Entre líneas Cronopio

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La musical monotonia de los pinos

LA MUSICAL MONOTONÍA DE LOS PINOS

Por Gustavo Arango*

De Chesterton tuve noticias hace muchos años y, al principio, no estaba preparado para apreciarlo. Su novela El hombre que fue jueves apareció en alguna de las colecciones literarias que en aquel tiempo se vendían en los puestos de periódicos y revistas. Alguien me dijo que era un buen libro y decidí leerlo. Pero fue poco lo que entendí. Solo me quedó la impresión de haber estado en una catedral llena de vitrales, pues lo más vivo del libro eran los colores. Pensé que nunca había leído a un autor que prestara tanta atención a la policromía del mundo, pero no me sentí particularmente interesado en su obra y me dispuse a leer otras cosas.

Años después, en la librería la Anticuaria (que entonces era una cueva de tesoros cerca de la plazoleta de San Ignacio en Medellín), encontré otro libro suyo que me intrigó. No era una novela. Su título, Ortodoxia, parecía ir a contracorriente del mundo. Mientras en todos lados yo veía defender la rebeldía, la singularidad, la diferencia, la heterodoxia, este hombre parecía defender lo indefendible. El libro, además, era viejo, bonito. Ya para entonces yo amaba los libros viejos y a veces prestaba más atención al papel, a la tipografía, a la gracia y la consistencia de los empastados, que al contenido mismo.

Aquella vez creí entender lo que leí. Su autor me resultaba muy persuasivo y por momentos consiguió reconciliarme con una visión del mundo de la que yo había renegado. Pero hubo pasajes en los que me interné y de los que salí sin saber qué había ocurrido.

Con el tiempo conseguí situar a Chesterton en el mapa de mis lecturas. Supe que estaba detrás de Cortázar (mi fiebre juvenil) y que a él le debía el argentino su interés en mirar la realidad sin las gafas de «la gran costumbre». Supe que Borges no habría sido lo que fue si no hubiera leído con atención y asimilado de él tantos hábitos de percepción y tantos rasgos de estilo. Los años me han permitido entender que a Chesterton se le quiere más en el mundo hispánico que en el ámbito de su idioma. Tanto Borges como Cortázar tradujeron libros suyos. Alfonso Reyes fue su más entusiasta promotor en lengua castellana. Mientras en Inglaterra su militancia contra el poder corruptor del dinero determinó que sobre él cayeran una tergiversación y un desprestigio de los que el tiempo no ha conseguido despojarlo.

He olvidado el momento preciso, pero lo cierto es que después de muchos años volví a leer Ortodoxia, vislumbré la verdadera esencia de la rebeldía y supe que ya nunca me alejaría de Chesterton, que leería todo lo suyo que cayera en mis manos. Por fortuna escribió tanto que me queda lectura para rato. Ahora mismo estoy leyendo los nueve volúmenes (cerca de cuatro mil páginas) de las columnas de prensa que publicó en The Illustrated London News, desde el 14 de octubre de 1905 hasta el 13 de junio de 1936, un día antes de su muerte.

Muchas veces he intentado expresar la grandeza de Chesterton y siempre he sentido que me quedo corto. Alguna vez escribí un elogio de la presencia del color en sus libros y me apoyé en un pasaje de una de sus novelas para explicar que, en su caso, el color es sinónimo de vida. He escrito sobre las bases de su obra en la Europa medieval, sobre su decisión de subirse en los hombros de gigantes como Chaucer y Santo Tomás de Aquino. He hablado de su defensa de la sabiduría popular contra las afectaciones de los letrados. He hablado de su infatigable militancia contra los ricos (profetizó hasta el cansancio este mundo de corporaciones donde los que no tienen sino plata son objeto de admiración), de su conversión al catolicismo, de los abismos de los que me ha salvado, de los milagros suyos de los que he sido testigo (tengo en camino una novela sobre un hallazgo extraordinario que hice entre sus manuscritos en la Biblioteca Británica). Dediqué buena parte de los años 2018 y 2019 a traducir una selección de sus escritos sobre literatura y, mientras leo sus columnas de prensa, me asalta la urgencia de traducir más textos suyos, de divulgar ese mensaje que nuestro mundo actual tanto necesita.

La musical monotonia de los pinos

Por momentos me invade el desaliento. Hace unos meses encontré de manera fortuita, en el Harry Ramson Center de la Universidad de Texas, el manuscrito de El hombre que fue jueves (he releído varias veces la novela y cada vez entra más luz por los vitrales) y me sentí solo en el mundo. Mientras me deslizaba con una euforia lenta por sobre sus trazos y dibujos, pensé que muy pocas personas que conozco podían entender la grandeza y el significado de ese hallazgo.

Pero como, mientras haya vida, uno debe estar a la altura de aquello en lo que cree, aquí va un nuevo intento. Hace poco me reencontré con un pasaje de Chesterton que me parece revelador. Yo lo había publicado años atrás en Facebook, donde solo pudo cosechar unos pocos likes, y ahora la sección de recuerdos me lo volvía a mostrar. Creo que sintetiza de manera especial la actitud de maravilla y de terror con que Chesterton nos invita a apreciar la realidad:

«¿Alguna vez ha hecho usted la prueba de repetir una palabra simple, como «perro», unas treinta veces? Cuando uno llega a la trigésima repetición descubre que la palabra se ha vuelto tan extraña como ‘spurk’ o ‘pible’. En lugar de domesticarse, se hace salvaje; la repetición la vuelve salvaje. Al final, el perro camina por ahí tan sorprendente e indescifrable como el Coco o como Leviatán. Es posible que esto explique las repeticiones en la naturaleza, es posible que esta sea la razón por la que hay en el mundo tantas hojas y guijarros. Quizá no se repitan para que se nos vuelvan familiares. Quizá se repiten con la esperanza de que cada vez nos resulten más extrañas. Es posible que un hombre no se asuste con el primer gato que vea, pero que salte por los aires sorprendido al encontrarse con el gato septuagésimo noveno. Quizá sea necesario caminar por entre miles de pinos antes de cruzarse con ese pino que es de verdad un pino. Sea lo que sea, hay algo singularmente emocionante, algo incluso apremiante e intolerante, en las interminables repeticiones de los bosques; hay indicios de una cosa similar a la locura en la musical monotonía de los pinos».

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* Gustavo Arango es profesor de español y literatura latinoamericana de la Universidad del Estado de Nueva York (SUNY), en Oneonta y fue editor del suplemento literario del diario El Universal de Cartagena. Ganó el Premio B Bicentenario de Novela 2010, en México, con El origen del mundo (México 2010, Colombia, 2011) y el Premio Internacional Marcio Veloz Maggiolo (Nueva York, 2002), por La risa del muerto, a la mejor novela en español escrita en los Estados Unidos. Recibió en Colombia el Premio Nacional de Periodismo Simón Bolívar, en 1982, y fue el autor homenajeado por la New York Hispanic/Latino Book Fair, en el marco del Mes de la Herencia Hispana, en octubre de 2013. Ha sido finalista del Premio Herralde de Novela 2007 (por El origen del mundo) y 2014 (por Morir en Sri Lanka).

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