Vida Cronopia

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LA PERFECCIÓN ENTRE LA SELVA Y EL MAR

Por Catalina Franco Restrepo*

Desde que regresé de la selva tropical húmeda del Chocó no puedo dejar de pensar en ella. Fueron unos pocos días en Bahía Solano, sumergida entre esa fusión preciosa e inverosímil de la selva y el mar, pero siento como si hubiera quedado atrapada en medio de ellos, bajo esa neblina espesa que se posa sobre las montañas y se cuela en todas partes, entre los infinitos tonos de verde y los colores de las flores, los pájaros y las mariposas, como flotando sobre la espuma que crean las olas al romper en las rocas de la playa cuando sube la marea —cada seis horas— y todo queda inundado. Ahí estoy todavía, con los pies sumergidos en el agua fría que fluye en pequeños ríos que se forman en la arena, mirando hacia un lado para encontrarme con el azul infinito, en el que puede saltar una ballena, o hacia el otro, para que la profundidad de la selva me succione como un imán todopoderoso, como jamás lo imaginé.

Ahí ha estado todo el tiempo, el Pacífico colombiano. Ahí han estado su mar y su selva y su riqueza natural demencial e inconcebible (ocupa 1.4% de la superficie terrestre pero alberga 60% de la biodiversidad del planeta y 25% de sus plantas no existen en ningún otro lugar). Pero yo, como casi todo el país, no me daba cuenta.

Me empecé a acercar desde el aire, maravillada con las curvas de los ríos en medio de tanto verde, y de pronto todo se empezó a convertir en selva, en montañas espesas rodeadas de una neblina envolvente que casi podía sentir desde el avión. En ese momento supe que no serían simplemente un par de días de descanso, sino que una nueva ventana se abriría, que algo iba a cambiar. Y después, sobrevolando la frontera entre el mar y la selva, sobre la desembocadura de un río que nos daba la bienvenida dibujando dramáticamente su entrada al Océano Pacífico, aterrizamos en una pequeña pista también entre selva y neblina y nos montamos a un carro para adentrarnos en ese verde del que no saldríamos siendo los mismos.

Por esa carreterita, la única de la zona (ni a Bahía Solano ni a Nuquí se puede llegar por tierra), esquivando charcos formados en los huecos que deja el abandono, llegamos a la playa de El Almejal y nos paramos descalzos sobre la arena mojada a respirar por primera vez esa selva que nos recibía llena de energía, como si no la hubiéramos ignorado toda la vida.

Desde este lugar fascinante salimos en una lanchita que desafiaba las olas en contra y se dirigía a su máxima velocidad y en línea recta hacia el horizonte. Íbamos en busca de ballenas jorobadas, las llamadas gigantes gentiles, que pueden medir hasta veinte metros y viajan ocho mil kilómetros desde la Antártida hasta el trópico para aparearse y dar a luz a sus ballenatos. Aprendí a buscar con toda mi atención y mi deseo los soplos de su respiración para ubicarlas, acercarnos con cuidado, ver sus lomos y sus colas bailar suavemente en la superficie del agua y aguantar con el corazón detenido y sin aire la posibilidad de que saltaran, y aprendí a esperar con una paciencia emocionada sus apneas de alrededor de siete minutos con la ilusión de volverlas a ver romper la cara del mar. Las oí cantar a través de un hidrófono, un aparatito que capta el canto de las ballenas que estén a menos de diez kilómetros a la redonda. Las sentí cerquita, libres, tranquilas, maravillosas y me pareció que el corazón me iba a explotar.

También, de madrugada y después de una tormenta tropical que hacía pensar que era imposible montarse en la lanchita para adentrarnos sobre esas olas en el mar, salimos en ella y llegamos al Parque Nacional Natural Utría, a una ensenada de belleza indescriptible, en donde el agua de ese mar indomable parecía domada, como si fuera un lago de color verde esmeralda oscuro, rodeada de esa selva espesa y con el misterio de una bruma que daba ganas de llorar. Es verdad que la belleza extrema produce unas de las lágrimas más sinceras. Supimos que en esa ensenada era frecuente ver a las ballenas con sus ballenatos, pero que era más difícil detectar los soplos, pues eran cuidadosas para proteger a sus pequeños de algún depredador. Entramos al parque y recorrimos un sendero encantado entre plantas, flores, bromelias, pájaros, mariposas y manglares. Allí nos mostraron las palmas zanconas, que crecen con una raíz superficial, luego les crece otra en la dirección que más luz pueda recibir, luego otra más lejos buscando más luz, y así se van desplazando por un máximo de cinco metros hasta alcanzar el lugar ideal para desarrollarse completamente. Entonces llegamos a una playa pacífica que daba a la ensenada y después a otra en la que, increíblemente para esta zona del mundo, había arena blanca y corales con peces de colores. En la naturaleza la riqueza no tiene límites.

Una noche salimos con un guía local a buscar tortugas marinas que estuvieran desovando en la playa y encontramos una escena que no se borrará jamás: observándola por partes, según nos permitía la luz roja con que la iluminábamos para no molestarla, vimos una tortuga grande trabajando incansablemente para enterrar sus huevos, corriendo la arena con sus aletas traseras y dando fuertes golpes para compactarla, asegurándose de que sus huevos quedaran bien protegidos de otros animales y del agua. Al final de esa labor que parecía interminable –pude sentir su cansancio y su determinación– la tortuga dio media vuelta y empezó a caminar lentamente hacia el mar. Yo la seguí, llorando sin saber del todo por qué. Tal vez lloraba al pensar en que ella nunca conocería a esos hijos por los que ahora arriesgaba su vida. O al pensar en el gran esfuerzo que había hecho para enterrar tan bien sus huevos y que nosotros procederíamos a desenterrarlos (obviamente, para protegerlos y que estuvieran en las mejores condiciones para el nacimiento, en manos de personas expertas en el proceso de conservación). O porque, cuando la vi adentrarse con tanta dificultad en el mar y desaparecer entre las olas, mi corazón se encogió al pensar en la incertidumbre de la vida y en las despedidas definitivas. Creo que lloraba sin parar al intentar comprender la sabiduría y la valentía de aquella tortuga, me dolía la perfección de la naturaleza que destruimos por capricho.

También fuimos al río Chadó. Llegamos a una playa y nos internamos en la selva caminando y nadando, subiendo por piedras y troncos, descubriendo cascadas y piscinas naturales, y mirando en todas las direcciones para no perdernos ningún detalle de ese paisaje descomunal. Era tal la belleza, que solo pensé un par de veces en mi pavor a las culebras y aun así seguí pisando lugares que podrían ser sus preferidos. Al terminar la aventura salimos nuevamente a la playa a maravillarnos con la desembocadura del río y nos sorprendió un atardecer dorado en el que, a lo lejos, saltaban las ballenas.

Y en nuestro hotel, el ecolodge El Almejal, conocimos personas –los empleados– con más conocimiento, amor y respeto por el medio ambiente que la mayoría de la gente, tal vez porque son testigos permanentes de los milagros de la naturaleza y tienen la certeza de cuál es la prioridad. Ellos nos llevaron a recorrer la reserva natural del hotel, en donde aprendimos sobre los mecanismos impresionantes de polinización de las orquídeas, las formas de convivencia de las distintas plantas dentro de la selva para obtener la luz y la alimentación que necesitan, y vimos tucanes volar libres y despreocupados de su belleza. En esa reserva, en la selva, encontré unas raíces rojas superficiales que parecían de una película de ciencia ficción. Me recordaron las raíces luminosas de la maravillosa serie Frontera Verde, esas arterias que lo conectaban todo y que eran el alma del mundo.

Los seres humanos somos especialistas en ignorar la verdadera riqueza y en desconocer el alma. Yo me siento inundada por la energía y la combinación entre esa selva y ese mar, siento esas raíces rojas por dentro, como atrayéndome de vuelta. Allí está la vida. Allí puede conocerse la perfección del universo, si lo dejamos ser.

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* Catalina Franco Restrepo es periodista, internacionalista y bloguera (tiene los blogs OjosdelAlma y Cartas a la humanidad, y un canal de viajes en YouTube), y es la autora de la novela distópica El valle de nadie (Amazon, 2018). Nació en Medellín, Colombia, en 1984 y ha vivido en Montreal, Atlanta y Madrid, en donde estudió un máster en Relaciones Internacionales y Comunicación en la Universidad Complutense. Ha trabajado en medios como CNN y W Radio Colombia, y asesora a empresas en comunicaciones estratégicas, reputación y storytelling. Es una viajera y lectora apasionada que ha recorrido cerca de 50 países que se han convertido en su gran inspiración para contar historias. Es una soñadora, apasionada por la naturaleza y los animales, que le impiden perder la esperanza.

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1 COMENTARIO

  1. Muy lindo artículo. Me imaginé a la tortuga y todo su esfuerzo por enterrar sus huevos, y también el sentimiento de verla alejarse y entrar de nuevo al mar, a las inclemencias. Quiero abrazar la tortuguita

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