LA SANGRE SIEMPRE TIRA Y AQUÍ ENTRE MONOS
Por Luis G. Bejarano*
Por creer que las almas de los muertos poblaban cada rincón de las casas de los vivos, un día Homero Sarrástegui y sus dos hermanas decidieron reunirse con una médium para comunicarse con el abuelo Matías que había muerto hacía dos años. En aquel pueblo olvidado del llano en el que no había cementerio porque los muertos se enterraban justo donde caían, el espiritismo, lejos de tomarse en serio, era más bien una necesidad morbosa por saber secretos de las vidas ajenas y tratar de espantar a la familia. Una vez reunidos en la sala, un viernes a media noche, le pidieron a la médium del pueblo comunicarse primero con el abuelo Matías, a quien no creían poder invocar entero después de haber muerto en las vías del tren, apareció en la primera sesión para sentenciar el presente y el futuro de quienes lo indagaban. —Lo mejor es que salgas del país cuanto antes y te dediques a cuidar ancianos—se le oyó sentenciarle a Homero, su nieto mayor, quien boquiabierto ante la imagen de ultratumba que parecía salir del espejo de la sala, comenzó a llorar de arrepentimiento por haber perjudicado entre muchas a su adolescente prima Leonor. El consejo le venía como anillo al dedo y era mejor que lo hiciera antes de que el padre de Leonor tomara cartas en el asunto y le hiciera peligrar su insignia de hombría.
Seguidamente los Sarrástegui decidieron aprovechar la presencia de la médium—a quien sólo le importaba que le pagaran por hora o fracción—para invocar, por pura curiosidad, al espíritu de una vieja bruja del pueblo a quien apodaban la Chalandraca y saber qué pasaba con la suerte de semejante personaje. Con lo que no contaban era que despertar aquel espíritu hiperactivo les iba a costar más de un desvelo. Apareció con gran estruendo y aturdidoras risotadas, los puso boca abajo para luego caminar sobre ellos, después de casi hacerles tragar la lengua del pavor que jamás imaginaron sentir en vida. A partir de ese día el espíritu de la bruja se les metió al rancho y lo puso patas arriba, le cambió de sitio a todo, rasgó las páginas de la Biblia, que estaba abierta en el salmo 88, y no se sabe cómo hizo para que aparecieran los calzoncillos de Homero y las viejas fotos de la familia que colgaban en la sala, en San Calixto de las Malocas, un pueblo a 36 kilómetros de allí. —La condenada bruja no nos dejaba ni pegar el ojo y cada vez que estábamos en la casa lo menos que esperábamos era que nos partiera de la risa haciéndonos cosquillas por todo lado—se quejaba Ofelia, la hermana menor de Homero.
El viernes siguiente se convencieron de que deberían convocar otra sesión con la médium para lograr un acuerdo de paz con aquel espíritu endemoniado. La Chalandraca les dijo entonces que la dejaran en paz y que ella solo se vengaba haciéndolos reír hasta las lágrimas por las incontables burlas y apedreamientos a los que la habían acostumbrado en vida. Su regreso al mundo de los vivos había sido tan convincente que a nadie le quedó más remedio que aceptar sus condiciones, aunque ya Homero le quería cobrar un mes de alquiler por habitar todos los espacios de la casa y por violar su intimidad atravesando puertas y paredes.
Lograron tan viva comunicación con la bruja que quisieron extender la sesión dos horas más, para averiguar los chismes de otros muertos del pueblo. Así fue como saltó a escena la vieja Josefa Benavides, la mejor amiga de la Chalandraca y a quien se le había conocido como la celestina del pueblo, por sus enormes atributos como comerciante de necesidades y placeres. La vieja Josefa apareció cargando una extraña muñeca de pelo negro lacio y enormes cejas. Lloraba desconsolada aún el rechazo de su hija bastarda Roxana, a quien siempre negó en vida y trató de hacer pasar como ahijada, para que no condenaran su pecado las chismosas del pueblo. Sin importarle confundir a su audiencia, prosiguió hablando de su hija, quien ya esperaba un hijo y quien a pesar de su carácter debería tener un vestigio de alma en alguna parte y sentir algo por su difunta madre.
De repente el espíritu de otra mujer irrumpió en la escena confesando a la ya desconcertada audiencia sin ninguna introducción: «La muerte fue lo que me separó definitivamente de aquella verdad que me tenía sepultada en vida, por ocultar por años la barbaridad por la que sigo purgando… Con razón todos ustedes se quedaron chiquitos y viven enfermos todo el tiempo… Ah, pues yo nunca falté a mis deberes y cumplí a cabalidad mis responsabilidades de madre, pero eso sí, su abuelo Matías, que también era su papá, me exigía más de la cuenta… Era muy inconsciente, se la pasaba entre borracheras y amiguitas y estaba convencido de que siempre lograríamos ocultar nuestro pecado si se casaba con otra mujer… Nunca hubiera pensado que procrear como lo hicimos fuera una forma para que el pueblo nos viera como una familia normal… Morir así fue la mejor forma de terminar con una tradición heredada y no seguir siendo cómplice de una estirpe maldita».
Y diciendo esto se fue evaporando en el espejo la imagen de una mujer de rasgos indígenas, enredada en una túnica amarilla, de la mano de Chalandraca y de la vieja Josefa, seguidas por un caballo negro que arrastraba lo que alguna vez fueran las partes del abuelo Matías. En el escaparate de la sala y muy cerca a los presentes descansaba el frasco de raticida que cambió el destino de aquella mujer, y que Homero y sus hermanas ahora lo bebieran al enterarse que su madre era su misma hermana.
AQUÍ ENTRE MONOS
A pesar de la casual conversación que sostenía con una invitada, mis ojos no resistieron la tentación de acompañar el torpe caminar de una diminuta sombra entre los jardines que bordeaban la piscina. No podía creer lo que veía y mi sorpresa solo causó la risa de los que estaban conmigo, para quienes parecía ser común y corriente ver a un chimpancé empleado como mesero en una fiesta privada de semejante calibre. Parecía tan natural su habilidad para servir el vino, sosteniendo la botella en la mano derecha y una copa en la izquierda, que ni siquiera pregunté si estaba entrenado, solo me carcajeaba entre dientes ante semejante cuadro surrealista. Los anfitriones e invitados en aquella hacienda se fueron sumergiendo cada vez más en exageraciones exóticas y gozaban de su trivial existencia bailando un son estridente, comiendo sin mesura y bebiendo ausentes del tiempo y de la realidad del mundo exterior. Del centro de la inmensa piscina emergía, para aquellos que se aburrieran de nadar en champaña francesa, un bar giratorio rico en cócteles afrodisíacos y luces estroboscópicas que desafiaban el atardecer. Una mezcla de risas y gritos agudos me hizo girar para ver lo que sucedía entre las mesas del jardín. Pepe, el chimpancé, había optado por sorprender a la doña de la casa invadiendo su intimidad. Astutamente se había metido entre la falda de su rubia patrona «la gringa», quien explotando en aullidos y sonrojos trató de evacuar apresuradamente al familiar intruso. Nunca pude saber si Pepe había estado robándole sorbos a la botella o se había zambullido en la piscina, pues se había portado a la altura de las circunstancias y nadie hubiera esperado semejante demostración afectiva. Pasado el percance, todos regresaron a sus extravagancias, a sus charlas pasadas de tono, y a seguir emborrachando el día para beneplácito del patrón, don Rafael, de quien me advirtieron le llamaban ‘el Pachá’, reconocido gran bailarín y casanova. Yo no esperaba que mi viaje de negocios a Río terminara con una invitación a las afueras de la ciudad y presenciara este derroche bacanal que todos disfrutaban como si fuera el último deseo de unos condenados a muerte. No sólo bastaba el choque cultural de llegar a un país del trópico, había algo más en esta experiencia que me perturbaba. Si bien, el ambiente de la fiesta era acogedor, toda esa gente parecía ser parte de una proyección surreal que, quizás por efectos de la alta radiación solar, daba la sensación de estar sucediendo en otro lugar.
La realidad de un vacío absoluto era algo que nunca había concebido ni como idea remota. Cuando el guía nos pidió apagar las lámparas y permanecer en calma, sentados experimentaríamos una sensación de soledad en la más completa oscuridad, ni siquiera podríamos ver la sombra de la mano al pasarla frente a los ojos. La experiencia no duraría mucho. Por culpa de la ansiedad de algunos compañeros de la excursión y hasta de mi intérprete, reanudamos nuestro tour por ‘las grutas del ángel’ y encendimos nuevamente nuestras lámparas de mineros por cinco horas más. Cada paso que daba entre cuevas y grietas, o movimiento deslizándome sobre la espalda por esquivos intersticios, me parecía haberlos vivido antes, aunque no estaba seguro si había sido allí mismo. La sensación de quedar atrapado entre estrechos laberintos que forzadamente aceptaban los contornos de mi cuerpo llegó a desesperarme, más aún al ver cómo mi lámpara se apagaba al caérseme el casco por un instante. Pensar qué hubiera pasado en caso del más leve temblor en aquella inmensa gruta, me hizo ver con triste claridad la telaraña que me separaba de la muerte.
Por un momento la duda de nuestro guía sobre la ruta me hizo temer una desgracia: estaríamos perdidos en aquel laberinto, algunos morirían de miedo y fatiga y otros tendríamos que practicar un canibalismo humanitario para sobrevivir hasta que eventualmente nos rescataran. Pero no, no fue necesario, René pareció de nuevo seguro de proseguir el camino por la ruta prevista. Recuerdo que nos advertía que éste, sin embargo, era un tour fácil y para principiantes, que el de un día para otro era para expertos. Aquel incluía pasar por formaciones inestables de las cavernas y caminar al borde de cañones abismales y resbalosos que quizás sólo conocían la ruta hacia el centro de la tierra. Parte de su entrenamiento de guía consistía en dormir dentro de las entrañas húmedas de la tierra, acompañados sólo por la oscura soledad y el rumor de las salamandras en su incesante cacería por gotas de agua, perpetuando su existencia mineral. Todo esto me hacía anhelar el momento de dejar todo atrás y estar otra vez bajo el manto del sol, que mi piel ya extrañaba a gritos; pero aún no era hora y reinarían las sombras de aquella realidad. De repente, al tratar de pasar caminando con cuatro puntos de contacto entre los bordes de uno de los cañones de la gruta, resbalé irremediablemente y desapareciendo para mis aterrados compañeros en la oscuridad de aquel foso, rodé entre estrechas grietas afilando un grito que se ahogaba sin tiempo en mi garganta, hasta finalmente tocar fondo y quedar flotando en la superficie transparente y luminosa de un inmenso espejo de agua. Aterrorizado miré a mi alrededor solo para darme cuenta que no estaba solo. Flotando cerca de mí descubrí los restos extrañamente incinerados de un grupo de hombres y mujeres que se parecían a los anfitriones e invitados de la hacienda del «Pachá». En medio de mi natural curiosidad quise mirar hacia abajo para explicarme dónde estaba y qué era real en ese momento. Al sumergir la cabeza pude distinguir desde lo alto y a la distancia la hacienda donde había estado el día anterior —aunque curiosamente parecía estar ahora habitada por chimpancés–. Lo que no pude explicarme fue si la intensa luz de aquel gigantesco espejo acuoso que flotaba en el cielo había, por alguna razón, incinerado a toda esa gente dejando sólo los cascarones que había visto; o yo colgaba suspendido en la telaraña que une el cielo con la tierra y todo regresaba a su origen, dejando en su lugar el reflejo de lo que quizás fuimos alguna vez.
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* Luis G. Bejarano. Profesor colombiano, titular de español y educación de lenguas modernas en la Universidad de Valdosta State en Georgia, Estados Unidos. Recibió su maestría en lingüística de la Universidad de Georgia, y su doctorado en literatura en la Universidad de Oklahoma. Sus publicaciones incluyen un libro de literatura comparada del modernismo hispanoamericano y el simbolismo francés, y artículos sobre literatura latinoamericana del siglo XX y el siglo de oro español. Asimismo, ha publicado estudios comparados sobre educación de lenguas extranjeras en Estados Unidos y España. Sus intereses también incluyen la escritura de cuentos y poemas, así como el dibujo, la pintura y la escultura. Correp-e: lgbejara@valdosta.edu