Acronopismos y otras delicatesen Cronopio

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Fueron casi cuatro horas de viaje por lo poco que quedaba de una carretera, que había tenido sus momentos de gloria y sus historias durante la bonanza de la coca -me dijeron… -tres horas de huecos al destajo, al por mayor y al detal, y golpes y sobresaltos y frenadas y gritos y maldiciones y palabrotas que llenaban de espanto al charlatán que había perdido la voz de tanto dios… y la tonada interminable de una música monótona y pueril de la cual por fortuna he olvidado su nombre… solo recuerdo que me hervía como el calor en el cerebro, como una gota de agua ya sin agua y sin tiempo…

Viajaban con nosotros, como ya dije, criaturas de brazos y además varias mujeres preñadas, bien preñadas… y cada vez que el autobús se sacudía, y se resentía y mugía en los huecos y grietas y saltaba y se mecía sobre las piedras y troncos, yo escuchaba a las criaturas en su vientre pidiendo auxilio y por momentos veía que el autobús se inundaba de sangre, de lamentos, desechos, materias en descomposición, intestinos y mierda y miradas desde siempre ahogadas y podridas en la angustia y en el delirio…

La playa era hermosa, pero escasamente tuvimos tiempo de recuperarnos del viaje… la verdad que la playa le hacia justicia a algunas de las fotografías de los panfletos… la mayoría del tiempo lo gastamos tirados en la arena ayudándonos con los golpes, los moretones y los pinchazos que se nos habían acumulado y multiplicado en la espalda, el culo y las piernas… de repente volví la vista casi sin darme cuenta, y vi a las mujeres preñadas que estaban descansando tiradas todas juntas bajo un árbol, desnudas, intentando poner juntos los pedazos que les quedaban del viaje y las vi pariendo, abortando, desangrándose… y las criaturas amontonadas junto al árbol, ennegrecidas como la noche, el odio, el desencanto..…

No recuerdo si nos metimos al agua o no… lo más probable es que nadie lo hubiera hecho aunque era lo más conveniente y necesario… lo único cierto es que nadie tenia fuerzas de levantarse de la arena, de decir algo, de seguir maldiciendo y lamentándose, aunque hubiese sido, como meterse al agua, lo más conveniente… en una mesa retirada de la playa, que estaba bajo un toldo, el guía del viaje, el conductor del autobús y demás ayudantes comían y bebían y se reían como si estuvieran solos celebrando su propia muerte en un mundo podrido de huecos y de dioses extraños y charlatanes sin ningún encanto..

Un poco antes de que se hubiera puesto el sol, subimos nuevamente al autobús y regresamos, sumándole a la película del comienzo cuatro largas horas más… pero esta vez los improperios y las maldiciones y los lamentos y la voz del charlatán y su Dios y los niños de las mujeres preñadas y los de brazos pidiendo auxilio, se escuchaban como en cámara lenta, como en off, como en otro autobús que viajaba paralelo al nuestro, pero en otro mundo… como si solo se tratara de una película muda que de repente ha perdido su ritmo y sigue su carrera desproporcionada en el tiempo sin encontrar ni de milagro la salvación del abismo… y en la carretera aumentaban los huecos, y los dioses, y las mujeres preñadas, y la sangre que ebullía y subía y se desbordaba por las ventanas del autobús.

Por fortuna en la playa había un hombre negro casi desnudo vendiendo aguacates… unos aguacates grandes y deliciosos como los que mi madre partía en la mesa todos los días a la hora del almuerzo y de la cena cuando vivíamos en la selva… los mismos aguacates con los que nos untábamos el cuerpo los chicos y las chicas del pueblo antes de comernos a besos y lamernos y quedarnos exhaustos, abandonados como fantasmas a la intemperie, bajo un calor que quema o una lluvia que no cesa y los pájaros que de vez en cuando se atrevían a meter sus picos en los residuos que quedaban en los cuerpos…

Un hombre negro ahora más desnudo que nunca y el pelo ya blanco y con una sonrisa cada vez más amplia, cada vez más sonrisa y que parecía escaparse a cada instante de sus boca, y que parecía no tener ni principio ni fin… una sonrisa limpia y de un azul más intenso que el mar…

Los aguacates que vendía a los turistas y en los que escribía su nombre antes de entregárselos, y la sonrisa que nos borró los despojos del viaje durante todo el tiempo que estuvimos tirados en la playa, y que nos hizo olvidar de los golpes y moretones y pinchazos… es todo lo que me queda y recuerdo de ese viaje a los más inhóspito del infierno…

El vendedor de café

Con una mirada fuera de lo común, una de esas miradas que enamoran, pero que en el fondo producen cierto prurito, cierto desencanto, el vendedor ambulante de café, sin dejar de mirarme un solo instante a los ojos, -me dijo-, que antes del negocio del café había sido pescador… el mejor de toda la región, -me dijo-, pero que cierta circunstancias que no valía la pena recordar, que no venían al caso, -repitió-, no le había dejado de otra que dedicarse a vender café en cualquier parte de la ciudad, en las calles, las entradas a espectáculos, los cines, los prostíbulos… donde fuera que sus pasos y la algarabía lo llevaran,- me dijo-… algo tiene que hacer uno cuando tiene familia y obligaciones, -agrego-, con la misma mirada y una sonrisa que se le retorció en la comisura de los labios, como algo que de repente expira.

Iba de un lado a otro como un saltimbanqui con su cafetera enorme y pequeños vasos de plástico ofreciendo, o mas que ofreciendo imponiendo de cualquier forma su producto… por un momento me pareció que era uno de esos charlatanes que aparecían de repente vendiendo chucherías y menjurjes mágicos en las plazas de mercado de los pequeños pueblos y veredas y municipios y caseríos y hasta en las tribus indígenas, cuando vivíamos en la selva…

Sin dejar de mirarme a los ojos, me repitió, como si quisiera grabarme una a una las silabas de sus palabras en mis pupilas, “yo era el mejor pescador de la región, de toda la comarca, y ahora soy el mejor vendedor de café… nadie de todos los demás vendedores, que abundan, como usted mismo puede verlo como moscas, vende un café como el mío… tan exquisito, tan aromático y tan delicado como el mío… solo yo sé cómo hacerme con los mejores granos de toda la región y allende y molerlos a tiempo y poner solo la cantidad necesaria que requiere cada taza… la cantidad ideal, la que requiere cada paladar… por algo, fui el mejor pescador de toda la comarca y ahora el mejor vendedor de café”, -dijo una vez mas-, pero esta vez como si estuviera hablando consigo mismo…
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