LAS TRAVESÍAS
Por Gilmer Mesa*
Ilustraciones de Sara Serna Loiza**
MERCEDES, CARMELA Y CRUZ
Esa tierra no era más que selva ruda que se regeneraba más rápido de lo que se tumbaba en la época en que mi bisabuelo Cruz María García, cansado de los combates, aprovechó un breve receso de tensa calma en la guerra y se fue con su mujer, su cuñada y algunos compañeros hastiados como él a hacer fundos, para tener algo propio, un cacho de tierra en donde pasar el resto de su vida y tener propiedad con que tapar sus huesos cuando muriera.
Pese a su nombre femenino y piadoso, era un tipo recio, musculoso y de trato cortante y templado. Nadie supo de dónde era, ni siquiera mi bisabuela, porque nunca quiso hablar de su familia ni de su pasado, como si para él la guerra hubiera sido el segundo y definitivo nacimiento, y las pocas veces que tuvo alguna reminiscencia fue de su llegada al ejército liberal o de los combates en que participó, ese fue su origen o al menos lo único que permitió conocer de él, decía que uno es de donde deja la sangre y es por lo que se lucha, pero como luchó en tantas partes y nunca supo bien por qué se peleó, no fue de ninguna parte y fue nadie, así que terminó siendo don Cruz María dueño de la finca Las Travesías, en un territorio sin nombre cercano al pueblo de La Granja. Fueron a templar a esa tierra porque un comandante liberal apellidado Ciro había pasado por allí camino a Peque para enfrentar a los conservadores que dominaban ese pueblo, y recordó que era una maleza sin provecho, pero sobre todo, lo más importante, sin dueño, y les comentó a sus hombres cuando regresó al cuartel de su hallazgo, diciéndoles que cuando se acabara la guerra se iría a fundar por allá, que la tierra era dura pero estaba cerca de una quebrada grande que la atravesaba y no demasiado lejos de Ituango, aunque lo suficiente para que nadie se interesara por ella. Al general Ciro lo mataron a los pocos meses. No obstante, Cruz guardó en su memoria la ubicación y el destino trazado. Apenas tuvo la oportunidad convidó a los suyos para que fueran todos a instalarse en ese lugar; arribaron de noche a Ituango y no quisieron detenerse, agarraron camino entrada la madrugada y llegaron a la vera de la selva en la mañanitica, sin dormir y apenas almorzados el día anterior, se sonrieron y con la fe de los hombres que solo vislumbran mañanas porque están llenos de ayeres, cogieron las rulas y los azadones y se guindaron a tumbar monte.
Para la tarde de ese primer día, su mujer, su cuñada y las esposas de otros dos compañeros, que eran el total de mujeres de la excursión, habían hecho comida con lo poco que tenían y los hombres abrieron la entrada a la cañada, durmieron el sueño de los soñadores y al despertar, renovadas las fuerzas, volvieron al tajo, a la semana habían aplanado la orilla de la quebrada y emplazado los ranchos en donde dormían, pasado un mes tenían cada uno su buen pedazo de tierra cultivable, se lo repartieron guardando distancia de diez hectáreas para cada uno, con la promesa de que al principio las trabajarían juntos hasta que cada quien tuviera con qué alimentarse y construir. Lo primero que hicieron mi bisabuelo y su esposa fue la vivienda, como querían tener una familia numerosa se cuidaron de construir una casa grande con habitaciones amplias y de sobra, una cocina con un vasto fogón donde se pudiera cocinar el alimento de una legión de trabajadores y depósito para la leña, un chiquero para veinte marranos que fue lo único en lo que invirtieron material, como les decían a los adobes y el cemento, que eran además de costosos muy difíciles de conseguir y casi nadie sabía trabajar con ellos. El resto de la construcción fue de bahareque, un sistema de cañas de guadua entrecruzadas que son rellenadas con barro y cagajón o boñiga de diversos animales que al compactarse dan consistencia a las paredes y solidez a la estructura, recubiertas por un tendal de madera sobre el que imbricaban tejas de barro, además contaba con bodegas para las herramientas y una pieza amplia para los trabajadores, que, sin tenerlos aún mi bisabuelo, los había proyectado como numerosos, al igual que sus dominios y animales. Dejaron un espacio de más o menos cien metros en derredor de la casa que con el tiempo llenaron con jardines varios, y pusieron un vallado de piedra amontonada al que le hicieron dos entradas, una al frente de la casa y otra detrás. Cuando la terminaron, al cabo de un año de arduo trabajo, pensaron en un nombre, pues su mundo estaba nuevo y todo lo que hacían lo debían bautizar, desde los hijos hasta las casas, y mi bisabuela decidió que se llamara Las Travesías porque alguna vez había escuchado esa palabra como sinónimo de atajo que favorecía al caminante para conquistar su destino y le pareció que su hogar era eso, el favor para acceder a una vida mejor al lado de su esposo, sus hijos y su hermana, y lo puso en plural porque siempre pensó que la felicidad debía ser en plural, el singular lo mantuvo solo para sus tristezas. En poco menos de tres años cada uno de los fundadores estaba plantado y algunos, como mi bisabuelo, se fueron monte adentro a seguir fundando heredades para los hijos, que en su caso ya se avecinaba el tercero: mi bisabuela había llegado embarazada de meses y tuvo primero a Abraham, a los doce meses y un día nació el segundo, al que bautizaron Fidel, y estaba por los seis meses de la que sería su primera niña, Raquel, nacida en ausencia del padre a los tres meses, mismo tiempo que llevaba el hombre tumbando selva honda hasta hacerla fértil y habitable para agrandar sus terrenos.
Se habían ido mi bisabuelo, tres compañeros y su cuñada Carmela, la hermana de Mercedes, la única mujer que llegó sola al fundo. A la niña la tuvo mi bisabuela de pie al lado de la choza, sin ayuda de nadie y sin guardar reposo, puesto que su hermana, que la había asistido en sus anteriores partos, apenas supo del interés de su cuñado en continuar con la fundación, se ofreció para servir de cocinera y lavadora de la expedición. A los tres meses del alumbramiento volvió Cruz María, mustio y flaco, llegó solo, quería conocer a su hija y de una vez encargar la siguiente, que también sería niña y a la que llamarían Carolina. Mercedes lo recibió con un plato de comida caliente y con su hija en brazos; al preguntarle por sus avances se informó de que ya tenían un terreno del doble de tamaño de Las Travesías, labrado con frijol y chócolo; al preguntarle por la hermana, el hombre torció más el entrecejo de suyo arrugado y contestó con un parco «está bien». Como era persona de pocas palabras, su mujer no quiso ahondar aunque notó que la mención de su hermana crispó el ánimo del hombre, lejos estaba de saber que Carmela estaba encinta hacía cuatro meses y que el padre del vástago era su propio marido y por eso no pudo traerla y le tocó entregar parte de la tierra tumbada a sus amigos para que se quedaran con ella y no dijeran nada mientras él venía a tentar el terreno con su mujer, sin saber muy bien cómo iba a hacer para vivir una doble vida con dos mujeres que además y para colmo eran hermanas.
Cruz se quedó solo tres días y volvió al monte con la promesa de no demorarse tanto esta vez, no pudo ni supo cómo decirle a su mujer que su hermana estaba esperando un hijo que sería hermanastro y primo a la vez de los suyos, regresó al monte más agobiado que como había partido, su cabeza era un hervidero de desasosiegos y recriminaciones varias, por su debilidad, por el deshonor de sus actos y por sus consecuencias; recordó en el camino la noche en que su cuñada, con la disculpa de entregarle una aguapanela caliente y la sal para lavarse los pies, había entrado a su rancho mientras él se cambiaba la camisa y se quedó mirándolo como un mendigo afuera de un restaurante, con una mezcla de rencor y hambre voraz, la sola mirada le afiló la entrepierna y sin mediar palabra la había tumbado en la estera y en menos de un segundo la poseyó con fuerza y avidez, ella lo recibió con fiereza, arañándole la espalda hasta sangrar, él sintió una mezcla de dolor y placer que incrementó su arrebato y ella entre mordidas y golpes fue suavizando la furia con gemiditos huérfanos que iban en aumento hasta volverse gritos ardidos de placer, al terminar, ninguno de los dos dijo nada, ella se compuso la falda y él arregló un tabaco y fumó en silencio. Antes de irse le dijo Cruz, ahí le dejo la sal para el baño, y salió como si no hubiera pasado nada, él se quedó presa de los pensamientos, nunca había sentido tal vigor por nadie, no había sido hombre de muchas mujeres, pero en la guerra había conocido a algunas, luego llegó Mercedes y no tuvo ganas de más, se convirtió en todo, su amparo y su alegría en las tormentosas jornadas de los combates.
Desde que se conocieron, cuando Mercedes le curó una herida en la pierna hecha con un chamizo en la retirada de un enfrentamiento atroz, no tuvo ojos para nadie más y en cuanto pudo le pidió la mano y le dijo que se casaran, ella gustosa aceptó, tampoco tenía familia distinta a su hermana menor, a su madre la habían matado los conservadores y su padre de inmediato se enlistó en las huestes del general Arboleda para vengar su muerte y las dejó al cuidado de la abuela, muerta también a los pocos años, dejándolas solas entre cuatro tablas que componían lo que ellas llamaban la casa, solas se criaron y crecieron hasta que pasó por su pueblo el ejército liberal del mayor Ciro, que le ofreció a Mercedes ser garitera y enfermera de tropa y ella dijo que claro que sí, siempre y cuando pudiera llevar a su hermana. Así fue como se le cruzó Cruz María y la vida que tenían juntos, él nunca había necesitado de otra mujer, además de que Mercedes era joven y buena, era la compañera ideal para la familia prolija y pudiente que pensaba tener, pero no contaba con su cuñada, la consideraba apenas un apéndice de su esposa, hasta que le llevó la sal y la aguapanela, nunca la había visto como mujer, era solo la hermanita de su esposa, alguien por quien estaba obligado a velar porque fue la única condición que Mercedes puso para las empresas que promovió, poder llevar a su hermana, pero esa mirada del primer día de amancebamiento lo turbó de tal manera que ya no pudo seguir enfocado en su fundo ni en nada distinto al calor que le prodigaba Carmela al terminar la jornada, cuando se le metía al rancho.
En poco tiempo estaban viviendo como marido y mujer a la vista de los amigos, y en esas estaba cuando su amante le recordó que debía hacer por lo menos un mes que su hermana había cogido la cama, se lo dijo con genio áspero para luego soltarle que ella también estaba en embarazo y ponerle la cabeza de revés. Como todos los hombres simples, había evitado pensar en lo que tenía que pensar, que estaba teniendo un amorío con la hermana de su esposa, y lo vivió sin culpa ni remordimiento, pero un hijo era la materialización de la infracción, el punto de no retorno que hace de la culpa un proceso sumario y del remordimiento una laceración constante, tendría que afrontar lo que no había querido enfrentar, que todos nuestros actos en la tierra tienen repercusiones y que toda indolencia nacida de la vanidad se purga con la zozobra y se paga con el abismo. Eso fue su camino de retorno, una excoriación del juicio, al llegar al rancho encontró la otra cara de la moneda, Carmela lo estaba esperando, expectante por el resultado de la confesión a la hermana, también a ella la culpa la ceñía, pero en su caso era una culpa altiva y de alguna manera justificativa, aunque se sabía traidora consideraba su traición como un pagamento reivindicativo, siempre había creído que su hermana la utilizaba, que la menospreciaba adrede, desde niña sintió que la mayor la esgrimía como argumento de superioridad ante la gente para que vieran lo buena que era, nunca vio en sus afanes un signo de protección y un gesto de profundo amor y amparo sino todo lo contrario, un solaz hegemónico, pero Mercedes era honesta en sus intenciones, cuando sus padres y su abuela desaparecieron sintió la necesidad de proteger a la niña, como le decía, creía que si la vida las había puesto en esa situación de orfandad era ella la llamada a hacer las veces de protectora y cuidar de la pequeña, aunque solo la adelantara tres años en edad, y a eso se aplicó durante el tiempo en que fueron ellas solas para todo.
Pero en Carmela la desventura obró de manera contraria, no alcanzó a sentir afecto por sus padres más allá del originario que se trae con la vida, su muerte y desaparición le tocaron apenas dejando de ser una bebé, y fue su abuela la que acunó sus rencores y el más profundo resentimiento agazapado contra su hermana, al instalar en su mente la idea de que no servía para nada. Desde que llegaron a la casa la abuela las tomó como criadas y su vida durante esos años fue arrear aguamasa para los marranos y juntar leña, desgranar frijol y moler maíz para hacer arepas, las jornadas eran largas y duras, sin un solo día de descanso, ella era pequeña y débil y nunca pudo satisfacer la demanda de trabajo, mientras que, a su hermana, que también lo era, la edad y la viveza le ayudaban a cumplir a cabalidad.
Al final del día los regaños, las pelas y todos los malos tratos eran para la menor, creció viendo a su hermana como el objeto de rencor por recoger lo que ella creía que les tocaba a las dos, no es que fuera gran cosa pero que al menos le dieran la ración suficiente de comida y no la molestaran ya era mucho, ella, en tanto, solo recibía injurias y humillaciones, porque otra de las maneras que su abuela tenía de imponer orden era descontando en comida lo que no alcanzaba en trabajo, le decía entre insultos que la pitanza se ganaba y que si trabajaba como un perro perezoso como tal iba a comer, fueron muchas las noches en que se acostó a llorar en silencio, chirriándole las tripas de hambre, a maldecir su suerte, y de esta manera adquirió un orgullo callado y resentido.
Mercedes veía estos tratos y sacaba de su parte para dársela pero ella nunca le quiso recibir, decía que no tenía hambre, que ella comía poco y a eso se acostumbró, a comer poco y mal y a odiar en silencio, sentía como una afrenta la condescendencia de Mercedes, no quería nada regalado, quería que fueran iguales, que a ambas las trataran de la misma manera o que su hermana la acompañara en el odio hacia la abuela, no los sobrados de su comida ni de su afecto, quería que la quisiera totalmente, que sintiera como propia la humillación de la mujer y como propios sus malos tratos, no quería su compasión sino el odio conjunto, porque sentía los gestos de su hermana como una traición, una aceptación del orden impuesto por la anciana, y experimentaba una terrible impotencia. En secreto le reclamaba a su hermana por su falta de rebeldía para hacer frente común contra la vieja maldita, como la llamaba en su cabeza, pero nunca se lo dijo, mantuvo ocultos sus sentires y la frustración en reserva fue germinando un rencor mudo contra la prudencia de su hermana, que ella sentía más como conveniencia. Cuando su abuela agonizaba, rezaba todas las noches, con devoción de pastor, para que se muriera, y cuando al fin sucedió sintió una alegría sorda que tuvo que ir a pasear en el monte para que no la vieran, también ahí aprendió a fingir y a entregarle a la gente el gesto que requería en cada situación. En el monte gritó, bailó y rio sin medida, dio vueltas, se tiró al piso, se zangoloteó de alegría, por primera vez se sintió dichosa y libre, al rato cayó en la cuenta de que llevaba un tiempo fuera y la gente y su hermana debían empezar a preguntarse en dónde estaba, así que compuso un gesto adusto y triste y regresó a la casa a llorar y lamentar la pérdida, de ahí en adelante los sentimientos que guardaba por su abuela se fueron transfiriendo a su hermana cuando esta tomó las riendas de la casa, la sentía una farsante que buscaba la anuencia de la gente mostrando noblezas y virtudes que no poseía. Es extraño el rencor, no atiende razones ni enfoca su dirección con lógicas, solo hace presa de él a quien lo padece, y el mínimo estímulo se vuelve motivo poderoso. Mercedes nunca fue severa con ella, aunque le pedía que en las noches estudiaran, no quería ser analfabeta como la mayoría de la gente y menos que su hermanita lo fuera, en ese punto fue sumamente estricta, la obligó a que concurrieran todos los días a las seis de la tarde a la casa cural del pueblo para que el cura y el sacristán les enseñaran a leer y a escribir, y en esta disposición Carmela encontró la confirmación de la impostura que excéntricamente le atribuía a su hermana, cuyos esfuerzos fueron vanos porque Carmela, que siempre se mostraba dócil, en la escuela improvisada sacó toda su rebeldía y después de un mes, como no se podía negar a ir, se negó a aprender. Los maestros se cansaron de su desidia y mientras le enseñaban a Mercedes la composición del alfabeto y cómo juntando sonidos se construyen palabras que a su vez son ideas, a Carmela la pusieron a aprenderse oraciones de memoria y a rezarlas en silencio mientras terminaba la clase, la costumbre se le quedó y además le gustó porque pensaba que esa era la manera como Dios correspondía a los devotos. Tras comprobar lo efectivas que habían sido las oraciones en la muerte de su abuela se volvió una rezandera porfiada, llegó a saberse más de cien oraciones oficiales y otro tanto que iba improvisando, en vez de tener ratos de pensamientos tuvo ratos de oraciones reiteradas, pensaba que rezando obtendría el favor de Dios para el cumplimiento de sus deseos, creía que Dios era una suerte de vecino soberbio que solo presta atención con la insistencia del ruego y la cantinela jaculatoria hasta condolerse y cumplir las peticiones, un Dios mafioso, engreído y demandante; sus rezos siempre tuvieron como objeto desenmascarar a su hermana, que la gente la viera como ella la percibía, pero las peticiones no se cumplían, antes bien, Mercedes era querida y poco a poco iba consiguiendo otras gracias y destrezas. Después de leer y escribir, mi bisabuela aprendió a poner inyecciones y a extraer muelas cariadas con un tegua que había en el pueblo y su mujer y se empleó como ayudante de estos. Carmela, exasperada, intensificó los rezos, ya no solo los realizaba en la iglesia y antes de dormir sino a toda hora, necesitaba que su Dios la escuchara y atendiera sus demandas, creía que le faltaban fe y devoción, así que incrementó sus plegarias y rogativas, todo el tiempo tenía en la cabeza una oración que repetía incansablemente sin saber muy bien qué decía, se volvió taciturna y desconcentrada, porque cualquier función que tuviera que cumplir la sacaba de su rigor rezandero y la obligaba a volver a empezar.
Así vivía Carmela cuando llegó el ejército liberal y su hermana la convidó a seguir a la tropa. Con la ingenuidad del que ve cariños extraños en donde solo viven rencores, creyendo que la circunspección de su hermana era simple timidez, Mercedes se animó a confesarle que había en la cuadrilla un hombre no tan muchacho pero con un porte y unos ojos clariticos como agua filtrada que le parecía hermoso. La hermana escuchó el cuento y supo que su tiempo había llegado, no pensó siquiera en quién sería el hombre o en si le iba a gustar, en su mente se fijó a fuego la idea de que esa era la manera que su Dios tenía de recomponer las cosas, ella iría al lado de Mercedes, pero iría sobre todo en busca del hombre de ojos de borrasca que había llamado la atención de su hermana, arrebatarle algo que le gustaba o cuando menos relevarla frente al hombre era el balance que había perseguido desde niña. Según su mente abotagada de malos sentires y rezos frenéticos, su antagonismo obedecía a que la mayor se había valido de ella para lograr sobresalir rapándole cada cosa a la que se sentía con derecho, entonces conquistar al hombre por el que aquella suspiraba se volvería su prioridad y la nueva razón de sus oraciones, de modo que fingió sorpresa y temor por la aventura para que Mercedes le hablara más de lo que era esa tropa y del hombre al que ya sentía suyo, así fuera tan solo una abstracción, la materialización del tipo no le importaba, como tampoco le importaba su destino, siempre y cuando en él estuviera contenido el menoscabo de su hermana. Mercedes le dijo que había escuchado y leído que ellos, los liberales, el ejército limpio como se hacían llamar, eran los que iban a arreglar este país quitándoles el poder a los ricos y dándoles tierra y trabajo a los pobres, que era su deber moral y cívico ayudarles; la hermana le dijo que en la iglesia decían todo lo contrario, que ellos mataban a la gente buena y les hacían cochinadas a las mujeres que agarraban, Mercedes le dijo que esos eran embustes de curas y ricos para hacer que los pobres y miserables les cogieran miedo y no les ayudaran, que estuviera tranquila puesto que don Efraín, el tegua que le había enseñado primeros auxilios, era su amigo y recomendó ayudarlos, y ella sabía que un señor tan respetable como él no iba a recomendar bandidos a señoritas decentes como ellas dos. A Carmela poco o nada le importaban las habladurías y los chismes políticos, se creía blindada por el poder de Dios, pero necesitaba hacer creíble su desconfianza, sabía que eso antes de venirle mal le hacía mucho bien, incentivaría a su hermana a seguirlos por llevarle la contraria al cura, con el que terminó peleada por preguntar cosas obvias como el porqué del sufrimiento y la pobreza en el mundo si Dios era tan bueno e indagaciones similares; un día empacaron sus cosas y al siguiente se marcharon con la tropa. En el camino por fin identificó a su objetivo, iba al frente de la tropa al lado del mayor Ciro, rengo por la herida que se había hecho en un combate y que Mercedes le curó, le pareció un tipo rígido pero guapo, y como su hermana le había dicho, era algo mayor, pero mantenía un aspecto juvenil y viril, y un don de mando que se acrecentaba por ser el único junto con el mayor que andaba a caballo, el resto llevaba los animales de cabestro para no cansarlos para cuando se requirieran. Al anochecer de esa primera jornada lo conoció en persona cuando fue a su carpa con su hermana para cambiarle los vendajes, desde el primer momento observó cómo los ojos de la mayor y el señor se cruzaban en prolongado apego y cómo entre lo poco que hablaron se sentían el pudor y la tensión propios de los enamorados, se le agrió el ánimo y más cuando notó que el hombre ni la determinó, considerándola solo un istmo que traía pegado Mercedes, se devolvieron a su carpa y tuvo que rezar el triple de lo acostumbrado para aplacar la rabia ahogada que sentía. Al amanecer, un poco más apaciguada se dijo que todo era una prueba de Dios, tenía que ser paciente y mejor, entre más enamorada estuviera su hermana, más preciado sería su botín, incluso tendría que ayudar a la conquista ajena para poder desarrollar la propia, ganarse la confianza de ambos y ahí sí, dar el golpe.
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El presente texto hace parte de la novela «Las Travesías», publicada en 2021 por Random House.
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* Gilmer Mesa nació en Medellín, Colombia, en 1978. Estudió Filosofía y Letras en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín. Es docente universitario desde 2007, y actualmente es profesor de Ciencias Políticas y Geopolíticas en la UPB y desarrollo sostenible en el Tecnológico en Antioquia. Su primera novela, La Cuadra, ganó el Premio Cámara de Comercio de Medellín, en 2016.
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**Sara Serna Loaiza es estudiante de arquitectura en la Universidad Pontificia Bolivariana de Medellín, ilustradora y diseñadora gráfica por afición.
Como lectora, se inclina hacia el realismo mágico latinoamericano, la fantasía heroica y la novela psicológica rusa. Como creativa, tiene por hábito buscar patrones, composiciones y referencias en la realidad tanto como en la ficción. En ilustraciones ajenas y fotografías tan casuales como maestras publicadas en redes. En las pequeñas exposiciones y galerías que el peatón, si es curioso y observador, puede encontrarse al recorrer las calles de su ciudad, y en esas escenas coincidentes, accidentales, y perfectas, en las que la cotidianidad encuentra el ángulo, la iluminación, el balance correcto de composición, que encuadrados por el ojo fisgón adecuado, capturan un cuadro cinematográfico espontáneo bastante impresionante.
Es la administradora del perfil de Instagram de la revista ( @revista.cronopio ) y también aporta sus ilustraciones para algunos artículos de la misma.