LETANÍA
Por Guillermo Aguirre Martínez*
Los aullidos retumbaban de un edificio a otro, escalaban por fachadas, cristales y chimeneas hasta perderse o deshacerse bajo el sol de la ciudad. Esto, este espectáculo, lo seguía desde la ventana de un octavo piso. Ya de lejos conocía que el fin del mundo había comenzado, que lo que llamamos Historia fue el inicio del fin de los días, hoy a punto de consumarse, y era por ello que todos esos cabrones aullaban como bestias, que corrían de aquí para allá espoleados por histéricos terrores. Algunos, enrabietados, apretaban la mandíbula no sabría decir si con ánimo de amedrentar o de implorarme perdón. No me amilanaba, e incluso por momentos, cuando lograba envalentonarme, profería con los brazos en alto: «¡Malditos, el fin del mundo, el fin de los días y del tiempo, ha llegado! ¡Sí, el día, vuestro día, al fin ha llegado!». Rabiaban entonces con mayor desesperación sin dejar de trazar círculos, mientras yo reía y reía pues me sabía a resguardo: no podían alcanzarme. A cada una de sus provocaciones me encumbraba en el balcón dejando irrumpir, severo, sentencias de tono demiúrgico: «Os gustaría que estuviese junto a vosotros, que fuese incluso uno de vosotros, para así poder despedazarme, pero ni yo puedo ser como vosotros ni vosotros llegar hasta mí, malditos hijos de puta, bastardos». Todo ello sin inmutarme, con porte sobrio y solemne.
En otras ocasiones, abrumado por sus bramidos, daba sin más media vuelta y me tendía sobre la cama: ¿Qué me ocurre? —me decía—, ¿a cuento de qué viene insultarlos con tanta saña, a esos hijos de la grandísima puta? ¿Cómo no compadecer a esos perros hechos de mi misma sangre, de mi sangre y mi sustancia; a esos restos, sí, de mi propio yo? Me asomaba nuevamente. Como buenos hermanos, era advertirme y echarse los unos sobre los otros conforme a mis enseñanzas. Exultante ante la escena, no tardaba en proseguir con pausados ademanes: «¡Bastardos, escuchadme bien: es vuestro último día y quién sabe si el mío! ¡Ponderad vuestras acciones porque la hora del juicio es inminente!». Los veía sufrir. El espectáculo me extasiaba, enardecía mi espíritu: «Creedme, creed que me gustaría lanzarme en cruz sobre vuestros pechos, hijos míos. Ser masticado con fruición; tragado por vuestras sucias gargantas…». Lo cierto es que su impotencia, nauseabunda e indecente, comenzaba a irritarme, y es así que en uno de mis exordios, sin que mediase una ofensa, cerré violento la ventana para no volver a abrirla. Me acosté; me levanté enfurecido y al poco volví a abrirla movido por ciega cólera: «¡Cabrones, mamarrachos, bastardos hijos de la grandísima puta!». Escupí un par de veces. Me incliné sobre la barandilla: implorantes, algunos agonizaban sobre el hirviente alquitrán; algunos, sí, pero en modo alguno todos: los que aún se resistían redoblaron sus aullidos para su mayor tortura. Otros pocos, los menos, lamentaban aún, en un último brote de infamia, el que les hubiese creado -aunque esto no era cierto-. Estos pocos fueron los últimos, los últimos cabrones subidos a las farolas, abrazados a ellas como a su puto padre que los parió, a su sucio cipote, eran los últimos perros de esta tierra que ahora se venía abajo. Cerré la ventana y de vuelta al colchón. Me cubrí los oídos: sus gritos me exasperaban; los cristales se rasgaron: fui feliz, fui feliz, fui feliz. Un doliente pensamiento me atravesó la cabeza. Aguijoneado por las furias me fui de nuevo al balcón y me encumbré por vez última. Repetí mi juramento: «¡Los últimos serán los primeros, recordadlo!, ¡los primeros, los últimos…!», mientras ya todo era un río de muerte y miseria e incluso yo mismo sobraba. Así me lo parecía. Desfallecido, corté con mis propios dientes la cinta de la persiana, que cayó tajante a plomo; se avivaron mis tormentos y me tendí en el colchón; arrastrado por el sueño reía y reía mientras mis labios, penitentes, balbuceaban despacio: «¡Jodeos, cabronazos, ahora sí que estáis bien cocidos!».
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* Guillermo Aguirre–Martínez es doctor en Estudios Interculturales y Literarios por la Universidad Complutense de Madrid. Tras haber ejercido la docencia en la Westfälische Wilhelms-Universität Münster así como en la Ruhr-Universität Bochum con una ayuda del DAAD, en la actualidad disfruta de un contrato de investigación Juan de la Cierva en la Universidad de Deusto. Su poemario Piedras fue publicado en 2017 por la editorial Devenir, mientras que en 2014 y en 2016 respectivamente aparecieron su novela lírica Rayo oscuro de luz y el también poemario Pozo de silencio, ambos en Ediciones Oblicuas. De su producción científica cabe destacar el ensayo Forma y voluntad, editado por Verbum en 2015.