LA PRIMAVERA NO VIENE SIN FLORES
Por Juan Sebastian Ramírez Prado.*
—Debes mudarte a una casa nueva, no puedes volver a subir esos cuatro pisos caminando —dijo Micaela mientras empujaba la silla de ruedas rampa abajo, intentando evitar movimientos bruscos que pudieran causarle dolor a Pascual. Él guardaba silencio con la cabeza desgonzada; le costaba mantenerla erguida, sentía como si le pesara toneladas.
Se dirigieron hacia el carro caminando por la acera en dirección opuesta al viento. Pascual sintió frío e intentó arroparse. Los brazos no le respondían, no tenía fuerzas para hacer el más pequeño movimiento. Por primera vez experimentó la sensación de estar atrapado en su propio cuerpo. Sentía como si lo hubiesen enterrado bajo aquel saco de huesos y carne del que antes siempre se había pensado dueño.
Podía oír las voces indistinguibles y los pasos de las personas que pasaban junto a ellos. También veía las sombras y los zapatos de los transeúntes en el pavimento cuando, con esfuerzo, entreabría los ojos. Las voces de dos hombres que discutían los perseguían. Caminaban tras ellos. Pascual no comprendía de qué hablaban, intentaba levantar la cabeza en vano, deseaba poder mirarlos a la cara. Cuando por fin se detuvieron frente al carro, los hombres se acercaron por detrás y lo sujetaron de ambos lados. Lo acomodaron en la parte trasera, donde lo ubicaron de tal forma que la espalda quedó recostada contra una puerta y las piernas estiradas hacia la ventana opuesta. Micaela plegó la silla de ruedas y la guardó en el maletero, intentando ignorar los gemidos quejumbrosos de Pascual, quien aún no terminaba de despertar de la sedación.
Un hombre apareció repentinamente frente al carro mientras Micaela manejaba. Se había lanzado a la calle intentando cruzarla, sin antes fijarse en los carros que se acercaban. Micaela frenó en seco y le pitó al transeúnte, a quien no se tomó la molestia de detallar.
—Lo siento, lo siento —exclamó con preocupación, pensando que el movimiento brusco y el sonido de la bocina habían molestado a Pascual. Suspiró aliviada al ver que seguía adormecido y encendió el radio, sintiendo que aquel era el primer momento de tranquilidad que tenía desde que había vuelto a la ciudad. Puso el volumen lo suficientemente bajo para no llegar a molestarlo y recorrió varios diales de la radio antes de encontrar algo que quisiera oír.
Al detenerse en un semáforo empezó a sonar una canción que no había oído quizá en una década. No recordaba el nombre pues nunca le había fascinado, mas le generó cierta gracia oírla de forma tan inesperada, cuando parecía que ésta había desaparecido de su memoria junto a otras cientos de canciones. Tarareó varias de las estrofas en voz baja mientras manejaba por la Autopista hacia la casa de los padres de Pascual. Era un día soleado y caliente, de esos tan insólitos en Bogotá.
Llamó al padre de Pascual al teléfono al estar cerca de la casa y colgó sin esperar respuesta, tal como lo habían acordado antes de salir del hospital. De aquel modo les daría tiempo suficiente para poder estar en el antejardín a la hora de su llegada, listos para recibirlo, como si se tratara de un reencuentro con su hijo tras décadas de ausencia. Al llegar encontró las rejas abiertas, aquellas rejas que siempre le habían parecido mezquinas y amenazantes, de las que sobresalían pedazos de hierro cuidadosamente afilados. Estacionó el carro frente al portón y saludó con una sonrisa a las hermanas y la madre de Pascual, quienes tomaban el sol sentadas en el banco del jardín. Renata, la hermana mayor, gritó el nombre del padre, quien bajó apresurado junto a su otro hijo, apareciendo por la puerta de la casa.
Las mujeres se acercaron al carro a ayudar con los varios objetos que necesitaban bajar y los hombres tomaron a Pascual por los lados, justo como lo habían hecho antes en el hospital. El sol le golpeó la cara con fuerza, haciendo que entrecerrara los ojos e intentara cubrirse con una de las manos. El padre empujó la silla de ruedas dentro de la casa seguido por el resto de la familia, quienes caminaban en silencio hacia el estudio, donde habían improvisado una habitación temporal.
—¡Mamá, ven que Pascual está despertando! —exclamó Renata asomada bajo el marco de la puerta, pues era ella quien estaba cuidando de su hermano en aquel momento. Todos corrieron hacia el que siempre había sido el cuarto de estudio y se acomodaron alrededor de la cama, exceptuando la madre, quien se sentó junto a la cabeza del enfermo y lo besó en la frente. A pesar del dolor, que se empezaba a hacer presente, y del malestar, Pascual sintió alegría de volver a casa de sus padres, donde viviría un tiempo, por el momento indefinido. Micaela aprovechó la reunión para estar a solas y salió a fumarse un cigarrillo al patio, donde la ropa se secaba bajo el sol. El olor del detergente en el aire se mezclaba con el del pasto recién cortado, que se encontraba apilado en una esquina. Dos pájaros cantaban y saltaban de una cuerda a otra, haciendo temblar la ropa colgada cada vez que lo hacían.
Todos habían salido de la habitación cuando Micaela entró en ella. Pascual, quien tenía la mirada fija en el televisor, levantó la cabeza y con un gesto le indicó que se sentara junto a él en la cama. Ella le entregó el vaso de agua que había traído junto a dos pastillas del tamaño de una almendra y esperó que se las tomara para acostarse junto a él. Recostó la cabeza sobre el brazo pálido que Pascual le ofrecía, se cubrió con la cobija y se dispuso a ver las noticias en silencio. Hablaban sobre un derrumbe que había ocurrido en algún lugar remoto de Colombia; un pueblo de Antioquia donde la lluvia había arrastrado casas enteras, dejando varias víctimas mortales. Miró hacia la ventana para comprobar que afuera hacía sol y no llovía como en el pueblo de Antioquia. Se acomodó de nuevo sobre el brazo de Pascual y cerró los ojos arrullada por las voces que salían del televisor, y que se volvieron indistinguibles hasta desaparecer.
Aquel día Micaela había ido directo al hotel a tomar una siesta. Estaba exhausta por el viaje, la diferencia de horario y las largas reuniones a las que había asistido durante toda la mañana. Se despertó agitada y desubicada, había oscurecido mientras dormía. Miró la pantalla del celular para ver la hora y recuperar la noción del tiempo. 4:44 marcaba el reloj, lo que le hizo pensar que tal vez aquello era un augurio de buena suerte. Volvió a dejar el celular en la mesa e inmediatamente el sopor se volvió a apoderar de ella; sin embargo el teléfono empezó a timbrar unos minutos después, que a ella le parecieron segundos. Tardó unos instantes en contestar debido al adormecimiento y la confusión.
—Hola Micaela, soy yo, Renata. Intenté comunicarme contigo antes pero me dijeron que estabas de viaje. Perdona por molestarte, sé que debes estar ocupada pero es algo importante. Pascual se accidentó volviendo de la finca. El carro se volcó.
Micaela suspiró con fuerza y guardó silencio al otro lado del teléfono.
—Está estable. Fue grave pero aparentemente está fuera de peligro —dijo Renata en un intento por comprobar que Micaela seguía al otro lado de la línea —Es un milagro que esté vivo.
Renata colgó el teléfono súbitamente, después de decir algo que a Micaela le resultó incomprensible. Micaela agarró el celular y estuvo cerca de llamar a la madre de Pascual para saber algo más sobre la salud de su hijo, pero segundos más tarde desistió. Justo cuando creía a Pascual fuera de su vida ocurría aquello. Quizá el 4:44 no era ningún augurio de buena suerte y quizá el accidente tenía un significado trascendental: tal vez significaba que no debía alejarse de él. Meditó la idea unos segundos con la mirada fija en una mancha de tinta seca sobre la alfombra, para luego inmutarse y caer en cuenta de lo absurdo de su pensamiento supersticioso; todo aquello no significaba más que lo que había sucedido. Decidió que por el momento no se preocuparía, él estaría bien con su familia y no la necesitaba, pues bien ya había sobrevivido sin ella aquellos últimos meses.
Decidió salir a caminar un poco, a ver la ciudad sin un destino definido. No era la primera vez que la visitaba, por lo que no tenía ningún interés turístico particular en ella. Aún así todavía la sorprendía la imponencia de sus edificios y sus fachadas, que no parecían ser las mismas de la última vez, cuando la había visitado en verano. Tenía la impresión de que el invierno traía consigo un aire de solemnidad y majestuosidad a las ciudades. No sólo a la ciudades sino a los paisajes en general. Caminando por una callejón estrecho, intentando evitar los charcos de agua sucia, trató de imaginar cómo sería su vida y la de sus conocidos si Bogotá tuviera estaciones. Siempre se había sentido incómoda respecto al clima de su ciudad, al que consideraba sin carácter. Bogotá era para Micaela un lugar donde la temperatura no era lo suficientemente alta para ser caliente, ni baja para considerarse frío. Un lugar donde todo parecía inmutable y a la vez agonizante. Ésta última palabra vino a su mente, trayendo con ella la imagen de Pascual, a quien imaginó gimiendo de dolor en una camilla de hospital.
El taxi se detuvo en la puerta del edificio, al que Micaela encontró exactamente igual que el día en que se había marchado. La fachada azul manchada por la suciedad del aire, las cortinas amarillentas del vecino, los mismos carros estacionados en su lugar habitual. Por algún motivo esperaba que algo hubiera cambiado al volver. Quizá esperaba un cambio tangible durante su ausencia en la ciudad, así como esperaba que algo cambiara en ella durante el viaje. El apartamento se veía más pequeño que de costumbre, pero todo seguía igual.
—Incluso yo —pensó con decepción.
Miró la hora en el reloj de muñeca, que marcaba las 23:37. Recordó la diferencia de horario y realizó el cálculo usando los dedos de ambas manos. Aún tenía tiempo de ir al hospital. Tomó una ducha rápida, se vistió con algo limpio y manejó por la Circunvalación pensando en lo mucho que odiaba los hospitales; en especial su luz blanquecina, que aumentaba la hostilidad de aquellos lugares donde ocurrían cosas repugnantes detrás de paredes impecables.
* * *
Aquella mañana Micaela se sentía extrañamente contenta, contrario a como había sido aquellos últimos meses. Se había levantado enérgica y había vencido fácilmente el tedio que a diario le producía salir de la cama. En el camino a la oficina llamó a la casa de los padres de Pascual para saber cómo había amanecido, igual que lo había hecho cada mañana desde que él se había accidentado. El teléfono timbró sin respuesta alguna. Micaela insistió y llamó a los celulares de Pascual, Renata y sus padres. Todas las veces la llamada se fue al buzón de mensajes. Dudando sobre qué hacer, siguió camino a la oficina. Tenía varias reuniones y cosas por hacer, por lo que no podía perder tiempo yendo a buscar a Pascual hasta la casa.
—Siga —exclamó Micaela tras los golpes en la puerta de la oficina, pensando que quizá era su asistente o su jefe.
Al levantar la cabeza para identificar a quien se había detenido en la entrada, tras pocos pasos de la puerta, Micaela vio a Pascual, quien sonreía en silencio. Perpleja, abrió los ojos en gesto de sorpresa. Ciertamente no se sentía preparada para aquél encuentro; ni siquiera se le había ocurrido que él se levantaría pronto de la cama. Había pensado en aquel evento como algo muy lejano, mas los días habían pasado y la fecha había llegado, de manera repentina para ella.
Micaela guardó silencio y sólo se le dibujó una sonrisa en la cara. Pascual se acercó y le entregó en las manos un ramo de flores que ella aceptó, poniéndose en pie y abrazándolo con fuerza. Lo agarró por los hombros, lo observó de arriba abajo y sintió una gran dicha que le puso lo ojos vidriosos.
—Gracias Micaela —dijo Pascual mirándola fijamente. Ella se sintió vulnerada por la intensidad en su mirada y la cercanía de los cuerpos, por lo que interrumpió el contacto visual, se alejó un paso hacia atrás y fijó la mirada en su pelo, que había crecido. Varias canas se le asomaban sobre las orejas, y arrugas le habían aparecido en la frente.
—Has envejecido —respondió ella con una sonrisa.
Esa misma noche Micaela fue hasta la casa de los padres de Pascual. Allí prendió un cigarrillo y se sentó en la acera del frente mirando hacia las habitaciones, donde las luces estaban encendidas. De vez en cuando veía sombras de personas que pasaban tras las ventanas e intentaba adivinar su identidad, basándose en la contextura del cuerpo. Se puso en pie, caminó hacia la casa y arrojó una carta en el buzón, no sin antes tomar un suspiro fuerte, de aquellos que se toman en momentos difíciles.
Camino a casa decidió que vendería el apartamento en Bogotá y compraría uno en Miami —donde el clima tiene mucho más carácter—, se dijo a si misma. Le harían bien el aire de la costa, el sol y el mar. Buscaría un nuevo empleo y tendría una vida nueva lejos de Pascual. Esta vez no contestaría llamadas de números desconocidos ni de personas a las que había decidido olvidar.
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* Juan Sebastian Ramírez Prado es un biólogo bogotano, graduado de la Universidad de Los Andes. Realizó sus estudios de maestría en KAUST, Arabia Saudita, y actualmente cursa su doctorado en Biología de Plantas en la Universidad de Paris-Sur. Cuenta con varias publicaciones académicas, incluyendo artículos de investigación y reviews en revistas científicas indexadas. Gran parte de su tiempo libre lo dedica a la escritura de ficción y poesía. Ha publicado un cuento anteriormente, titulado After Autumn, en la edición número 8 de la revista norteamericana Hello Mr. En la actualidad, en paralelo a la investigación, se dedica a la escritura de su primera novela corta.
Felicitaciones Juan! Me amenizó mucho el cafecito después del almuerzo.
Un abrazo
Christian
Que escrito tan bueno y amañado, lo ata a uno de principio a fin. Felicidades Juan Sebastian Ramírez.
Soy María del Pilar amiga de tu mami, felicidades 😊