Literatura Cronopio

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LA NAVE

Por Hernán Ernesto Bortondello*

Hacía tanto que viajaba en ella que no recordaba su aspecto exterior ni cuándo se la habían asignado. El habitáculo principal medía aproximadamente cuatro por siete metros. Sólo dos pequeños compartimientos se le anexaban: el de sanidad y el de alimentación. Él era el único tripulante, y, aquella mañana, yacía en la litera tratando de hallar una razón valedera para abandonar el lecho. Últimamente no se le ocurría ninguna y sólo su viejo sentido del deber lo empujaba a levantarse mañana tras mañana.

Mas ponerse en pie no era el único problema; también debía escuchar un audio para rememorar las tareas que incluía la rutina diaria. Las tinieblas invadían cada vez más territorios de su memoria.

Pero el olvido no era una consecuencia de los largos años atravesando el tiempo y el espacio. Por el contrario, era su traumático presente el que erosionaba su psique. A la permanencia definitiva en aquel planeta, del que ya nunca remontaría vuelo, se sumaba la imposibilidad personal de salir a su superficie, respirar su atmósfera, interactuar con la fauna y la flora, e intentar vincularse con los habitantes de la civilización nativa. Es que, inexplicablemente, en él se había desarrollado una fobia por todo lo que tenía que ver con ése mundo.

Sin embargo, penetrando en lo más profundo de su mente y espíritu, se podía descubrir la verdadera razón de su decadencia. Una que nada tenía que ver con la soledad y la certeza de que moriría sin ninguna compañía. No, el oculto y fatal motivo radicaba en el hecho de que ya no podría huir de la culpa que lo atormentaba. Sus frecuentes viajes espaciales le habían brindado la ilusión de que él la dejaba atrás, junto a la convicción de que jamás sería perdonado.

Otra vez el reloj marcó las 15:00, hora de su tierra natal. Levantando sus dedos del teclado y bajando la tapa del notebook, suspendió los registros en la bitácora que, dadas las circunstancias, se había convertido en un diario personal. Acopiando fuerzas, se incorporó del asiento frente al pequeño tablero y con paso cansino fue hacia el dispensador de café. Tras servirse una taza, se acercó a la ventana principal, único contacto con el inalcanzable exterior, y jaló el control para retirar la pantalla de protección solar. Ésta, lentamente, se fue plegando hasta ocultarse casi en el techo de lo que ahora no era más que un barco varado. Así, de abajo hacia arriba, volvió a revelarse una tierra ajena. El bombardeo de estímulos visuales siempre lo atontaba un poco al principio, y para asimilarlo bebía un trago muy caliente. Sus ojos demoraban unos segundos en acostumbrarse a la luz de aquella remota estrella y recién entonces podía escrutar el paisaje. Con los años, había aprendido a identificar, y hasta cierto punto comprender, muchos aspectos de él y de la vida que lo habitaba. Pese a ello, ésta última le provocaba un extraño rechazo. En particular, le desagradaba la audacia de unas pequeñas criaturas aladas que caían desde el cielo como flechas. Cubiertas de algo parecido a un pelaje, ora colorido, ora grisáceo, aterrizaban sobre lo que consideraba algún tipo de formaciones botánicas y entre cuyas enmarañadas ramificaciones, cubiertas de un verdor que les era común, las desfachatadas alimañas se cortejaban, hacían el amor o entablaban feroces peleas territoriales. Es cierto que no podían verlo, pero esos ágiles bichos lo sobresaltaban. Detectaba perfidia en sus redondos ojillos cuando se acercaban y golpeteaban con agudos picos el marco exterior del cristal espejado, alimentándose con insectoides que anidaban en él. Pero, a pesar de la aversión que les tenía a los que bautizara como animalejos, se preocupaba de filmar sus distintas especies y tomar detalladas notas sobre sus hábitos y conductas.

Estos seres eran los que con más frecuencia observaba, pero no eran los únicos. Existían, entre otros, unos cuadrúpedos aparentemente más evolucionados, que si bien eran de muy variadas formas, tamaños y pelajes, él deducía que derivaban de un tronco común. Por algún motivo los más pequeños le resultaban especialmente simpáticos. Los de mayor talla, mucho más amenazadores, solían ser acompañados por lo que definía como entidades biológicas miméticas y que, creía, estaban dotadas de un sentido poderoso y desconocido. No podía explicarse de otra manera cómo habían sabido de él, sin siquiera observarlo, y luego imitar a la perfección la forma humana. Le intrigaba sobremanera descubrir cómo lograban inferir la existencia de sexo femenino y masculino en el homo sapiens, replicando sus diferencias y teniendo especial cuidado en no repetir rostros y conformaciones físicas. Desconocía, también, cómo eran capaces de determinar los límites de su campo visual, ya que, con seguridad, ellos cambiaban su apariencia original un segundo antes y un segundo después de aparecer ante él. No le cabían dudas de que eran intelectual y socialmente avanzados. Esto le resultaba obvio al analizar sus conductas. Si bien por lo general sólo los veía deambular, de tanto en tanto se detenían y conversaban. Asombrosamente, sus maneras y gestos eran idénticos a los del hombre. Ergo, se decía, la habilidad de imitación a un nivel tan complejo sólo podía ser desarrollada por una inteligencia muy evolucionada.

Aquella tarde en particular, apenas había visto a dos miméticos masculinos. Simulaban ser individuos adultos e iban muy relajados, casi hombro con hombro, hablando de algo seguramente gracioso dadas sus amplias sonrisas. Después, sólo unos pocos animalejos posándose y levantando vuelo, pero nada más.

Mucho tiempo atrás, se había impuesto un horario de vigilancia y relevamiento que terminaba a las 18:00. Habiendo ya pasado dicha hora, estaba por bajar la pantalla solar y activar la iluminación artificial. Fue en ese momento cuando un mimético femenino apareció de repente frente a él y le dio el susto de su vida. Con las palmas apoyadas contra el grueso vidrio templado, daba la impresión de estar mirándolo. ¡Pero eso es imposible!, pensó, ¡esta criatura no puede verme!, ¡sólo se refleja a sí misma!, exclamó con su cascada voz como para convencerse.

Aquella entidad imitaba el aspecto de una jovencita de unos dieciséis años, cabello negro muy largo y facciones exquisitas. Entonces, el terror lo paralizó, resultándole imposible hacer otra cosa que no fuera observar aquel rostro. Los ojos de la extraña, negros también, le resultaban muy familiares. Muy, pero muy familiares, atinó a decirse. Como si un rayo hubiese iluminado su mente, supo que aquella cara era la que lo había visitado por años en un sueño recurrente, uno que lo torturaba y que inevitablemente lo hacía despertar sudoroso y agitado.

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¡Es ella! ¡Dios, es ella!, quiso aullar, pero la angustia le cerró la garganta y sólo pudo exhalar un sonido ahogado e ininteligible como un estertor. Sintiendo un horrible mareo, creyó que la consciencia se le estaba licuando y que empezaba a girar alrededor de la imagen imposible, enmarcándola. Finalmente, luego de un tiempo que no pudo precisar y habiendo alcanzado el clímax de la desesperación, comenzó a invadirlo una especie de relajación fruto del agotamiento nervioso. Los latidos del corazón fueron normalizándosele, y su vista, que se le nublara por el estrés, pudo volver a enfocar gradualmente a la muchacha. Era una locura, pero no tenía dudas: se trataba de Érica, su único amor; la novia que, siendo demasiado joven e inmaduro, abandonara con un bebé en el vientre.

Ahora ella estaba allí y le estaba gritando algo que no podía escuchar, pero su expresión era de súplica y sobre sus mejillas encendidas se deslizaban unas lágrimas que lo hicieron olvidarse de todo: la precaución por una atmósfera desconocida, la fobia incomprensible a lo externo, la soledad falsamente asumida y el temor a la muerte.

¡Érica!, y esta vez sí pudo rugir su nombre mientras se abalanzaba a la compuerta de aire. Atropelladamente, abrió la primera puerta, cruzó la esclusa y, sin pensarlo siquiera, hizo lo mismo con la segunda. En su inconsciencia, no se había puesto el traje protector. Ahora estaba afuera…

—¡Abuelo! ¡Me vas a matar de un susto! ¿Por qué no me contestabas las llamadas? —le recriminó ella, llorando y fuera de sí.

Atontado, como si le hubiesen asestado un golpe en la cabeza, el viejo no supo qué contestar.

—¡Tonto y más tonto! ¡Acá te traigo la vianda! ¿Otra vez te olvidaste de cargar la batería del celular? ¿Acaso no querés alimentarte? —Patricia, angustiada y casi sin aliento, era el fiel calco de su abuela Érica.

Agachando la cabeza como un niño en falta, se quitó de la entrada para dejar pasar a su nieta, que como una tromba se dirigió a la cocina.

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*Hernán Ernesto Bortondello, nació en 1960 en la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz (Argentina), donde actualmente vive. Ha desarrollado su vida laboral en la Informática desde 1975. Le gusta expresarse desde lo artístico: dibuja y pinta, tanto analógica como digitalmente, le gusta la fotografía de vida silvestre, crea artesanías con material de reciclaje y es un fanático del cine y de la lectura desde niño.

Ha sido un gran admirador de la Ciencia Ficción, de la dura en un principio, y de la más vinculada a lo fantástico, mágico, espiritual, filosófico, ecológico y poético después. Lo han influenciado escritores como Clarke y Asimov en un principio, para luego volcarse más hacia los territorios de Ballard, Bradbury, Philip K Dick, Cordwainer Smith, Usula Le Guin, Borges, Cortázar, Sábato y hasta Shakespeare en lo que a la temática mágica de algunas de sus obras o pasajes de ellas se refiere. De todas maneras sus gustos literarios han sido expansivos, y lo influyen cada día de su vida los recuerdos de Lin Yutang, Erich María Remarke, Raymond Chandler, Dostoievski, Howard Fast, John Steinbeck, y tantos, tantos otros. En tiempos modernos es un enamorado de la obra del japonés Haruki Murakami.

Ama escribir cuentos y relatos, poesía libre o prosa poética y se identifica con la poesía chino japonesa, en especial en ésta última lo ha atrapado la disciplina poética de los haikus. De allí que su forma de escribir tienda a ser minimalista, ya que la estética japonesa, en particular, lo es en gran medida. Sin embargo, el minimalismo ha llegado a él desde otras vertientes muy distintas como es el caso de la influencia de genios como Jack London y Horacio Quiroga. Incluso interpreta al magistral Borges, paradójicamente, como creador de una obra minimalista de maravillosa complejidad y preciosismo.

En los últimos diez años, principalmente, ha participado en algunos talleres literarios, para abrir la mente a nuevos recursos y puntos de vista. Hace más de un año se ha anclado en el taller literario “Taller 9” dirigido por el destacado escritor argentino Sergio Gaut Vel Hartman, muy conocido por su obra literaria principalmente volcada a la Ciencia Ficción.

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