Litertura Cronopio

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LA MADRE

Por Paulo Neo*

¿Cómo saber si era idiota? Lo parecía, sí, pero no podría asegurarlo. Si ni siquiera su madre podía controlarlo. Cierto es que tampoco la tenía fácil, con esa otra criatura siempre en brazos, siempre llorando a todo pulmón y siempre hambrienta. Si se iba consumiendo de a poco, la pobrecita. La espalda se le curvaba; todo el rostro tomaba el color de las ojeras, profundísimas; las piernas parecían astillarse; y en el estómago, un bulto duro, como el de los niños desnutridos.

Hablamos poco, apenas un par de veces. Me gustaba observarla sin que lo notara, desde la ventana. La que da a la entrada del edificio y donde usualmente escribo. Parecía vivir distraída, casi sonámbula. La veía llegar por la vereda casi arrastrándose, desganada y con la mirada un tanto perdida. En el brazo izquierdo cargaba al bebé que hipaba constantemente y era un revuelto de mocos, vómitos y hediondez. Además, empujaba a esa otra criatura, más grande pero más caótica: botas plásticas hasta las rodillas, un babero que le colgaba hasta la cintura y un paraguas azul roto y desvencijado. Como dije antes, parecía idiota. No respondía si uno le hablaba, y parecía no enterarse de nada de lo que pasaba a su alrededor. Aunque algunas cosas le llamaban mucho la atención y no permitía que nadie se las quitara, según palabras de la madre. Debía de rondar los seis años o algo así, aunque aparentara menos.

En fin, que cierto día la vi llegar. Era temprano y, de nuevo, la situación la sobrepasaba. Con un bolso gigante colgándole del hombro, con el bebé gritando a más no poder, con el muchachito extraño que golpeaba su paraguas maltrecho en las rejas del edificio, que se bajaba los pantalones para mear bajo el portero eléctrico mientras la madre, confundida, intentaba sacar la llave de la cartera, haciendo malabares con bolso, bebé y el muchacho idiota, o que lo parecía.

Era diciembre y hacía calor. Un sol potente entraba por la ventana y un aire tibio recorría la casa. Sabía, por sus propios dichos, que el padre de las criaturas había muerto de una enfermedad extraña y fulminante. Y que sobrevivía con una magra pensión, a la que sumaba todo lo posible, haciendo bordados y costuras, lavando ropa o limpiando casas.

Esa mañana, mientras tomaba el segundo café del día, terminaba un artículo para el diario español cuyo editor me reclamaba con insistencia. Cuando sonó el timbre, lo primero que pensé es que se trataba de algún estúpido vendedor o alguien que se había equivocado de puerta. Tengo por costumbre no salir nunca antes del mediodía, y por mi carácter poco sociable, no suelo recibir visitas. No me levanté del sillón, confiando en que el asunto se diluyera pronto.

Pero nada de eso pasó. El timbre siguió sonando, a intervalos cada vez más breves. Luego se sumaron golpes desesperados y extraños gritos. No tuve más remedio que abrir. La imagen que siguió fue angustiante, abrumadora. La madre de los pequeños se deshacía en arrebatos, balanceando el peso de su cuerpo para que el bebé no gritara tanto, tironeando el brazo del muchacho idiota para retenerlo y que no fuera a terminar rodando las escaleras.

Las voces retumbaban en el pasillo, las gotas de sudor corrían por el rostro de la mujer, mientras el bebé intentaba morder el pezón sobre la ropa, hambriento y desesperado. Me quedé unos segundos contemplando la escena, hasta que atiné a preguntar si estaba bien, pues su silencio empezaba a atormentarme.

—Bien, sí. Pero necesito pedirle un favor —fue su respuesta.

Me explicó lo que ya adivinaba. Debía terminar una pila de ropa para entregar y cruzar toda la ciudad para limpiar un departamento y volver a la hora en que Tomás —que así se llamaba el muchacho idiota o que lo parecía— salía del colegio. El problema, me dijo, es que no hacía tiempo de ir a dejarlo. Que si no me molestaba mucho acompañarlo a esperar el colectivo en la esquina. Que luego ya se encargaría ella y que si algún día necesitaba, me lo devolvía planchando o limpiando o lo que sea. Dijo todo esto como un torrente, casi sin respirar.

No supe qué contestar. Cuando reaccioné, ya la madre me extendía el brazo del muchachito y me dejaba parado en el umbral, mientras ella bajaba las escaleras y el llanto del bebé se apagaba de a poco, como el de una ambulancia que llega tarde al lugar del accidente.

Ya en la esquina, entendí que el destino obra siempre de manera misteriosa, pero no por ello menos inexorable. Cuando el colectivo se acercó rugiendo a toda velocidad, di un paso hacia atrás y lancé al muchachito bajo las ruedas. Su cara, inexpresiva, apenas si ensayó una mueca. El sonido del cráneo al partirse se pareció bastante al de un par de nueces aprisionadas en la palma de la mano. El paraguas se deshizo, totalmente inútil. Una de las botas plásticas quedó haciendo equilibrio en el cordón de la vereda.

¿Cómo saber si era idiota? Sé que la madre me agradecerá el gesto algún día.

__________

* Paulo Neo nació en noviembre de 1980, en Santa Cruz, Argentina. Ávido lector, desde los 13 años escribe canciones. Durante más de una década hizo música y radio. Algunos de sus textos participaron de antologías publicadas en España. También ha colaborado en diversos medios de Argentina, Perú, Colombia y México. Su libro «Microficciones Ilustradas», fue publicado en 2015 por la Editorial Libris y cuenta con ilustraciones del artista plástico mendocino Andrés Casciani. Actualmente se encuentra trabajando en un próximo material llamado «Amor sonámbulo», a publicarse en breve en Estados Unidos, México y Colombia.

Web: www.pauloneo.com

Twitter: @pauloneoweb

 

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