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Escrivania fue publicado en el año 2003 en México por Ediciones del Hechicero. El conjunto de poemas sitúa al sujeto en diversos espacios geográficos (Marruecos, Oregón, Santiago, Holanda). Esta diversidad de lugares se inscribe dentro de una poética que pareciera designar más la coexistencia de espacios mentales y la práctica del vagabundear, que una poética de los viajes (a lo beatnik) o del vagabundeo al estilo de un flâneur. Viajar y desplazarse como errabundo es una práctica que en la poética de Escrivania es una forma de lucidez respecto del mundo, a través de la cual es posible romper la distancia entre los seres humanos y la naturaleza.
Elaborar una «ética del movimiento» es consustancial a la gran poesía, y cada poeta está llamado a dotarla de un sentido en particular. En sus ribetes más políticos la ética del movimiento de Sepúlveda siempre termina maldiciendo la conformación del Estado y sus fronteras, elaborando —más que una invitación al viaje— una reflexión sobre el potencial revolucionario del nomadismo y su idea de orden social.
Cuando la poesía de Escrivania está interesada en política (sobre todo la que se refiere a la postdictadura de Chile), en vez de dirigir sus preguntas hacia el Estado o la Modernidad, como tradicionalmente han sido abordadas por sus pares generacionales, Escrivania interpela la distancia entre el hombre y la naturaleza. En este sentido, dos textos son ejemplares: «El animal tiene hambre» —que establece algunos puntos cruciales de la poética de lo salvaje—, y «El tambor», poema escrito en diálogo con el trabajo de Günter Grass, y que sitúa la vida de un niño —como el del Tambor de hojalata— que vive en el Chile de los 80.
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Escrivania y El jardín de las peculiaridades son el inicio de los trabajos de Jesús Sepúlveda en la incorporación de las poéticas ecológico–estadounidenses al lenguaje español. Su incorporación sucede como en muchos de los poetas que escriben desde la inmigración a países de habla inglesa: a veces con un español que sólo se reconoce en la época en que ellos lo frecuentaron (el español que Jesús Sepúlveda utiliza en Escrivania, en algunos casos, es el del Chile de los 80 y 90), otras veces con un español que parece surgido de una traducción del inglés y, finalmente, con un español que, incorporando la estructura lógica del inglés, parece siempre llegar a la métrica de los dísticos, o al uso de aliteraciones centradas en consonantes antes que en vocales.
La crítica literaria de este tipo de poesía tiende a confundir su imaginario con indiferencia intelectual, su exploración de las relaciones entre hombre y naturaleza, como un proyecto alternativo, y por qué no decirlo, naif e inconsciente, respecto de una posibilidad crítica de la Modernidad. En estos tiempos, como no mucho antes, al poeta se le permite ser un perverso, un payaso o un esteta, pero jamás un hippie (un hippie es a un excursionista, lo que un sujeto popular a uno burgués) [4].
La tradición romántico–ecológica estadounidense es escasamente leída en los países de habla inglesa, y sus traducciones al español no muy difundidas. Poesía con un camino difícil, sobre todo si consideramos que sus lectores y escritores muchas veces están vinculados a una forma de anarquismo que resulta problemática de incluir en encuentros literarios, y que el espacio que ha desarrollado la eco–crítica —quizás la escuela más proclive a revitalizar una lectura de la literatura que prescinda de los sociologismos del siglo XX— aún se encuentra en proceso de definición. En ese pequeño espacio de lectura, la poesía de Jesús Sepúlveda inicia su exploración.
Poemas de un bárbaro es uno de los últimos títulos publicados por Sepúlveda. El libro recoge la mayor parte de sus publicaciones desde 1987 hasta 2013, incluyendo nuevos trabajos donde profundiza en algunos de los temas de Escrivania, además de llevar a su máximo desarrollo la técnica de la superposición de imágenes y el uso de los dísticos. Como en Escrivania y El jardín de las peculiaridades, sus nuevos libros son una celebración y una crítica de la vida, en la clave del anarquismo verde primitivista, donde la palabra bárbaro observa con extrañeza a la palabra barbarie, y dónde el pasado es examinado como algo que debe quedar, precisamente, en el pasado. A este extrañamiento es que se debe que la voz de Sepúlveda —con su crítica de viejo sabio que sabe ser un joven filósofo, un brujo, un carpintero y un agricultor— resulte tan evocadora.
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