LABERINTO DE FORTUNA DE JUAN DE MENA, POESÍA E HISTORIA DE CASTILLA EN EL SIGLO XIV
Por John Jaime Estrada González*
- EL HORIZONTE HISTÓRICO DEL LABERINTO DE MENA
La trayectoria del reino de Castilla desde finales del siglo XIV se puede establecer diciendo que fue una lucha incesante por el fortalecimiento de la autoridad monárquica. Ya desde el siglo XIII, el rey Alfonso X, «el Sabio» (1221-1252) contó en su corte entre muchos otros, con los oficios de Bruneto Lattini como notario. Dante lo encuentra en el infierno con sorpresa: «¿Vos aquí, Señor Brunetto? (Inf. XV;30) Y más adelante pese a estar allí: «con mi señor Brunetto sigo hablando», (Inf. XV;100). Alfonso X era aspirante al título de emperador del Sacro Imperio Germano. Para tal fin invirtió una fortuna y se apoyó en los mejores traductores de lenguas. Impedido por el Papa en esa ambición, trasladó el «fecho del imperio» a la península ibérica. Emprendió la actividad imperialista que continuaron sus sucesores y alcanzó su cenit a finales del siglo XV en la unificación de los reinos bajo una monarquía única. Castilla se hizo España; de lo que hoy día se lamentan las autonomías españolas, otrora fue el Imperio español de los Austria.
Al igual que en la Italia de Dante, en la península ibérica, pero en el siglo XV, los fermentos del conflicto nobiliario estaban a la orden del día. Por motivos diversos a los de la Florencia del siglo XIII, coincidían los desórdenes sociales y políticos que atestiguó el florentino en su tierra natal. La violencia y el caos no le fueron esquivos a Castilla. Tenemos que «Los hombres que aparecen en La comedia han sido sacados de la vida terrenal y su destino temporal». (Auerbach, 2001, p.86). Esta afirmación podemos aplicarla de igual manera al Laberinto de Fortuna. Explicando este fenómeno un estudioso ha dicho que, en la Italia de aquellos siglos, «las pasiones mayores nacen y se desarrollan en la élite de la sociedad (…) el noble en tanto que individuo, es el ser apasionado por excelencia, pero, en tanto que clase, la nobleza está abocada a la vanidad». (Girard, 1985, p. 108).
Es preciso explicitar que se trata de poesía, creación que pasa desde las escogencias métricas hasta la disposición narrativa que los versos acompasan. Es obvio insistir en que se trata de poemas extensos y que Dante no se apoyó en los modelos literarios medievales, cosa que sí hizo Mena. En tal percepción es casi inevitable, como ya lo hemos planteado, ver al poeta como el personaje implícito; caemos en la posibilidad del error al leer en clave autobiográfica. ¿Cómo evitar esa recepción como lectores? ¿Cómo podemos sustraer lo autobiográfico del texto que es literatura, una ficción? En eso se la juega toda nuestra habilidad lectora.
En el entender de cualquiera resulta claro que el fortalecimiento de la monarquía castellana reñía con la expansión de la base nobiliaria territorial que detentaba autoridad en todos sus dominios. La condición de poder de los nobles peninsulares dio pábulo a los enfrentamientos por la Corona de Castilla desde la penosa muerte del último rey alfonsí, Alfonso XI. La lucha por tal sucesión fue aguerrida ya que dos de sus hijos, de madre diferente, se enfrentaron en armas, contratando mercenarios de Francia e Inglaterra. Era el periodo en el que había parentesco de consanguinidad, hasta de tercer grado, entre las monarquías europeas; la mayoría de ellas estaba emparentada. Los intereses de unos eran también los de otros. De tal manera que en Castilla: «El fortalecimiento de la institución monárquica, se abrió paso a través de un complicado tejido de acontecimientos, cuyo hito fundamental fue el establecimiento de la dinastía Trastámara, punto de partida, a su vez, de una sólida alianza entre los reinos de Castilla y Francia». (Valdeón, 1982. P. 144).
La figura del rey adquirió un matiz que algunos historiadores no han dudado en llamarla absolutista. El rey podía hacer y deshacer las leyes. En ese largo camino que no vamos a repetir, el hijo de Enrique III (1379-1406) y Catalina de Lancáster, Juan II, asumió el trono a la muerte de su padre y reinó en Castilla desde 1406 a 1454. Bajo la inspiración de su valido, el condestable Don Álvaro de Luna, se llegó a la cristalización del poder omnímodo del rey. Pese a sus ejecutorias, el condestable terminó condenado por Juan II a la pena capital en la plaza pública de Valladolid. Las falsas acusaciones y la envidia de sus enemigos, así lo quisieron. En el año siguiente, muere Juan II y queda el trono en manos de su hijo Enrique IV, un pusilánime reconocido por la historia.
Álvaro de Luna había sido protector de Juan de Mena, pese a ello, este continuó como redactor de cartas y como cronista de Juan II. El germen político de esta obra nos lleva a pensar en las condiciones de Florencia que en boca de Ciacco en el infierno, parecen ser las del reino de Castilla: «Tu ciudad que está tan llena / de envidia al punto que desborda el saco». (Inf. VI; 50-51). Es quizá por lo cual Dante «coloca en el infierno hombres que pudieron haber sido olvidados si él no los hubiera hecho inmortales en La Comedia». (Baxter, 2018, p. 43). Ni más ni menos podemos leer en Laberinto de Fortuna. Un estudioso nos indica que «nos inclinamos a pensar, por tanto, que la gestación de Laberinto de Fortuna por parte de Juan de Mena debe más al clima y las circunstancias florentinas que a las propiamente castellanas, hasta el punto en que no es descabellado pensar que muy probablemente su composición se inició antes del regreso a la península ibérica». (Wic. 2021, p. 39). Lo que aún nadie puede explicar es cómo un joven de la baja nobleza de Córdoba, como lo era Juan de Mena, salta de una a relacionarse con los más selectos intelectuales de la época, personas demasiado acaudaladas y llenas de servidores y odiosos aduladores.
- RECORRIENDO LABERINTO DE FORTUNA
El poeta, en sus primeros versos ha renegado de la Fortuna: «Tus casos falaçes, Fortuna, cantamos, / estados de gentes que giras y trocas». (2; 1-2). Hay quienes han visto en estos versos iniciales una imitación del comienzo de La Eneida. Lo cierto es que ya ha declaro sus propósitos y acto seguido pide a las musas su ayuda. Todo en la más clásica línea. «¿Pués cómo, Fortuna regir todas cosas / con ley absoluta, sin orden te place?» (9;1-2). Ese repudio a la Fortuna lo podemos entender bajo una explicación: «(…) es verdad que algunas personas son más afortunadas que otras. Verdaderamente, algunas personas tienen vidas que pueden ser caracterizadas como particularmente afortunadas o desafortunadas. Sin embargo, algunas personas pueden ser afortunadas en alguna área de sus vidas, pero marcadamente desafortunadas en otra. Estos son puntos importantes para darse cuenta y entender lo que vemos cuando empezamos a analizar las condiciones de bonificación o maltrato en nuestro lugar de nacimiento». (Brennan, 2017, p.463).
Una vez imprecada la Fortuna, sin saber cómo, el poeta ha sido arrebatado en el coche de Belona que lo lleva al palacio de Fortuna. Es dejado en un desierto, «do vi multitud, con número cierto, / en son religioso e modo profano». (14; 7-8). Desde allí ve otro plano separado por un muro de cristal y en el medio una puerta. Desesperado por no saber dónde estaba apela a la clemencia divina y de una nube refulgente de luz baja una bella doncella «que ante su gesto es loco quien osa / otras beldades loar de mayores». (20; 25-27). La doncella le advierte que no está allí buscando amores. El poeta le pregunta para qué ha venido y ella, se presenta: «las cosas presente ordeno en essençia, / e las por venir dispongo a mi guisa, / las fechas revelo; si esto te avisa, / Divina me puedes llamar Providencia». (v. 27-30). El poeta se sorprende y exclama: «así que tú eres la governadora / e la medianera de aqueste grand mundo, / ¿Y cómo bastó mi seso infacundo / fruir de coloquio tan alto a desora?» (24; 5-8).
El poema hace imagen de la Providencia, quien le dirige la palabra, contrario al Dios de La Comedia que está más cercano al Sol, una luz intensa que encandila. En el caso de Mena, desde el comienzo se le revela la Providencia divina (Dios), lo cual, a todas luces, literalmente, sería algo indigno, pero como es poesía por lo menos en el cristianismo no tiene impedimentos.
Aquella aparición hace que el poeta deseche la Fortuna: «a ti, cuyo santo nombre convoco, / que non a Fortuna, que tiene allí poco, / usando de nombre que no l´pertenesçe». (25; 6-8). Le pide que lo guíe porque se haya perdido. La Providencia lo trata de mançebo, lo cual muestra a un personaje en edad juvenil. Le insta a que se deje guiar por ella y podrá conocer «viçio y estado de cualquier persona,» (26; 6). Él acepta su guía, pero la Providencia le advierte que quien entra en esa gran casa, la de Fortuna, se llena de dudas y no encuentran después la salida. El poeta le pide que si ha así ha de ser que con su inmenso poder le envíe al hijo de Anquises (Eneas, es decir, Virgilio) para no perderse. Recordemos que entre los muchos títulos de Virgilio en La comedia, están «Oh tú, que ilustras toda ciencia y arte». (Inf. IV; 73). De igual manera, «y aquel sabio, que nada hay que no sepa». (Inf. VII; 3). También, «vuelto hacia el mar de la sabiduría». (Inf. VIII; 7). Aquí La Providencia, molesta por su duda, responde: «quien fuere constante al tempo adversario / y más no buscare de lo necesario / ramo ninguno no avrá menester». (6-8). La advertencia es clara, sólo quien se consigna a seguir la voluntad de la Providencia jamás estará perdido, únicamente de ella hay menester. Diferencia notable con La comedia donde el mantuano es llamado doctor: «el gran doctor atento me miraba» (Purg. XVIII; 2). Mena mencionará después a Virgilio otro par de veces, pero siempre en referencia al glorioso Eneas como fundador de un imperio. En La Comedia, el poeta emplea numerosos vocativos al referirse a Virgilio, pero más que esto, es su manera de ponderarlo: «Oh tú, que ilustras toda ciencia y arte». (Inf. IV; 73).
«Veyéndome triste e tanto preplexo». (31; 2), entra a la casa de la Fortuna y desde allí contempla la esfera terrestre y con meridiana claridad divisa todos los espacios de la geografía y pone sus ojos en «la gótica gente que el mundo vastase, / porque la nuestra Spaña gosase / de estirpe de reyes atán gloriosa». (43; 6-8). A propósito de la desigualdad social, «se percibió como un fenómeno natural y, dado el bajo índice de movilidad social, generalmente se creyó que la diferencia, social, económica y moral era consecuencia de cualidades, y se adquiría principalmente por la ocupación del individuo o de la de sus antepasados y se transmitía de una generación a otra por la sangre». (Di Camillo, 2008, nota, p. 69).
De allí pasa a otear los otros continentes conocidos, hasta entonces ciudades, reinos y sus áreas insulares. Mira desde lo alto hacia abajo, tal como acontece al poeta florentino, «antes, pues, de engolfarte en ese abismo / mira abajo y contempla cuánto mundo / te hice poner debajo de ti mismo». (Par. XXII; 127-129). «Desde la perspectiva de la historia de los conceptos, el paso más importante dado en ese camino tuvo que ser el de liberar a la expresión mundo del sobrepeso de orientación hacia la naturaleza, integrando en él el universo del hombre, sus prestaciones expresivas y culturales». (Blumenberg, 2000, p. 96). Esta explicación recoge el elaborado concepto de mundo que incluye ya los desarrollos humanos que posteriormente ingresaron en el vagaroso concepto de cultura, el llamado paisaje cultural al que hace alusión Vico al referirse al periodo del llamado Renacimeinto.
En el poema de Mena la Providencia le reprocha el que mire hacia abajo y después de amonestarlo le hace saber que es a otro lugar al que debe su atención: «déxate desto, que non faze al fecho / mas mira: veremos al lado derecho / algo de aquello por que eres venido.» (55; 6-8). Mira hacia donde ella le ha ordenado, y ve tres inmensas ruedas: dos inmóviles, la del pasado y futuro, la otra, en constante movimiento, es la del presente. El poeta no entiende qué es aquello y lleno de duda apela a su guía, quien calma responde, «tres edades que quiero decir: / pasadas, presentes, e de por venir». (58; 2-3). Tal situación le permitirá ver la humanidad entera desde el comienzo; como lo leemos en La Comedia, la potencia visiva es la retícula de ambas obras. Aunque dado el peregrinaje de Dante las sensaciones olfativas, táctiles y auditivas se privilegian de manera particular en el ambiente mefítico del infierno y en el llanto y rechinar de dientes de los condenados. Como bien lo ha señalado un estudioso, «en particular, Paradiso 33 narra el triunfo de la vista sobre el discurso, la gran historia medieval del movimiento de las palabras y el lenguaje a la visión, del mediado y distanciado empleo de los ‘signos’ verbales en este regio dissimilitudines al palpable ‘toque’ e inmediatez de la vista. Así de manera repetida a través del canto, Dante admite la derrota de su lenguaje ante la visión de lo inefable». (Baxter, 2020, p. 70).
En Laberiento de Fortuna, La Providencia le permite que narre lo que ve, pero con una salvedad, «nin finjas lo falso nin furtes historia, / mas di lo que oviere cada cual consigo». (61; 7-8). Cada rueda estaba compuesta de siete círculos concéntricos regidos por los siete planetas según el sistema Tolemaico. Habitaban las ruedas personajes desde la Antigüedad hasta el momento presente en su reino, Castilla. Lleno de dudas el poeta se dirige a la Providencia quien se da a la tarea de explicarle quién es toda esa gente. Es preciso comprobar que son los mismos de La Comedia, aquellos de la llamada historia universal, excepto por el inveterado deseo de situar allí a los españoles, como lo hizo Dante con los florentinos.
Empiezan a desfilar los nombres de la historia de España y de algunos no se atreve a hablar o mencionar su nombre por miedo. Es aquí cuando entra el concepto de fama que también circula en La Comedia, por ejemplo: «… y en toda hora / de la fama al rumor tu nombre suene». (Inf. XVI; 65-66). En La Comedia, el concepto de fama se establece en la esfera social, lo que en boca de la gente está de la persona. En cambio, para Mena, «sus nombres oscuros esconde la Fama / por la baxa sangre de su nacimiento». (80; 3-4). Mena apela a la sangre, se apoya en la genealogía y rechaza la nobleza que se disfraza tras la Fama. Este es uno de los tópicos que marca diferencias entre las dos obras, pues Mena es un preclaro defensor de la buena Fama, pero sólo por nacimiento. Renegaba de la política real de conceder la nobleza a muchos que no la merecían, sólo como una medida política del rey para incrementar el apoyo nobiliario. En cambio, la Florencia de Dante contaba con ricos comerciantes que de baja cuna lograron alcanzar los pináculos del poder por su riqueza y su accionar social. En esto Mena es más medieval, se aferra a la nobleza solo de sangre.
En el círculo siguiente se encuentra con los vicios, y «Allí vi gran clero de falsos prelados / que fazen las cosas sagradas venales. / ¡O religión religada de males / que das tal doctrina a los mal doctrinados!» (87; 5-8). Maldice al obispo Don Opas por haber apoyado a Tarik en la conquista musulmana del reino visigodo. Después de repetir muchos nombres que comparte con el Infierno de La comedia, declara: «de viçios semblantes estava el profundo / tan lleno que non sé fablar quien lo pueda». (92; 3-4). Siente tanto miedo viendo allí personajes de la Castilla actual que prefiere callar: «¡O miedo mundano, que tú nos compeles!» (93; 1). No se trata del infierno, allí no hay castigos, como sí los hay en La Comedia, pero están en la rueda de los que han tenido o aún viven una vida desdorosa.
La simonía despierta en él tal furor que le obliga a decir: ¿Quién así mesmo dezir non podría / de cómo las cosas sagradas se venden, / a los viles usos en que se despienden / los diesmos ofertos a Santa María?» (95; 1-4). Mirando la rueda empieza a ver los pecados capitales y a todos quienes de ellos son presa, aunque esta vez no menciona nombres, generaliza en una vertiente muy contraria a la de Dante. Pero cuando se encuentra con quienes vivieron amores ilícitos los ve en fuego encendidos. Apela entonces a su divina guía, «Providencia, tú, dime mejor / aquesta mi dubda que yo no entiendo: /¿por qué así quisieron amar ciegamente? / Bullada devieran tener en la fruente / la pena que andan aquí padesciendo». (109; 5-8). Esa marca en la frente ya la hemos visto en el infierno de Dante y aquí la Providencia la reclama.
La Providencia elabora un largo discurso sobre el amor en el que enfatiza que las virtudes que se tienen son las que hacen que se ame a otro y más gozo está en dar amor que en darlo para esperar recibirlo. En el caso de La Comedia, lo explica un preclaro estudioso: «Para Dante, tanto como para Santo Tomás, la beatitud celestial es esencialmente una visión de Dios seguida por el amor; sin embargo, es necesario que el amor guíe primero al hombre hacia la beatitud». (Gilson, 2011, p. 218). Sabemos que Mena no va en búsqueda del amor sino en procura de saber cuál será el destino de Castilla. Es comprensible que su énfasis está en destacar el valor de la amistad: «Mas otras razones más justas convocan / los coraçones a las amistades». (111; 1-2). Es muy notable este interés donde predominaba la traición a la amistad en el mundo cortesano, el traidor era equiparado con Judas.
Pasa a otro círculo y se siente fascinado al encontrar en ella las luminarias de la humanidad: hace una enumeración de santos, doctores de la Iglesia y de los filósofos más reputados hasta entonces; en ello no hay diferencia con los que encontramos en La Comedia, excepto que no hay condenados al infierno, relegados al Purgatorio, todos comparten la rueda de la sabiduría y su rey, Juan II, se destaca por cumplir años el mismo día que Tomás de Aquino. Allí estaban: «philósofos grandes e flor doradores, / aquí çitaristas, aquí los profetas, / astrólogos grandes, aquí los poetas, / aquí cuadrivistas, aquí sabidores». (116; 5-8). No precisaba del paraíso para sitiarlos a todos, aunque de Sócrates confiesa temerle. Los grupos de músicos, oradores, profetas, poetas, comparten el círculo.
Al dar el paso al presente se decepciona: «donde fallamos muy pocos de tales. / Oy la doctrina mayor es de males / que non de virtudes acerca de las gentes». (125; 2-4). Lo curioso es que encuentra allí un único sabio versado en todo arte y saber, pero no lo reconoce y pregunta a la Providencia quién es y ella responde: «aquel claro padre, aquella dulce fuente, / aquél que en cástalo monte resuena, / es don Enrique, señor de Villena, / onrra d´Éspaña e del siglo presente». (127; 1-4). No podría ser de otro modo quien fuera otro allegado amigo, traductor al castellano de La comedia y protector de Mena. Pero el poeta es cuidadoso y le concede al rey la gracia de ser el protector de las buenas creencias: «A vos, poderoso grand rey, perteneçe / fazer destroir los falsos saberes / por donde los ombres e malas mugeres / assayan un dapño mayor que peresçe». (134; 1-4). Las estrofas siguientes se explayan en alabanzas y loas al rey. No es de extrañar que al monarca hubiera dedicado su Laberinto. En un juego de abalorios cortesano, como otrora fuera en el mundo florentino, es ahora la corte de Castilla. Como lectores estamos impelidos a leer en lo dicho mucho más de lo que en el texto aparece.
En el círculo siguiente vuelve sobre su Castilla con tono de pesar: «las guerras que vimos de nuestra Castilla, / los muertos en ella, la mucha manzilla». (141; 2-3). Desde esta estrofa recorre los reyes castellanos y destaca las grandes batallas como la de la Navas de Tolosa (1344) en la que el rey Alfonso XI, derrotó a los musulmanes y a otros revoltosos que se atrevieron a alzarse contra la autoridad. Por esto alaba la guerra: ¡Oh virtuosa, magnífica guerra! / en ti las querellas bolverse devían / en ti do los nuestros devían / por gloria en los çielos y fama en la tierra». (152; 1-4). Estos versos muestran que la realidad celestial (el Paraíso) es una dimensión distinta a la que canta, puesto que es la fama en la Tierra la que contempla en todos aquellos que murieron en la defensa del reino castellano. Por ello se dedica desde la estrofa 145 a la 209 a contar la historia de España, a exaltar la memoria de quienes lucharon contra los enemigos, así la Fortuna en su lado oscuro, no les hubiera concedido la victoria, son mártires guerreros de España.
Laberinto de Fortuna se ocupa siempre de los potentados, hace caso omiso de la gente pobre, por ello la Providencia lo reconviene de nuevo y le explica que en lo más humilde y sencillo yace la mejor defensa contra la Fortuna, siempre provocadora, variable, ondeante y adversa. Da algunos ejemplos como el del pobre Fabriçio, «aquel que non quiso que los senadores / oro ni plata de los oradores». (218; 2-3). Menciona otros nombres de quienes prefirieron morir pobres antes que aceptar vender su conciencia por el vil metal.
A partir de la estrofa 233 el poeta vuelve a la Providencia sus cuidados y empieza lo que será el periplo final tras el temporal laberinto: «O tú Providencia, declara de nuevo / quien es aquel cavallero que veo». (233; 1-2). El poeta quiere hablar de este hombre, mas teme que esto le perjudique y tal vez hasta le cause la muerte. Pero la Providencia preclara le explica: «Este cavalga sobre la Fortuna / y doma su cuello con ásperas riendas; / míralo, míralo en plática alguna, / con ojos umildes, non tanto ferosçes; / ¿Cómo, indiscreto, y tú no conoçes / al condestable Álvaro de Luna?» (235; 1-2, 4-8). La Providencia lo presenta como el único que ha sido capaz de someter a la Fortuna. Recordemos que aún por sus riquezas, era el hombre más poderoso de Castilla. Juan II, instigado por los celos y acuciado por envidias, lo mandó a decapitar. Mena tuvo siempre esa espina en su corazón por la gran amistad que tuvo con el condestable. No sorprende que al condestable dedique la última parte del Laberinto de Fortuna y que en ellas deposite su pensamiento más agudo sobre los males de España y su reino.
La Fortuna suele ensañarse con los poderosos y desprecia a los humildes, y así que «por mucho qu’el sabio prudente, discreto, / encumbre por cabo sus fechos e çela, / mas son las cosas que Fama revela / que non las que sabe callar en secreto». Se supo que los partidarios de Don Alvaro habían consultado una famosa hechicera de Valladolid quien tenía fama de ser muy efectiva. El poeta nos refiere el lugar donde esas prácticas mágicas se realizaban; las describe con detalles y así tenemos la idea de que se trataba de un ser maligno que invocaba hasta el mismo Satanás para conseguir sus fines. Ella misma vaticinó la muerte del condestable. Pero no sólo eso, profetizó el futuro del reino, «vereís, e rebuelta de muchas ciudades. (255; 4). Más adelante se lamenta el poeta, «¡O vil cudiçia, de todos errores / madre, e carrera de todos los males, / que çiegas los ojos así de mortales / e las condiciones de los servidores; / tú que endureçes así los señores, / tú que los méritos tantas fatigas / de vana esperança que muchos obligas / a tales miserias fazer e mayores». (262; 1-8).
Un busto del condestable fue derribado en Toledo por sus enemigos. El poeta ve en ese hecho singular el fracaso de la Fortuna, pues tuvo que contentarse con aquel oprobio, «la çiega Fortuna, que havía de vos fambre, / farta la dexa la forma de alanbre». (267; 2-3). El poeta pide a la Providencia que le pronostique cuál ha de ser el futuro del rey: «Yo te demando gentil compañera, / me digas del nuestro grand rey e fiel, / qué se dispone en el çielo d’aquel» (270; 4-6) y ella le responde con una larga alabanza de Juan II, lo compara con los monarcas pretéritos y narra las grandes hazañas de ellos. Pero esto no lo satisface y se empeña en saber el futuro del reino: «Yo que quisiera ser sertifficado / d’estas andanças y quando serían, / e cuando los tiempos se nos mudarían / e quando veríamos el reino apacado». (293; 1-4). La situación del reino era casi insostenible, los dos bandos que se enfrentaban similan en boca de Ciacco sus palabras a Dante, «a esta ciudad en bandos dividida». (Inf. VI; 61). La situación era desesperante y el poeta quiere tener alguna certeza de paz definitiva, pues también teme por su vida y la de sus allegados.
La Providencia no accede a revelarle el futuro, entonces: «Mas la imagen de la Providençia / fallé de mis ojos ser evanesçida». (294; 1-2). Tal como había llegado, de súbito se fue. Él hubiera querido abrazarla, pero todo se desvaneció, incluso las ruedas de la Fortuna. El personaje no tiene ya otra opción que implorar que las profecías de la Providencia se cumplan: «Faced verdadera la grand Providençia, / mi guiadora en aqueste camino, / la cual vos ministra por mando divina / fuerça, coratge, valor e prudençia». (297;1-4). Así concluye este laberinto intelectual, todo ha sido obra de la Providencia y a ella retorna. El poeta queda como cualquier ser humano postrado de esperanza frente a lo que la Providencia le ha revelado. La equívoca Fortuna ha sido ya desdeñada a lo largo del laberinto y los denuestos a ella prodigados son al final del poema la derogación de sus preclaros poderes. El poeta queda en su reino y enfrentará los hechos futuros que no le fueron revelados. Mucho después de muerto vendría a configurarse la monarquía más poderosa que conoció Europa en los siglos XVI y XVII.
BIBLIOGRAFÍA
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Valdeón, Julio. Y Salrach, José. (1982). Historia de España IV. Barcelona: Labor.
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* John Jaime Estrada. Nacido en Medellín, Colombia. Graduado en filosofía en la Universidad Javeriana, Bogotá. Estudios de teología y literatura en la misma universidad. Maestría en literatura medieval en The Graduate Center (City University of New York , CUNY). Es PhD. en literatura medieval castellana en la misma institución. Actualmente es profesor asistente de español y literatura en Medgar Evers College y Hunter College (CUNY). Columnista de la revista literaria Revista Cronopio. Miembro honorario del CESCLAM–GSP, Medellín. Miembro del comité de la revista Hybrido e investigador de filosofía y literatura medieval. Su disertación doctoral abordó el periodo histórico de las relaciones entre el islam, judaísmo y cristianismo en Castilla durante los siglos XI–XIV. Investigador personal de tales interrelaciones a través de la literatura medieval castellana, en particular en la obra el «Libro de buen amor». Es autor de la tetralogía «De la antigüedad a la Edad Media».