LA VIUDA Y EL SOLDADO (VERSIÓN DE UN RELATO DE PETRONIO)
Por Iván Mauricio Lombana Villalba*
Además de convocar gentíos, hacía venir a mujeres muy consideradas de veredas vecinas, que corrían a presenciar el espectáculo que propiciaba la tan notable pudicia de la mujer de Éfeso, que no se resignaba a creer que había muerto enloquecido su marido, mientras se amaban, y se negaba a apartarse de él, aun cuando jamás se iba a levantar de su tumba.
Desprovisto de sus fuerzas vitales no se mueve el cuerpo, aunque bajo tierra no dejen de crecer las uñas, las barbas y los cabellos, según los empíricos.
No atisbaba a más que a repetir, como siempre le decía su señor, que no podía soportar estar por largo tiempo ausente de ella, cuando salía él a otras ciudades a vender las obras de su taller, y que tan pronto entraba a casa, la amaba con toda la intensidad de su contenido amor, al extremo de sucumbir durante el clímax en la unión.
Por eso, en virtud del amor de su marido, y no contenta con las costumbres vulgares en la celebración de las exequias, prosiguió apasionada el despliegue del doloroso funeral, sin despegar las manos y su pecho, del cuerpo de su señor.
Más aún, sin anudarse la crin, y desnudos los soberbios, redondos y blancos senos, visibles para la asidua concurrencia que contemplaba su digno aspecto, no sólo se propinaba golpes de pecho ante los que la frecuentaban, entre otros gestos rituales de pesar, sino que, acorde con la expresión desordenada de sus afectos, tras escoltar al difunto para enterrar y sepultar su cuerpo en la cámara subterránea, lo veló, mantuvo la observancia del luto, e incluso, en la celosa custodia, derramó profusas lágrimas.
Tan notable era la gratitud y la lealtad de la mujer, que se lamentó todos los días, en intento de aniquilamiento, fingido o cierto, sin siquiera guarescerse de la lluvia; solo rodeada de los gusanos de luz, durante las eternas noches.
Se afligía de tal manera que, con todo, no pudieron alejarla de perseguir la muerte sin tregua, por inedia, sus padres; sin conseguir arrebatársela al difunto para llevársela consigo, ni logró nada ninguna de las personas más cercanas, pues separarse no quería un solo instante de la tumba, como antes no se apartaba de ella, de él.
Así que, callaba seguido a sus familiares frente a la multitud escandalizada: «No me den más consejos, que ni muerta de mi marido me apartaré». Recibieron repulsas de la compungida aún los magistrados y otras dignidades romanas que se acercaban ante tanta murmuración. Lloraban al tiempo los padres, los amigos, la viuda, los magistrados, y todos los visitantes, mientras asistía de mala gana a la agria convaleciente, una esclava fidelísima que permanecía posada cerca, y a una le prestaba sus lágrimas de la manera más apropiada.
Simulaba dolerse con fingida dulzura y acomodaba el llanto al de su señora, de modo que pasaba por lamentos de tristeza su disgusto, en mutua indisposición por la ausencia del señor, hasta convulsionar, y las veces que desfallecía la llama, la renovaba al momento.
Asediada la viuda, en su desprovisto campamento, ridiculizada se convertía en fábula, en la medida en que se divertían con burlas las demás mujeres, aunque no tanto los hombres, agobiados con tanta expresión de dolor.
En estas circunstancias, había una sola habladuría en Éfeso, y deploraban con tristeza muchas personas formadas con las enseñanzas griegas, y hasta en Roma, y a lo largo y ancho del imperio, la mala estrella de la mujer de singular ejemplo moral.
Después de estar a punto de iniciar un quinto día que le imponía el destino sin alimento, la rodeaban, la abrazaban, la ceñían de la cintura, y no acertaban a mejor arte, para más amarla, con rebuscada pericia. Hasta de lejos, entre el tumulto, la abarcaban con la mirada, y la saludaban, mientras con tiento se alejaban.
Mas, pronto predominó el desdeño, y la disipación paulatina de la multitud, hartos de lo mismo, de modo que una tarde, echada a perder sin regocijo, aun cuando todavía resplandecía el sol; para ver si reaccionaba, la dejaron sus padres, por supuesto, no sin procurarle agua, mantas y las cosas necesarias. También se marcharon los demás parientes, para ver si dejada en soledad, paraba de lloriquear, y por propia iniciativa, de pronto, cansada, regresaba a casa.
De modo que solo refulgía a lo lejos la silueta de pudicia amorosa de Cupido, según manifestaban en todos los órdenes, aunque, en suma, con el irse de los días, los signos de tan persistente amor presagiaron a la esclava pusilánime; ante el ánimo endeble de su ama, y por la deformidad del rostro, debido a tantos aullidos y gritos de lamento; la anticipación monstruosa del mal que aguarda en el deseo del daño propio, y comenzó a temer por su señora con sentimientos más sinceros.
Entre tanto, asignó el emperador de la provincia unos soldados a los que mandó infligir la apropiada tortura a unos ladrones, para inculcar no cometer semejantes acciones contra la propiedad. Les cortaron la punta de la nariz, las orejas y los testículos, no sin quebrarles los dientes, y los colgaron vivos, clavados de las manos y de las piernas en cruz de ramas robustas, para hacerlos perecer con tormento dilatado.
Era previsible lo que acaeció luego. Dejó solo y a cargo de la custodia, el soldado más veterano en las campañas romanas, al otro más joven, para que no fueran a quitar los cuerpos de las cruces y los sepultaran, después de prometerle el relevo que nunca cumplió.
Por tal motivo, próximo a enfrentar una nueva noche, tan fría que si no encontraba la manera de calentarse moriría congelado, tan pronto notó la débil llama que fulguraba clara entre los monumentos, se acercó al cementerio el soldado joven en busca del calor del fuego, y tras escuchar en la penumbra los sollozos y suspiros propios de la que había llorado tanto en su luto, los tomó por gemidos eróticos, excitado pronto, y sintió deseos de observar qué pareja se escondía entre las tumbas, o lo que fuera que sucediese.
Al sarcófago descendió pues, para instruirse en los vicios de la estirpe humana, y tras contemplar los contornos voluptuosos de la pulcrísima efesia, aunque sucia y mal oliente por el paso de los días, sentada sobre el cuerpo de su marido, a modo de intento por revivir los momentos en que murió; quedó turbado el soldado, por la sorprendente concupiscencia que sólo los dioses podían ofrecer, y no sólo dominado por la curiosidad de hallar en tan tétrico lugar a una mujer tan desamparada como él, quiso acercarse más, por alcanzar a atisbar la cara y fisionomía de quién, o bien, qué, amaba o devoraba un cuerpo inerte.
Tan sucia, descuidada y cubierta de polvo y tierra estaba la piel de la mujer, que, por un buen lapso, imaginó el soldado que se trataba de una hambrienta criatura infernal, que vestía y asumía la figura de hermosa cortesana, porque se notaba que había conseguido violentar la tumba sin ayuda; aunque al detallarla, quedó prendado de los ojos azules, que brillaban cristalinos entre la agitación de los cabellos cenicientos.
Sucedió casualmente todo, por combinación fortuita de los átomos. Primero atosigado, al acudir a aproximarse a la escena, tropezó con la esclava que trataba de dormir junto a su ruidosa ama, y cayó de bruces sobre el pecho desnudo de la agraciada efesia. De inmediato, se sintió resuelto a voltearse y desfundar su espada, mas tan pronto levantó su rostro de los inmensos senos que sentía plácidos, al advertir el llanto de la mujer, se reincorporó y de rodillas vio tendido el cuerpo adyacente del desnudo difunto que habían sacado de su tumba.
Al echarle una temerosa ojeada, para su sorpresa advirtió que estaba el cadáver empapado de las lágrimas y el sudor de la mujer, y que tenía arañado el rostro, lo que lo llevó a considerar que se restregaba en el laido marido, y que lo besaba al punto de la culminación del placer solitario.
Le tuvo lástima, aunque después de escuchar entre murmullos de la esclava lo sucedido, se propuso sustituir al difunto para aprovechar libidinoso la sensualidad inusitada de la fantástica mujer, y oportuna redondez de las nalgas efesias, que se le ofrecían de aquí para allá, porque no paraba de caminar inquieta, para revolcarse luego y golpear el suelo. Por un rato, se contuvo el soldado sin lograr conjeturar la forma de mitigar la desesperación amarga de la reciente viuda.
De tal suerte, apenas la esclava retomó el sueño, se armó de valor el soldado para arrastrar de los pies el cadáver unos metros, lo cubrió con respeto con la manta que tenía para pasar la noche, alimentó el fuego y procedió a desnudarse para acostarse en el frío y duro suelo, con su fuste tieso al lado de la señora efesia, que apenas percibió su compañía, a su vez, se sentó sobré él y exigió lo que tanto requería, sin apenas notar cambio en la suplantación, acaso por la debilidad y el aturdimiento.
Durante la cópula de vertiginosa intensidad, le enterraba la efesia las uñas en los pectorales fuertes y marciales, en tanto musitaba sensuales palabras en griego jónico, soñando con su marido; de lo que no entendió ni una sola palabra el soldado, embriagado del olor singular que despedía el cuerpo de la mujer; y le apretaba, a su vez, los colgantes senos de bermejos pezones, a punto de reventarlos.
Admirada de la conducta de su ama, disfrutaba boquiabierta del erotismo inusitado la esclava, y como sintiera la incomodidad de la excitación, estimó conveniente apartarse a descansar, pues su señora no la requería.
Arrobada en sus ofuscados desvaríos, llegó pronto a la plenitud de su deseo la señora, y con el ánimo de fiera sacudió la cabeza de lado a lado, y le propinó latigazos con sus cabellos en el rostro, a punto del pleno apogeo de las peripecias del soldado, para detenerse abruptamente la efesia, al abrir los ojos y fijarse en el rostro compungido de placer del joven. Había notado las diferencias de contextura y desempeño, por lo que al contemplar tirado a un costado al difunto, gateó hasta donde yacía, para tendérsele encima, como quien no quiere, con forzados lloriqueos.
Tras estar con una mujer tan respetable, señero en sus truncadas imaginaciones, reparó el soldado que estaba untado de los ungüentos y aceites con que ungieron el cuerpo del difunto, pero, de repente, aminoró su asco al ambicionar una vida mejor que la de estar pendiente del cuidado de agonizantes crucificados, y de cuanta tarea pueril le encomendaban sus superiores a capricho del emperador, por lo que elucubró la idea absurda de trabajar por irse a residir a la casa del difunto, heredada por la viuda.
En cambio, una vez terminado el cortejo, incómoda, juzgó a cabalidad sus actos la mujer, y aunque con los ojos secos, reconvino con rabia por su ultraje al soldado, le echó en cara aprovecharse de su postración delirante, y le precisó que ignoraba lo que hacía, pues presumía que estaba con su marido, reanimado por los dioses, compasivos de su dolor.
Tomó las quejas por una insolencia muy femenina el soldado, pero se aguantó para continuar en pos de su cometido. Encendido en las agrestes razones que fugaces amargaron su ánimo, todavía desnudo, y a medias erecto, cubierto de polvo y arena, iluminó una chispa sus consideraciones, y dedujo complaciente que el añoro del extinto marido se había convertido en una pasión que no podía soportar sin un profundo sufrimiento la exaltada señora, que, espantada, reanudó su juego de niños en el que cantaba endechas y erigía un túmulo a su hombre, con los restos de la lápida y las piedras dispuestas que encontraba a la mano, que disponía con suma delicadeza.
Buscó mejor opción para desarrollar su combate el soldado, y la conminó a considerar, si acaso no valiera más que estuviera en su casa, y no en el cementerio. Incluso le aseguró que se notaba que, además de ser tan hermosa, descendía de buen linaje y gozaba de riquezas heredadas, por lo que le convenía disfrutar la fugacidad de la vida. Sin embargo, ni volteaba ni alzaba la cara la efesia para mirar al romano, y, por el contrario, se limitó a reiterarle que la había querido tanto su marido, que casi no se separaba de su vera, hasta llegar a morir mientras la amaba, como sólo lo merecía ella, y que no tenía otro pensamiento.
Pero al sentir antojos de comer, tras haber alcanzado el éxtasis con el soldado, o con la imagen del marido, y al recordar que las palabras solo tienen poder si se acompañan de acciones, conjeturó el joven que a la efesia también la dominaba el hambre, y contra su empecinada negativa, para influir en sus deseos, le trajo y ofreció su cena, al tiempo que emprendió de nuevo las lisonjas y tretas, para convencer a su evasiva amiga de probar más que un bocado, ofreciéndose como su sirviente.
En suma, empezó a exhortar a la sufriente de la inutilidad de perseverar en dolor tan vacuo, para que separara su pecho de gemidos improductivos, y que mientras dure la vida hay que entregarse a los placeres.
Para reanimarla, le peinaba con los dedos los enredados cabellos, le masajeaba el cuello y le estimulaba los senos con delicadeza, a la vez que le aconsejaba inhalar y exhalar con pausa, en tanto sólo pedía con insistencia por merced que probara la cena, pues según sabía, la sede de la memoria quedaba en el pecho, y con las caricias, procuraba suplir los plañidos de añoranza y de dolor, con suspiros amorosos y jadeos reanimadores de placer.
«Es el resultado de todos, el mismo, con idéntico domicilio», añadía con ínfulas y tono de sabio, al examinar la situación y relacionar la existencia con la fatalidad.
A pesar de todo, juzgó tal exordio discursivo con apreciación funesta la efesia, porque en lugar de ayudarla a olvidar al difunto, le restregó la inminencia de la muerte con otras máximas estoicas y romanas.
Por lo demás, el resto de elucubraciones exasperantes con las que salió el soldado, para que retirara las heridas del pensamiento, la irritaron aún más, y, sobre todo, que llegara al colmo de sugerirle que buscara otro hombre, para hallar la felicidad en la dulzura de los placeres cirenaicos.
Prosternado su corazón, no quiso replicarle la efesia, y evitó trabar más conversación, aunque probó unos bocados su boca. Todavía repercutía en la humedad de su vientre el desagradable estremecimiento; y en su cabeza, la fruición de aquella impetuosa, ignota y vulgar consolación que le propinó el soldado, reforzaba su traumático sentimiento de abandono con pudor, por lo que, otra vez, corría de aquí para allá, acelerado con vehemencia el pecho, y se impuso desgarrarse los largos cabellos para cubrir el cuerpo de su marido.
No obstó tanto para que se retirara el soldado, sin que culminara sus preces y exhortaciones, y aún desnudo, y sin sosiego, la tentó de nuevo, y la asedió para que se cebara tanto de comida, que la esclava también seducida por el olor, tuvo ganas del vino, y se acercó para ofrecerle con mirada depravada los pechos, que rechazó él con pudor fingido por apariencia, no sin ofrecerle de beber y comer en razón de verla tan hambrienta.
Reconfortada, y agradecida con el soldado, se puso de su lado, y empezó a su turno a expurgar la esclava la pertinacia de su señora, por lo que le citó a Virgilio, a la vez que señalaba los sepulcros, para que dejara de creer que las cenizas y los restos de los sepultados sienten. Y continuó con una perorata propia:
«No consigue nada señora, si en este sitio, desconsolada, en el suelo, se desmayara del hambre; si se entierra viva, o si exhala indemne el ánimo antes de la fatal exigencia de los destinos. ¿Aún tiene fuerzas para revivir? Debe advertirle el cuerpo tieso de su marido, lo que hay que evitar. Una invitación nadie rechaza, ni está en contra de la comida y la bebida, si piensa en vivir. Vamos a casa y llevemos al soldado, que puede servir de no poca ayuda».
A tanto instó la esclava, de manera que estuvo de acuerdo la efesia y permitió, encorvada, que rompiera la abstinencia por un rato, no menos ávida en atracarse de comida, y quedó repleta.
Por lo demás, sabido es lo que suele tentar a la gran mayoría aun en la saciedad. No solo continuó con los halagos y súplicas el soldado, con lo que obtuvo que su nueva matrona deseara vivir, sino que su impetración atacó su pudicia. Ni deforme ni falto de elocuencia le parecía el joven a la ya no tan casta efesia.
También, mezclada entre los dos, la persuadía la esclava, abrazándolos por la cintura, a que no luchara ni se resistiese contra el amor placentero.
No hay que juzgar; nunca nace apacible el amor. En efecto, ni del bajo vientre se abstuvo la mujer y la persuadió de condimentar la comida con lo otro, el victorioso romano.
Conque la retuvo en sus brazos y yacieron no tan solo por aquella noche que contrajeron simbólicas nupcias, sino que permanecieron en la necrópolis juntos hasta el tercer día, bloqueadas las puertas de la bóveda, de manera que cualquier amigo que la conociera y se hubiera asomado a la tumba, al notar el hedor que apestaba, seguro hubiera imaginado que también había expirado la pudorosa mujer, sobre el cuerpo de su marido.
Por lo restante, deleitado y recreado con las formas reticentes femeninas y el encanto del secreto, al caer la noche adquiría el soldado cualquier bien que estuvo a su alcance, según sus posibilidades, y al instante corría al monumento a encontrar a su señora, para ofrecérselo.
Entretanto, al advertir que todavía estaban vivos los crucificados, y al ver tan laxo al soldado en su custodia, en la noche, los parientes de uno de los ladrones lo descolgaron y se lo llevaron para curar su cuerpo mal herido.
En su ociosidad, era tal la entretención del soldado, que solo el día posterior al robo vio que no pendía un cadáver de la cruz, por lo que al recelar el suplicio que le esperaba por el descuido, le pidió por su merced a la mujer poder disponer del cadáver de su marido, y esgrimió una cantidad de argumentos para que accediera a tan extraña petición.
En resumidas cuentas, le aseguró a la viuda, que si no aceptaba, no iba a esperar la sentencia del juez, sino que se contentaría con pasar por la espada, ahí mismo, para expiar con justicia su dejadez. Por lo tanto, le instó a que le hiciera un lugar y lo acomodara en el sepulcro junto a su marido, pues a la larga, también había sido su amante.
Tan sólo le respondió, no menos misericordiosa que antes púdica, la mujer efesia que por el contrario no quisieran los dioses que en el mismo sitio viera a sus dos hombres amados muertos, y que prefería colgar al muerto que matar al vivo.
De inmediato, le ordenó levantar el cuerpo de su marido y clavarlo en la cruz vacía, pero continuaba sumido en la preocupación el soldado; y tuvo que romperle los dientes, castrarlo, y cortarle las orejas y la nariz al cadáver del marido, la mujer, con ayuda de su esclava, para admiración de los pueblerinos que razonaban de qué extraña suerte el muerto volvió a la cruz.
Entonces expuso el soldado la situación, y que, según su parecer, lo más honorable y recto consistía en dignarse a recibirlo en casa, casarse con él y compartir sus bienes, o contaría lo sucedido a sus familiares y a todo lo largo y ancho del Imperio.
De tal forma el soldado apaciguó el duelo y la prosternación del corazón de la viuda de Éfeso, para su provecho, y sus elucubraciones no resultaron tan descabelladas, excepto porque la viuda no heredó ninguno de los bienes del difunto, sino los hermanos de este.
Pronto tuvo la efesia un hijo, que no tenía un átomo de romano en su semblante, y tuvieron que ir a vivir de forma modesta a las afueras de Roma, con la ayuda del padre del soldado, porque en Ésfeso nadie protegió a la viuda virtuosa.
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* Iván Mauricio Lombana Villalba es filósofo del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario (2000), magíster en Comunicación (Pontificia Universidad Javeriana, 2004), magíster en Comunicación Política (Fundación Ortega y Gasset, 2008), magíster en Humanidades (Universidad Carlos III, 2009), PhD. Cum laude en Humanidades (Universidad Carlos III, 2015). Ha sido asesor y capacitador en políticas públicas y derechos, editor de revistas y textos institucionales, académicos y literarios. También ha trabajado como editor y redactor de diferentes revistas institucionales, académicas y literarias. Es autor de numerosos artículos académicos y de reseñas en diferentes revistas de Colombia, España, México y Argentina, entre otros.