Cicatrices de Guerra Cronopio

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CICATRICES DE GUERRA

Por Universidad de la Amazonia.

Ver entrega 1.

Ver entrega 2.

LA MOTO

Nosotros somos de la inspección de San Antonio de Getuchá, municipio de Milán-Caquetá y digo nosotros, porque somos una familia integrada por cuatro personas, dos hijos, un padre y una madre, que con el transcurso del tiempo hemos pasado por una serie de acontecimientos relacionados con el conflicto armado, que, en este caso, yo, la hija menor de esta familia, se atreve a redactar.

Me tomé el atrevimiento de entrevistar a mi madre, ya que no hay alguien mejor para narrar hechos que quien los vivió en carne propia, aquel conflicto y esa guerra aterradora que sostenían las Farc y paramilitares en la localidad de San Antonio Fueron años de incertidumbre y tristeza, a pesar de que era un pueblo con buen comercio. Los muertos aterraban a la población, era tantas las discordias que diariamente mataban a gente en la calle y los dejaban tirados a su suerte, muy pocas personas salían a la capital del departamento, ni mucho menos a otros municipios, debido a los retenes que hacían estos grupos al margen de la ley en las carreteras que los comunicaban. Y ni hablar del transporte fluvial porque era la misma situación o hasta peor; en fin eran muchos aspectos que aterrorizaban a la población.

Mi madre, me cuenta que ella aún no sabe cómo mi papá sigue vivo, fueron tantos los llamados de esa gente por malos entendidos, sino era por una cosa era por la otra, hasta la misma familia, por plata lo amenazaban y entre una de tantas historias mi madre me contó la siguiente:

La situación de nosotros era muy difícil en ese pueblo, eso era una vaina jodida. Ni se podía estar de lado de los paracos, porque tocaba rendirle cuentas a la guerrilla y viceversa y para colmo de males tocaba hacer lo que ellos quisieran. Yo tenía un restaurante con Rigo (mi padre) y nos iba bien, quedaba al frente del parque.

Cuando, un día como de costumbre, llegaron dos paracos [1] al restaurante, buscando el dueño para darle a guardar una mercancía, era una tula, me acuerdo tanto, que era de un bulto de papa, tan sucia y olorosa a coca que me dejaron impregnado el negocio. Rigo salió y lo amenazaron que tenía que cuidarla tanto como a su vida, hasta el día siguiente que vinieran por ella; desafortunadamente en horas de la noche llegó la guerrilla a hacer requisa y creo que eso ya estaba delatado, porque fueron directico donde ellos la habían metido, en un pote de agua masa, la sacaron y se llevaron a Rigo a la fuerza por cómplice.

Me quedé llorando con mis hijos, chiquiticos que aún estaban, fue tanta la angustia que decidí cerrar todo y esperar noticias, muchos amigos y vecinos tocaban para preguntar, hasta que llegó «la negra», mi hermana, a ayudarme con los niños mientras me iba a ver que pasó con mi marido, porque se lo llevaron así.

Fueron casi 24 horas de incertidumbre y desesperación de no saber nada en lo absoluto, eso la gente me preguntaba y suponía cosas, unos lo defendían otros lo acusaban y eso me hacía pensar tantas cosas que de tan solo recordarlo se me aguan los ojos, los niños preguntando por su papá y en la calle los miraban con lastima, ya casi ni los dejaba salir por miedo a que les pasara algo.

En horas de la noche del día siguiente, ya había cerrado el restaurante y la última empleada se había ido, cuando me asomé por la ventana donde despachaba la comida y vi entrando a Rigo, sucio, con la camisa rasgada y con los ojos rojos de tristeza, corrí para abrazarlo y preguntarle, que le habían dicho; me dijo que tenía que levantarles 10 millones de pesos y darles la moto que recién había comprado. De una vez me senté, porque empezando que no habíamos terminado de pagar esa moto, ni mucho menos los diez millones se tenían; eran tantas las vacunas que pedían que manteníamos a rraz. Nos acostamos y conversamos hasta la madrugada, llegando a la conclusión que lo mejor que podíamos hacer era irnos. Al día siguiente, llegaron dos guerrilleros por lo que habían acordado, me llené de angustia porque no teníamos toda la plata, cuando llegó un compadre y nos prestó el resto.

Después de un mes logramos pagar los diez millones que se debían, pero algo inesperado sucedió, y era que, como la mercancía que la guerrilla incautada era de un paraco, él nos la estaba cobrando. Yo no sabía qué hacer y nuevamente estábamos en la cuerda floja porque si no se le paga esa mercancía nos mataban; y ahí si como dicen por ahí, anochecimos y no amanecimos, a las cuatro de la mañana del día siguiente, con trasteo y todo, en un mixto nos fuimos para Florencia.

Mi hijo mayor, ya estaba domiciliado en Florencia, entonces nos sirvió de mucha ayuda, ya que ya teníamos donde llegar; una semana después Rigo consiguió trabajo en el hospital María Inmaculada como camillero y todo iba bien, hasta que nos enteramos de la muerte de aquel paramilitar que nos había despojado en nuestro pueblo. Pero ocurrió que su hermano nos visitó, para cobrar la supuesta deuda que se tenía con el fallecido y con amenazas nos dejó las cuotas, escritas en una letra y poniendo un revólver en la frente de Rigo para que firmara, ya no era cuestión de si quería o podíamos.

Cada mes, dábamos la cuota de 250.000 pesos que en ese tiempo era mucha plata, ya casi no nos alcanzaba ni para la comida. Tanta fue la crisis que recurrimos a la opción de volver al pueblo, era la única manera de producir lo necesario y poder tener una estabilidad.

Llegamos al pueblo y como teníamos arrendado el restaurante, entonces, al pie del restaurante, hicimos una Elba, donde vendíamos jugos naturales, pandebonos, cerveza, etc.

Así todo transcurría y ya habíamos terminado de pagar la deuda y había disminuido un poco el conflicto en el pueblo, debido a que se empezaron a matar entre sí; los cabecillas se enfrentaban, dando de baja a uno por uno, los pocos que quedaron, se fueron del departamento y así sucesivamente.

Subimos a Florencia para hacer los trámites de ingreso al programa de víctimas del conflicto armado, pero desafortunadamente no nos respondieron, porque dizque «faltaban pruebas». Fue muy desalentador para nosotros porque con esa ayuda pensábamos salirnos definitivamente de ese pueblo. Pasaron cinco años, los niños ya estaban en el colegio y todo al parecer transcurría normal, los bombardeos y los enfrentamientos no eran tan recurrentes, al menos se podía estar en la calle hasta las diez de la noche sin temor alguno, pues la energía duraba hasta esa hora.

Un día, como de costumbre salí a barrer afuera el andén, cuando la hija de mi vecina, llegó corriendo y me pasó un volante, donde decía que había nueve sapos y uno de esos nuevo era mi marido, si, así como se escucha, el tercer nombre de la lista era Rigo Melo. Fue tanto el desespero que no pude evitar llorar, entré, cerré la puerta y le mostré a Rigo el volante; se paró de inmediato, se puso un esqueleto y unas bermudas, se cepilló y se fue a buscar a los demás que aparecían en la lista.

Después de ir a la casa de cada uno, llegó, diciéndome que esto era una equivocación. Rigo llamó a un gran amigo que vive en la Reina Baja, así se llama un caserío cerca al municipio de Milán. Él le dijo que lo mejor que podía hacer era que fuera al Frente de las FARC para aclarar esta situación y que el mismo le daba hospedaje y lo acompañaba.

En el colegio ya todos sabían, entonces cuando fuí a dejarles el desayuno a los niños, ellos ya estaban llorando y angustiados, los calmé y les dije que lo mejor era que terminaran la jornada, para que no pensaran en este incidente. El rector de inmediato, habló con el padre de la parroquia para que realizara una misa solemne, por todos los amenazados y como la mayoría tenían los hijos estudiando ahí, entonces en el segundo descanso se celebró la misa. Asistieron todos los estudiantes y profesores del colegio y los amigos cercanos. Mientras se celebraba la misa, Rigo y tres más de los amenazados estaban en camino, hacia la vereda, el resto dejaron el pueblo y hasta del departamento.

Fueron muchos días de incertumbre, sin saber nada de Rigo, pues estaban completamente en la selva donde la señal no era posible para llamar a celular. La gente día tras día me preguntaba y yo no sabía dar respuesta alguna, no me separaba ni un instante del celular esperando una llamada. Después de ocho días recibí una llamada de mi marido, por fin con voz de aliento, diciéndome que todo se había solucionado y que cuando llegara me contaba todo con pelos y señales.

En horas de la tarde, llego Parce, un señor que transporta leche de caseríos donde la lechera no logra entrar y paró enfrente de la casa, vi bajar a Rigo, con la barba larga, ojeroso y más gordo que de costumbre, con los niños lo abrazamos fuerte y lloramos de felicidad. Cuando se cambió y se recostó en la cama, me empezó a contar todo, en cuanto al mal entendido, me dijo que lo habían confundido con otro señor que se llama Rigo y que como el vende gas en un carrito con carrocería, el ejército le pedía el favor que le llevaran remesa, botas ecuatorianas, etc. Entonces la guerrilla lo anotó como un supuesto «sapo» pero como no se le conocía el apellido entonces, lo acusaron con el apellido del señor que vivía al frente del parque y desafortunadamente era mi marido.

Después de unos días, subimos a la cabecera municipal de Milán ante la personería, para terminar de tramitar los papeles para el programa de víctimas del desplazamiento forzado y con la prueba contundente, la cual, era el volante. Afortunadamente todo salió bien, nos marchamos y hoy los muchachos estudian en la Universidad y nosotros seguimos trabajando para el futuro de ellos»

Estas fueron las palabras de mi madre tras esta entrevista. Reitero que después de tanto contar esta historia, mi madre ya no se pone nostálgica, antes, de manera jocosa cuenta estas historias como si fueran de televisión. Después de un abrazo fuerte, finalizó este relato para que muchas de las víctimas del conflicto armado como mi familia, se atrevan a contar su historia, porque como dicen por ahí, quien no conoce su historia está condenado a repetirla.

Kerly Johana Melo Castro

Programa de Derecho

Semillero Inti Wayra-Universidad de la Amazonia

LA FORMA INDIRECTA DE CÓMO NOS AFECTA EL CONFLICTO

Los antecedentes a ese miedo en nuestra familia de sufrir daños por el conflicto armado recaen desde el inicio del conflicto hasta su final.

Todo empezó el día 9 de enero de 1999 con la llegada de los paramilitares a la localidad del Tigre corregimiento del Valle del Guamuez, Putumayo, un lugar comandado o más bien sometido por las FARC-EP. La llegada de este grupo insurgente, provocó un conflicto con el grupo que predominaba en la zona.

La población se vio sumida en una masacre en mayor proporción por parte de los paramilitares, que acribillaron a la población civil, acusándola de ser guerrilleros. A una hora después de sucedida esta masacre, mi padre Flavio Portilla, quien desconociendo lo acontecido, se dirigía a la zona para visitar su finca. Al encontrarse con muertos tendidos en la carretera y observar las casas en llamas decidió regresarse hacia el poblado de La Hormiga donde llegaría a su casa, pues seguir el viaje era muy arriesgado.

El 7 de noviembre de 1999 ocurrió la masacre del Placer, en del Valle del Guamuez, Putumayo, en la cual asesinaron a quienes se encontraron en la zona, con el objetivo de dar señales de que ellos mandaban en el lugar: El Frente 48 de las Farc quiso dar resistencia a la arremetida paramilitar, pero fue inútil, pues el grupo paramilitar era mayor en hombres. Desde ese día iniciaron las violaciones, asesinatos, y torturas. Aquellos que vivieron la masacre sintieron lo que es el horror de la violencia.

Con el asentamiento de estos grupos insurgentes en la región, era cotidiano ver muertos tirados en las vías veredales, la población vivió el terror y más aún el dolor de ver algunos de sus amigos y vecinos asesinados por los paramilitares que se tomaron la zona. La guerrilla de las Farc tumbaban los puentes con el objetivo de dificultar el paso de los paramilitares hacia las veredas ya que siempre lo hacían en camiones y esto atemorizaba a la población y causa grandes problemas de movilidad a los campesinos.

Un día de marzo del año 2000, cuenta mi padre que salía desde la inspección El Placer, con dirección a su casa y en un sitio llamado La Grada, los guerrilleros lo detuvieron, preguntándole de donde venía y hacia dónde iba y que hacía en el pueblo. Mi padre muy asustado contestó a sus interrogantes, ellos le pidieron su ropa para colocársela a uno de los uniformados, tomaron su moto y se la llevaron dejándolo con los demás guerrilleros, mi padre cuenta que lo único que hacía era pensar en mi mamá y en mí que tenía unos cuantos días de nacido. Luego de estar una hora esperando tal vez la muerte, el jefe del grupo le dijo que estuviera tranquilo, que ya le devolverían la moto y podría salir al instante. En eso llega el hombre con su motocicleta y le obligaron a vestirse, tomar su moto y salir con la condición de no decir nada.

Mi padre dice que no sabía que hacer, si marcharse pensando que al salir lo matarían, pero no lo dudó y salió con un miedo tan grande que tan solo le permitía conducir su moto. En otra ocasión, en el cual sufrimos y corrimos con el miedo que infunden los grupos armados, fue el día 12 de enero de 2003, día en el que tres paramilitares se entraron a la casa en busca de material que nos incriminara con las Farc o el narcotráfico.

Mi padre tenía un elemento de mucho valor que alcanzó a tirar por la ventana y como uno uno de los paramilitares lo vio, fue en busca de él y no lo encontró. Otro de los paramilitares que no consiguió con que acusarlo amenazó a mi padre diciéndole que «vamos volver a encontrar lo que buscamos». Ese fue el día en que mi padre sintió un miedo tan grande, que se mantuvo hasta el día en que la guerrilla se adentró con fuerza y terminó exterminándolos de la zona, aunque aún quedaban las Farc como único grupo dominante en el lugar.

El día 31 de octubre del 2003 cuando nos trasladábamos en una motocicleta Dt Yamaha 125, tres guerrilleros aparecieron en la carretera amenazándonos con arma pidiéndoles que le entregáramos la motocicleta. Se llevaron la cédula de mi padre y nos tocó regresar caminando hasta la casa, fue la última vez que tuvimos un encuentro con un grupo insurgente.

Fabián Emilio Portilla

Programa de Derecho

Semillero Inti Wayra-Universidad de la Amazonia

GUERRA DE LOS 80

Estos hechos sucedieron, para un 8 de mayo de 1986, relacionados con la policía del Cauca, más específicamente a la policía judicial del Departamento. Por motivos de trabajo me traslado a Belalcázar – Cauca y desde aquí empieza todo lo sucedido:

Llegué al municipio de Belalcázar, un pueblo en donde la gente salía a vender sus cosechas los domingos. Allí la gente es muy callada, cada quien en lo suyo. Yo fui asignado como segundo comandante de la Estación de policía, después de mi teniente. Pasaron varios meses desde que llegué a la estación y todo normal, acatábamos ordenes como por ejemplo turnos de vigilancia la cual era entre 6 a 8 horas, puesto de control, entre otros.

Yo, de mi parte, me hice de amigo de un señor que vendía verduras en la plaza de mercado. El vivía a 15 minutos del pueblo y le propuse que trabajara conmigo y el aceptó. Era era un informante de nosotros y lo estimulábamos con la compra de sus productos. Todo era tranquilo, cuando un día común y corriente me dirigí hacia la plaza para hablar con el señor y pues comprar uno que otra plátano para el almuerzo y me manifiesta que en su finca «habían llegado en días pasados hombres armados que un promedio entre 15 y 20, a los cuales tuve que hacerle de comer y atenderlos». No me preocupé tanto pues en esa zona la insurgencia era común, pero sin embargo se lo comuniqué a mi teniente y decidimos tomar medidas de seguridad.

Así pasaba el tiempo y el señor que nos ayudaba con la información nos comentaba de lo que hablaban, de lo que comían y las actividades que ese grupo de hombres realizaban. También vio como otras personas de este grupo fueron llegando. Y escuchó que estaban planeado tomarse el puesto de policía. El señor comentó esta situación y de inmediato tomamos precauciones, como por ejemplo en el día dormíamos pero en la noche todos mis compañeros policías tenían que prestar guarda en la estación.

El peligro era inminente porque no sabíamos cuándo, cómo y a qué horas, la guerrilla se nos iba a meter al pueblo y así duramos 6 días. En en mi caso y para proteger mi vida y la de mi esposa, en el día permanecía de civil y con mi pistola, almorzaba en diferente restaurantes y procuraba de no ir tanto a la casa donde se quedaba ella. Ya teníamos todo coordinado para el caso de la toma guerrillera y las posiciones para cuidar la Estación.

Se llegó el día, que ninguno de mis compañeros anhelábamos. Como de costumbre a las 6 pm se convocó todo el personal y se daba parte de todas las novedades, luego cada uno en su posición para la prestación de guardia.

Eran las 3 y 30 a.m., 8 de agosto de 1986, cuando escuchamos una explosión, como si hubieran tirado una papa-bomba. Ya sabíamos que la guerrilla se nos había metido al pueblo, hubo fuego cruzado, éramos 18-1-1 policías, es decir 18 agentes, seguido por mí, mi sargento y mi teniente en donde nosotros juramos defender la patria. Así pues, pasaron las horas y horas, y el fuego no cesaba. Después de unas horas lo que más me conmovió, por unos minutos fue la muerte mi compañero policía, como vi que estando en la garita dejó de defender y de accionar su arma, como pude me dirigí hacia él y lo vi: Murió de un disparo en la cabeza, pero no podíamos detenernos, teníamos que seguir.

Con otro compañero le quitamos la munición que tenía, el fusil y lo envolvimos en una sábana para esconderlo debajo de una cama mientras pasaba todo. Pedimos refuerzos y tuvimos el apoyo de una patrulla del ejército que fue abatida a la altura del puente de la entrada, por la única vía que comunicaba al municipio, por el Batallón América, pues así se hacía llamar el grupo subversivo. Los hombres de la patrulla fueron asesinados en este sitio.

Después de 16 horas de enfrentamientos veíamos como la guerrilla se nos metía más al pueblo, la munición escaseaba y el cansancio y hambre era el factor común. Ya la toma al puesto era inminente y se dio la orden de que a todos los fusiles se le quitara la aguja percutora, pues si en esa aguja los fusiles quedan sirviendo para nada.

De repente vimos como lanzaron un especie de bulto o costal lleno de elementos explosivos al puesto y cumplieron con su objetivo: la insurgencia se nos había tomado el puesto. Y a eso de las 11 de la noche la guerrilla nos sacó del puesto de policía con las manos arriba y nos pusieron en fila. Personalmente creí que era el último día de mi vida, nos quitaron todo: armas, uniformes, elementos de comunicación , nos dejaron en ropa interior.

Cuando se acercó el comandante de esa guerrilla era nada más y nada menos que Carlos Pizarro León Gómez del M-19, pues así se presentó, hombre alto, de bigote y con una pistola en la cintura, ayudados por combatientes del Ecuador, del Perú e incidencia del Quintín Lame y el Túpac Amarú. Se dirigió a nosotros con estas palabras: «La guerra es la guerra y ustedes cumplieron con su deber, por esa razón les perdonamos la vida».

Sentí un poco de esperanza cuando escuche esas palabras y de inmediato nos llevaron a una delegación de la Cruz Roja que estaba a unos kilómetros del pueblo. La verdad no sé qué más haría esta guerrilla, pues tocaba esperar a que amaneciera para ir otra vez al pueblo para saber como se encontraba las familias de mis compañeros y la mía.

Todo era destrucción, parecía un pueblo fantasma, casas averiadas, sin energía eléctrica y era lo lógico después de la toma; transcurrieron las horas y vimos como llegaban refuerzos para ayudar a los heridos tanto de la policía, como de la población civil. Nosotro ayudábamos a sacar de los escombros a nuestros compañeros muertos. Seguidamente nos sacaron del pueblo para llevarnos a la Cuidad de Popayán, en donde nos entregaron al Departamento de Comando de Policía y enviarnos a sanidad para las respectivas valoraciones.

Después de unos días, la dirección de Policía nos condecoró con la medalla del valor a mis compañeros y a mí. Luego salimos con un mes de vacaciones, nos pagaron todos los daños causados o robos que se dieron en la toma. Cuando volví de las vacaciones me trasladaron a la cuidad de Bogotá en donde seguí con mi carrera policial.

Esta es la historia que me cuenta mi padre, que ahora yo cuento, como parte en lo que ha sido el conflicto armado en Colombia.

Diego Alejandro Ruiz Gutiérrez

Programa de Derecho

Semillero Inti Wayra-Universidad de la Amazonia

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