ricos» disponían del metálico; bien se ha dicho que «en la ciudad el oro es rey»; y ellos entretenían su ocio con la lectura de novelas que ridiculizaban la vida decadente de quienes se aferraban a los residuos nobiliarios y continuaban viviendo la vanidad triste de la apariencia ruin de cada día.

Pensemos en la cascada de novelas que desató El Lazarillo de Tormes (1554); más decidora que cualquiera de los estudios históricos sobre la época. Es inevitable que los estudiosos de la historia de España se hayan apoyado en ella para sus constataciones; también en otras como El buscón de Quevedo, Guzmán de Alfarache de Alemán, Las aventuras del bachiller Trapaza de Castillo Solórzano, el canon de la época. Ahora, es evidente que unas son más representativas que otras; de todos modos, los historiadores las traen a colación cuando intentan trabajar la vida cotidiana de aquellos siglos.

El narrador de La Lozana se excusa por escribir «lo que vi hacer y decir tantas veces». (P. 485). ¿Fue su propósito moralizante? Es bien difícil pensarlo atenidos a lo que se conoce de la obra hoy, lo que quiere decir que, aunque divierta, entretenga y satirice para contemporizar con los lectores de aquella literatura, sus destinatarios estaban perfilados como consumidores de literatura. En efecto, es un lugar común decir que las obras literarias entretienen, lo que no equivale a decir que sean escritas para divertir o hacer reír, aunque muchas de ellas, mal nombradas novelas «picarescas», nos desternillen de risa. La escritura pasa literalmente por la mano del autor que pondera su época y reinstaura el fluir social; también tenía plena conciencia de lo que escribía, hacía juegos de palabras, versillos y traía tonadas en boga.

Prosigue el autor: «Si me decís por qué en todo este retrato no puse mi nombre, digo que mi oficio me hizo noble, siendo de los mínimos de mis conterráneos, y por esto callé el nombre, por no vituperar el oficio escribiendo vanidades con menos culpa que otros que compusieron y no vieron como yo». (P. 485). En esta explicación justifica porqué la primera edición fue anónima, pero aún hay algo más cuando se ha intentado fijar la fecha de escritura y publicación de la obra; el texto está lleno de incongruencias que no ayudan a datarla con certeza.

En torno al año de la primera edición hoy en día persiste el desacuerdo; aunque las ediciones han estado siempre al cuidado de filólogos, quienes han hecho un buen trabajo, muchos se quedaron sólo en cotejar el texto con la literatura anterior para rastrear lo escrito en una fuente de la antigüedad o la Edad Media. No está nada mal ese trabajo, algo que supone también erudición y recuperar las intenciones del autor; algo imposible porque ya todo ha cambiado, las circunstancias hoy son otras y por más que se intente recomponer una época y una ciudad, tendrá que vérselas con un amplio campo imaginativo. Todo regreso es imposible.

La polisemia en esta obra es masiva, recorre el texto con juegos de palabras que tienen que ver con la sexualidad humana sin excluir estrato social. Lo que prueba que los conjuntos sociales en todas las épocas y lenguas han elaborado un inventario de voces para nombrar los órganos genitales; esas palabras en su usanza provienen de diferentes regiones; vale la pena preguntarnos: ¿qué ocurre con los seres humanos que estamos siempre tan necesitados de darles nombres nuevos a los órganos genitales? La lectura de esta obra en la construcción verbal está llena de alusiones que, para el lector de hoy, precisan de diccionarios como el de Covarrubias o Autoridades; han desaparecido muchos vocablos; ese, por ejemplo, es un trabajo excelente que le debemos agradecer a los filólogos que han hecho las ediciones comentadas que leímos.

Como corresponde también a la literatura de la época, esta obra se vuelve a La Celestina como punto de referencia; es comprensible porque Delicado fue editor de aquella obra, la estudió con detenimiento, no lo perdamos de vista; también La Celestina cita versos del Libro de buen amor y este de la literatura latina y medio latina. El espejo retrovisor está muy bien puesto, así se escribía durante la Edad Media; la originalidad estaba puesta en el crisol que fundía lo dicho para decirlo de mejor manera y denotar o connotar otras significaciones.

Nos podemos cuestionar: ¿es necesario dividir la historia en periodos? Esta pregunta acucia a los epistemólogos de la historia, porque todas esas divisiones, aunque no dejemos de utilizarlas, son arbitrarias. Por ello, el final de la Edad Media se ve más como la desaparición de un panorama, no como una fecha. No es difícil entender que en pleno siglo XVI la Edad Media permaneciera aunque con vislumbres de algo diferente; lo encontramos básicamente con el advenimiento de los mercaderes, y en particular sus hijos que acudían a las universidades; también leemos sobre la condición social y sin futuro de la nobleza (llamada baja) de los gentilhombres y los hidalgos con sus escuderos pobres; era el final de un ordenamiento social de siglos que iba desvaneciéndose.

Recordemos que la ampliación de la base nobiliaria en el reino de Castilla, acaecida con Alfonso XI en pleno siglo XIV, no fue un caso particular de ese reino y posteriormente de España; fue la condición necesaria en los comienzos de una economía monetaria, cuando la valía personal (el reconocimiento del otro) se empezó a establecer por los méritos y la virtud personal, no por la sangre. Tal cual, quienes ahora tenían el metálico eran hombres de negocios, mercaderes que recorrían el Mediterráneo y el Mar del Norte con sus barcos llenos de bienes y por ello se apostaron, como tenía que ser, en las altas esferas sociales, así carecieran de apellidos y abolengo.

En la ebullición mercantil, también las rutas terrestres, las famosas caravanas venidas incluso del confín de Oriente, atestaban los caminos principales; el comercio crecía a pasos agigantados, algo necesario y con los consiguientes desplazamientos de conjuntos humanos que generaron sociedades multiétnicas y multiculturales como llegó a ser Roma, nada mejor para describirlo que esta novela. Es importante tener en cuenta que ya desde el siglo XIII y en particular después del concilio IV de Letrán, la sede papal donde estuviera, se había convertido en el tribunal europeo al cual llegaban todos los príncipes para dirimir sus querellas legales; desde entonces estuvo siempre plagada de juristas y canónicos que percibían buenos ingresos y se daban vida de burgueses viviendo de su actividad clerical (en el sentido de ser funcionarios, no miembros del clero eclesiástico) con sus idas y venidas de los tribunales tramitando documentos.

En el siglo XVI, después muchos episodios violentos, la sede definitiva del papado fue Roma. Es importante anotar que un canónigo no necesariamente tenía el orden sacerdotal, aunque sí órdenes menores, además, estaban entrenados, casi todos, en los derechos, civil y canónico, in utroque iure.

El comienzo de la novela está en la infancia de la protagonista; cuanto se va a narrar difiere del comienzo, in medias res, de La Celestina, nada se sabe de su genealogía; en cambio, la niña Aldonza, posteriormente La Lozana, tuvo padres que así la bautizaron en Córdoba, España: «Pues más parezco a mi agüela que a mi señora madre, y por amor de mi agüela me llamaron a mí Aldonza, y si esta mi agüela vivía, sabía yo más que no sé, que ella me mostró guisar que en su poder deprendí…» (p. 177). Los pormenores de su infancia están vinculados a la orfandad paterna y a los desplazamientos con su madre para sobrevivir. En esa itinerancia Aldonza se da cuenta que los hombres halagan su belleza; fue esa constatación, no la astrología o la fortuna, lo que empezó a trazar su vida al despuntar su adolescencia.

No tuvo educación ni aprendió a leer y escribir; pero lo hizo en la vejez, cuando sí lo necesitó y fue de su conveniencia; ahí tenemos el deslinde principal con La Celestina, la vieja barbuda que por su ambición desmedida provocó que sus cómplices le dieran muerte por no compartir con ellos lo ganado, una cadena de oro que recibió como pago por sus engaños.

En el parlar lascivo, los hombres exaltaban las formas corporales de La Lozana; era muy bien ponderada por donde caminaba; en la calle se dio cuenta de sus atributos femeninos. El gusto por la mujer abundante de carnes (lo que hoy se llama gorda) se vería en los cuadros de Rubens; sus formas voluminosas fueron el atractivo de aquella época, las tenía e incitaban a yacer con ella; eso la complacía. Escuderos y mozos se le acercaban y conseguían un servicio para ellos o su amo. Fue de esa manera que, desde temprano, contraria a Celestina, se dio cuenta que ningún arte había aprendido para recibir paga, aunque cocinaba bien. En los ires y venires, «conversó con personas que la amaban por su hermosura y gracia». (P.176). Muerta su madre perdió lo único que la ataba y le daba cobijo; entonces comenzó a trasegar en la pobreza absoluta, pero atenta a que no pasara un día sin que algún mancebo le ofreciera regalos y metálico. Sin miramiento alguno, todos la buscaban para encontrarse a solas; y fue así como comprendió sin barruntar lo único que debería hacer.

Se amancebó con un chico apuesto, hijo de un rico mercader, este, enfurecido, pagó para que la mataran y arrojaran al mar su cadáver. Por la compasión del barquero fue a parar a Roma con la condición de que no regresara jamás a España, y como una náufraga, entró a la llamada «Roma española».

Para contextualizar la obra digamos que todo comenzó en 1493 cuando el rey Fernando y el Papa Alejandro VI (Rodrigo de Borja, sobrino del Papa Calixto III) firmaron un tratado que le concedía a los hijos del pontífice, César y Juan Borgia la sede episcopal de Valencia (que había ocupado el electo Papa Calixto III) y la distinción de duque de Gandía. A los reyes católicos el Papa les concedió también el derecho de otorgar cargos eclesiásticos y el control de los ingresos de la iglesia del llamado «nuevo mundo».

La monarquía española venció a Francia en sus enfrentamientos y quedó como fuerza dominante en Europa. Grosso modo, el rey Fernando reafirmó la costumbre de entregarle a Roma lo recaudado de los reinos del sur y con ello Roma empezó a depender cada vez más del imperio español. La ayuda económica de la corona española se llamó posteriormente «las tres gracias»: la cruzada, el excusado y el subsidio; esta colocó al Papa en la situación de tener que discutir esos montos año tras año. Para los españoles era una buena inversión, para Roma, pura dependencia; el pontífice tenía que complacer los caprichos de los monarcas, mucho más cuando llegó al trono Carlos V de España y por su ambición imperial entabló la guerra con Flandes y dominó a Roma.

Los reinos de Nápoles y Sicilia estaban comprometidos con España que había impuesto a los Borgia en la sede papal desde finales del siglo XV; por eso los historiadores se refieren a ese largo periodo como la «Roma española». A esto se le llamó el patronazgo, seguido por el envío de tropas españolas que controlaban militarmente la ciudad. Roma quedó a la sombra del imperio que crecía y para mantenerse, invertía el oro y la plata de las colonias en el sostenimiento de un poderoso ejército. La monarquía y el Papa se abrazaron en los absolutismos, algo difícil de entender hoy puesto que esa relación se sostenía de manera horizontal.

Mirando hacia fuera, Francia y el llamado «Sacro Imperio Romano» no veían bien ese contubernio para sus fines; pero Roma también avizoraba otro enemigo más antiguo, el otomano que acechaba el Mediterráneo. El panorama para el Papa era desesperanzador, no tenía los recursos para subvencionar un ejército grande y fuerte; tuvo que aceptar la protección de Carlos V a regañadientes; no tenía otra posibilidad, estaba en bancarrota y de no haber sido por el apoyo económico de España, Roma habría sucumbido a la hambruna y otros males mayores. ¿Hasta qué punto seguían los Papas, que poco vivían en aquella época, dispuestos a continuar como siervos de España?

Es explicable que Roma, reinstaurada en la novela, esté plagada de gentilhombres e hidalgos españoles que habían emigrado buscando nuevas posibilidades de vida; de igual manera artistas y escritores sino empobrecidos, con ansias de vincularse al patronazgo español en algunos cargos. También los escritores italianos y romanos buscaban el favor de los mercaderes españoles que ahora contaban con liquidez y querían imitar el estilo de vida de los nobles. Así continuó la ciudad durante los años venideros y se prolongó según los historiadores, hasta finales del siglo XVII.

Los avatares de aquella coyuntura tienen que ver con Giulio de Medici, servidor leal del emperador Carlos V, quien fue electo Papa Clemente VII. Este, temeroso del emperador se acercó a Francia y firmó la alianza, la Liga de Cognac (1526); Carlos V lo consideró una traición y desplazó más tropas sobre Roma para amedrentar al Papa; de ahí en adelante se estableció un viraje que decidió el rumbo de esa relación.

Un año más tarde, en 1527, esas tropas saquearon a Roma y pasaron por la espada a quien se les opuso, ¿obedecieron órdenes del monarca? ¿Estaban fastidiados esperando la paga y se cobraron pensando en los tesoros que hallarían en Roma? ¿Se trató de un grupo de soldados borrachos a los que se unió una turba de oportunistas y saqueadores? Allí quedan toda esa suerte de conjeturas que le dan a esta novela una valoración diferente en manos de los estudiosos de las dos nacionalidades.

Estos y los hechos de las colonias comenzaron a configurar lo que se ha llamado «la leyenda negra de España». Carlos V trató de remediarlo y para eso se valió de su secretario Valdés quien escribió crónicas como, Lo sucedido en Roma, en la cual el monarca se lava las manos; «todo fue a sus espaldas»; una frase a la que ya hoy en día estamos acostumbrados. Lo publicado después del saco de Roma para los italianos es propagandístico y no tiene más valor que defender a España de sus depravaciones y abusos. El año 1527 fue decisivo para comprender esta novela: ¿fue escrita antes o después del saco de Roma?, esa es la única pregunta que se hacen los estudiosos hoy.

En este esbozo histórico también señalamos la intersección necesaria entre política y literatura ya que ejerce todo el peso al momento de considerar el valor histórico de La Lozana Andaluza. Como lector es necesario destacar que la construcción de los personajes y en particular el de La Lozana, tiene que ver con una nueva concepción del ser humano no predestinado por la fortuna o la astrología; tampoco por algunas creencias cristianas, todos ellos los determinantes duros de la época. El asunto es la realidad en la que cada uno nace (es parido) con sus capacidades; por pocas que sean, siempre y cuando se esté en buena condición física y mental (como muy bien lo ha estudiado Martha Nussbaum) se tiene lo mínimo para forjar un talento individual frente a la adversidad.

Siguiendo la narración, es valioso preguntarse: ¿qué obsesión hay tras esta mujer?, ¿es un personaje satisfactorio para la literatura o una mera ficción más para entretener o moralizar?, ¿se trata de una mujer que encuentra placer en lo que hace? Cuestiones que pueden gravitar una vez que hemos leído el periplo vital de la Lozana, que no termina con su muerte, y anduvo siempre en búsqueda de compañerismo y amistad.

Más le interesó ser servida que amada; de igual manera estar satisfecha en la cama con su compañero, a quien públicamente lo presentaba como su mozo; un leal «mandadero» de quien nada le importó que fuera agraciado físicamente, pendenciero, jugador o bebedor; lo importante fue que estuviera listo cuando ella lo necesitara. En esto la novela no cede al discurso amoroso, ¿quizá porque aquel mundo no era el lugar social para un parlamento de amor? Quizá como lo han planteado los estudiosos, ¿es el enamoramiento el acceso a una relación institucional, no algo natural? Preguntas que conducen a desdibujar la relación amorosa de los amantes y recrean otro tipo de intercambios como el reconocimiento de lo que cada uno es y representa en el medio social inmediato.

A la Lozana el texto la nombra puta; a otros: escudero, caballero, canónigo, señora, dama, etc., la esfera social es el espacio desde el cual cada personaje se enuncia y así será tratado. En ese mundo social la adulación es frecuente entre los personajes; los contubernios, una constante cuando se trata de buscar los fines personales.

Aldonza empezó a llamarse la Lozana en Roma (AMOR) y ya desde el comienzo en la calle una vieja que la conocía la increpa: «¡Ay, mi alma, parece que os he visto y no sé dónde! ¿Por qué habéis mudado vestidos? No me recordaba. ¡Ya, ya! Decíme, ¿y habéisos hecho puta? ¡Amarga de vos, que no lo podrés sufrir, que es gran trabajo!» (p. 258). La Lozana ofendida la insulta: «¡Mirá qué vieja raposa! ¡Por vuestro mal sacáis el ajeno: puta, vieja, cimitarra, piltrofera, soislo vos dende que nacistes y pésaos porque no podéis!» (p. 258). Este primer episodio es revelador para la Lozana que entiende en sus palabras el futuro que le espera al pasar de los años: ser una vieja fea y pobre.

El ingreso de la voz piltrofera (mujer de mozo joven) es el uso de la germanía que actúa como paradigma de la vida social de la pobreza en Roma. La germanía, un argot de los más pobres (además de haber sido un movimiento asociado con revueltas de reivindicaciones sociales) lo podríamos equiparar en el uso literario hoy, mutatis mutandis a lo que fue el lunfardo en la Buenos Aires de finales del siglo XIX y comienzos del XX, reinstaurado con claridad en las letras de los tangos de aquellas épocas.

Como muy bien lo anota Claude Allaigre en la edición que seguimos, la vieja le ha pronosticado lo que será su vejez, por eso esas palabras tienen que aparecer necesariamente al principio. En el determinismo social la Lozana tiene la suerte echada; ya La Celestina había mostrado lo que hace la vejez en una mujer que vivió de sus encantos; ese «ultraje de los años» no perdona.

Delicado, como estudioso de Nebrija, extrae de su humanismo el concepto de hombre como un ser individual con capacidades y talentos, capaz de torcer el destino aciago como una varilla de estaño. Esta mujer, prostituida y menesterosa, da un primer paso al escoger al barbiponiente Rampín, para constituirlo como garante frente a la vejez pronosticada: «Mirá que yo no tengo marido ni péname el amor… Y no quiero que fatiguéis, sino que os hagáis sordo y bobo, y calléis, aunque yo os riña y os trate de mozo, que vos llevaréis lo mejor, y lo que yo ganare sabedlo vos guardar, y veréis si habremos menester de nadie». (p. 239).

Ese acuerdo expreso con su mozo es el eje literario que da el giro vital, y, por ende, de esta mujer bella, deseada para la cama, quien ya intuye que no tiene por qué terminar como todas las putas viejas y barbudas de Roma. A ellas les faltó la claridad provisora que ahora tiene la Lozana: el ahorro. El adolescente Rampín gozará de la vida y guardará el dinero que la Lozana produzca haciendo siempre aspavientos de su pobreza para que no le roben: «Señores, beso las manos de vuestras mercedes mil veces, y suplícoles que se sirvan de mi pobreza, pues saben que soy toda suya». (p. 369). Sabe entre quiénes está, no confía en nadie.

Supo ser una puta muy bien avenida con sus clientes; los complacía aún en sus caprichos, y por eso recibía más dinero del que esperaba; era lo que todos buscaban en la trayectoria de la literatura castellana, una «fembra placentera». Como mujer hermosa y garrida (sexy) también depilaba las cejas de las putas y practicaba «afeites», mascarillas y maquillaje, con lo cual tuvo a bien ser requerida de mujeres que atendía en sus mansiones y por ahí derecho, si se daba la oportunidad, se acostaba con sus maridos o sus hijos. En esas visitas domiciliares también conoció canónicos y hasta cardenales de las cortes de Roma. A todos ellos les dio placer y atestiguó el llamado «mal francés», «mal italiano», «mal filipino» o «mal de la Indias»: la sífilis; lo padeció y como trofeo le quedó una mancha en la frente que semejaba un lucero. La mujer tenía estrella.

La Lozana fue querida en todos los estratos sociales; su cuerpo se vio siempre multiplicado y algunos críticos la asocian a los sermones de los predicadores que tanto despotricaron de la venalidad femenina. No pienso que así sea, ella sabía lo que quería, estaba muy atenta al presente; todo le era propicio para garantizar una vejez sin necesitar de nadie. Había que conseguir el dinero y lo mejor, no era para gastarlo sino para tenerlo y mantenerlo, una aproximación hacia lo que por aquel entonces se empezó a llamar maquiavelismo. Se han de conseguir los medios para conseguir lo que se necesita y una vez conseguido lo importante aún no está en tenerlo sino en mantenerlo e incrementarlo: «¡Beata la muerte cuando viene después de bien vivir! Andar, siempre oí decir que en las adversidades se conocen las personas fuertes. ¿Qué tengo de hacer? Haré cara, y mostraré que tengo ánimo para saberme valer en el tiempo adverso». (p. 369).

Los episodios de esta obra no presentan un personaje diabólico ni amante de la magia u otro tipo de brujerías como sí los encontramos en La Celestina; tampoco se proponía estafar o usar de artimañas o bebedizos para conseguir mediar en el beneficio de otros; su belleza y encanto le abrían todas las puertas de Roma, pero de ello tuvo siempre presente que no sería para siempre. La Lozana envejece porque es inexorable; ese tránsito la conduce a salir de Roma (AMOR) y desplazarse a una isla que tiene por nombre Lípari, otro juego polisémico que la asocia a un lugar de destierro: «Estarme he reposada, y veré mundo nuevo, y no esperar que él me deje a mí, sino yo a él. Así se acabará lo pasado, y estaremos a ver lo presente como fin de Rampín y La Lozana». (p. 481). La cuestión estriba en que no está empobrecida, está feliz con su mozo envejecido como ella; ahora, ¿está arrepentida de su vida pasada?

Algunos críticos piensan que Delicado la ha llevado a un estadio de santidad, es decir, a una vida reposada en la que muy bien puede apelar al perdón divino y ser reconocida por Dios como lo fue la Magdalena de los evangelios. Quizá sea forzar mucho el texto, lo cierto es que ya desde La Celestina corría la voz de que «una vida completa se puede salvar en un minuto». Nada de eso es desechable, recordemos el «Memento Mori» la última oportunidad de un moribundo en vida, allí estaba solo quien agonizaba frente a frente con Dios. De lo que pudiera pactar con Dios nada podría saberse nunca, «la voluntad de Dios es inescrutable», ya había sido dicho mucho antes de que el padre Ángel lo repitiera soñoliento un martes por la tarde después de la siesta.

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* John Jaime Estrada. Nacido en Medellín, Colombia. Graduado en filosofía en la Universidad Javeriana, Bogotá. Estudios de teología y literatura en la misma universidad. Maestría en literatura medieval en The Graduate Center (City University of New York, CUNY). Es PhD. en literatura medieval castellana en la misma institución. Actualmente es profesor asistente de español y literatura en Medgar Evers College y Hunter College (CUNY). Columnista de la revista literaria Revista Cronopio. Miembro honorario del CESCLAM–GSP, Medellín. Miembro del comité de la revista Hybrido e investigador de filosofía y literatura medieval. Su disertación doctoral abordó el periodo histórico de las relaciones entre el islam, judaísmo y cristianismo en Castilla durante los siglos XI–XIV. Investigador personal de tales interrelaciones a través de la literatura medieval castellana, en particular en la obra el «Libro de buen amor». Es autor de la tetralogía «De la antigüedad a la Edad Media».

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