Anemoscopio Cronopio

0
685

LA P DE PLUMA; LA P DE PAPEL; LA P DE P… LA PÍCARA JUSTINA

Por John Jaime Estrada González*

Como bien lo escribe el historiador P. Vilar al analizar el tiempo del Quijote, las obras literarias tienen una fecha de publicación. Tal cual, en 1605 se publica la primera parte de la novela de Cervantes. Por el extraño mecanismo del azar (siguiendo a Borges quien no creía en las coincidencias) en ese mismo año, en Medina del Campo, fue publicada La pícara Justina. El título de la novela ya anuncia el género en el que podemos situarla, pero, ¿quién pudo haberla escrito? En el año de 1895 algunos estudiosos encontraron documentos que probarían la existencia incuestionable de su posible autor, el médico Francisco López de Ubeda; toledano de nacimiento y de ascendencia andaluza. Tal prueba fue rebatida porque quien la hubiera escrito, mostraba un conocimiento profundo de las costumbres leonesas que no pudo tener el médico. Otros investigadores plantearon una posible autoría del dominico Fray Andrés Pérez. Adujeron como prueba las semejanzas de la obra con algunos pasajes de La vida de San Raimundo de Peñafort (1601) firmada por el fraile. De tal manera que a través de la historiografía de la literatura española se puede constatar el debate en torno al autor.

Ahora bien, Angel Valbuena Prat, en su Historia de la literatura española (1981) —la cito sólo porque ha sido la más comercial— planteó el debate así: «inmediatamente después de la auténtica segunda parte del Guzmán, aparece un libro de más interés filológico que estético, en el que figura una mujer como protagonista de la novela picaresca: El libro de entretenimiento de la pícara Justina, por Francisco López de Ubeda, 1605. ¿Fue realmente éste el autor del libro? Así lo creyó Foulché-Delbosc, pero Puyol Alonso sostiene que tal nombre es un mero seudónimo que empleó el dominico Fray Andrés Pérez» (p. 132, vol. III). A nuestro juicio, teniendo en cuenta que Justina es la primera mujer pícara (en el género de la picaresca) y protagonista de la obra, lo esperado es que podamos leer nuevas aventuras, por tanto, muy diferentes a las del pícaro para aquel entonces instalado en el canon literario de la época. Es de todos sabido que no podían tener el mismo desempeño social y político un joven y una joven en los umbrales del siglo XVII. Aunque una mujer (en aquella época) estuviera en desventaja social, más expuesta a la violencia y el abuso; fue esa condición de personaje femenino la que le agregó temáticas al género picaresco.

Desde que comenzamos a leer La pícara Justina, la instancia narrativa juega con los lectores. Se burla de nosotros ya que ignoramos todo sobre la vida de Justina. La historia que se nos va a relatar, se sitúa al cumplir Justina 18 años. Al decir de la narración, ésta sale en busca de romerías. Así el personaje abandona el espacio familiar y emprende su vida en busca de diversión y aventuras que la irán reocupando constantemente. Recordemos que al tratarse de literatura, esta tiene la particularidad de contar los pormenores de una joven que decide hacerse pícara. Nos cuenta cómo y por qué decide hacer lo que sea para sobrevivir. El personaje muy bien pudo representar la mentalidad y el actuar de ese tipo de mujeres desde finales del siglo XVI y comienzos del siglo XVII. Pero a medida que leemos avanzamos en una larga introducción en la que nos damos cuenta que Justina ya en la madurez de la vida, va a relatar sólo algunos episodios de su vida: «No doy este libro por muestra, antes prometo que lo que no está impreso es aún mejor; que Dios comenzó por lo mejor, pero los hombres vamos de menos a más» (La Pícara Justina. Edición de Rey Hazas. Madrid: Ed. Nacional, 1977, p. 80, vol. I). Como lectores nos crea ya una expectativa, ¿qué podría ser lo que no cuenta? Aún más, ¿si es todavía mejor, entonces por qué no lo cuenta?

Sabemos que vamos a leer sólo algunos episodios de su vida y como si fuera poco, añade que lo no contado es mejor. ¿Nos rendimos totalmente ante la narradora que nos manipula? Sí, no tenemos opción y así lo quiso contar. ¿Por qué tendremos que aceptar de entrada que no podamos leer lo mejor? ¿Es una autocensura que se impone? ¿Tal vez se trate sólo de un recurso retórico, a la manera de una captatio benevolentiae? Nos atrevemos a pensar que para hacer creíble el relato, le otorga al personaje una existencia más extensa, al precio de que como lectores sepamos muy poco de ella ¿De esta manera se atenúa el personaje y lo narrado despierta mayor credibilidad? Sea como fuere, esa deliberada omisión, ¿pérdida?, es irremediable. Quizá con ello nuestro favor prime sobre cuanta flaqueza hallemos en el texto.

Vemos que una vez hemos empezado la lectura de la novela, la interpelación incesante al lector constituirá la narrativa. El personaje nos lleva por donde quiera y poco a poco iremos descubriendo que nos ha mentido; tal vez por placer o quizá con el ánimo de ganar para ella la laxitud de nuestro juicio reparador, ¿la manera de hacerse a un espacio de esperanza social?

A todo esto, conviene preguntarse, ¿qué la motiva entonces a contar su historia fragmentada e incompleta? Situados a comienzos del siglo XVII, sería un anacronismo acudir al componente de la memoria narrativa que elucidó Walter Benjamin; esto es, contar no lo que se recuerda sino cómo se recuerda. Dejemos que la instancia narrativa nos ofrezca aquellos indicios interpretativos al dar cuenta del propósito de la obra: «si este fuera todo de vanidades, no es justo imprimirse; si todo santidades, leyénranle pocos (que ya le tienen por tiempo ocioso, según se gasta poco); pues para que lean todos y juntamente parezca bien a los cuerdos y prudentes y deseosos de aprovechar, di en un medio, y fue que, después de hacer un largo alarde de las ordinarias vanidades en que una mujer libre se suele distraer desde sus principios, añadí como por via de resumpción o moralidad (al tono de las fábulas de Hisopo y jeroglíficos de Agatón) consejos y advertencias útiles, sacadas y hechas a propósito de lo que se dice y trata» (Págs. 74-75).

Una vez sopesados sus propósitos, nos damos cuenta que si bien es cierto que la historia comienza cuando Justina tenía 18 años, sin embargo, contaba ya con 48 cuando se comienza a escribir la narración. Era muy mayor si tenemos en cuenta la esperanza de vida de la época. Esa revelación de la instancia narrativa la disgusta, protesta contra ella porque le ha revelado su edad al lector. Se siente maltratada y burlada, lo toma como un denuesto que la separa del fluir social. Era la época en que además de la misoginia, la literatura se caracterizaba por una constante diatriba contra los viejos y las viejas en particular. En esa perspectiva, al mirar retrospectivamente la picaresca, podemos constatar que los pícaros de la literatura española, El lazarillo y El Guzmán también fueron personajes jóvenes, casi adolescentes. Puesto que es por estar situados en condición juvenil, que se les confiere la posibilidad de enmienda. Al encontrarse en esa etapa de la vida y por su impericia juvenil, a los chicos, (no sólo de aquellas épocas) les son perdonados ciertos yerros y desmanes que bajo ninguna circunstancia serían condonados al adulto. El caso del pícaro Guzmán de Alfarache es claro; una vez adulto, si comete alguna fechoría, es castigado con severidad; ya deja de ser otra pilatuna graciosa en un chico; por ello es condenado a galeras. Es inherente al género que el pícaro, tal como lo constamos desde la obra basal, El Lazarillo de Tormes y posteriormente en el Guzmán de Alfarache, ambos personajes, deciden dar a conocer su vida cuando ya se sienten viejos. Al optar por la vía narrativa organizan el tiempo vivido; constituyendo quizá la manera más humana de volver sobre lo vivido, el cauce de nuestra temporalidad. Es preciso repetir que en aquellos siglos nadie ponía en duda que el tiempo de vida para cada quien había sido dado por Dios como un don del cual tenían que rendirle cuentas. Ahora lo hace la vieja Justina, pero enfrentada a la instancia narrativa; al lector y los productos de su imaginación, que como los de cualquier ser humano, son expresiones válidas de sí misma.

En otra vertiente, al leer la picaresca, constatamos, tal cual lo hemos afirmado, que es la juventud lo que justifica moralmente al pícaro, le da soporte y lentura al género. De tal manera que si lo narrado fueran acciones de adultos, sería hacerle apología al delito; algo así como realzar de manera jocosa los actos de un delincuente. Tal como lo diría posteriormente otro pícaro, El bachiller Trapaza, «dejémonos de sermoncitos y vayamos a…» Justina. ¿Quién fue Justina en su juventud? Así la describe el texto: «fue mujer de raro ingenio, feliz memoria, amorosa y risueña, de buen cuerpo, talle y brío; ojos zarcos, pelinegra, nariz aguileña y color moreno. De conversación suave, única en dar apodos, fue dada a leer libros de romance» (p. 81). Aquella referencia a sus lecturas la asocia a otro lector, su coetáneo, Don Quijote. Ambos personajes se inscriben en espacios literarios que ridiculizan temas, amén de dar constancia de las mismas realidades sociales: el hambre, el juego, el engaño, los vagabundos, salteadores, los mesoneros, mendigos, segundones, desamparados, enfermos, hidalgos venidos a menos, mercaderes, estudiantes goliardos, clérigos de vida disoluta y un humanista, la primera vez que en toda la literatura española se ha llamado a alguien así. Se trató de un hombre que se alojó en el mesón, «huésped humanista que, pasando por su mesón, dejó en él libros, humanidad y pellejo» (p. 81).

A todo esto, Justina, para narrar su insalvable y determinado destino, usa como retícula un juego de palabras: «siendo pícara es forzoso pintarme con manchas y mechas, pico y picote, venta y monte, a uso de la mandilandinga» (p. 9). Y más adelante, «…porque quien me ha dado seis nombres de P, conviene a saber: pícara, pobre, poca vergüenza, pelona y pelada, ¿qué he de esperar, sino que como la pluma tiene la P dentro de su casa y el alquiler pagado, me ponga algún otro nombre de P que me eche a puertas?» (p. 104). Ya de entrada sabemos que tiene el mal francés, también mal filipino o de Las Indias. Tanto ayer como hoy, nadie quería tener la deshonra de haber esparcido un virus y en aquellas épocas, una enfermedad mortal como la sífilis. Por cierto, es sólo a través del juego de palabras que Justina se reconoce puta y dirá risueña, «puta la madre, puta la hija, puta la manta que las cobija». Otro autor de la época, Francisco Delicado, en su novela La lozana andaluza, hizo de su protagonista, también sifilítica, una prostituta que sale de España, va a Italia, se aposenta en Roma y prospera por medio de su cuerpo. Tal mujer, a la edad adulta está lejos de la pobreza y el arrepentimiento. Asimismo, ya en la vejez, la Lozana decide contar su vida.

Si nos detenemos en el juego de palabras del párrafo anterior, el personaje hace también de la escritura un acto lúdico; al colocar en la p de la pluma su destino; por ello llamará al papel que la prostituye, «Don papel». También la pícara se atreve incluso a adelantar el juicio de nosotros, lectores: «Unos me dirán: —buena está la picarada, señor licenciado. Otro dirá: —gentil picardía. Otro: ¡Oh qué pícaro libro! Otro dirá: —¡Buena está la justinada! Otros: —bueno es el concetillo, agudo pensamiento, gánasela a Celestina y al Pícaro. ¡Dolor de mí, si yo no supiera que hay mordiladas insertas en unción de casco y pullas envueltas en lisonjas, y aun envidias enroscadas en alabanzas! Hermanitos, a otro perro» (p.129). Resulta valioso ese diálogo en el que intervienen: personaje, pluma, papel, texto y lengua, también lo encontramos en Don Quijote. En el caso de la novela que tratamos, opera como una invitación al lector para que intervenga en la vida de una mujer que el texto va a excluir deliberadamente de la moral social para que sirva de manera contrafactual a otras mujeres.

Por cierto, al igual que Justina, muchas otras fueron prostituidas por el texto literario. Con tales consideraciones, podemos comprender el prólogo al lector como una declaración de principios: «En este libro hallará la doncella el conocimiento de su perdición, los peligros en que se pone una libre mujer que no se rinde al consejo de otros; aprenderán las casadas los inconvenientes de los malos ejemplos y la mala crianza de sus hijas; los estudiantes; los soldados, los oficiales, los mesoneros, los ministros de justicia, y finalmente, todos los hombres, de cualquier calidad y estado, aprenderán los enredos de que se han de librar, los peligros que han de huir, los pecados que les pueden saltear las almas. Aquí hallarás todos cuantos pueden venir y acaecer a una mujer libre…» (p.77).

Justina es esa mujer libre que reniega de su nacimiento, lo maldice con un juego de palabras. Al ser nacida desnuda y bajo el signo Virgo, la astrología no prefigurará su destino. Ante el desacierto de la astrología, opta por otro determinante de mayor fuerza existencial, esta vez efectivo, su genealogía. Es aquí donde vale la pena detenernos. En efecto, Justina cuenta la vida de sus padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos. Semejante arqueología genealógica no se había dado en ninguna novela picaresca que la precediera. Más lejos aún, llega a la quinta generación y encuentra sangre judía. No sólo en aquella España, las generaciones que preceden a un personaje como este, están determinando de alguna manera a las generaciones futuras. Queremos decir que al tratarse de gente pobre, andariegos que van de feria en feria buscando entretener para ganar algún dinero sin importar cómo lo consiguen, reinstauran en la literatura el llamado «mundo del rebusque». En esas condiciones, traer a cuento la genealogía es territorializar las condiciones de los más pobres.

Algunos críticos ven en la genealogía de las narraciones picarescas una suerte de determinismo social y aún moral. Piensan que esto contribuyó a instalar en la literatura española la vergüenza de ser pobre. Con ello se dio vía a la imposibilidad de cualquier esperanza social, así lo leemos en palabras de Justina: «pobreza y picardía salieron de una misma cantera» (p. 99).

En la picaresca, lo propio es que los niños aprendan habilidades para llevar una vida también de rebusque. Es por esto que en la adolescencia tendrán un cúmulo de destrezas adquiridas por imitación y experiencia. Ese será el equipaje con el cual serán lanzados a la vida, sin otra posibilidad familiar que les abra nuevos caminos. En efecto, desde la niñez el pícaro ha aprendido a subsistir enfrentado a un mundo familiar y social que para nada le ha sido propicio. Soltemos esta pregunta para nuestras conjeturas: ¿quién puede dar lo que jamás ha recibido? De otra manera, ya que se trata del mundo de la pobreza, necesariamente los niños y las mujeres serán quienes siempre lleven la peor parte. En el relato encontramos desde la misoginia de la época, hasta las diatribas contra la mujer vieja. Quizá sea esto lo que abronque a Justina cuando el texto revele su edad e intente escapar apelando al lector con una broma de su estilo, «haga de cuenta que yo no soy nacida…» (p. 156).

Por otro lado, una salida a la declaración de la instancia narrativa es tratarla de mentirosa. Con ello nos hará dudar de lo que cuentan de ella, no quiere ser ni condenada, ni alabada: «Pregunto: ¿de qué les sirvió a las palomas el honrarlas los poetas con decir que son abuelas de Eneas y madres o hijas de Venus?, ¿por ventura, por eso túvoles más respeto el pan con el que las empanan o el asador en que las asan? Pues ¿de qué le sirve a la pícara pobre hacerse marquesa del Gasto, si luego han de ver que soy marquesa de Trapisonda y de la Piojera y Condesa de Gitanos?» (p. 169). Es por ello que el lugar de su nacimiento, el mesón, le merezca alabanza. Puesto que es en aquel espacio social donde aprenderá a conocer la naturaleza humana, se darán motes todo el mundo y peor aún, se le pondrá precio a cada persona. La pícara, sin ambages, nos cuenta que su madre también fue nacida en el mesón; por ello no debe resultar extraño que fuera capaz de quitarles el alimento a sus propios hijos con tal de venderlo.

Con el propósito de darnos a conocer cómo fue su infancia y qué aprendió de su madre, cuenta, «pues, ¿qué mucho que la palomita de mi madre me enseñase a barrer y limpiar, no sólo la casa, pero las bolsas y alforjas de los recuerdos y aceiteros que son más sucias que ojos de médico y nidos de oropéndola? Mucho puedo contar, a quienes el celo de enseñar a sus hijos los ha hecho maestros de todo el mundo…» (p. 214). De su madre aprendió a robar a los clientes del mesón.

El padre de Justina muere borracho en el mesón donde vivían. Todo por un riña de celos con el amante de su esposa. No hay muestra de dolor en este hecho. La madre de Justina, para evitar problemas con la justicia y ahorrar dinero, lo entierra en el solar de la casa, en medio de la maleza. Sale de paseo con su amante y sus otras hijas. Cuando Justina regresa a casa se encuentra que los perros hambrientos habían escarbado en el solar y devorado por completo el cadáver su padre. Tal imagen tan grotesca se asociaba a los muertos durante la Inquisición, también desenterrados por los perros hambrientos en las afueras de las ciudades. ¿Cuál fue su reacción? «Era discreta, vio lo que le convenía. ¿Qué le había, ni qué le habíamos de hacer? (sic) Ya que era muerto, lo perdido no era mucho, lo que él había de hacer en casa nosotras lo sabíamos de coro, y aún mi madre vivía de sobra» (p. 225).

A todo esto, su madre muere atragantada comiendo longanizas. Semejantes imágenes desdorosas y grotescas, repelen por la ausencia del más mínimo afecto a un progenitor muerto. Esas muertes parecen aclamadas por Justina; rompen completamente con el homenaje y reconocimiento del que muere en nuestra cultura occidental, que valora como pocas el cadáver y la sepultura digna. A todo lo que se nos ocurriera pensar nos sale al paso Justina: «Pero mis padres no sabían otros jiroglíficos, sino jacarandina, ni otras ciencias, sino conjugar, a rapio rapis por meus, mea meum. ¿De qué te espantas lector?» (p. 214). En su decir, no podía esperarse nada de ellos. ¿Qué podrían ofrecer quienes nacieron y se criaron en un mundo abyecto, donde la pobreza obnubila por completo cualquier conciencia moral? Algunos estudiosos ven en estas narraciones el peso del determinismo. ¿Se podrían leer así?

Como lectores podemos preguntarnos, ¿por qué este personaje es capaz de condenar a sus padres? ¿Cómo puede ser capaz de narrar los pormenores más desagradables de estos? Pero en otra vertiente, buscar para sí una tal esperanza social que bien podríamos llamar misericordia con el caído. Reflexiones que surgen de las obras literarias que la preceden, pues tal conciencia en un personaje no tiene antecedentes, por lo menos en la literatura española.

Es cuando está sola y con 18 años que sale a andar en romerías. Un entretenimiento muy común desde la antigüedad y a lo largo de la Edad Media. En una de tantas fiestas parroquiales, en Salamanca, un grupo de estudiantes disfrazados de mujer, que andaban también de juerga, se topan con ella, la engañan y entre todos y a la fuerza, la violan repetidas veces hasta dejarla casi muerta. Vejada y vapuleada regresa al mesón, lo que fue su casa. Entonces se da cuenta que no tiene a nadie. Decide vengarse y sale por segunda vez, también Don Quijote tuvo una segunda salida. Justina, montada en un burro decide recorrer el mundo; pero su primer propósito era vengar en los estudiantes el oprobio recibido. En su trayecto va cantando un estribillo que le aprendió a su madre: «No hay placer que dure ni humana voluntad que no se mude».

Justina no se da a la melancolía, ni al cultivo de la tristeza, antes bien, vuelve a la escuela de los dominicos, de donde procedían aquellos escolares. Poco a poco y con todo tipo de artimañas los va seduciendo como si fuera la más grácil bayadera. Llegada la ocasión, a cada uno y de un tajo le cercena los genitales. Era cierta su acrecida rabia, odio y sed de venganza. En este episodio encontramos la voluntad justiciera; el modo de proceder del pícaro que ha sufrido tanto la injustica que ya jamás acudirá a ella bajo ninguna circunstancia. El haber sido vejados se constituye en el viático que alimenta al pícaro y hace que encarne el actuar justiciero como uno de sus rasgos distintivos, su actuar ambital. Es este estado de conciencia moral de los personajes lo que la literatura también nos permite conocer. En efecto, es un privilegio dado sólo a la literatura, el poder conocer los pensamientos de los personajes y con ello, el lector estará al tanto de lo que piensa, no sólo Justina, sino cualquier personaje de la literatura.

Dado que era chica graciosa y entregada al baile, logrará cautivar a los hombres en los mesones; pero será siempre burlada, humillada y maltratada. Es precisamente su sed de venganza la monomanía que la obliga a huir, amén de un cúmulo de estafas a hombres que le han pagado por su virginidad. Va hacia el norte, pasa por León, se da cuenta que hay ciudades donde corre peligro por su estilo de vida y así lo señala: «El cardenal vive en esta ciudad y trae orden de desterrar a todos los vagabundos y fulleros. Avísole porque no le tiene el diablo de venir a ésta tierra en tan mala coyuntura» (p. 456). Como sabemos, desde El Lazarillo de Tormes, los mendigos y rebuscadores, sabían muy bien donde eran tolerados y podían pasar algunos días. En el caso de la pícara, estos lugares le permitirán esconderse incesantemente de sus enemigos. Su vida será huir; desplazándose para eludir a sus enemigos y burlar la justicia.

En otra jornada, al norte, toma el camino de Santiago; allí ve en las aglomeraciones de peregrinos, la oportunidad para hacerse a su bolsa; se disfraza y en medio de tales aflujos, lo consigue; pero le roban el burro. Se disfraza de doncella, da con el pillo, recupera el burro y de paso se queda con la bolsa del bribón. De nuevo apela al lector, «aquí va otro engaño que te dará gusto el oírle…» (p. 424). Continúa contando sus timos y engaños cada que le eran propicios.

Parece paradójico, pero hasta los más aviesos tienen que tener algún grado de confiabilidad; es por ello que se alía con un barbero; ambos ganan la confianza de la dueña de un mesón, la envenenan y se quedan con todo. Le mete miedo al barbero, este huye y se hace dueña del mesón. Allí roba a los clientes, los engaña y tiene que escapar en su burro; pero son muchas más sus aventuras, de ahí que insista: «(…) pienso yo que la bondad de una historia no tanto consiste en contar la sustancia della cuanto en decir algunos accidentes, digo acaecimientos transversales, chistes, curiosidades y otras cosas a éste tono con que se saca y se adorna la sustancia de la historia…» (p. 612).

Justina ensaya todas las posibilidades que le permite su astucia, se vuelve ella misma un tejido de embustes: finge ser cortesana, noble, escribana, romera, estudiante universitaria, etc. Lo más paradójico es que busca marido y lo encuentra en el más bellaco y pícaro de todos, Guzmán de Alfarache. Por supuesto, en la narración este juega como émulo de sus aventuras. Guzmán era el pícaro literario por antonomasia. Menguando este episodio de la novela, algunos estudiosos han visto la intromisión del Guzmán como algo innecesario, un recurso oportunista del autor para aprovecharse de la fama de aquella obra, la más leída por entonces, y ganar mérito para la suya. Otros ven que un personaje de la jaez de Justina sólo convendría con su igual. Los esposos de la pícara son sucesivos, con todos ellos aumenta el caudal de sus abyecciones y promete escribirlas en libros; algo típico de la literatura picaresca, el pícaro hace la promesa de contar lo vivido.

Parece ser que muchas mujeres solían llevar una vida pícara y aunque con distinto apelativo, se recogen muchos episodios desde La celestina y muchas otras novelas posteriores. La mayoría de las veces andaban en grupos, como se puede leer en el texto. Ahora bien, la amistad entre aquellos personajes no existe; a cambio de ello constituyen contubernios en los cuales lo propio es la traición. Pero en esta obra nos llama la atención la crueldad de la mujer con la mujer. Esa es una misoginia que acrecen particularmente, los mismos personajes femeninos.

¿Cómo se puede explicar que un personaje abyecto esté siempre contento? ¿Por qué la pícara nunca cayó en la depresión? Es más, no presenta el menor rasgo de melancolía, una enfermedad que por aquel entonces sacudía desde los reyes católicos hasta los estratos nobiliarios y artísticos. Son muy conocidos los múltiples estudios sobre la melancolía en aquellas épocas. La narrativa, la poesía, la pintura, exhiben abundantes ejemplos de esta trágica enfermedad del alma (el sol negro) en aquellas épocas.

Con su ingenio y picardías, Justina nunca pasó hambre, ni sirvió a ningún amo, como sí lo hicieron los pícaros en algunos momentos de su vida. Al contrario, con sentido del humor fue capaz de sobreponerse hasta de las adversidades más humillantes para una mujer. Aquí valdría la pena reflexionar en el personaje literario, ¡por supuesto! No es una autobiografía, es una novela picaresca de personaje femenino, muy mal recibida, en general, por la crítica literaria. La mayoría de los críticos la encuentran artificiosa y retórica, dada a los juegos de lenguaje y distante del género. Quizá ya se distanciaba del género; de hecho ya estábamos al final de la picaresca y la aparición de una mujer muy bien podría contribuir a su cauce final. Pero estas son sólo conjeturas.

Su contenido nos resulta mucho más valioso para el estudio de la época y la cultura a comienzos del siglo XVII, la salida de los Austria. Ningún historiador niega que España cruzaba un largo periodo que iba desde el cenit hasta el nadir. Pero en esto tenemos que proceder con cautela. La cuestión no es ver a España aislada del contexto europeo y en ese asunto la cuestión no es tan simple. De ahí que esta obra es de incomparable valor en sus correlatos históricos.

Quienes dicen que la obra está llena de juegos de palabras y exageraciones, no por ello pueden demeritarla. Los juegos de palabras se disfrutan en la lectura del texto. Algunas veces son parodia, otras, anticipaciones narrativas, pero también riqueza lexicológica. Las palabras en rima crean dilogías, de esa manera se abre el abanico de las significaciones y en lo dicho encontramos más de lo que no se ha dicho.

____________

* John Jaime Estrada. Nacido en Medellín, Colombia. Graduado en filosofía en la Universidad Javeriana, Bogotá. Estudios de teología y literatura en la misma universidad. Maestría en literatura en The Graduate Center (CUNY). Es PhD. en literatura en la misma institución. Actualmente es profesor asistente de español y literatura en Medgar Evers College y Hunter College (CUNY). Miembro del comité de la revista Hybrido e investigador de filosofía y literatura medieval. Su disertación doctoral abordó el periodo histórico de las relaciones entre el islam, judaísmo y cristianismo en Castilla durante los siglos XI–XIV. Investigador personal de tales interrelaciones a través de la literatura medieval castellana, en particular en la obra el «Libro de buen amor».

 

DEJA UNA RESPUESTA

Por favor ingrese su comentario!
Por favor ingrese su nombre aquí

Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.