Por Laura Espinal Gómez*
«La alegría es la chispa de los dioses»
(F. Schiller, 1785).
La floración primaveral teñía las calles de Viena mientras pasaban con sigilo los primeros días de mayo de 1824. El público que seguía de cerca la programación musical del momento esperaba con ansias la reaparición en escena del ya controversial compositor Ludwig van Beethoven, quien había pasado más de una década sin mostrarse públicamente sobre las tablas de un escenario. Tras dos años de arduo trabajo y repetidos esfuerzos por terminar la que sería su última obra orquestal de tales dimensiones, la Sinfonía n.º 9 en re menor, Op. 125, el compositor se aproximaba a emprender un nuevo estreno en el Teatro Kärntnertor. No fue fácil que aceptara hacerlo en una tierra que ya sentía colonizada por la estética italiana de compositores contemporáneos como Rossini; sin embargo, las entusiastas iniciativas manifestadas por escrito de sus amigos y mecenas lo animaron a juntar esfuerzos para hacerlo en esta ciudad capital. Fue así como logró conseguir el mayor cuerpo sonoro de toda su vida, combinando músicos de diferentes orquestas vienesas, entre aficionados capaces y profesionales selectos.
Los abundantes textos que relatan este evento no cesan de mencionar el estado de salud tan precario que aquejaba al Beethoven de 53 años. Los fuertes dolores abdominales y la ictericia, junto con una sordera avanzada que empeoraba progresivamente su temperamento, acompañarían lo que de forma más osada quiero destacar, y es el entusiasmo de volver al ojo público. Birgit Lodes ya menciona cómo la noche antes del estreno el músico fue en carruaje de puerta en puerta para invitar personalmente a la gente que más le importaba a su concierto [1]; no olvidemos que este evento fue presenciado por sus colegas Czerny, Schubert y otras grandes personalidades del momento. Su afán por la materialización de esta obra no se agotó con la composición de la misma, ya que, preocupado por la buena ejecución de la música difícilmente concebida, buscó personalmente a las jóvenes cantantes Henriette Sontag, de 18 años, y Caroline Unger, de 20 años, para ser parte del cuarteto solista. Insistió, también, para figurar frente a los músicos, pese a que la dirección no estuviese a su cargo —era muy difícil contemplar que lo hiciera después del desafortunado estreno de su Fantasía coral en do menor, Op. 80—; sin embargo, como apuntan diferentes fuentes, «el propio Beethoven dirigía, es decir, se colocaba delante de un atril y se lanzaba de un lado a otro como un loco. En un momento dado se estiraba hasta su altura máxima, al siguiente se agachaba hasta el suelo, se agitaba con las manos y los pies como si quisiera tocar todos los instrumentos y cantar todas las partes del coro» [2]. Doscientos años después, continuamos extendiendo la celebración del estreno de una obra que encarna los valores lumínicos que Occidente ha querido asociar al repertorio sinfónico de toda una tradición centroeuropea reservada a un perímetro no muy prolongado de la capital austriaca.
Podemos continuar este texto desarrollando una desgastada postura humanista para acercarnos a la obra que oficiamos. Podríamos atrevernos a sugerir que su inmortalidad reside en una suerte de perfección divina. También, alegar que dicha composición solamente podría emanar de un genio iluminado que fue dotado de talento para soportar la miseria de sus propias tragedias. Disfrutaríamos llenándonos la boca con palabras de bondad para repetir reflexiones de tinte humanista que nos recuerden nuestra olvidada hermandad en tiempos de guerra, que son todos los tiempos. Pero estos discursos se debilitan con el paso de los años, ya que el humanismo ha tenido su nacimiento y deceso en el mismo territorio. Dicho esto, quiero escribir para aplaudir otros aspectos del mismo relato que hallo fascinantes. Celebro la humanidad que hay detrás de este compositor y su obra, observando las oportunidades que, siguiendo el espíritu flexible con que esta fue compuesta e interpretada, podemos abrir a las perspectivas creativas de la práctica instrumental y la vida misma.
La idea que hoy tenemos de Clasicismo se afianzó, históricamente hablando, hace muy poco tiempo. Cuando pensamos en Clasicismo musical, abunda la asociación con el mismo período arquitectónico y pictórico, esto es, la idea de equilibrio, orden, simetría y simplicidad terminan por describir toda una estética musical. El pianista y musicólogo Luca Chiantore nos advierte con su característico sarcasmo en Malditas palabras que la idea de Clasicismo y evolución nos encanta [3]. No nos sorprende que podamos asociar estas ideas, su consolidación y abanderamiento, a un lugar específico de Europa. Adoptar esta mirada particular para describir la música creada durante dicho período termina por afianzarse rígidamente en las prácticas interpretativas: el tempo constante, las articulaciones definidas, el rechazo a los contrastes estridentes y la falta de experimentación tímbrica se vuelven una ética obligada para asumir este repertorio [4]. Sin embargo, cuando pensamos en su última sinfonía, no encontramos más que razones para contradecir estas ideas. Existe una brecha de posibilidades peculiarmente amplia entre lo que defendemos que era el Clasismo en música, con Beethoven como la personificación de una evolución dramática hacia las sonoridades del Romanticismo, y lo que probablemente fue.
Así pues, contamos con unas asociaciones diacrónicas que se han ajustado a la descripción de la Sinfonía n.º 9 en las cuales destacan las palabras grandilocuentes y las acepciones evolucionistas que nacen con esta idea de Clasicismo. Esta sinfonía es, probablemente, el fetiche occidental que figura como el mayor logro de la música clásica académica para muchos. Sus dimensiones colosales, sus temas directos —que facilitan concebirla como un himno de fácil memorización— y el sentimiento edificantemente humanitario que delata de forma explícita el canto en su cuarto movimiento alimentan esta consideración al respecto. No olvidemos que fue la primera obra musical en ser inscrita dentro del Registro de la Memoria del Mundo de la UNESCO y ha sido adoptada como el himno de la Unión Europea, hasta la fecha. También, se ha prestado para usos ceremoniales en organizaciones de talla mundial y propagandísticos en partidos totalitarios.
En contraste con esto, podríamos imaginar otras múltiples y enriquecidas formas de contemplar esta obra. La Novena sinfonía es, además, la exposición pública de un hombre original en cuanto semejante a sí mismo: grita, involucrando un coro; habla, inscribiendo sus propias letras; se presenta genuino, usando recurrentes motivos primigenios, y no muestra recelo en la duración total de su ejecución. Es la primera sinfonía destacada que involucra una intervención vocal de dimensiones colosales en su último movimiento, pareciendo así que el sonido instrumental excede su naturaleza expresiva para hallar un último fin en la palabra. Asimismo, el coro interpreta sus líneas con los versos del poema An die Freude (Oda a la alegría), escrito por el intelectual Friedrich Schiller, y la intervención que el compositor hace del texto original nos lleva a escuchar su propia voz. Numerosas fuentes musicológicas coinciden en señalar que los temas desarrollados en esta obra ya habían comenzado a dilucidarse en otras de sus composiciones, como la mencionada Fantasía Coral en do menor, Op. 80 y la Sonata para piano n.º 1 en fa menor, Op. 2 n.º 1, delatando una característica fórmula en su proceder musical: llevar al límite de la sinceridad expresiva los gérmenes musicales que ya se manifestaban desde sus primeras creaciones. Un ejemplo de esto es la conocida y persistente figuración rítmica compuesta por un silencio, tres pulsos marcados y un acentuado tempo fuerte (…ta-ta-ta-táaa), que pueden resumir toda la trayectoria de su vasta producción musical. Como toda su obra, sin excluir sus primeros opus, la Novena sinfonía delata la «brutalidad» [5] de un Beethoven obstinado.
En contraposición con la unívoca idea que abunda en el imaginario colectivo de un Beethoven genial, iluminado, suicida, frustrado y, ante todo, sordo, podemos pensar en un Beethoven dotado de humanidad. Su ávido interés por la lectura y las demás artes alimentaban un mecanismo creativo muy consolidado, ya que ubicaba su crecimiento musical no en la especificidad de su oficio, sino en la expansión de su subjetividad. Podemos divertirnos pensando en él como un individuo cuya creatividad se interpuso rápidamente para desplazar el perfil de intérprete y convertirse en un compositor sediento de expresión. Hemos conseguido encarnar en una sola figura, todo un relato inventado acerca del Clasicismo, la genialidad y la evolución. Sin embargo, podemos detenernos a contemplar un Beethoven cuya clave no es la sordera, sino la tenacidad. Pensarlo como un hombre con naturaleza mortal, que experimentó el dolor, la enfermedad y el desamor; pero también la alegría de existir para crear.
Cada año encontramos una razón (¿o pretexto?) para celebrar un año Beethoven. Esto ha sido señalado de forma crítica y aguda por grandes personalidades de la música. No obstante, cabe reflexionar, más allá de la importancia de conservar las tradiciones, qué tiene para decirnos esta obra en el marco de una generación turbulenta y saturada de información. Con la celebración de este bicentenario, quiero aplaudir la resistencia que podemos cultivar como seres humanos para enfrentar los posibles devenires de la existencia. Resistencia que guarda su naturaleza en la creatividad que albergamos para construir nuevos y constantes horizontes de sentido. Beethoven nos deja ver a un hombre que, aquejado por sus dolores emocionales y físicos, se sobrepone a ellos con un canto a la alegría. Un compositor, que continúa su producción musical mientras redacta el testamento que dictaminaría su final, advierte a través del ejemplo que el destino alcanza su límite en el hombre, [6] ya que somos los únicos responsables de reinventarlo y dirigirlo. Su canto, que es el mismo lamento directo de un barítono, nos recuerda que la libertad es el destino, y que esta, a su vez, solo es en la alegría.
No quiero terminar este texto sin antes mencionar la alusión al Elíseo que se encuentra en el poema de Schiller. Es fácil intuir que dicha referencia fascinó al joven Beethoven, que conocería la Oda con tan solo 22 años, pues es el Elíseo un paraíso mitológico donde abundan los juegos dionisíacos y la música encantada. Se creía que allí descansaban, una vez muertos, los héroes y hombres virtuosos. Situado al oeste —quiero pensar que coincide con aquel oeste pregonado por Jim Morrison—, albergaba las almas que merecían escuchar la música atrayente del mítico poeta Orfeo. ¿Descansará allí Beethoven?, ¿podrá acaso descansar tras ver los rumbos impensados que ha explorado su música: el abanderamiento que de ella han hecho no amables regímenes, los discursos áridos de creatividad que han adoptado los conservatorios en defensa de su nombre, la victoriosa humanidad que se le ha arrebatado?
NOTAS
[1] Radio Nacional de Colombia RTVC. (7 de mayo de 2024). La Novena sinfonía de Beethoven cumple dos siglos desde su estreno en Viena. https://www.radionacional.co/musica/novedades/novena-sinfonia-de-beethoven-dos-siglos-desde-su-estreno-musica-clasica
[2] Cook, N. 2. Beethoven: Symphony No. 9 (Cambridge: Cambridge Music Handbooks, 1993), 26-47
[3] Chiantore, L. Malditas palabras (Valencia: Musikeon Books, 2021), 61-79.
[3] Ibid.
[4] Horowitz, J. Arrau (Buenos Aires: Javier Verdaga Editor, 1984), 62-80.
[5] Horowitz, J. Arrau (Buenos Aires: Javier Verdaga Editor, 1984), 62-80.
[6]Theodor, A. Beethoven: Filosofía de la música (Madrid: Ediciones Akal, S. A., 2020) 105-108.
Trailer de «Copying Beethoven» (2006), de Agnieszka Holland
___________
*Laura Espinal Gómez. Es Música con énfasis en Piano Clásico de la Universidad EAFIT de Medellín como estudiante del doctor Rodrigo Vasco. Máster en Técnica y Biomecánica pianística de la mano del musicólogo Luca Chiantore en el Musikeon, España. Ha recibido premios destacados como: Joven Intérprete del Banco de la República en la categoría Solistas del año 2020 y primer puesto en la categoría Música de cámara del IV Festival-Concurso Nacional Pianissimo realizado en Medellín en el año 2018. Montajes performativos: Mis amores son líquidos y nunca he leído a Bauman (2023), Tejidos (2020), Trilogía femenina (2020), El piano pregunta (2019), Música a oscuras (2019) y Faustino Jaramillo (2019). Ha debutado como pianista de la Compañía Danza Concierto en el Teatro Mayor Julio Mario Santodomingo (2023) y en el Teatro Metropolitano José Gutiérrez Gómez (2024). Su interés por la exploración de diferentes problemáticas en la música la han llevado a interesarse por el mundo de la improvisación y la música contemporánea. Por otro lado, su afición a la literatura y la filosofía, le ha facilitado relacionar la práctica instrumental con la reflexión y la construcción de nuevas propuestas artísticas. Durante su carrera recibió también orientación de la maestra Blanca Uribe y del doctor Andrés Gómez Bravo.