LA PRESENCIA MUSULMANA EN LA PENÍNSULA IBÉRICA
Por John Jaime Estrada*
La historiografía suele recontar el paso del líder musulmán Tárik, al mando de numerosos hombres (bereberes, berberiscos, egipcios, sirios, kurdos, entre otros) a través del Estrecho de Gibraltar, topónimo árabe, Monte de Tárik. En realidad, no todos sus seguidores eran musulmanes, casi todos eran politeístas; estaban armados y no se puede afirmar, aún por comodidad, que hablaran árabe. Pese a toda construcción ideológica nacionalista, como ironía de la historia, en el siglo XXI, Gibraltar es posesión de Inglaterra. ¿Fue Tárik el primero que cruzó aquel estrecho con hombres armados? Sabemos que no, pero por tratarse de un musulmán, ávido de botín, quedó así registrado para la historia y con ello para las narraciones ideológicas que le dieron una supuesta «identidad a España». El paso de Tárik, desde el norte de África, ejerció una ventaja para la ideología nacionalista cristiana. Gracias a ello, se pudo establecer la espiritualización del enemigo que dio pábulo a la literatura a lo largo de la llamada Edad Media.
Es posible que resulte hoy más comprensible ver en aquellas tierras del levante, lo que el historiador Marc Bloch denominó, «tierras de nadie». En parte porque fueron territorio de grupos étnicos de diversa trayectoria histórica. El escenario único para enfrentar a creyentes musulmanes y cristianos, fue un sesgo construido posteriormente. Por cierto, los vándalos llegaron hasta Andalucía (en el nombre árabe al-Andalus, se deja ver vándalus) y de igual manera, suevos y alanos tomaron diferentes regiones de la península. De todos ellos, los vándalos pasaron a África, destruyeron iglesias cristianas, monasterios y prácticamente borraron aquella iglesia cristiana del norte de África. (De allí que la palabra vandalismo, fuera acuñada en Francia durante los terroríficos días de 1793 y lexicalizada como execrable). Se trató de la expansión de las tribus germánicas que se fueron asentando por el sur de Europa. De modo que nadie olvida para la historia que los visigodos, encabezados por Alarico, saquearon Roma en el 410, e impactado por ello, San Agustín escribió La ciudad de Dios.
¿Alguna vez se ha pensado en los vikingos? Esos legendarios navegantes, comerciantes de colmillos de morsa, caricaturizados en las llamadas «tiras cómicas», y posteriormente por Hollywood, llevando un casco con dos afilados colmillos que les daba una imagen de salvajes. En verdad sabemos que, espada en mano, merodearon lo que hoy llamamos Andalucía; saquearon monasterios y azolaron aldeas por la misma razón: el botín. Algo frecuente desde finales del siglo VII y que continuó hasta el X, cuando las tropas del califa Abderramán III les cerraron todas las entradas a la península por el Atlántico.
Hoy en día, el levante es despensa de España y hasta de Europa, pero en aquellas épocas eran regiones extensas, llenas de pantanos y no aptas para la agricultura, con lo cual, la mejor inversión no era sembrar la tierra sino el mercado de esclavos, tal como lo hacían los romanos. Como otra curiosidad histórica, los fenicios, muchos siglos antes, venidos desde las costas del Líbano, ya se habían establecido en Cádiz, Málaga, Cartagena, Ibiza, Chipre y Malta. Con lo que reforzamos la tesis del historiador. Quienes cruzaban el estrecho eran «poblaciones sedentarias, que renunciaron a sus tierras estériles en beneficio de las caravanas y los nómadas». Como puede verse, se trataba de contingencias coyunturales que encontraban en un líder armado una buena motivación. La militarización de la comunidad y «la vida basada en el botín que obtiene», pronto le irían dando hegemonía a la umma, carácter guerrero y combatiente.
Así que resulta hoy más claro para todos, que los continuos enfrentamientos entre nobles visigodos (fratricidio y regicidio) facilitaron los avances de Tárik. Como solía ocurrir siempre y siguió ocurriendo en todos los distintos reinos de Europa y el mundo conocido, el poder no sabe de amigos sino de aliados; esto nunca ha cambiado. Cristianos y paganos pelearán juntos; musulmanes y cristianos conocerán alianzas armadas hasta casi el siglo XX. Por ello, no tiene por qué sorprender que el obispo de Sevilla, Don Oppas se aliara con Tárik para enfrentar a Don Rodrigo (el último rey godo) y derrotarlo posteriormente en la batalla de Guadalete en el 711. El fin de los visigodos estuvo «agudizado por factores catastróficos naturales —sequías, hambrunas, epidemias de peste, etc.— repetidos cíclicamente y por problemas de minorías ideológicas, como la judía, resueltos insatisfactoriamente con soluciones como la conversión forzosa. La dispersión o la esclavización en el 694».
Para el año siguiente (712), Don Oppas continuaba aliado con Tárik y pudo así hacerse al arzobispado de Toledo, que llegaría a ser en el siglo XIV la arquidiócesis más rica y pujante del reino de Castilla. Desde muy temprano podemos cotejar, gracias a la documentación, que las diferencias religiosas no son un impedimento cuando se trata de ganar, incrementar y lo más importante, mantener el poder (Maquiavelo no se apoyó en el vacío o escribió desde su fantasía creativa). Tenemos que el temible obispo vengó en cabeza de Don Rodrigo (el último rey godo) la muerte que éste infligiera a Witiza (hermano del obispo heredero al poder de Hispania) junto a sus descendientes. Constatamos en estos hechos a musulmanes y cristianos aliados y peleando contra cristianos; posteriormente, aliados contra musulmanes. Se trató quizá de la primera de estas colaboraciones armadas, pero fueron sucesivas para la historia, particularmente en España. Así lo cantaba siglos después el Poema de Fernán González: «Como es muy luenga desde el tiempo antigo,/ commo se dio la tierra al buen rrey don Rodrigo,/ commol’ovo ganar el mortal enemigo;/ de grand honor que hera tornol’ pobre mendigo». (I, 6.).
Resulta conveniente ver en los hechos anteriores que el paso por la península fue aguerrido y diverso, a juzgar por los conjuntos poblacionales que allí tuvieron asentamiento. Asimismo, nunca exento de enfrentamientos entre grupos por el poder regional. Con ello podemos colegir de una vez que no hubo uniformidad religiosa y mucho menos lingüística y que tampoco los intereses eran religiosos. Prueba de lo anterior fueron los alcances de Tárik que intentó cruzar a Francia y fue derrotado por los francos. La península no era el límite.
En efecto, el carácter belicoso de Tárik, apoyado en mercenarios cristianos y de cualquier religión, a tono con todas las incursiones militares desde los orígenes de la humanidad, no estuvo exento de enfrentamientos entre sus correligionarios. Es bien sabido que cristianismo e Islamismo no han sido desde sus comienzos religiones unificadas. En lo que compete al Islam, desde la muerte del profeta se acentuaron las diferencias radicales entre los seguidores del yerno de Mahoma, su ex esposa y los califas que reclamaban con su genealogía poder económico, político y militar, autoridad sobre el islam; lo que condujo a guerras de secesión sin término. Los avatares de tales diferencias entran hoy, en pleno siglo XXI, dentro de las atrocidades intestinas de una religión de paz. Cristianos matando cristianos y musulmanes matando musulmanes, por el mero hecho de existir, es algo que continúa en nuestro siglo XXI.
Los cristianos, a lo largo de los pequeños reinos europeos y en Bizancio, se enfrentaron por concepciones dogmáticas; más que unidad, se daba una pugna entre reinos que abrazaban variantes interpretativas del cristianismo. Mejor dicho, oriente marchaba a tono con la consolidación de las noblezas europeas. Si alguien echa una mirada al obispado de la Roma de la época (siglos IX–X) no encontrará nada halagüeño o para usar un vocabulario espiritual, edificante.
Es importante, para los hechos posteriores, que los pueblos musulmanes y de otras religiones, aunque llamadas «paganas» o «infieles», carecían de una ilustración que se pudiera destacar. Eran grupos politeístas y en algunos casos conversos al Islam, como muchos bereberes. Se caracterizaron por su movilidad, lo que les permitía atravesar el estrecho con esclavos y niños de manera continua.
Fue en un proceso de saqueos y guerras seculares, sólo después de habérseles cerrado el paso a Francia, que se asentaron al sur de la península. Las fronteras entre ellos y los llamados reinos cristianos del norte, «los castellanos primitivos, descendientes de los rudos cántabros que nunca se romanizaron (por qué habrían de hacerlo) ni reconocieron tampoco a los reyes visigodos»; fueron siempre cambiantes, obedeciendo a las ofensivas del norte y a los avances del sur.
Una característica inicial en los reinos del sur era que los productores agrícolas musulmanes gozaban de exención de impuestos, lo cual permitió el rápido adiestramiento de esas tierras baldías e incrementó el número de cristianos esclavos que trabajaban la tierra. Pero esta ley tiene su punto de quiebre en la inconveniencia para las arcas del califato. Por razones obvias, muchos cristianos pudieron hacerse a parcelas de cierta extensión que hizo de la agricultura la mayor fuente de ingreso y de rápido comercio a través del Mediterráneo. La riqueza comercial permitió un crecimiento cultural que sigue siendo el objeto de las disputas entre intelectuales hoy. Al entrar en el terreno de la cultura islámica en España sí que tenemos que vérnoslas con los nacionalismos modernos cuyas contiendas están teñidas de etnocentrismo y concepciones religiosas inconciliables.
El establecimiento del califato de Córdoba fue la superación de las tensiones tribales en los conjuntos poblacionales islámicos; pese a ello, no puede hablarse de una unidad en el pensamiento y mucho menos en las ambiciones políticas de quienes sustentaban, de alguna manera, el califato. Esa armonía de la que tanto se pondera el mundo islámico en el sur de la península, obedece más una idealización que a una realidad histórica, como es sabido, animada por las conversiones de judíos y cristianos al Islam. Por otro lado, la pretendida tolerancia de la que tantos historiadores suelen alabar, se debía más a la geografía donde vivió y predicó el profeta. Mahoma estaba familiarizado con grupos judaizantes de Medina y allí adopta las prohibiciones alimentarias: el ayuno el día 10 de cada mes, la oración dirigida hacia Jerusalén; «los elementos judaizantes se ponen inmediatamente al servicio de la lucha militar que la umma ha emprendido en contra de los paganos de La Meca». Posteriormente el profeta afirma el carácter universal de su predicación, rompe con la visión de pueblo elegido y comienza por establecer la oración orientada a La Quibla.
Las conversiones dentro de la fenomenología de la religión van paralelas a la adquisición de un poder que no necesariamente implica gran cantidad de adherentes. Por ello, para el siglo X, Córdoba era una ciudad de mayoría musulmana y el imán a cargo de la mezquita facilitaba el intercambio lingüístico y las actividades de aprendizaje en áreas hoy vedadas a los turistas. Es por ello que la actividad política no ha sido nunca un componente independiente de las prácticas religiosas, al contrario, está íntimamente relacionada con ellas. Para el creyente, la práctica de una determinada fe implicaba un seguimiento político necesario. De tal manera que en su momento, en la península ibérica, fue una obligación personal del monarca, califa o emir, el trabajo misionero.
Por aquel siglo X se gestaba en los supuestos reinos cristianos del norte un dialecto rudimentario: El Castellano. Al igual que ocurriera entre los visigodos, seguía predominando entre ellos el fratricidio. Los pormenores culturales del norte eran muy pobres comparados con los reinos del sur, así estuviesen estos fraccionados. Este fue el elemento que dio pábulo a muchos historiadores para plantear el argumento de la cultura árabe como la salvadora de la cultura en la península y por extensión de Europa.
Se han realizado estudios demográficos de aquella época. Uno de ellos, el más conocido, es el de Richard A. Bulliet quien estudió los nombres que se registran en los diccionarios biográficos islámicos. En aquellos textos se citaban las genealogías de personajes ilustres. Mientras más se descendía en los orígenes genealógicos, empezaban a aparecer nombres cristianos y judíos. Este trabajo sólo llevó a evidenciar que se realizaron muchos matrimonios entre musulmanes y seguidores de las otras dos religiones. Posteriormente este proceso también encontró su punto de equilibrio. Es importante anotar que inicialmente los cristianos no vieron a los musulmanes como seguidores de una religión nueva, al contrario, fueron percibidos como portadores de una variable cristiana: eran monoteístas, conocían a Jesús, María, los profetas y citaban con frecuencia versículos de los evangelios.
Así que hoy en día la documentación histórica permite comprobar que hubo asentamientos tribales bereberes mucho antes que musulmanes; sin embargo, no parece que hubieran tenido mayor realce, no obstante, apoyan la teoría de Gibraltar como una zona de tránsito continuo a lo largo de los siglos. Con lo cual, la espiritualización de los enemigos empezó a recorrer un camino cultural que alcanzó su cúspide en 1492, con la expulsión definitiva de los judíos y el fin del reino de Granada. En dirección opuesta, siguieron viviendo en la cultura, en la lengua, el arte y en particular en la literatura. De allí que Cervantes hubiera hecho del moro Ricote, buen amigo, generoso y trabajador; pero este es sólo un ejemplo tardío, fueron muchos los personajes moros que testimonia la literatura medieval castellana.
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* John Jaime Estrada. Nacido en Medellín, Colombia. Graduado en filosofía en la Universidad Javeriana, Bogotá. Estudios de teología y literatura en la misma universidad. Maestría en literatura en The Graduate Center (CUNY). PhD. en literatura en la misma institución. Actualmente assistant professor de español y literatura en Medgar Evers College y Hunter College (CUNY). Miembro del comité de la revista Hybrido e investigador de filosofía y literatura medieval. Su disertación doctoral abordó el periodo histórico de las relaciones entre el Islam, judaísmo y cristianismo en Castilla durante los siglos XI—XIV. Investigador personal de tales interrelaciones a través de la literatura medieval castellana, en particular en la obra el «Libro de buen amor».