LA «PESTE NEGRA» DEL SIGLO XIV VISTA DESDE LA PANDEMIA DEL 2020 (SEGUNDA PARTE).
Por John Jaime Estrada González*
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Resulta curioso que haya que explicar el desempeño de la mujer en ciertos periodos históricos. Esto debería ser una obviedad. No parece así cuando se trata por ejemplo de la Edad Media. En gran parte, esa apreciación se debe a que la documentación de que se dispone fue escrita casi en su totalidad por hombres. Así que la primera mirada se fundamenta en el inventario de nombres que arroja la cultura escrita. Con poco esfuerzo se puede inventariar la producción escrita por mujeres, pero claro, en número inferior. Desafortunadamente, en eso estriba gran parte del prejuicio, aquel inventario es muy desigual. Sólo es cuestión de números. Una mirada más decidora es seguir viendo la obviedad de las mujeres esposas, madres e hijas. Esto parece no convencer tampoco aunque en ese terreno es indiscutible el aporte continuo y activo de las mujeres en las formaciones sociales y políticas. Que hubo misoginia, eso nadie lo niega, pero que todo el mundo fuera misógino es algo muy distinto. Los cronistas y algunos escritores, no son todos los hombres. Historias de amor abundan en la literatura medieval; de igual manera hoy nadie con un mínimo grado de sentido común, se atrevería a negar la participación de la mujer en las condiciones más difíciles: la orfandad después de la guerra, la enseñanza de la lengua, por algo llamada materna; la lucha diaria por sobrevivir y cuidar de lo suyo. Pero llevando tales condicones a episodios como la llamada peste negra, en un mundo aún sin enfermeras graduadas, huelga decir que su liderazgo ya ha sido probado en la historia. Pero esa es sólo una faceta, si tenemos algún grado de familiaridad con el santoral católico, el siglo XIV llevó a los altares mujeres de valentía, coraje e intelecto poco comunes.
Una vez hemos planteado aquella obviedad, conviene ver cómo algunos estudiosos han entrado en el terreno de la actual pandemia para establecer relaciones históricas con el cúmulo de pestes y plagas que podemos rastrear en la cultura escrita. Ya al mencionar esto tenemos sólo parcelas de información. Queremos decir que se deja de lado todo lo que no está escrito, incluso con la ayuda de la arqueología, y aún no lo hemos podido conocer. Evidentemente, los testimonios no escritos cubren muchos más siglos, todos aquellos desde los primeros asentamientos humanos en los cuales algunas lenguas dejaron de ser ágrafas y otras desaparecieron. Pero la Edad Media tuvo una cultura apoyada en la oralidad y el poder del que escuchaba era magno. Esto no ha cambiado; el lado de la escucha sigue ocupando ese magno poder, pese a todo lo que se pueda escribir. Situados en esa perspectiva la fantasía medieval tejió una urdimbre de seres imaginarios que nos cautivaron desde la infancia y así permanecerán hasta el fin de nuestras vidas. Por eso, el ejercicio de la imaginación o fantasía va de la mano con cualquier condición de adversidad hasta en lo más etéreo. Pensemos en los estados febriles de los que brotan fuerzas todavía innominadas.
Es comprensible que el arte en todas sus manifestaciones vaya de la mano con la mayor adversidad. En esto vamos a reflexionar a través de esta columna. De nuevo, es necesario recordar que la medicina era un ars. Es muy difícil imaginar hoy que un médico para ejercer tenga que leer constantemente a los filósofos. Los médicos que leen literatura y filosofía, ¡qué los hay!, entienden perfectamente por qué era así durante la antigüedad, la Edad Media y la Modernidad. Todas las conclusiones, aún desde perspectivas aparentemente opuestas, conducen a que pestes y pandemias siempre las ha habido y las tendremos entre nosotros, tal cual se piensa lo mismo de la pobreza. El bosquejo histórico que refiere pestes y pandemias, incluso muchos siglos antes de nuestra era común, confirman ese patrón. Ahora, con el imperio de las ciencias de la salud muchas de esas pandemias, pestes o plagas se pueden evitar fácilmente. ¿De qué nos sirve ese contraste? Si somos cuidadosos con los análisis, vemos que sólo privilegian nuestra época. Qué tal que dijéramos que muchos de los textos de los filósofos antiguos se habrían conservado si sus discípulos hubieran tenido un Iphone. Ni más ni menos, lo que aconteció fue un cúmulo de elementos que hicieron del caso lo que este fue. ¿Qué nos puede quedar de todo esto? ¿Una vana erudición? Conviene acometer la respuesta humana frente a acontecimientos inevitables y desde ellos mirar nuestro mundo actual preso de «dolor y temblor».
En perspectiva histórica, en vez de hacer caricatura, podemos extraer una lección mejor si consideramos que nuestra imaginación no es sólo ficción o mentiras para un moralista. Lo que vamos a tratar nos muestra que esta es inseparable del doloroso acontecer de la vida. Sin imaginación no podríamos tener conocimiento del pasado y del presente para justificar al menos, nuestras expectativas con miras al futuro. Hagamos un tránsito mental y situémonos a finales del siglo VII y comienzos del VIII de nuestra era en la teocracia del reino visigodo de España. Eran los años postreros de una sucesión de monarcas, casi todos malavenidos entre ellos mismos; así se encontraba el rey Egica (687–700) quien se valió de su hijo Witiza, en corregencia, para enfrentar los crecientes males del ya incontrolable reino. Las fuentes no mencionan alguna emanación mefítica que acarreara la propagación de una peste inguinal muy contagiosa que desolaba los campos. Debido a ella, un sector de los obispos de la Septimania no pudo asistir al concilio XVII, como siempre, celebrado en Toledo. Su inasistencia es más comprensible al traer a colación la carta posterior que estos enviaron al rey Egica, manifestándole su preocupación e impotencia debido a una desencadenada oleada de suicidios nunca antes vista en sus diócesis. Como podemos colegir, los obispos de la Narborense y Septimania no estaban sorprendidos por la peste, sino por la manera generalizada de enfrentarla. Amedrentado como estaba, el rey dejó la urbs regia de Toledo y se desplazó a través de aldehuelas hasta refugiarse en el poderoso bloque nobiliario capaz de monopolizar el trono godo de Toledo desde Córdoba. Allí probablemente murió en el 702; tal cual lo afirma una estudiosa, al citar sus fuentes: «No hay duda que impida relacionar […] que el rey y el corregente, dejaron la sede de la corte huyendo de la peste». (Valverde, C. Rosario. Los viajes de los reyes visigodos de Toledo. (531-711). Madrid: La Ergástula, 2017, p. 148).
En el marco de aquella peste, muy posiblemente hubo quien intentara explicarla, pero no disponemos de fuentes que puedan ilustrarnos. Lo que sí podemos apuntar es que el impacto en la población fue tal, que muchos se desesperaron ante aquella vehemencia destructiva; esta les empujó la mano para sustraerse al capital de la vida, lo único que les quedaba después que la peste los rodeara. Simplificando, todos sabían que iban a morir y así evitaron sus suplicios. Encontramos hoy estudios históricos que muestran una consecuente hambruna que sacudió los cimientos de aquel periodo. Por lo tanto, desde aquellos hechos remotos hacemos una constatación aneja a los resultados constantes de una peste, a saber: a) debilitamiento de la mano de obra; b) desabastecimiento en los productos alimenticios; c) pérdidas económicas que algunos historiadores obsesos grafican y llevan a tablas demostrativas; d) incalculable dolor al coste de pagar con la vida. Como podemos darnos cuenta, lo mismo se repetirá en la peste negra de 1347. Parece ser que hay una plétora de lectores a quienes hay que satisfacer con estadísticas y números y por eso hoy no son ajenos los gráficos que acarrean la curiosidad mórbida de más de un pelmazo.
Nos hemos valido de aquella época tan lejana para conectarnos con «la peste negra» del siglo XIV, casi 650 años después. De nuevo, el calificativo de negra es para fecharla frente a otras posteriores, incluso no muchos años después. Con muy buenas intenciones, aquella peste del siglo XIV sigue despertando más interés y con este, confusiones. Como hemos podido leer, el uso de peste y plaga se usó de manera indiscriminada en la Edad Media, pero más importante que el nombre que se le otorgue, parecer ser la ligereza con la que se cataliza el fin de la Edad Media. Como resultado, sigue primando una proyección peyorativa hacia el Medioevo.
Es importante anotar que los desacuerdos que nos separan no son típicamente sobre los hechos, sino en mejor medida, en la manera de sostener nuestros puntos de vista frente a ellos y esos desacuerdos se llaman principios epistemológicos. Estos son mucho más difíciles de debatir porque pueden estar sustentados en siglos de opinión común o creencias que justifican la intelección de lo acontecido.
En otra variante, es posible que se ignore qué fue el Medioevo, pero eso no ha sido nunca un problema, al contrario, quienes hemos dedicado una vida académica a estos estudios, vivimos de esa ignorancia alimentadora, que más bien es el acicate para seguir estudiándola hasta que caiga la última gota de la clepsidra. La cuestión está en la ligereza de enlazar la peste negra con el final de la Edad Media; más que ignorancia, es un prejuicio y como todos los prejuicios, dicen más de quien los lleva. La Edad Media superó ese impasse de las pestes y otros mayores de carácter político que causaron otras mortandades continuas a lo largo y ancho de ella. Para ello conviene, de manera más fructífera, preguntarse: ¿Qué participó en la disolución del panorama medieval? Un cúmulo de respuestas que hablan de un proceso que, incluso hoy, involucra cómo se considere el Renacimiento. Fue un periodo al final de la Edad Media o un rompimiento que la dejó atrás. Pero mucho más que esas polémicas interminables, está el hecho irrefutable del nacimiento del Estado y las formaciones económicas precapitalistas, todas desiguales y aún problemáticas. Adam Smith no escribió de la nada, su trabajo se apoyó primariamente en estudios de la ética aristotélica y después de la experiencia medieval del flujo mercantil.
En el aquí y ahora, del año 2020, en algún momento el médico científico Mateo Eduardo Calle E., explicaba, palabras más, palabras menos, que si bien es cierto que existen circunstancias económicas, demográficas y sociales que hacen parecer el mal de hoy al de aquel lejano siglo XIV, hay una diferencia biológica que marca casi la desaparición y victoria sobre aquella enfermedad y muchas otras: el nacimiento de los antibióticos. Explicaba el doctor que la peste negra fue una enfermedad producida por una bacteria Gram negativa, llamada Yersinia pestis, identificada en el siglo XIX en el instituto Pasteur. Es una especie completamente diferente a los virus. Aquella infección tiene cura, mientras que la plaga actual está dada por un virus, reino biológico complejo y difícil de entender ya que no se trata de estructuras de vida independiente y requieren de un ser vivo para continuar existiendo. El Covid-19 es la enfermedad, explica el científico, y el virus se llama SARSCOV2 que fue similar al brote de SARS en el 2006 o gripe aviar y el MERS en el 2012 en la península arábica.
En consonancia con el estado actual de la pandemia, constatamos hoy el incesante enfrentamiento entre políticos y científicos. Las discusiones y los retos públicos están a la orden del día. ¿Quién podría olvidar hoy al gobernador del estado de Texas enfrentado al médico Anthony Fauci? Aquel jefe estatal, literalmente le dijo al destacado jefe de epidemiología de Los Estados Unidos: «usted no es la única autoridad científica en esta materia, y no tengo por qué seguir sus directrices; mi estado continuará abierto y todas las actividades comerciales funcionando». Dos meses después, como una suerte de destino, la lengua del político fue castigada; tuvo que reversar cuando su fusco plan disparó los contagiados y los muertos agotaban las tumbas disponibles. ¿Se le podría imputar una responsabilidad moral contando los muertos? Es que con todo lo modernas que pueden parecer las democracias, sus mandatarios no pueden callar ante su ignorancia que es corregible. Pero pierden poder si asumen las orientaciones de los científicos. Para vergüenza universal, hoy el doctor Fauci y su familia están amenazados de muerte; si pensamos que somos «más civilizados», nada de esto aconteció en la Edad Media. Con todo el poder omnímodo, los reyes se dedicaron a actuar como mecenas de los médicos, quienes tenían toda la autoridad en esas materias. Ni siquiera el Papa, que era casi otro rey, desdijo de sus médicos.
En las semanas pasadas un berrido existencial recorrió los estados del sur de los Estados Unidos, el fortín del partido en el poder. La voz trémula del presidente pidió el aplazamiento de las elecciones y peor que esto, vaticinó que las elecciones del 2020 serían las más fraudulentas y deshonrosas en la historia de la Unión. ¿Quiso fungir de profeta el presidente?, o simplemente apuntaló las controversias en torno a la actividad electoral que lo llevó al poder en medio de la intervención de Rusia. Pandemia y política, dos terrenos indómitos para los cuales quisiéramos tener a Max Weber. Acaso él, dedicado a estos temas, y ante los hechos tal como se presentan, validara la clara distinción que trazó entre el científico y el político. Dudamos que esa distinción pueda validarse en el siglo XXI.
Según lo dicho, hemos venido contrastando los acercamientos a la peste negra del siglo XIV con la acometida de los científicos e intelectuales del mundo de hoy a la pandemia del año 2020. Volvamos a «los hombres del saber» tal como se les llamó en la Edad Media. Entre ellos aparece de primera mano Guy de Chauliac, médico privado del Papa en Avignon, Clemente VI, en 1348. Quince años después escribió sobre su experiencia y tratamiento de la peste; su obra se conoce como Grande Chirurgie. Según él, el contagio se producía a través de la saliva y muchas veces incluso, con la mirada. Para salvar al Papa hizo que este se aislara en su palacio de Avignon rodeado constantemente de recipientes y teas ardientes. Pero Chauliac incluso llegó a contagiarse y tuvo un tumor en la ingle que maduró y él mismo fue capaz de extraérselo, salvando su vida, siempre dándole gracias a Dios. ¡Esto no ha cambiado para nada!
Continuando en otro sendero, parece ser que una fuerte pandemia o peste, acusa una búsqueda de la divinidad como baluarte de la vida. Yendo bien lejos, durante la llamada peste Antonina, en el siglo II de nuestra era, los santuarios de Apolo se atestaban de romanos píos. Puesto que no había algo más detestable y aborrecible que la muerte, sólo quedaba la voluntad variante de los dioses. Ellos no tenían más que las puertas del Hades al final de la vida; no tenían en su politeísmo religioso, al igual que muchas otras religiones, un paraíso o cielo que mitigara la muerte y por ello enterraban los cadáveres con el óbolo para Caronte, el barquero que los llevaría al tártaro de las tinieblas. Es mucho más tolerable la muerte o al menos para muchos deseable, cuando hay otra vida en la que los ángeles esperan para comer gloria y gozar de la música celestial por la eternidad.
Volviendo a los intelectuales a lo largo del siglo XIV, las pestes sucesivas animaron el trabajo de médicos como Chauliac para escribir tratados. Aunque su valor médico sea de poca estima, se suma a muchos otros para explicitar sus experiencias y manifestar su trabajo activo procurando curar a los enfermos. En eso reside su utilidad, puesto que proveyeron materiales de estudio a los universitarios de las escuelas de medicina. Pero a lo que no pudieron escapar fue al terror que aquella pestilencia causó, la muerte de muchos médicos. Encontramos de nuevo el factor humano que se suele subestimar en muchas de las producciones escritas actualmente sobre aquella época; en otras palabras y a manera de parámetro, en el 2020 en Italia, los médicos también murieron en cantidad. ¡Por supuesto que no sólo allí!
En Almería, el médico Ibn Khatimah también produjo sus propios estudios sobre los orígenes y tratamiento de la peste negra. Según aquel, la peste fue debida al cambio en la regularidad de las estaciones en su temperatura, lluvias y vientos. Explica el médico que al ser China el límite de la tierra habitada, desde allí ese cambio estacional había llegado hasta Abisinia (región del noreste de Africa, entre el Nilo y el mar Rojo) y a través de norte de Africa habría llegado a España. Cuenta que los primeros afectados fueron las poblaciones pobres de los suburbios, desde allí penetró en el resto de Almería y continuó su desplazamiento. De su planteamiento me inquieta que hace casi seis siglos se hablara de irregularidades estacionales en la temperatura, los vientos y las lluvias, cuando se supone que ese es un tópico del mundo de hoy, que de manera alucinante invade todos los medios.
Explica Ibn Khatimah que las personas de temperamento caliente, y si acaso joven y corpulento, especialmente las mujeres de fuerte sensualidad y pasión, son las más atacadas porque sus humores están conectados con lo cálido. Por lo tanto, una fiebre maligna toma el control de los cuerpos como consecuencia de la temperatura cardíaca. Sus planteamientos fueron rebatidos por otro colega musulmán, Ibn al–Khatib, quien dijo que la enfermedad no aparece en el cuerpo por contaminación del aire sino por una predisposición que es rara, y se transmite como cualquier otra por el contacto. De su planteamiento rescato el hecho que no todos se contaminaban puesto que este médico habla de una predisposición rara (escasa) que tuvo que haber notado. Desde hoy en día es razonable que cierta inmunidad se hubiera alcanzado, ¿la inmunidad del rebaño?
Regresando al médico Ibn Khatimah, este explicaba que la enfermedad llegaba al corazón y desde allí era enviada a los desagües orgánicos, situados detrás de las orejas para el cerebro; en las axilas para el corazón y la ingle para el hígado. Pero Ibn al–Khatib sostenía algo diferente acerca de estas tres áreas corporales: «Allí se forman los bubos, si no se esparcen por el cuerpo, se abren, descargan la materia tóxica y la persona se cura. (…) pero si el cuerpo no es fuerte y sus humores también, en vez de encontrar una salida, entonces pueden atacar algún órgano y casi siempre es el pulmón.» (Montgotmery, Campbell, Anna. The Black Death and Men of Learning. NY: Columbia U. Reprint, 2020. Pags. 82-83. Este es un excelente estudio escrito ya hace muchos años pero todo su contenido está apoyado en fuentes primarias. La traducción es nuestra).
En otra dirección histórica, el año de 1925, se encontró en Lérida una carta escrita por el Maestre Santiago (no se sabe nada de este) a los obispos allí reunidos. La carta estaba fechada el 24 de abril del año 1348; en ella da cuenta de la peste negra. Este sigue siendo el primer documento que manifiesta la presencia de la peste en Cataluña. El maestre manifiesta la imposibilidad de la Iglesia para tratar estos casos. Se siente espetado y dice que no sabe realmente si se trata de un castigo divino por los pecados de la Iglesia. Les advierte a los obispos reunidos en Lérida que sus vidas corren peligro y que sólo por la gracia de Dios podrían salir vivos de esta peste. Esas palabras parecen no estar tan distantes del siglo XX. Si consideramos los repetidos toques de queda y la obligatoriedad de no salir de casa, estamos en terrenos colindantes. Sin embargo, es completamente diferente a lo de hoy. La paradoja está en que el miedo, la manía anticipatoria y nuestros mecanismos primarios permean hoy, igual que ayer, la historia de la humanidad.
Quizá no hayamos tenido todavía un significativo número de suicidas en el curso social de la actual pandemia; así lo declaraba la doctora Gillian Galen de Harvard University, el pasado 11 de agosto (de 2020) en la cadena de televisión estadounidense, MSNBC. Anotaba de paso, que las llamadas a las líneas de emergencia se habían disparado con crecientes casos de depresión. En otra variante, qué tal si pensamos en las condiciones extremas en las que se tuvo que salvar a uno con mayor potencial vital frente a quien ya había sufrido el ultraje de los años. De esto sí hemos escuchado mucho, no se trata de culpar a nadie ni de hacer juicios punitivos; el inventario vital en algún momento favoreció conectar a alguien y desconectar a otro. Si esto hubiera ocurrido en los países pobres, mal llamados del «tercer mundo», (como si el mundo no fuera de todos) nada tendría de particular ese fenómeno. Pero muy al contrario, esto se vivió en los países más ricos. Si hemos traído a cuento este episodio conjetural, lo hacemos recogiendo voces, pero de nuevo, no para juzgar sino para comprender el dolor humano y las respuestas ante la peste, plaga o pandemia en distintos momentos.
Por infortunio, hay quienes hoy escriben tratados en los que atribuyen a las pésimas condiciones higiénicas las calamidades de la peste negra del siglo XIV. A esos señores hay que explicarles que aquellas condiciones eran las que se podían tener en aquel momento, las que se tienen acorde con las formaciones sociales. El problema aparece cuando nos situamos en los cada vez más elegantes baños del siglo XXI. Literalmente, sentados allí, todas las pestes tienen un fundamento. Pero eso en la historia se llama el argumento explosivo. Sencillamente, consiste en lanzar la bomba de que todo desde el siglo XXI es favorable a la salud, y lo que no se acomode a esos lineamientos, bien puede recibir las siete plagas de Egipto. La humanidad toda la vida vivió con las condiciones higiénicas que le eran dadas en su momento; no olvidemos que hasta el baño de un rey tomaba semanas en repetirse.
En efecto, el argumento explosivo se esparce sobre toda la historia para tejer con el manto del atraso lo que no pertenezca a los patrones actuales, no sólo en el área de la salud, sino en cualquier perspectiva. Esto sí que ha hecho daño sobre todo a los estudiantes. Baste mencionar, por ejemplo, el caso del analfabetismo que se imputa a la gente en el medioevo; como si para vivir en aquella época fuera necesario que todos supieran leer y escribir; como si en cada casa hubiera libros; como si la gente tuviera a su alcance algo para leer. Comprender que el mundo oral es inferior al mundo de la lectoescritura es otro prejuicio bien difícil de extirpar. Pensar en escuchar el texto parece de los cuentos de hadas.
En resumidas cuentas, esa visión limitada de querer instituir como regla de oro el mundo técnico del siglo XXI, obnubila la posibilidad, sólo la posibilidad, de ver las cosas en su perspectiva propia. Aunque el punto de partida subjetivo de todo esto se apoya en las vivencias, los entresijos de todas ellas muestran la pieza completa que llamamos el mundo objetivo. De esa manera es que podemos clarificar situaciones que son comunes a todos. Una de ellas es la historia de la higiene como salud pública; esta tiene fechas y como tales, nos hablan de lo cercanas que son las prácticas de aseo diario y limpieza de nuestro hábitat. De tal manera que todo intento de resarcir de tecnologías la historia, no ilustra nada y en eso el mensaje de esta pandemia tiene que ser muy claro: se pueden alcanzar las condiciones mayores de limpieza y aseo, y a pesar de todo, un virus puede vencer sobre todo, absolutamente todo.
Pongamos el caso de un primer ministro inglés. Este debe tener muchos sirvientes que limpien su casa y lugar de trabajo. De igual manera, los protocolos de higiene en que vivan el presidente de Brasil y otros mandatarios, están claramente por encima del promedio de la humanidad. Las condiciones higiénicas de los palacios presidenciales son asunto de Estado, sin embargo…
En un suplemento de The New York Times, publicado el 21 de julio del año en curso [2020], apareció una columna titulada: «Una plaga es un apocalipsis. Pero puede traer un mundo mejor». (Traducción nuestra de todas las citas textuales). En ella, Andrew Sullivan plantea que las plagas han hecho a los Estados Unidos. Asimismo, hace un largo recorrido que comienza con la llegada de los europeos al continente americano después de Colón. Las bacterias y plagas que estos trajeron diezmaron poblaciones enteras y contribuyeron a la escasez de mano de obra que condujo al comercio de esclavos africanos para trabajar en las minas y en otras actividades económicas. Pero además, con aquellas plagas se cambió la historia y América en su totalidad llegó a ser otra, tal cual lo dice: «Sin plagas, América, tal como la conocemos, no existiría». La cuestión aquí es América, no sólo los Estados Unidos —tal como se lo suelen atribuir—, se trata de todo el continente.
Su punto de partida fue cuantificar los muertos por viruela en la población indígena; muy por encima de los que produjo la peste negra de 1347-50 en Europa. Ya con los números, establece un balance que arrasa el ámbito letal en Europa. Desde el mundo indígena se trató de una plaga, ¡Y qué plaga! Así que el virus variola mayor y menor empezaron a delinear lo que sería América; agrega que, «los investigadores ahora consideran que esa vasta mortandad, al igual que la del COVID-19, han sido transmitidas de humano a humano». Una vez hecha esta aclaración bosqueja la historia de la humanidad en Occidente, para inventariar la cantidad de plagas y pestes inherentes a nuestra existencia. Conviene resaltar que no las trata como algo aleatorio, puesto que han estado presentes en variados episodios del hemisferio. Este elemento es bien importante porque actúa como un garante que apoya nuestro intento de desterritorializar de una vez por todas, las pestes como una característica de la Edad Media. Con ello se le da a la peste el continente de la historia que para nada se pueda asociar exclusivamente a la Edad Media. Como elemento singular señala el columnista que durante la ponderada peste antonina del año 172, se culpó a los cristianos de haberla provocado, y como lo señalamos, se disparó el culto a Apolo.
En el mismo trayecto señala que: «estamos equivocados entonces, si pensamos de la plaga enteramente como una amenaza a la civilización. La plaga es un effect de la civilización. (…) La pesadilla con la que los humanos han estado tratando (…) es solamente un recordatorio del hecho ineluctable de que peores brotes son casi cierto que vuelvan». Las cosas así, nos muestran que esta pandemia se constituye en un heraldo que anuncia que no tenemos inmunidad cuando vuelva otra. Las plagas juegan entonces un papel ideológico porque pueden ser conducidas y usualmente no cohesionan las sociedades sino que las fragmentan. Así lo explica con otro caso: «Al comienzo del siglo XX, por ejemplo, los inmigrantes asiáticos fueron culpados por un brote de peste bubónica en San Francisco y Honolulu; en 1918 fueron los empresarios xenófobos los que situaron en España la fuente de la nueva y mortal influenza, la llamaron ´la dama española´ para añadirle un matiz de misoginia. En el brote de polio de comienzos del siglo XX, los inmigrantes del sur de Europa fueron el chivo expiatorio». Aunque cita muchos más ejemplos, lo cierto es que todos ellos apuntalan la revivificación de las culturas y las maneras de conducirse bajo un nuevo énfasis social en los países que han pasado esta calamidad. Por eso el subtítulo de su artículo dice bien: «El significado de todo esto está en nuestras manos».
Regresando al siglo XIV, durante la peste negra, vayamos a la poesía, esta vez a Petrarca. Como sabemos, fue el único que por aquel entonces podía costearse un scriptorium. Su cercanía con el palacio de Avignon lo hizo testigo de la peste, y en su poemario Triunfos podemos leerlo, ya que La muerte de su amada Laura sucedió en 1348. De su obra referida, el poema Triunfo de la muerte, recorre como una rueda de la fortuna ese paso: «Aquel dolor no llegará a saberse, / que apenas a pensar en él me atrevo, / no digo yo tratarlo en prosa o en verso». (Petrarca, Francesco. Triunfos. Madrid: Cátedra. 2013, p.219). El tono de lo indecible es manifiesto en el texto; la experiencia lleva al silencio, nada de lo que se escriba o cante podrá equiparar su dolor y aquí también, más vale callar. Es precisamente la experiencia del dolor la que no aparece en los libros que estudian la peste.
Cuando la muerte en tales condiciones ha tocado a los que amamos, de nada servirá una palabra más. Podría pensarse que se trata de un argumentum ex silentio, tal como ha acontecido frente a muchos otros hechos en la historia. Prosigue el poeta: «Cuando el llanto y el miedo se calmaron, / y el bello rostro todos contemplaban / sin que esperanza alguna ya albergaran». (P. 219). Los versos recogen las pulsiones más prístinas frente al que muere, una joven hermosa de la cual se esperaba una vida más larga, y por tanto, en diálogo con su espíritu, él le pregunta: «Yo quisiera, señora, por lo menos / saber si os seguiré temprano o tarde. / Y marchándose dijo: ´me parece que mucho seguirás sin mí en la tierra´». (p. 241). Aunque el poeta querrá unirse a ella en la eternidad, sin embargo, su desconsuelo será saber que seguirá por mucho en la tierra. La poesía y el arte permiten asumir con creatividad el golpe violento de la muerte en todas sus manifestaciones. Ahora, el poeta sabe que vivirá y aunque no lo quisiera, porque desea estar con ella; la seguirá amando espiritualmente; acaso, desprovisto de carnalidad, ese sea el más puro amor. Lo que le reste de vida al amado lo sumará a su amor impoluto. Sus versos finales le dan vida en extensión y como una paradoja, el poema lo mantiene vivo en el dolor, y es por él que le da vida a la amada; como lo cantó Petrarca, un triunfo; un triunfo sobre la muerte. Mientras el poeta le cante, Laura no muere, vive, es poesía, ¡en el verso Laura se quedó para siempre! Un poco más de un siglo después, John Donne enfrentaría la batalla poética con la muerte para derrotarla en la vida.
Continuando en el terreno literario, vamos a Londres, ciudad de nacimiento de un escritor muy prolífico (casi 500 libros) y lleno de avatares. A su vida le podríamos hacer suyas las palabras de Balzac: «El azar es el mayor novelista del mundo; para ser fecundo, basta con estudiarlo». Balzac, H. La comedia humana. (Madrid: Hermida, 2019, vol. I. Prólogo del autor). Así podría ser la vida de Daniel Defoe. Apellido al cual en su edad adulta le agregó el De para darle un toque aristocrático. Defoe era un niño todavía cuando la peste volvía sobre Londres a finales del siglo XVII. Otra vez la mortandad recorrió las calles y esas historias le fascinaron cuando ya estaba en la edad adulta. Cuentan los expertos en su obra que destacó el papel valeroso de médicos, cristianos, católicos y disidentes que enfrentaron esa mortandad que de nuevo, diezmó la población londinense. Su obra más conocida va precisamente a mostrar la resistencia del ser humano para vivir, mantenerse y no deteriorarse en las peores adversidades. Tal cual fue el caso de Robinson Crusoe, escrita en 1719. Este náufrago pudo vivir lejos de la civilización, como en los primeros tiempos de la humanidad, desprovisto de todo, pero solo, y por 28 años en una isla. Al fin la vida vuelve a triunfar y regresa a «la civilización». Pero tres años más tarde aparece otra de sus obras; esta vez es una mujer, Moll Flanders. Inserta en las calles de Londres, esta mujer pasó por todo tipo de vejámenes y vivió en el mundo criminal y los prostíbulos. Su resistencia vital estaba en enfrentar lo opuesto de Robinson: la sociedad lancinante que destruye a una mujer. Sabemos que Moll Flanders fue capaz de superar todo esto, sobreponerse y llevar una vida con decoro en sus años adultos, desplazada a Maryland y Virginia. Estas dos obras apuntalan la resistencia de la vida, sin hacerle concesiones a la muerte, incluso en las manifestaciones de la depresión o el desasosiego. Se interesaba por saber cómo podrían comportarse los seres humanos bajo las peores condiciones. Defoe escribió mucho sobre la plaga e investigó sobre el derrotero de ella, de igual manera escribió muchos artículos periodísticos haciendo hincapié en el comportamiento humano en las condiciones de una plaga. En manos del escritor, la literatura es también una manera de sanar o sublimar, lo que para el absolutismo de la muerte es igual.
Recientemente, como una suerte de presagio, hace unos años se reimprimió la crónica novelada, London´s Great Plague, del poeta inglés Samuel Pepys (1633-1703). Su valor, que no se le dio en su momento, está en recopilar las pulsiones diarias de quien vive en medio de la peste londinense y ve juntar los cadáveres por montones para ser llevados a fosas comunes. Es un recorrido donde apunta sus temores y se aleja de las cifras y los estimados económicos para darle valor a la vida en medio del dolor. De nuevo, el arte. Esta vez la literatura nos sale al paso a condición de ofrecernos la vida.
En el mes de julio del año en curso, la UNAM de México, sostuvo un conversatorio con el filósofo Jean Luc Nancy. Esta vez el tema se centró en la pandemia actual desde sus perspectivas filosóficas. En ciudad de México y en Estrasburgo conversaron sobre el hecho de poder conectarse virtualmente a tan enormes distancias. En esencia, Nancy se refirió a un texto de Kant en el cual el filósofo menciona una epidemia originada en Königsberg en el año de 1872. Nunca se me había cruzado por la cabeza que Kant hubiera hablado de la plaga; mucho menos que se hubiera originado en su ciudad que carecía de muchos medios de transporte. En su texto decía Nancy que Kant hablaba de insectos que provenían de China y Rusia y que portaban lo que provocaba la peste, llevándola hasta Inglaterra. Hago hincapié, principalmente, en que la peste continuará siendo tema de estudiosos y causara tantos muertos mucho después de que la Edad Media se hubiese reocupado. Nunca dejamos de conocer, ahí radica el valor de nuestra ignorancia, ¡ni siquiera podemos saber qué es lo que desconocemos!
La peste negra no fue nada romántico como muchos me comentan. El hecho de que ella haya sido objeto de la creatividad humana en el arte y en la literatura nos está hablando de que la vida es más grande que la muerte. Es muy prematuro aún pero una vez que superemos esta pandemia podremos acceder a toda la creación que ella encarnó y producirá por años en poemas, obras de teatro, novelas, cuentos, ensayos, cuadros y esculturas, hasta danzas y piezas musicales. ¡Imagínense por un momento la cantidad de películas y documentales de todo el mundo!
Al final de la entrevista el filósofo Jean Luc Nancy terminaba con una afirmación y una pregunta: «La pandemia nos da la posibilidad de preguntarnos, ¿por qué nos aferramos a la vida?»
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* John Jaime Estrada. Nacido en Medellín, Colombia. Graduado en filosofía en la Universidad Javeriana, Bogotá. Estudios de teología y literatura en la misma universidad. Maestría en literatura en The Graduate Center (CUNY). Es PhD. en literatura en la misma institución. Actualmente es profesor asistente de español y literatura en Medgar Evers College y Hunter College (CUNY). Miembro del comité de la revista Hybrido e investigador de filosofía y literatura medieval. Su disertación doctoral abordó el periodo histórico de las relaciones entre el islam, judaísmo y cristianismo en Castilla durante los siglos XI–XIV. Investigador personal de tales interrelaciones a través de la literatura medieval castellana, en particular en la obra el «Libro de buen amor».