LAS NANAS
Por Gabriel Gassman*
Érase una vez, hace mucho tiempo, una madre y un niño que se querían mucho. Cada noche, cuando el niño se acostaba, la madre se tumbaba en la cama a su lado, cantando nanas y contando cuentos de hadas alemanas, la lengua natal de la madre.
Una noche, cuando la madre empezó a cantar, el niño la paró. Casi lloroso, vio a su madre.
«Hoy quiero dormirme solo», dijo con una incertidumbre malamente ocultada.
La madre pausó. «Dale», dijo, tratando de ocultar su propia tristeza. «¿Y por qué?»
«A estas alturas, se ha vuelto bobo», respondió el niño.
La madre se levantó, y besó al niño en la frente.
«Te quiero mucho», le dijo. «Y si una noche quieres que yo te cante algo otra vez, sólo hay que pedirlo. Siempre seré tu madre».
Y la madre se fue del cuarto, llorando silenciosamente mientras el niño hacía lo mismo.
Hoy en día, el niño ha crecido, y ahora tiene un hijo propio. Cuando piensa en su madre, fallecida hace cinco años, todavía piensa en esa noche. En su madurez él tiene una amargura y una desilusión que parecen crecer con cada año nuevo. Se siente de vez en cuando como Aureliano Babilonia, esperando un viento destructor. No entiende por qué había pasado su niñez queriendo ser adulto.
Cada noche, cuando acuesta su hijo, él canta las nanas de su madre en su alemán con acento fuerte que, hace muchos, muchos años, siempre cantaban sus abuelitas. Sabe que un día, el niño también querrá ser hombre, y que no querrá oír las nanas. Así que, cada vez que canta, susurrando «Schlaf, kindlein, schlaf» y sintiendo el calor de su hijo precioso, la canción tiene un sabor agridulce y entiende las lágrimas silenciosas de su madre. Y sabe que así será en cada época: niños que luchan por ser adultos, y adultos que extrañan con toda el alma la niñez.
EL MICROCUENTO DE GILLES
Cuando era niño, siempre pasaba los fines de semana con un amigo de mis padres, un hombre que se llamaba Gilles. Era uno de los pocos hinchas grandes del equipo de fútbol de mi pueblo, una panda miserable que, según mi memoria juvenil, sufría una relegación casi cada temporada. A mis padres no les interesaba el fútbol, así que cuando se dieron cuenta de que a la edad de diez yo conocía los nombres y las posiciones de casi todos los jugadores de nuestras primera y segunda divisiones, convencieron a Gilles de llevarme a los partidos de nuestro equipo.
Gilles se murió de un infarto cuando yo estaba viviendo en otra ciudad para estudiar. Salvo su fanatismo por el fútbol, nunca sabía mucho de él. Sabía que era bachiller, y que siempre miraba los partidos de fútbol casi en un estado de trance, sonriendo tiernamente mientras otros grupos de hinchas cantaban y gritaban. Además, me acuerdo de una peculiaridad suya que, en mi niñez me parecía milagrosa: cada vez que oía un pedo, empezaba a reír con una autenticidad absoluta. Yo siempre estaba agradecido de poder reír junto con él, sin tratar de reprimirme, como tenía que hacer en situaciones similares con mis padres y con otros adultos.
Y me acuerdo de un momento más: un día, durante el mediotiempo, Gilles se fue para el baño y, mientras caminaba, vi una hoja de papel cayendo del bolsillo de su abrigo. La recogí y la desplegué. Leí, con la letra de Gilles, lo siguiente:
«Cuando se enamoró, sintió la brisa rozando ligeramente por sus mejillas con una intensidad y una alegría que nunca había experimentado jamás. Vio el verde del césped; entendió la dulzura de los cantos de los pájaros —y además, tal vez, la insinuación de necesidad casi desesperada envuelta en esa dulzura—. Un día, viendo una pelota de fútbol enroscándose con delicadeza hasta la esquina de la portería, se le escaparon unas lágrimas inesperadas. «Lindísimo», susurró. «Qué breve».
Aunque era joven, entendí perfectamente que había leído algo demasiado personal, casi sagrado. Plegué la hoja otra vez y la puse en la silla de Gilles.
Cuando regresó, Gilles vio la hoja, y rápidamente, quizás avergonzado, la devolvió a su bolsillo. Me miró sin decir nada. Y entonces empezó el segundo tiempo, y la sonrisa eterna regresó a su cara.
ABRUMADO
El hombre estaba sentado allá en el suelo. Su cabeza estaba inclinada hacia la fila de sillas vacías en la esquina del bar. Me acerqué. Lo había visto antes, no sé dónde. Pero no así, desesperado, inmóvil, borrachísimo.
Me habló, mascullando: «Oye, cabrón, no te acerqués».
Me paré, y pasé un rato silencioso, mirándolo. Encorvado contra la pared, no me pareció capaz de violencia. Por fin, hablé.
«Tengo que cerrar el bar. Te tenés que ir».
«¿Y te estoy deteniendo? ¿Quién soy yo? Cerrálo».
«No puedo cerrarlo si vos estás adentro».
«¿Y quién soy yo?»
«No sé quién sos».
«¿No te acordás de mí?»
«Quizás te he visto. Pero no te conozco».
El hombre sonrió. «Yo tampoco, cabrón. Pero me acuerdo de ti».
«¿Cómo me conocés?»
Me miró con ojos sanguinolentos. Se vio un poco mareado.
«Si vomita por el suelo me tendré que quedar hasta las 5», pensé.
El hombre eructó y por fin se levantó. «Cada día me siento más abrumado», me dijo. «Como si los arrepentimientos tuvieran peso físico. Me acuerdo de mi niñez, de la inocencia que tenía, y quiero volver —pero no puedo—. Y sigo recibiendo y dando golpes. Como los que vos me diste y los que yo te di».
Lo detallé con perplejidad. Todavía no lo reconocía.
El hombre rio. «Tal vez regresaré después de que me pase la resaca». Caminó hacia la puerta, la abrió, y en un momento se desvaneció en la oscuridad de la noche.
Pasé un momento más tratando de acordarme de quién era el hombre. Pero no pude. «Será un borracho viejo que habla locuras. «Qué bicho raro», murmuré. Y seguí limpiando.
LAS ARDILLAS
Lo sintió por la primera vez mientras estaba caminando desde el almacén hasta su casa, viendo un atardecer brillante y violeta, desapareciendo lentamente en la oscuridad: un sentimiento de amargura sin causa; o, tal vez, de vergüenza, porque él estaba experimentando este momento bello mientras otros del mundo sufrían. Años después, llegó a entender este sentimiento novedoso como el primer deseo de ser entendido, y de entender a los demás. Pero en ese momento, le perturbó mucho por su rareza espantosa, y por la inutilidad de definir lo que sentía.
«Qué mes más cruel», pensó, viendo a una de las primeras flores de la nueva primavera; y se sorprendió otra vez por citar un poema que no había leído desde sus estudios.
En general, era un hombre calmado, con una actitud sensata que, de vez en cuando, se volvía cruel sin que él se diera cuenta. Su esposa hablaba de una conexión que ella sentía siempre entre ella y el resto de la humanidad. En algunos momentos, ella había llegado casi al pánico por sentir, por un rato, la pérdida de este vínculo. En cambio, él no había sentido jamás nada parecido, y en estos momentos de pánico por parte de su esposa, se deprimía él también, al pensar en un éxtasis que le hacía falta durante su vida entera y que era el compañero casi constante de su mujer.
«¿Se siente así constantemente mi mujer?» Se preguntó. Le pareció difícil de creer; fue una sensación tan intensa, tan grave, que al imaginarla continuando para siempre tiritó un poco.
En los últimos rayos de luz del día casi acabado, vio a unas ardillas sentadas junto al árbol frente a su apartamento. Vio la primera estrellita de la noche ganando esplendor cada minuto mientras él seguía parado él. En ese instante, la amargura que le había dominado momentáneamente se disipó, siendo reemplazada por un deseo total por su mujer.
Entró a su apartamento, saludó a su esposa con un beso atípicamente apasionado; y, como de costumbre, empezó a cocinar.
UNA CEBOLLA
El primero de dos recuerdos completamente definidos que guardo de ese día, es de mi sueño de la noche anterior. En mi sueño, estaba sentado con unos amigos (nunca noté los amigos particulares) y estaba mirando el techo mientras ellos charlaban entre sí. Aunque para ese punto no había tomado durante más de un año, en mi sueño estaba borracho, sin la capacidad de enfocarme en lo que pasaba a mi alrededor, ni de entender las conversaciones de mis amigos. No pasó nada más que eso, y aunque me parece un poco trivial empezar mi narrativa con algo tan ordinario, empiezo con ese sueño porque mis recuerdos del resto de ese día —salvo una más que describiré en un momento— han perdido claridad, y los percibo tras una neblina, como la mayoría de aquellos en cualquier otro día: los días de mi boda y de la muerte de mi padre.
Ese día hacía mucho frío, y estaba cayendo una llovizna melancólica mientras caminé al café cerca de mi apartamento, donde paso el día casi cada domingo antes de que empiece el fútbol. Mientras caminaba, pensé que mis mejillas se iban a sonrojar, como me pasa siempre cuando tengo frío.
Cuando llegué, creo que pedí un café y me senté en la mesa en el rincón —no estoy completamente seguro que me senté en esa mesa exacta, pero es la que prefiero, y si ese día no hubiera estado ocupada, la habría escogido.
Bebía mi café a sorbos, como siempre, y escribía algo en mi cuaderno. O tal vez dibujé algo; no sé porque no noto las fechas cuando trabajo en mi cuaderno.
Después de unos minutos de escribir y de tomar mi café distraídamente, se me acercó un hombre musculoso y alto, de pelo rubio. Estaba vestido muy bien, con un piloto de marinero verde olivo con una bufanda negra. Aunque en todos aspectos era un hombre bien parecido, lo que más me llamó la atención eran sus ojos. Eran de color avellana, quizás un poquito demasiado grandes. Tenían una expresión de ternura absoluta, de búsqueda; insinuaban un alma que casi se podía tocar. Esos ojos constituyen el otro recuerdo claro que tengo de ese día.
«¿Puedo sentarme con vos por unos momentos?» me preguntó con una voz casi temblorosa.
«Claro,» le dije, cerrando mi cuaderno.
«Bueno,» me replicó, y se sintió. Suspiró nerviosamente. «Oye, che, no sé cómo expresarme bien. Nunca he sabido expresarme bien. Pero siento hoy la necesidad de expresarme, y si no puedo hacerlo bien, lo haré mal. Siento hoy la necesidad de ayudar a los otros. De… de… no sé, de mejorar una vida, de compartir con la humanidad. Soy un hombre rico. Si necesitás ayuda de cualquier tipo, te podría ayudar. ¿Querés que te ayude?»
Sonreí, mirando esos ojos luminosos. «Gracias», le dije. «Pero no necesito ninguna ayuda monetaria. Sería mejor encontrar alguien con necesidades más graves que yo. Pero por ofrecerme tu ayuda, has mejorado este día gris».
Noté una reacción de alivio en sus ojos. Y otra vez, me habló temblorosamente:
«Sabés, leí —no sé dónde— de una leyenda, creo que es rusa, sobre una mujer completamente egoísta y tacaña que nunca hace ninguna obra caritativa en toda su vida, salvo una: le da una cebolla de su jardín a una mendiga vieja. Cuando la mujer se muere, va al infierno, pero los ángeles le tienen piedad y buscan una buena obra de su vida para salvarla hasta que encuentran esa cebolla. Los ángeles vienen a Satanás, y le dicen: «esta mujer debe estar en el cielo por darle a una mendiga una cebolla de su jardín».
«Dale», dice Satanás. «Vayan donde la mujer con la misma cebolla, y sáquenla del infierno utilizando solamente la cebolla. Si la cebolla se rompe, se quedará en el infierno. Si no, puede irse para el cielo».
Los ángeles le extienden la cebolla a la mujer, ella la agarra, y empiezan a jalarla. Cuando los otros condenados del infierno la ven ascendiendo al cielo, agarran a la mujer, y la mujer les da unas patadas, gritando «¡Yo me voy del infierno, no ustedes!» Y por el retorcimiento de la mujer tratando de separarse de los otros condenados, se parte la cebolla, y la mujer se queda en el infierno».
El hombre suspiró otra vez. «Estoy buscando a mi propia cebolla», me dijo. «Y creo verdaderamente que en esa posición, ahora no le daría las patadas a los otros condenados que me condenarían».
Durante un rato, no respondí, pensando.
«Es una meta admirable», le dije. «Que encuentres tu cebolla».
«Muchas gracias, amigo», me respondió sonrientemente. Se puso de pie y se fue del café.
Unas semanas más tarde, vi otra vez esos ojos en el periódico. Según el artículo, el hombre había sido contador. Durante el curso de su carrera, había robado millones de pesos de una variedad de clientes viejos, sin sospecha porque siempre escogía clientes aislados y amnésicos, hasta que un día confesó todo. El periódico mencionó unos casos en que se murieron los clientes después de ser desalojados.
Todavía pienso de vez en cuando en la mirada dentro de esos ojos, y creo que entiendo bien la desesperación que se habría sentido el hombre ese día en el café. La vida es dura.
___________
* Gabriel Gassmann es un coordinador de investigación en la escuela de educación y desarrollo humano de la universidad de Virginia. Ha co-publicado un artículo: «Pensions and California Public Schools», en el periódico Getting Down to Facts junto al Dr. Cory Koedel. Se graduó de la universidad de Missouri en 2019 con títulos en economía y español.